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Los asesinados del Seguro Obrero (1939), de Carlos Droguett:
el testimonio como novela
Emiliano Coello Gutiérrez
Centre de Recherches Latino-Américaines-Archivos (Poitiers), Francia
ecoellogutierrez@yahoo.es
Publicado en Revista Iberoamericana XVI, N°61, 2016
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Resumen
Este artículo subraya la originalidad de Los asesinados del Seguro Obrero (1939), del escritor chileno Carlos Droguett. Esta obra, que gira en torno a la masacre de estudiantes que tuvo lugar en Santiago de Chile el 5 de septiembre de 1938, anticipa los rasgos de una corriente literaria que, pasadas algunas décadas, será conocida con el nombre de “novela de testimonio”. De hecho, en la novela de Droguett la voz del narrador orienta políticamente el relato y dibuja un retrato mítico de la clase obrera, denunciando igualmente, de modo implacable, la política oligárquica a través de testimonios históricamente verificables. Pero el texto de Droguett no abandona nunca su estatuto de novela y su innegable vínculo con la estética de vanguardia, por lo que la ironía, el diálogo, la parodia, la plurivocidad en una palabra, están constantemente presentes. Esta mezcla de compromiso político y de cuestionamiento del concepto de verdad, esta unión de modernidad y de posmodernidad en 1939 aportan al texto de Droguett su originalidad y su condición pionera.
Palabras clave: Carlos Droguett; Testimonio; Vanguardia; Modernidad; Postmodernidad; Chile; Siglo xx.
Hemos entrado, pues, a un periodo de indiscutible dictadura
cuyo tono y medida sólo serán fijados por la voluntad arbitraria
de quien nos gobierna.
Pedro Aguirre Cerda, La Opinión, 4 de junio de 1938.
Temo –y no quisiera desmentirlo– que estas páginas que ahora escribo
vayan a resultar una explicación de mí mismo.
Carlos Droguett, Los asesinados del Seguro Obrero, 1940.
Por una de esas paradojas que conforman la historia de la cultura, la obra literaria del chileno Carlos Droguett (1912-1996), a pesar de su originalidad, no ha recibido la atención que merece por parte de la crítica. En muchos sentidos podría hablarse de una literatura precursora, si se tiene en cuenta que el grueso de la producción narrativa del autor fue compuesto antes de 1954,[1] aunque no viera la luz sino varios años más tarde. El peculiar estilo de Droguett, magmático, lírico, totalizante y agónico, en el cual la voz del narrador se confunde en muchas ocasiones con la de los personajes, una prosa en la que las fronteras entre narración y descripción se difuminan y en que las secuencias temporales se superponen de un modo caótico, como en Faulkner (y su maestro Joyce), anticipa en varios años los hallazgos técnicos del boom.
En lo que tiene que ver con el contenido, la obra de Droguett puede estudiarse como una relectura herética de la Biblia, por cuanto toma del libro sagrado personajes, temas y situaciones que, no obstante, en las versiones droguettianas, adquieren un sentido totalmente distinto al de los textos canónicos. Y aquí el personaje de Cristo adquiere una relevancia fundamental. Efectivamente, en la literatura del autor chileno, Jesús tiene poco que ver con el hombre santo que nos dibuja la teología oficial, y se convierte en una figura compleja y contradictoria, que oscila entre la imagen de un guerrillero del mundo antiguo (resucitado en el Chile contemporáneo del escritor por obra y gracia de su arte), la de un mártir o incluso la de un asesino apocalíptico, opuesto en todo caso, y de forma permanente, a los dictados del orden establecido. La literatura de Droguett, profundamente realista y anclada en los conflictos de su tierra y de su tiempo, pone de relieve, sin embargo, su vínculo con el género fantástico, lo que aporta a las obras de este escritor su genuino carácter sapiencial, profético, visionario y revolucionario.
La obra narrativa de Droguett no solo es interesante por lo antedicho, sino también porque algunos de sus textos, por su marcado carácter experimental y metaliterario, avizoran, con varias décadas de antelación, los procedimientos narrativos de la novela latinoamericana postmoderna. Y aquí podría citarse el ejemplo de El hombre que había olvidado (1968), que puede leerse como una de las primeras muestras de novela antidetectivesca latinoamericana. En efecto, en la obra se producen unas extrañas e inexplicables decapitaciones de niños en el extrarradio santiaguino, y el narrador, Mauricio, se lanza tras la pista del homicida y de las posibles explicaciones de los crímenes, sin éxito. En el transcurso de la narración, encuentra a un posible sospechoso, un extranjero al que el narrador confunde con un Cristo redivivo, que realiza milagros y llega incluso a resucitar las cabezas de los niños asesinados. El enigma de la novela nunca se resuelve, y dicho vacío queda colmado por el delirio existencial del narrador-protagonista; de este modo, el relato se convierte en una encrucijada donde se encuentran la novela negra, la novela fantástica y la parodia de ambas, en una espléndida celebración del arte de escribir que preludia la naturaleza metanarrativa de la novela postmoderna en el continente.
LOS ASESINADOS DEL SEGURO OBRERO Y EL GÉNERO TESTIMONIAL
La crítica literaria latinoamericanista ha establecido de común acuerdo que Biografía de un cimarrón (1966), del escritor cubano Miguel Barnet, es el texto inaugural del género testimonio en la literatura hispanoamericana, un género que ha sido definido de la siguiente manera por el crítico George Yúdice: “una narración auténtica, contada por un testigo quien está movido hacia el narratario por la urgencia de la situación (por ejemplo: guerra, opresión, revolución, etc.). Con énfasis sobre el discurso oral popular, el testigo retrata su propia experiencia como representativa de una memoria e identidad colectivas. La verdad está invocada con el objetivo de denunciar la situación de explotación y opresión o exorcizar y corregir la historia oficial” (Sklodowska 1992: 85).
Puede afirmarse que muchos de los rasgos de la narración testimonial ya están presentes en germen en Los asesinados del Seguro Obrero, de Carlos Droguett, 27 años antes de la publicación de la mentada obra (ya clásica) de Miguel Barnet. En efecto, el 5 de septiembre de 1938 se produce la matanza de 63 estudiantes nacistas[2] (que ese mismo día habían protagonizado un Putsch contra el gobierno) en el edificio del Seguro Obrero de la ciudad de Santiago de Chile, por orden directa del presidente de la República de entonces, Arturo Alessandri Palma (1868-1950), quien a la sazón cumplía su segunda legislatura al mando de la nación (1932-1938). La masacre supuso un vuelco en la política chilena, hasta el punto de que motivó el triunfo del Frente Popular, liderado por Pedro Aguirre Cerda, en las elecciones del 30 de octubre de 1938, es decir, un mes después de ocurrida la tragedia.
