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Matar a los viejos, de Carlos Droguett

Por Emiliano Coello Gutiérrez
Publicado en IOWA Literaria, 23 de febrero de 2016


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Será difícil encontrar, en la historia de la literatura, una novela tan radical en su planteamiento como Matar a los viejos (2001), del chileno Carlos Droguett. Baste con decir que una mujer tan avezada en el mundo editorial como lo era la agente Carmen Balcells, que poseía el manuscrito con la primera versión de la obra desde 1975, tras repetidos tiras y aflojas con Droguett para que aligerara el texto, terminó devolviéndoselo, de forma terminante, al autor algunos años más tarde. De esta manera, el libro no vería la luz, de modo íntegro,  hasta 2001, en Chile, publicado por la editorial santiaguina LOM.

Y es que la novela, escrita con tono apocalíptico y estilo vitriólico, leída en un sentido literal (aunque posea muchos otros), es una instancia abierta a la sublevación e incluso al genocidio de una clase social hacia otra y de una generación o de un grupo etario hacia el otro. En ella, ambientada en Chile en un futuro hipotético, los jóvenes se organizan para tomar represalias y asesinar a los viejos, que durante siglos los han oprimido, robándoles las oportunidades, los sueños, el sentido de la vida, el porvenir. Tienen lugar en la obra escenas de subido grotesco que ayudan a comprender que en la España de los años ochenta, ya en plena etapa democrática, se desaconsejase y finalmente se prohibiese su publicación. Así, los viejos cresos del texto son aniquilados por sus adversarios de las más diversas maneras, inspiradas en las formas de exterminio de las épocas más oscuras de la humanidad, las de los holocaustos y las dictaduras. Los jerarcas son calcinados vivos en hornos industriales, fusilados o incluso aperreados, y aquí el guiño a la dictadura chilena de Pinochet (e incluso al tiempo de la Conquista) es palmario. El libro puede ser leído efectivamente, en una de sus múltiples facetas, como una contundente (si bien ficcional) reparación de agravios[1].

El primer viejo de la historia chilena es, según la novela, el conquistador Pedro de Valdivia, propiciador de que Chile se convirtiese en una colonia bajo el sistema de explotación capitalista europeo. Después vendrían otros, como Pedro Montt, en cuya presidencia se produjo la masacre de la escuela Santa María de Iquique (1907), en la que resultaron muertos más de tres mil obreros pampinos, contra quienes el coronel Roberto Silva Renard usó armamento pesado. Arturo Alessandri Palma, político en un principio adorado por el pueblo, también fue protagonista de varias matanzas contra los más desvalidos durante los dos períodos en que ejercició la presidencia: 1920-1925 y 1932-1938, en los que tuvieron lugar algunas de las represiones más sangrientas de la historia del país. Los hechos del levantamiento de Ránquil se produjeron entre junio y julio de 1934, meses en que grupos de campesinos indígenas mapuches de la provincia de Malleco se sublevaron contra los abusos de sus patrones, provocando una revuelta que adquirió proporciones inesperadas. Arturo Alessandri hizo valer el ejército, y el número de víctimas es desconocido; la versión oficial habla de entre ciento cincuenta y doscientas personas, aunque se sospecha que el número de muertos sobrepasó en realidad los quinientos. Por otra parte, el cinco de septiembre de 1938 se produce el exterminio de varias decenas de estudiantes rebeldes por orden directa del presidente Alessandri, en un episodio que conmocionó la vida política del país. Matar a los viejos recoge en una página del texto, como una forma de homenaje, todos los nombres de los muchachos ajusticiados y torturados por los militares en el edificio del Seguro.

El gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) tampoco estuvo exento de crímenes contra el pueblo, y por ello aparece igualmente zaherido en nuestra novela. En dos ocasiones (en 1966, como consecuencia de la huelga de los obreros del cobre de El Salvador, y en 1969, de resultas del asentamiento “ilegal” de vagabundos en los terrenos de Pampa Irigoin) hizo intervenir a los cuerpos de seguridad del Estado contra sus conciudadanos, con trágicas consecuencias. Pero el principal viejo del que habla la novela es el general Augusto Pinochet Ugarte, promotor de una importante cuota de atrocidades contra el estamento popular, las cuales provocan que los jóvenes de la novela se movilicen (y acaben venciendo) contra un sistema de dominación perpetuado secularmente. En el futuro incierto en que se ambienta el texto, Pinochet aparece encerrado en una jaula del zoo (¿de Santiago?), en el mismo distrito en que conviven las hienas y los perros salvajes, donde sus cuidadores lo alimentan a base de cubos de sangre.