La motivación de Carlos Droguett a la hora de escribir el texto (que se publicó por primera vez en 1939 en el diario La Hora, ya con el Frente Popular en el poder) es doble: por una parte se quiere rescatar la memoria de los estudiantes brutalmente asesinados, muchos de los cuales fueron amigos suyos y compañeros de aula en la Universidad de Chile;[3] y por la otra, la finalidad del libro consiste en desprestigiar y denunciar el proceder de los gobiernos oligárquicos de la historia chilena, de los cuales el segundo mandato de Arturo Alessandri (por la exacerbación de los rasgos dictatoriales en el transcurso de esos seis años suyos al frente del país) constituye, quizá, el mejor epítome.
Uno de los rasgos de la narrativa testimonial consiste en la transcripción del testimonio de un sujeto subalterno por parte de una voz autorizada, que generalmente proviene del mundo de la academia o de la universidad. En este sentido, el relato de Droguett cumple a cabalidad con dicho requisito, y por partida doble, ya que el escritor no solo conocía personalmente a los sobrevivientes a dicha matanza, sino que por su condición de periodista, tenía un acceso privilegiado a las fuentes de información, como demuestran estas palabras del “Epílogo segundo” de la obra:
Quevedo era estudiante también y había ido conmigo aquella tarde (¿lo recuerdan, amigos?) a buscar noticias, las primeras noticias para las máquinas de escribir, las linotipias y las rotativas, noticias personales para nuestra tragedia, pues algunos de los estudiantes muertos habían sido compañeros del mismo curso de derecho civil o de inglés en el instituto pedagógico, otros, además, eran nuestros amigos. Esa atroz muerte era también nuestra y, por lo menos, nos tocaba y nos salpicaba (…). La noche iba pasando y comencé a trabajar. La mesa estaba llena de papeles, hojas escritas apresuradamente a máquina, pruebas de página, ya marcadas y corregidas nerviosamente por una letra grande y tendida. Llegaban las primeras fotografías de los estudiantes acosados y arrinconados en la universidad (Droguett 1989: 62-63).
El testimonio pretende huir de la literariedad para acercarse a dominios discursivos relacionados con la ciencia histórica y la etnografía, de ahí el alto grado de referencialidad que se esfuerza por transmitir, asociando los hechos relatados con la verdad de un modo irrevocable; esto explica el porqué de los numerosos intentos del narrador con vistas a silenciar su voz autobiográfica en beneficio de la facticidad de los acontecimientos y de la palabra de los testigos. En este punto, y como reconoce Elzbieta Sklodowska,[4] es importante la labor de los prólogos, en tanto espacios paratextuales, a la hora de orientar el sentido del testimonio. El compromiso del narrador con el pacto veridictivo queda sellado cuando afirma en el prólogo a Los asesinados del Seguro Obrero: “Así pues, verdaderamente, esto no es un libro, no es un relato, un pedazo de la imaginación, es la sangre, toda la sangre vertida entonces que entrego ahora, sin cambiarle nada; sin agregarle ninguna agua, la echo a correr por un lecho más duradero y más sonoro” (Droguett 1940: 10). O cuando la voz que cuenta asegura al final de la novela: “Amigos míos, yo no invento nada, solo hablo de lo que existió y ocurrió, de lo que pasó una mañana de primavera en el Seguro Obrero” (1989: 19).
La condición subalterna de los personajes es abordada en la segunda parte de la novela, donde la voz del narrador rememora la vida de algunos de los muchachos masacrados, quienes proceden en su mayor parte del conventillo urbano o son de extracción campesina y pobre. Así, Yuric, hijo de un ferroviario de la zona de Temuco que muere posteriormente víctima de la tisis tras haber trabajado en las minas del sur del país. Se trata de un huérfano al que la madre tuvo que criar penosamente, junto a sus hermanos. De igual modo, Miguel Cabrera, un joven albañil de 23 años procedente del campo que tuvo la mala suerte de tropezarse, al salir del trabajo, con la procesión de penitentes que los militares conducían desde la universidad al edificio del Seguro Obrero, y de ser confundido por los uniformados con uno más de los revoltosos. Este hecho casual lo paga con la vida. La palabra del narrador-transcriptor presenta a los personajes como mártires, y es en este punto donde se materializa el sustrato mítico y religioso del testimonio droguettiano, que remite de modo permanente al sacrificio de Jesucristo: “crucificado no sólo en la madera y la tierra de la cruz sino fuera de ella, no sólo martirizado, despedazado y tendido en la dulce madera de Galilea sino en la madera y cruz de cada uno de los clientes y penitentes que miraban con la boca abierta la simbólica y sanguinaria exposición y se acercaban, atraídos y rechazados por esa espantosa belleza” (Droguett 1989: 36-37). La sangre vertida por estos muchachos, muertos y torturados, estremece al país hasta el punto de que posibilita el giro de la política nacional hacia la izquierda, por primera vez en la historia de Chile. El martirio adquiere, pues, un estatuto revolucionario, como en el texto religioso del que parte. El retrato de lo acaecido, profundamente crítico con los asesinos y solidario para con las víctimas, es uniforme y sin fisuras, como habrá de corresponder después, en la historia de la literatura latinoamericana, a la cosmovisión unitaria de la ideología socialista del testimonio.
La representatividad, que es otra de las características del género testimonial, está igualmente presente en el libro de Droguett. En este sentido, los acontecimientos del Seguro Obrero constituyen un símbolo y una alegoría de la historia de la violencia política en Chile y quedan perfectamente enmarcados por el autor en el devenir de la lucha de clases en el país, desde “la primera hoja araucana” (pasando por la época colonial, las batallas por la independencia y el primer periodo de las salitreras), hasta llegar a la gestión de Arturo Alessandri, cuyos dos mandatos (1920-1925/1932-1938) ostentan el dudoso honor de haber protagonizado algunos de los conflictos más sangrientos y represivos de la historia del país. El narrador afirma a este respecto: “el Gobernador, no solo una vez, sino hasta tres veces, por lo menos, había pasado mansito entre cadáveres” (1989: 7). Se hace referencia aquí a las matanzas de San Gregorio, La Coruña y Ránquil. Efectivamente, la masacre de trabajadores de la oficina salitrera San Gregorio, ubicada en el cantón de Aguas Blancas, al interior de Antofagasta, tuvo lugar los días 3 y 4 de febrero de 1921, durante el primer gobierno de Arturo Alessandri. Se dio en el contexto de la crisis del salitre y del cierre de oficinas salitreras, ante lo cual los obreros exigían el pago de una indemnización. Fueron violentamente asesinados, se habla de entre 65 y 130 muertos. Por su parte, la matanza de La Coruña ocurrió el 5 de junio de 1925, cuando el gobierno de Alessandri respondió por la vía armada a una huelga de trabajadores de la provincia de Tarapacá. Esta respuesta represiva dejó un triste saldo de cerca de 2.000 muertos. Y, por último, los hechos del levantamiento de Ránquil se produjeron entre junio y julio de 1934, meses en que grupos de campesinos indígenas mapuches de la provincia de Malleco se sublevaron contra los abusos de sus patrones, provocando una revuelta que adquirió proporciones insospechadas. De nuevo intervino el ejército, y esta vez la historia arroja un balance de entre 150 y 200 víctimas. Las muertes del Seguro Obrero no son, pues, un hecho aislado en la historia política chilena del periodo Alessandri.
La denuncia que se produce en nuestra obra de los procederes del ejército es demoledora y visionaria. Se presenta a este segmento del conglomerado social como carente de rostro humano, mero instrumento al servicio del poder (oligárquico) a cuyos dictados también obedece el presidente. La carnicería de estudiantes del 5 de septiembre posee matices que anticipan las técnicas de planificación y de sumisión de la violencia al capital propios del Holocausto nazi. De hecho, a las víctimas no solo se las asesina, sino que se las despoja de sus pertenencias. Por otra parte, en un primer momento se hiere al enemigo con metralla, pero después se utilizan los sables para ahorrar munición. Los bienes del edificio han de ser respetados, para que, como consecuencia de este acto de fuerza, la institucionalidad no sufra pérdidas, y en tal sentido reflexiona el comandante del ejército: “además las balas que daban bote y rebotaban podían dañar y desgraciar feamente los bienes muebles del servicio y la maquinaria estatal, ellos y él, todos ellos, habían sido enrolados y destacados para destruir a unos revoltosos, no una silla, una mesa, un escritorio ministro, una máquina de escribir” (20). Tras el exterminio, los cadáveres son empaquetados con cordeles, como si se tratase de mercancía caducada: “para recoger, ordenar y clasificar lo que repentinamente había fabricado la muerte” (16).
En Los asesinados… la voz que cuenta no se limita a denunciar (aunque ese sea su principal objetivo), sino que insta (en el prólogo) a los escritores chilenos a asumir en su literatura la función social del arte, a profundizar en los conflictos que tienen su origen en la lucha de clases, a crear una obra comprometida con los desfavorecidos que tome distancia respecto al criollismo imperante en la época, el cual no capta sino la superficie de la vida del entramado social: “Hemos tenido tanto cuento campesino, tanta novela campesina, tanto poema campesino, tanto rústico de pluma en medio de la chacra. Y todos exangües. Mariano Latorre, Luis Durand, Marta Brunet, Federico Gana, Fernando Santiván, Rafael Maluenda, todos, han mirado hacia el campo de nosotros, pero sólo han visto la cueca, pero no la sangre que corría del tacón de la cueca, han visto el vino, pero no la sangre que corría del borracho y que parecía que era vino” (1940: 13).
Incluso la estructuración del relato de Droguett tiene una intencionalidad ideoló- gica. En la primera parte, “Antecedentes”, se habla del pasado de Arturo Alessandri, de sus campañas presidenciales en el norte del país en que, a través de un discurso pro-obrerista y socializante, logra captar el voto de los mineros y de los sectores marginados de la población, que lo catapultan a la Moneda. Después, en el transcurso de la primera legislatura, pero sobre todo en la segunda, su oratoria se va alejando cada vez más de sus orígenes proletarios y se convierte de forma progresiva al credo de las clases pudientes de la nación, cuyos dictámenes lo obligan a una política cada vez más intolerante y represiva hacia el movimiento obrero y hacia la línea ideológica de los partidos progresistas.[5]
La segunda parte del relato, “Cómo ocurrió”, presenta la vida miserable del conventillo chileno como explicación y justificación de la revuelta de los jóvenes nacistas contra el gobierno establecido. Se hace énfasis en la biografía de algunos de los personajes y en su extracción social proletaria. También se expone el recorrido de los estudiantes desde la universidad al edificio del Seguro Obrero, donde, a pesar de su rendición, fueron ejecutados con saña por los militares.
Y en la tercera parte, el relato se focaliza en los sobrevivientes al exterminio. Estos muchachos representan el futuro de Chile. La obra muestra así una apertura, y si se tiene en cuenta el contexto histórico del momento, son estos estudiantes los que ayudarían a construir una nueva sociedad en el país. La sangre que los supervivientes derramaron, y que vertieron sus compañeros muertos, habría servido para provocar un viraje de 180 grados en la política chilena. Téngase en cuenta que la primera versión de Los asesinados… data de 1939, fecha en que Pedro Aguirre Cerda fungía ya como presidente de la República; y que nuestro texto se publica por primera vez en La Hora, que era el periódico oficial del partido que lideraba Pedro Aguirre.
LOS ASESINADOS DEL SEGURO OBRERO COMO NOVELA DE VANGUARDIA
Ya se habló más arriba de la importancia de los paratextos para captar el sentido de una obra literaria. Se sabe que Los asesinados… se publicó después en 1953, en la editorial santiaguina Nascimiento, con el nombre de Sesenta muertos en la escalera. Esta novela respeta el texto original de 1939 y 1940, si bien se añaden a este el folletín “Corina Rojas, criminal del amor”, cinco cuentos y algunas contribuciones periodísticas. Sesenta muertos… incluye un prólogo de Juan de Luigi, director del periódico La Hora y conocido militante comunista, que habla del relato de Droguett en estos términos: “Es un gran cuadro emocional al que falta para ser completo el soporte de la ideología, de la explicación, de la salida. Droguett está aún encerrado en su individualidad” (Droguett 1953: 13). Y “en la protesta personal y débil, subjetiva y emocional, se cierra el libro. Se cierra con el triunfo de la muerte. Allí radica la limitación del estado actual de Carlos Droguett” (14). Extrañan estos duros juicios de De Luigi acerca de nuestro libro después de lo argumentado más arriba, porque, como se ha visto, el compromiso ideológico del escritor parece estar fuera de toda duda. Sin embargo, De Luigi intuyó que el texto de Droguett no era todo lo “políticamente ortodoxo” que él hubiera querido, y no le faltaba razón, porque esta obra de Carlos Droguett supera y rebasa las limitaciones del testimonio para integrarse plenamente en el género de la novela. Los asesinados… escapa del monologismo político y se abre a la plurivocidad, el diálogo, la carnavalización, la ironía y la parodia que son propios de la escritura novelesca y de la literatura de vanguardia (con un claro influjo, en nuestro caso, del cubismo).