En la novela de Droguett se acusa a la oligarquía (los viejos) de causar la ruina de un país debido precisamente a su hermetismo y a su endogamia, que desemboca inevitablemente en el fascismo y en la dictadura, que es la expresión máxima del desprecio hacia el diálogo y el comercio, entendido en su sentido etimológico de intercambio. El fascismo no negocia nada, impone, hasta el punto de llegar a la eliminación física del que piensa diferente. En Matar a los viejos hay oligarcas prototípicos (como Cárdenas, Máximo, Manuel el Chueco o Silvavil) unidos por estrechos lazos de dependencia mutua, especializados cada uno en su función apícola de servicio a la todopoderosa maquinaria económica. Cárdenas se encarga de suministrar a sus correligionarios los nombres de cualquier persona potencialmente subversiva; Máximo, el cerebro del grupo, miembro del Partido Demócrata-Cristiano e inspirado probablemente en la figura de Eduardo Frei, es un orador brillante que se ocupa de cubrir con un ropaje nacionalista y religioso lo que en ocasiones no son más que los intereses materiales de un grupúsculo de potentados; Manuel el Chueco (trasunto del general Humberto Arriagada Valdivieso, “héroe” de las cacerías de Ránquil y el Seguro Obrero) es el brazo ejecutor de esta clase social, aquel que disfraza de servicio a la legalidad vigente el metódico aplastamiento de cualquier viso de competencia o de cambio en el orden de cosas. Y Silvavil (Carlos Silva Vildósola) es uno de los fundadores del diario El Mercurio, principal defensor, según la obra, de la gerontocracia y, como es lógico, y en la misma medida, encarnizado detractor de las fuerzas progresistas.<="" o:p="">

Hay en esta clase social un verdadero sentimiento de selección natural, un profundo convencimiento de que el poder les ha sido dado por méritos propios, para guiar el país de generación en generación. Matar a los viejos pone en evidencia dicho darwinismo. Así por ejemplo cuando Manuel el Chueco hace ostentación de haber asesinado a más huasos que nadie y de haber violentado a más mujeres de campesinos pobres que nadie. En este sentido, la matanza del Seguro Obrero (en la que fueron torturados con sable, pistola, metralletas y hasta un cañón sesenta y tres inocentes universitarios) ha quedado como un baldón en la historia política de Chile, como la obra se encarga de recordar.

En el texto de Droguett también se insinúa un vínculo entre las actividades de la oligarquía y el crimen organizado. Esto no es nada nuevo, ya que la narrativa latinoamericana viene denunciándolo desde los tiempos del naturalismo. Recuérdese una novela como El roto (1920), de Joaquín Edwards Bello, donde el capo Pantaleón Madroño extrae su fabulosa fortuna de negocios sucios (el regenteo de boliches y de prostíbulos capitalinos) que no le impiden figurar socialmente como un honrado terrateniente con silla propia en el Senado. En Matar a los viejos Cárdenas alterna sus labores de soplón con la gerencia de casas de mala nota, y Máximo y El Chueco están tan envilecidos que hasta piensan en robar los ataúdes de lujo que el gobierno de Alessandri comprara a las víctimas del Seguro Obrero para cambiarlos por otros de menor cuantía, embolsándose así la diferencia. Esto es sin duda una exageración del novelista, que resulta útil sin embargo para subrayar que la corrupción y la impunidad pueden estar unidas a una cierta idea de mantenimiento perpetuo del poder. Respecto a los procederes de la prensa pro-oligárquica y al fundador del periódico antedicho, se lee en la novela lo siguiente: “Para él no existía la patria, sino el retrato de la patria. Él los llamaba billetes” (pág. 426). No puede ser más explícita la denuncia de la amenaza que supone para un país un periodismo vendido a intereses económicos y partidistas.