El testimonio, en tanto género narrativo, no puede huir de las trampas que le impone su propia configuración discursiva. Digamos que una lectura postmoderna del testimonio, es decir, una lectura a contrapelo de las directrices escriturales que lo conforman, puede revelar las contradicciones del pacto verificativo, representativo y referencial en que este tipo de obra se sustenta. Como ha estudiado Jacques Derrida,[6] todo testimonio se basa en última instancia en un “acto de fe”, porque la palabra del testigo en ningún momento suplanta y sustituye a los hechos, sino que transmite la versión personal que el testimoniante tiene de lo acontecido, “su” verdad, a fin de cuentas. Por otro lado, la distancia temporal que media entre la percepción del referente externo (lo fáctico) y la elaboración verbal de lo percibido, puede convertirse en una fuente de equívocos, manipulaciones, malentendidos y errores que el testigo transmite de un modo consciente o inconsciente. Por último, el testimonio parte de un convencimiento acerca de la inmutabilidad de la realidad y de la personalidad del testimoniante, lo cual no pasa de ser una fantasía. Droguett era consciente de estas paradojas cuando escribe al comienzo del prólogo a Los asesinados…: “Temo –y no quisiera desmentirlo– que estas páginas que ahora escribo vayan a resultar una explicación de mí mismo” (1940: 9).
Lo que diferencia el relato de Droguett de las obras testimoniales es que en él la voz del narrador lo abarca todo, hasta el punto de que lo que debería ser una transcripción de la palabra de los testigos y de los aconteceres en que se vieron involucrados, se transforma en ocasiones en un relato autobiográfico. De hecho, en el transcurso de la novela quedan diseminadas muchas informaciones acerca del narrador que remiten directamente a la biografía del mismo Carlos Droguett. Sabemos que la persona que se oculta tras la voz que cuenta es un hombre joven, que estudia Derecho (y que dicha carrera está lejos de entusiasmarle), que fue compañero de aula de algunos de los protagonistas de la revuelta (Yuric, Gerardo), que está enfermo, que está casado, que trabaja en la redacción de una revista (Ercilla), que es pobre, que quedó huérfano muy joven y que por ello mismo es una persona tocada por la melancolía. La influencia de la biografía del autor en la literatura y el arte nuevos que surgen en las décadas del veinte y del treinta del pasado siglo es de todos conocida.
Precisamente uno de los aspectos que separa dicha obra de Droguett de lo que posteriormente será conocido como género testimonial es su conexión evidente con el arte de vanguardia, y más concretamente con el cubismo. El texto droguettiano rompe con la linealidad narrativa en favor del concepto de simultaneidad, que se consigue a través de la superposición y el collage de fragmentos temporales disímiles, como en el cine vanguardista (y antes, en la pintura picassiana). En este sentido, la acción presente se ve constantemente asediada por los flash-backs que apuntan a la infancia y la adolescencia de los personajes, y hay ejemplos muy claros de esto en la segunda parte, “Cómo ocurrió”. Así, en un momento dado, el narrador nos sitúa en plena acción, en el instante mismo en que los militares han bombardeado la puerta de la universidad, causando la muerte de siete estudiantes; después entran al edificio y sacan por la fuerza a los amotinados (1989: 7-11). Pero, de pronto, la vivacidad de la historia queda cortada por el recuerdo de la infancia de Yuric en Temuco, junto a su padre ferroviario, y por el episodio donde se narra que el estudiante Enrique Herreros había dejado una carta a su familia explicando los motivos de su adhesión al Putsch, para el caso de que no volviera con vida (como así fue). Por otra parte, la lógica secuencial de toda narración, que avanza paulatinamente de atrás hacia adelante en busca de un desenlace desconocido, estalla bruscamente con este flash-forward de la segunda página de la novela, que desbarata toda idea de intriga: “Había fracasado una revuelta armada en contra del gobierno, un hombre de la tropa había sido vilmente asesinado, y los revoltosos, todos probablemente estudiantes, parecía que habían muerto. Así fue, amigos, como empezamos a saber” (1989: 2). Esta anticipación se adelanta en 42 años a una de las más famosas prolepsis de la literatura latinoamericana, la que abre Crónica de una muerte anunciada en 1981. De la misma forma, en la segunda parte de la novela, “Cómo ocurrió”, la misma voz que nos informa de que los estudiantes recién se han encerrado en un edificio de la universidad y empiezan a disparar desde las ventanas con carabinas y un cañón, hace el siguiente comentario, que subvierte la racionalidad narrativa: “Ya estaban metidos en ese abismo grande y profundo que los tragaba, que los tragaría hasta el último” (7). El relato cubista de Droguett, fragmentario y aparentemente caótico, consigue que el presente agónico de los personajes (inmersos en una batalla que no pueden ganar), su mísero pasado y su tenebroso futuro (la masacre) alcancen una simultaneidad trágica, lo que multiplica exponencialmente el efecto de la denuncia.
El hilo narrativo queda igualmente interrumpido por las digresiones pseudofilosóficas de la voz que cuenta, y aquí los ejemplos son numerosos. Valga el siguiente, en que el narrador intercala un comentario cuando se disponía a relatar la diferencia entre el primitivo discurso obrerista de Alessandri y el perfil dictatorial de su segunda legislatura: “De esta manera es el hombre caverna para tanta cosa, para la muerte en la espalda, para el amor en el pecho y en la cabeza, para el sentido de lo doloroso. En efecto, amigos míos, la cabeza es aquella porción de nuestro ser con la cual sabemos que estamos tristes. El antiguo amigo de mi padre, siempre trajeado de levita, polainas y colero, el señor Pereda, que por entonces regresó a su tierra cálida de Tolima, decía que lo esencial era estar triste. Sobre todo en el sur, sentenciaba dulcemente, la tristeza es lo que está en el sur” (3). Lo real y lo imaginario (el sueño) se confunden, sin diques que los separen. Del mismo modo, la estética fragmentarista es recurrente en toda la novela.
El cine de vanguardia de los años veinte y treinta está muy presente, como se ve, en la forja de nuestro texto. Se habla en él de actores como Emil Jannings o Peter Lorre, y de películas como El ángel azul (1930), de Josef von Sternberg o Crimen y castigo, del mismo director, protagonizada por Peter Lorre en 1935. El cine surrealista de Luis Buñuel y sobre todo el cine expresionista alemán, sus audacias y tenebrosidades, han marcado profundamente el texto droguettiano. En un momento de la obra, un carabinero remata los cuerpos de los muchachos sacrificados, y el baile de luces y sombras produce un efecto tétrico: “Cuando cambiaba de sitio, buscando una posición más cómoda y segura para disparar, su sombra viajaba agradablemente por las paredes y el techo, fantástica, deforme e insegura, como en aquellos lejanos días de las primeras tandas del cine mudo” (37). Es inevitable pensar en la famosísima cinta Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (1922), de Friedrich Wilhelm Murnau.
El estilo mismo de Droguett es por sí solo un atentado contra la referencialidad del testimonio, y basta para probarlo con una sola cita: “una neblina ploma, espesa, infecta, para abrigar la fiebre y una angustia grande y recia, pura y desabrida, sola e inerte, como un hueso remojado” (6). En apenas tres líneas se encuentran diez adjetivos, personificaciones, una metáfora y un símil; el texto de Droguett está claramente emparentado con la prosa lírica, y la presencia de tropos, símbolos y otros recursos expresivos experimentales lo confirma. Nuestra obra está trufada de metáforas que podrían perfectamente ser calificadas de greguerías. He aquí, pues, que el arte de Droguett rompe, a través del humor, con la solemnidad y el protocolo del testimonio político, y enlaza, de resultas de su incidencia en lo metonímico, con el arte picassiano: “morir es no enfermarse nunca ya”, se dice en la página primera. El narrador, con cierto poso amargo judeocristiano, equipara la vida a una enfermedad, y de la enfermedad nos cura, algo cómicamente, otra enfermedad, esta vez incurable: el óbito. En la página sexta se lee: “el invierno es una triste sopa fría” o “la tos –obrero funerario–, cavando, sacando piedras del pulmón”. El invierno es una sopa porque es mojado, y es triste porque la sopa puede ser un plato simple, plebeyo, sin color. Y es frío como la colación de los pobres, que no tienen dinero para calentarla. Por su parte, la tos hace su trabajo de enterrador en los pulmones enfermos de los miserables, que hasta por su forma negra y alargada se asemejan a sepulcros. He aquí una visión del mundo tragicómica, racionalista y absurda a un tiempo, total.
También, de resultas del ensañamiento de los militares contra los amotinados, aparecen metáforas cubistas como las siguientes: “Ahora yacía botada por ahí abajo una cantidad desordenada y desagradable de objetos de carne y género, inmovilizándose y desangrándose sin interés” (1989: 7). O “despertaban los cordeles y las serpientes y se iban desenrollando y creciendo de su cueva y de su hoyo existencial para atar” (16). Aparecen trozos de cuerpos masacrados (extremidades y vísceras) que adquieren una dinámica propia y como que desean adquirir una existencia independiente y desconectada de la totalidad del cuerpo, con el efecto lúgubre que ello conlleva. Del mismo modo, a los carabineros se les encarga, después de la carnicería, empaquetar los cadá- veres, y las cuerdas se convierten, en esa visión alucinada del artista, en serpientes que asfixian a los mártires de la injusticia. La influencia de El Guernica (1937) es clara y evidente, así como el ascendiente de otras obras latinoamericanas donde se entremezcla el arte experimental de la vanguardia con el compromiso político. Se habla de los libros de poemas España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo, o España en el corazón, de Pablo Neruda, ambos de 1937, como el cuadro de Picasso.
Como en las obras del maestro malagueño, en la novela de Droguett el simbolismo adquiere un estatuto sintético y trascendente, y bastarán dos ejemplos para probarlo. Durante toda la narración, el retrato que se hace de Arturo Alessandri es el de un hombre lleno de achaques, malhumorado, resentido con el mundo, la estampa de la pérdida de la inocencia que representan precisamente esos muchachos a los que aplasta cruelmente. Una palabra lo define: “viejo”. Esta cualidad, que en el lenguaje cotidiano no aparece connotada moralmente, en la literatura de Droguett se transforma en un símbolo político que alude a una casta de “gerontócratas” adinerados que acaparan todo el poder, asfixiando el futuro de los jóvenes. A este conflicto simbólico entre generaciones consagrará el autor la novela Matar a los viejos, obra durísima, censurada en 1983, que no verá la luz sino hasta 2001. En Los asesinados... hay otro símbolo que por su importancia se convierte en un núcleo de significado, y es el de la escalera. No es difícil trazar el paralelismo con la “escalera de Jacob” bíblica, por donde los ángeles subían al cielo. Ocurre que en nuestro texto el símbolo de la grada adquiere un significado irónico, pleno de humor negro, puesto que aquí no son los ángeles sino los carabineros los que escalan los peldaños que conducen a los pisos superiores, donde se atrincheran los universitarios; los cuales, una vez baleados, sableados y descuartizados, serán lanzados barranca abajo, tiñendo de rojo los escalones de la pirámide social, como en los ritos aztecas.
Nuestro relato también se nutre del surrealismo y de su estrecha ligazón con el psicoanálisis, como en esta metáfora que alude al carabinero al mando de la matanza (el general Humberto Arriagada): “lo habían parido sediento, buscando en la oscuridad la teta de la madre, la teta del frasco de vino” (7). El general es, por tanto, un hombre a medio cocer, que no ha logrado convertirse en un individuo autónomo y continúa en esa “fase lactante”, de unión sempiterna con el referente materno, de la que hablara Freud. El retrato que Carlos Droguett hace de otro carabinero, subordinado directo de Arriagada, no es menos implacable: “Tenía una cara bolsada, blanducha que, a la sazón, como estaba, por lo demás, sudando, parecía que se derretía” (21). Hay que pensar necesariamente en El grito (1893) de Munch o en La persistencia de la memoria (1931), el cuadro en que el tiempo se derrite, de Salvador Dalí. Es evidente que el texto de Droguett está impregnado de arte vanguardista.