La otra cara de la moneda la ponen en la novela los personajes populares, los humildes, los que realizan la revolución para cambiar el “statu quo”, hombres y mujeres incompletos, pobres, condenados a una existencia vegetativa, que han sufrido vejaciones durante décadas pero que, aun así, consiguen vencer a un enemigo más poderoso, porque llega un momento en que aun la naturaleza se rebela contra un orden de cosas irracional, malsano, asfixiante, esclerótico: “Era una realidad, una escandalosa realidad que solo la juventud, toda la juventud de la ciudad, fuera la que se hacía cargo del dolor, del sufrimiento, de la desesperanza, de la injusticia, y eso, ese desequilibrio monstruoso, no podía mantenerse por más tiempo, aun por causas físicas, esa física moral e invisible que mantiene completo el cauce de la humanidad” (pág. 94). La novela evidencia su dimensión fantástica en tanto en cuanto son hechos sobrenaturales los que van a pautar el comienzo del fin de una época. Durante días se oyen ruidos ensordecedores y una mañana empiezan a llover papeles de las ventanas de La Moneda. Son cuartillas con mensajes de esperanza para el pueblo escritos por una mano misteriosa (e inspirados quizá en el último discurso de Salvador Allende).

Hay un muchacho anónimo que regresa de entre los muertos para guiar a los pobres con un nuevo estímulo. Se llama Pablo (como el Apóstol), y después de sus arengas comienzan las ejecuciones contra los usureros por toda la ciudad (igual que en Crimen y castigo (1866), con la salvedad de que aquí se produce un exterminio masivo, y no el de una sola persona, hasta hacer desaparecer completamente una clase social entendida como parasitaria). El texto está taraceado de símbolos y semblanzas cristianas. Por ejemplo, Pablo, el líder rebelde, muere y resucita tres veces. Se habla de una escalera en referencia a la escalera de Jacob, por la que se asciende al cielo. En algún momento se dice que, transcurridos algunos días, han muerto setecientos setenta y siete viejos pasto de las llamas, y es conocido el significado de este número en el texto bíblico. Por otra parte, en el relato hay un sentido analógico de la Historia, la cual se repite cíclicamente con una determinada significación. Si en la época antigua fue el cristianismo primitivo quien se encargó de eliminar al Imperio Romano, en la época contemporánea, en la que está ambientado el libro, el Imperio lo representa el dinero y la acumulación descomedida, y la guerrilla cubana, salvadoreña, nicaragüense, guatemalteca, argentina o chilena han tomado el lugar de aquella religión anómica y peligrosa. Hay que recalcar que en esta novela de Droguett el autor concibe América Latina como un continente con una misión trascendente, la de transformar la política (y por ende la moral) del mundo con vistas a una superación de lo antiguo.


Una ética y una estética, viejos

Sería interesante trazar un paralelo entre Matar a los viejos y Crematorio (2007), de Rafael Chirbes, dos novelas que poseen una importante cantidad de puntos en común. El texto del escritor español constituye igualmente, como el del chileno, un retrato despiadado de la oligarquía a través, en este caso, de una introspectiva en la familia del patriarca Rubén Bertomeu, constructor de éxito de la costa levantina. Como ocurre con los clanes patricios de Matar a los viejos, los Bertomeu ya eran ricos desde antes de la guerra civil, y en la etapa democrática han sabido posicionarse para aumentar exponencialmente su patrimonio gracias a un negocio rentable: la construcción. Uno de los méritos del texto de Chirbes es que supo adelantarse al futuro (en 2007) con base en una estampa clarividente de algunos de los males endémicos de la política oligárquica española: sumisión absoluta al imperativo económico, falta de sentido social, nepotismo, carencia de imaginación, ausencia de crítica, amateurismo y corrupción, entre otras cosas. De resultas de ello, el personaje Rubén Bertomeu y sus comilitones han convertido el país, a la vuelta de algunos años, en lo siguiente: “una ciudad que crece como una constelación de tumores, metástasis que se multiplican, que engordan hasta juntarse unas con otras y formar ramificaciones que ocupan decenas de kilómetros” (pág. 94).

Bertomeu ha tirado por la borda su talento de arquitecto para crear viviendas en serie, destinadas al negocio de la compraventa o al turismo de masas, con el doble objetivo utilitario de ganar mucho dinero con el mínimo esfuerzo. Otro error suyo consiste en no dialogar con la competencia ni haber sabido usarla para crecer profesionalmente. Por el contrario se intenta suprimirla, hasta físicamente, usando como brazo ejecutor a la mafia rusa instalada en España. Gracias a ello (a ellos), Rubén Bertomeu alcanza a conseguir el ansiado monopolio del cemento en la región.