El tratamiento de la figura del héroe también distingue sobremanera la novela droguettiana del género testimonial, inspirado en este punto en los personajes de las novelas del realismo socialista. El héroe proletario, todo entereza moral, fuerza física, equilibrio entre la ideología y la pragmática, entre el alma y el cuerpo, personaje épico por excelencia, va a ser parodiado en nuestra novela, y en este aspecto la voz del narrador toma una distancia irónica[7] con respecto a lo mentado. La imagen que Droguett proyecta de los protagonistas del motín del Seguro es la de unos jóvenes idealistas e inexperimentados, personajes de folletón romántico que se enfrentan por primera vez a la dureza de la violencia política, mártires que jugaron a la revolución sin un plan que los respaldara, adolescentes soñadores en un mundo metalizado que no perdona las veleidades. Aquí la narración droguettiana adquiere tintes casi humorísticos, y no es extraño que despertara las sospechas de críticos ortodoxos como Juan de Luigi. Este es el retrato que la novela hace de Yuric, uno de los líderes de la revuelta, en su peregrinación desde las instalaciones de la universidad hacia el edificio del Seguro Obrero, donde va a morir: “los brazos levantados y cansados, más cansados que él mismo, esperando que le dispararan a él y a ellos los brazos” (9). Estos son los héroes de la causa obrera: “algunos niños muy jovencitos, imberbes, ingenuos, inseguros, desconfiados y confiados, sin nada de verdadera vida en sus venas recién estrenadas, solo ilusiones” (12). La parodia alcanza el paroxismo cuando la voz que cuenta alude a la catastrófica organización logística de los rebeldes, en un episodio en que David, “estudiante pecoso y nervioso”, intenta comunicarse por radio (usando la consigna “pitón 10”) con Las Condes, para pedir refuerzos. Este es el resultado: “En el automóvil había un receptor encendido y un hombre joven, de rostro impasible, pelo corto y facciones cortas y finas, escuchando sin perturbarse, como si aquel grito nada tuviera que hacer con él, que lo había captado por casualidad, y sólo fuera una manera curiosa, algo ingenua y folletinesca, de sacudir el soporoso vacío de esa hora de almuerzo y de calor” (14-15). En la novela se opone el ejemplo de verdaderos revolucionarios[8], como Kropotkin, Rosa Luxemburgo, Marx, Lenin, Mussolini o Hitler, al pálido intento de cambio social que ponen en práctica nuestros protagonistas. Ningún texto testimonial, incluidos aquellos que se escriben una vez que el género está consagrado y que pretenden introducir en su articulación narrativa variantes “paródicas” respecto al canon (y se hace referencia aquí a La noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska, por ejemplo) irá tan lejos en este punto como esta novela droguettiana, sobre todo teniendo en cuenta que el testimonio será entendido como la genuina voz de Latinoamérica y, más que eso, porque nadie se atreverá a hablar de modo irónico de la sangre de las víctimas de la opresión social en el continente. De esta suerte la novela droguettiana es a todas luces un texto original, iconoclasta y pionero. El tono deshumanizado que propugnaba el arte de vanguardia arrumba con la idea de límite y deviene, por ello mismo, motor de una potente comicidad absurda (más de una década antes de las principales obras de dicha corriente literaria), como en estos ejemplos: “Y, de repente, cuando surgieron en la curva de la escalera, les dispararon, y ellos, como si estuvieran conscientes de la falta de espacio, por orden se iban desmoronando, y no hablaban, no gritaban, no llamaban, sólo roncaban, un curioso ronquido en el sueño para recoger todas las balas, tal como hacían hacia la madrugada, cuando faltaba un cuarto para las siete y todavía querían dormir unos segundos y cogían la sábana, la frazada, para descansar un trecho en las tinieblas, en sus tinieblas” (17). O “a uno de los estudiantes la metralla lo alcanzó en pleno vientre, se levantó, se estaba tratando de apoyar en el hombro de un herido para sujetarse los pantalones, agarrándose los pantalones y a sí mismo con ambas manos, como si tuviera diarrea, cuando el Coronel Bautista desenvainó su sable y le miraba con cálculo y minucia el vientre desnudo antes de tocarlo” (20). Habría que preguntarse si algún escritor se atrevería hoy a alcanzar tal grado de osadía literaria. Puede comprenderse entonces que la novela de Droguett, incluso en una época caracterizada por el arrojo intelectual, no terminase de convencer a un crítico militante como Juan de Luigi, que aun así la publicó íntegra en su revista (La Hora) en 1939, con el Frente Popular en el poder.
En Los asesinados… aparecen dos epílogos de los cuales uno, el segundo, es la ré- plica burlesca del otro. En efecto, en el primero aparece el teniente que participó activamente en la carnicería (posiblemente el teniente Angellini), quien regresa a su casa en la noche, una vez sofocada la escaramuza estudiantil. Aparece tranquilo, diríase que hasta satisfecho de pertenecer a la implacable maquinaria institucional, no tiene sentimiento de culpa por lo ocurrido y termina haciéndole el amor a su mujer, que lo recibe sumisa, como a un guerrero, como a un héroe. En el epílogo segundo aparece el narrador, que regresa a su casa ya anochecido tras una ardua labor de redacción en la revista, donde le tocó cubrir los trágicos acontecimientos de ese día fatídico. Su mujer lo recibe esquiva, malhumorada, enferma, probablemente encinta (“me exasperaba, me aburría, pero me sentía muy doliente para ponerme furioso”, afirma el narrador [65]) y le pide que se prepare él mismo el té antes de ir a la cama, porque no tiene ganas de levantarse. Al final, ambos acaban lamentándose por las muertes de los muchachos. En la novela es un motivo recurrente esta oposición entre cuerpo y espíritu, que aparecen disociados, partidos, romántica, platónicamente. El presidente y la clase a la que representa (la oligarquía), junto a los militares, simbolizan el cuerpo, la violencia, la ambición, la codicia, el bajo vientre; mientras que los obreros y los pequeños burgueses encarnan el espíritu, la solidaridad, los valores humanistas de cuño cristiano, permanentemente zaheridos, crucificados y derrotados.
Es propio de la novela en tanto género literario (desde Don Quijote) ahondar en las contradicciones entre el héroe problemático y el mundo que lo rodea. Pero en nuestro texto el pálido retrato de los héroes proletarios puede tener una justificación histórica, que aludiría a la extrema debilidad de la izquierda chilena por los días en que nuestro relato fue escrito. En efecto, el Frente Popular (y Los asesinados… fue publicado al comienzo de su periodo de gobierno), para alzarse con el poder, amalgamó partidos y asociaciones políticas de espectros ideológicos diferentes y hasta opuestos: el Partido Comunista, el Partido Socialista, el Movimiento Nacional Socialista de Jorge González von Marées, incluso el general Ibáñez estuvo a punto de arrebatarle la presidencia del Frente al candidato Pedro Aguirre Cerda. Pero el Frente Popular estaba construido sobre la base del antiguo Partido Radical, y veamos lo que dice de este el historiador Pedro Milos (2008: 19):
A modo general, respecto a la evolución del radicalismo, es posible ver cómo, a partir de 1906, se desarrolla en su seno una creciente tensión entre un discurso que se hace cada vez más sensible a los cambios sociales y políticos que ocurren en el país, y una práctica que encuentra dificultades para adaptarse en consecuencia a dicho discurso. Esto se hace patente a partir de 1931, en que nos encontramos frente a una postura global de transformaciones, que coexiste con un accionar político concreto en el que priman las prácticas tradicionales del radicalismo; una práctica política que es más de continuidad que de ruptura; más de reforma que de transformaciones. Un Partido Radical que, en lo interno, sigue conducido por una dirigencia que en los hechos no rompe con los sectores dominantes tradicionales[9].
Una tal heterogeneidad y falta de estructuras en el seno de la izquierda no eran rivales para una oligarquía organizada desde hace siglos, y respaldada militarmente. De hecho, el sueño izquierdista del Frente Popular duró apenas tres años.
CONCLUSIÓN
La literatura del escritor chileno Carlos Droguett es en muchos sentidos pionera y precursora en el panorama de las letras de Hispanoamérica. El estilo de su prosa lírica, agónico y totalizante, profundamente vanguardista, preludia en varios años las prácticas narrativas de la novela del boom y del postboom, sobre todo si se tiene en cuenta que la casi totalidad de la obra en prosa de Droguett (incluyendo los cuentos) ya estaba escrita antes de 1954, aunque se publicara, por motivos extraliterarios, con posterioridad (de todos modos, las principales novelas de Droguett se publicaron en las mismas fechas que los clásicos del boom, aunque no recibieran la misma atención por parte de la crítica). La literatura droguettiana se caracteriza entre otras cosas por su profundo realismo, pero también por su contenido fantástico y visionario, que le aportan un matiz de genuina originalidad. Por si esto fuera poco, en las novelas droguettianas se advierte una continua reflexión sobre el acto mismo de la escritura, y prueba de esto son novelas como El hombre que había olvidado (1968) o nuestro texto, entre otros ejemplos que podrían citarse.
Como se ha visto, Los asesinados del Seguro Obrero contiene ya en germen (27 años antes) muchos de los rasgos que van a caracterizar posteriormente al género del testimonio, que ha sido concebido por un sector de la crítica literaria latinoamericanista como la auténtica voz del continente hispanoamericano. La obra de Droguett pretende arrancar de las garras del olvido una masacre de estudiantes acaecida en Santiago de Chile el 5 de septiembre de 1938, durante la segunda legislatura del presidente Arturo Alessandri. Como ha de ocurrir posteriormente en el género testimonial, una voz autorizada, procedente de los sectores ilustrados de la sociedad (y en este caso la voz del narrador remite directamente a la de Droguett, periodista y escritor, y amigo personal de las víctimas y de los sobrevivientes) se encarga de dar la palabra a un sujeto subalterno que, por su condición marginal, no la tiene; y se ocupa, del mismo modo, de enmarcar los hechos referidos en la historia política del país, que en este caso es el devenir de la violencia institucional contra la clase proletaria en el Chile del siglo xx, y más concretamente durante los periodos de gobierno de Arturo Alessandri (1920-1925/1932-1938).
Igual que habrá de ocurrir más tarde con el testimonio, en el relato de Droguett lo acontecido se presenta como “la verdad”, de un modo irrevocable, y se crea una mítica y una mística que presenta a las víctimas como mártires de la causa obrera en la historia de la nación. Y aquí el referente cristiano es incuestionable. El testimonio es siempre una denuncia política, y en este punto esta obra de Droguett es representativa. La denuncia abarca al ejército como maquinaria ciega y brutal al servicio de los intereses del gobierno, y a este se lo concibe asimismo como un instrumento servil ligado al triunfo de la oligarquía.
Hasta aquí Los asesinados… cumple cabalmente con todos los requisitos que habrán de configurar en un futuro el género testimonial en las letras latinoamericanas. Pero el texto de Droguett es ante todo una novela vanguardista, y en tanto tal, no puede prescindir de los imperativos escriturales de dicho género literario, que incluyen la pluralidad de voces narrativas, la ironía, la parodia y la intertextualidad, el diálogo en una palabra. Si hay algo que separa la novela de Droguett del testimonio (y en esto habrá de preludiar y superar otras obras modestamente deconstructivas con respecto a dicho canon genérico que aparecerán después en Latinoamérica) es que en ella la voz del narrador ocupa un lugar demasiado importante, a tal punto que el relato se transforma a veces en autobiografía. El testimonio de la sangre de las víctimas queda de esta suerte transmutado en un alarde narrativo, y de esta manera el hilo de los acontecimientos queda con frecuencia traspasado por la técnicas cinematográficas (que antes lo fueron literarias) del flash-back o del flash forward (analepsis y prolepsis), por las digresiones pseudofilosóficas del narrador, donde lo onírico se une a lo real, y por un estilo, lírico y rupturista, que no esconde sus deudas con Faulkner (y Joyce o Proust), y con la literatura, la pintura y el cine de vanguardia de fines del xix y principios del siglo xx, es decir, con el simbolismo, con el expresionismo, con el surrealismo, con la greguería y ante todo con el cubismo.
La voz que cuenta toma una distancia irónica con respecto al material narrativo, y en la novela droguettiana el retrato de los héroes proletarios (que en nuestra obra no son sino un grupo de jóvenes ingenuos e idealistas, personajes de folletín romántico) asume una vis paródica, herética desde un punto de vista político. Los asesinados…, como novela ante todo que es, muestra la brecha profunda entre el sueño y la realidad, entre el ideal y lo concreto, entre la utopía y las urgencias de lo cotidiano, y en este sentido constituye un homenaje a las raíces de dicho género narrativo.
Por todas estas razones esta obra de Droguett es en muchos aspectos pionera, moderna, vanguardista y “postmoderna”, porque sienta las bases de un género (el testimonio) que habrá de desarrollarse posteriormente en las letras continentales, y al mismo tiempo las desconstruye, rebasándolas (y rebalsándolas) con una escritura total.
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NOTAS
[1] Conversación de Carlos Droguett con Teobaldo Noriega, Berna, 12-15 de junio de 1977 (cinta 4). Este material se encuentra archivado en el Centre de Recherches Latino-Américaines de la Universidad de Poitiers.
[2] Habría que distinguir entre el pensamiento nazi y el nacismo, que nace en Chile de la mano de ideó- logos como Jorge González von Marées (1900-1962) o Carlos Keller Rueff (1897-1974). El nacismo es un movimiento político antiliberal, anticapitalista y antimarxista. Se trata de una ideología mixta, que toma algunos principios del socialismo (como el control estatal de la economía, la socialización de la banca y de las empresas de utilidad pública, la expropiación de los latifundios), pero que propugna también un regreso del hombre a las estructuras económicas y sociales de la época premoderna, a través del corporativismo y de la unión del individuo a la naturaleza. Promueve de igual modo un culto a la personalidad de estirpe nietzscheana. El nacismo es antirracista y panamericanista (insta a la unión de los pueblos de Hispanoamérica), rasgos todos ellos que lo separan diametralmente de la ideología nazi. Véase González von Marées (1940).
[3] Esto queda corroborado por las palabras del hijo menor del autor, Marcelo Droguett Lazo, en un mensaje dirigido a mí (vía Internet) del 21 de junio de 2012: “Estimado Emiliano, ahora puedo escribirle más tranquilo y responderle quizás de manera muy breve (pero la verdad siempre lo es): mi padre conoció personalmente a los muertos y a los sobrevivientes; también mi madre los conoció, me recuerdo que ella me hablaba con mucho cariño de Yuric, el gran rubio de origen yugoeslavo; por lo demás conocían a las familias de alguno de ellos”. Se cita con permiso de Marcelo Droguett.
[4] “Hay razones ideológicas por las que los paratextos testimoniales, que son la voz oficial del texto, están enfocados en desambiguar la conflictiva identidad del texto principal, afirmar la vigencia mimética del mismo y escamotear la falibilidad del lenguaje” (Sklodowska 1992: 120). Téngase en cuenta también que la edición de Los asesinados…, que data de 1940, incluía al final otro paratexto: se trata esta vez de un listado con los nombres de las 63 víctimas (59 muertos) de la violencia institucional de aquel fatídico 5 de setiembre, lo que multiplica el efecto verificativo del relato.
[5] “Porque el Gobernador siempre decía y juraba y lloraba y maldecía que solo amaba al pueblo de abajo, que era su pobrecito hijo numeroso. Pero años después –cuando el fulano amaba al pueblo de abajo no era aún Gobernador–, se olvidó y lo olvidó y sólo vivió para el pueblo de arriba” (Droguett 1989: 3).
[6] “‘Je témoigne’ cela veut dire: ‘j’affirme’ (à tort ou à raison, mais en toute bonne foi, sincèrement) que cela m’a été ou m’est présent, dans l’espace et dans le temps (sensible, donc), et bien que vous n’y ayez pas accès, pas le même accès vous-mêmes, mes destinataires, vous devez me croire, parce que je m’engage à vous dire la vérité, j’y suis déjà engagé, je vous dis que je vous dis la vérité. Croyez-moi, vous devez me croire (…). Je ne peux prétendre apporter un témoignage fiable que si je prétends pouvoir en témoigner devant moi-même, sincèrement, sans masque et sans voile, si je prétends savoir ce que j’ai vu, entendu ou touché, si je prétends être le même qu’hier, si je prétends savoir ce que je sais et vouloir dire ce que je veux dire” (Derrida 2005: 31-32/40-41).
[7] La distancia irónica entre el héroe y el mundo está en el meollo de la escritura novelesca en tanto gé- nero literario de origen burgués, como demuestra Luckács: “Le roman est la forme de la virilité mûrie; son auteur ne peut plus croire, avec la jeune foi rayonnante qui est celle de toute poésie, que destin et sentiment sont deux noms pour une même chose, un seul et même concept; à mesure que s’enracine en lui, de façon plus douloureuse et plus profonde, la nécessité d’opposer à la vie, à titre d’exigence, cette profession de foi essentielle à toute création littéraire, il lui faut apprendre, de la façon la plus douloureuse et la plus profonde, à saisir que c’est là une pure exigence et non une réalité effective. Et ce discernement qui est ironie se retourne aussi bien contre ses héros qui, avec la juvénilité qu’exige toute poésie, échouent à faire passer cette croyance sur le plan de la réalité, que contre sa propre sagesse, forcée de regarder en face la vanité d’un tel combat et la victoire finale du réel” (Lukács 1989: 81).
[8] “grupos más airados y tenaces de revolucionarios que no soñaban un sueño sino que lo realizaban o lo trazaban” (Droguett 1989: 14).
[9] En el mismo libro se afirma: “A juicio de La Nación, el programa levantado por el Frente Popular y por tanto por Aguirre Cerda, era vago y contradictorio como las fuerzas que lo apoyaban: desde ‘el radical moderado’ hasta el ‘comunista revolucionario’, sin dejar de considerar ‘la actitud de lucha irreconciliable’ en que, a juicio de La Nación, se había colocado el Partido Socialista” (Milos 2008: 270).
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Emiliano Coello Gutiérrez es doctor por la Universidad Autónoma de Madrid (2004), ha sido profesor de Lengua y Literatura Española e Hispanoamericana en la Université de Poitiers, Francia (2005-2007, 2008-2010), en la Universidad de Costa Rica (2007-2008) y en la Université de Metz (2011-2012). Actualmente es investigador asociado del Centre de Recherches Latino-Américaines-Archivos (Poitiers). Sus investigaciones se centran en la narrativa chilena (Carlos Droguett, Francisco Rivas) y en la novelística centroamericana del siglo xx, sobre todo en la novela centroamericana de posguerra. Ha publicado trabajos sobre la obra de Horacio Castellanos Moya, Sergio Ramírez, Rodrigo Rey Rosa, Rafael Menjívar Ochoa, Rodrigo Soto, Dante Liano, Gloria Guardia o Tatiana Lobo, entre otros.