La otra gran pifia del “constructor” en la novela consiste en tratar de diversificar y acrecer su patrimonio a partir de inversiones en negocios sucios gestionados por el crimen organizado. Esto supone un desprecio absoluto a la inventiva por parte del personaje, completamente seducido en su madurez por la idea de la simpleza y del dinero fácil. Al final de su vida llega a hacer discursos pseudofilosóficos ridículos, para intentar justificar lo injustificable: “También nosotros hemos comenzado a crecer desde el momento en que nos hemos metido a negociar con las basuras; lo más valioso no es lo que el hombre consume, sino lo que excreta, lo que tira” (pág. 55). Un fracaso estético, un fracaso ético, moral, social, político e incluso (se avizora sabiamente en la novela) económico: el cancro, del que se habló más arriba.

Rubén Bertomeu encaja a la perfección en la definición moral que Carlos Droguett hace del “viejo” en su novela, la cual tiene poco que ver con la cantidad de años que haya cumplido una persona: “El viejo surge del fondo de uno mismo, de las malas pasiones, de los malos recuerdos, de los malos sueños, de los sinsabores jamás saciados o consumidos, de las venganzas machacadas una y otra vez sobre la vida, hasta mostar el hueso y la piedra y el poco de tierra húmeda hediendo a sangre y a lágrimas. Cuando la vejez surge en la mortal superficie como un agua detenida y pútrida, una emanación contaminada que se ramifica paciente e implacable hacia los hijos, los nietos, los hermanitos menores, entonces esa maraña de arrugas, rajaduras, manchas y papadas, coronada por las infestas criminales canas, sólo, sólo la improvisada caricatura del antiguo hombre, del antiguo joven, de la antigua esperanza, de los antiguos cantos de construcción y combatividad, no son más que un vago y transitorio remedo del ser eterno que hace treinta años, cuarenta años, cincuenta años, había estado lleno y aureolado de impetuosa desbocada vida, esa epidermis de la que nacían los sueños, los generosos proyectos abarcando el mundo, las esperanzas gota a gota, los eternos desafiantes y legendarios trabajos” (pág. 199). En este sentido, Crematorio es una inmensa novela de cadáveres acomodados que esperan su turno (algunos durante mucho tiempo, como el patriarca) para ser incinerados, calcinados, quemados, ardidos o cremados por la vida, como material caduco. Todos tienen en común haber elegido el camino más fácil en aras de la comodidad, la senda que marca la clase a la que pertenecen y a la que no han sabido oponerse bien por pereza, bien por falta de talento, bien por ambas cosas.

Como se ha dicho, el ejemplo más claro de esta conducta es el protagonista de la obra, Rubén Bertomeu. Joven ambicioso, pronto descubrió que la vía de la autosuperación y de la originalidad era demasiado compleja en su negociado, y claudicó ante ambiciones más tangibles y realistas, a las que se aplicó con método, perseverancia y sistema, hasta que rindieron pingües beneficios. Enterró a sus antiguos dioses (arquitectos legendarios como Frank Lloyd Wright o Le Corbusier) y advirtió las posibilidades de un nicho de mercado consistente en recalificar terrenos que en un principio no eran urbanizables. Lo demás era cuestión de paciencia y de repetir la misma fórmula hasta la náusea, procurando, de una forma sencilla (el amedrentamiento), que a los posibles competidores no se les pasara por la cabeza disputarle el terreno. Algo de una simpleza insultante, casi cibernética: “hoy son los materiales y las técnicas las que hacen todo por ti. Te lo dan todo resuelto” (pág. 283). Al final de su existencia da cierta lástima leer sus afirmaciones, de un aburguesamiento ramplón donde se quiere disfrazar de sentido común el fracaso ético y estético, tildando el genio de excentricidad, egoísmo o locura: “Aspirar es fracasar. Los músicos que admiraba, los arquitectos que de verdad le interesaban han ido formando poco a poco parte de esa pandilla de locos que se han esforzado estúpidamente en pelearse con la vida, que han tirado su vida en vez de darse cuenta que lo que hay que hacer es vivirla. Lo dice tal cual: Hay arquitectos, hay músicos, hay pintores, y hay unos cuantos iluminados a los que admiramos, pero no se nos ocurre ser como ellos. Yo soy arquitecto. Hago casas, no monumentos” (pág. 282).

Su hermano Matías, comunista opuesto en todo al prototipo de éxito de la época, que encarna Rubén Bertomeu, no está sin embargo tan distante de él como parece. En ningún momento abandona la clase a la que corresponde por nacimiento para vivir una vida auténtica y genuinamente expuesta, proletaria, como los héroes admirados de los manifiestos y de los libros de historia que lee. En la vida real, se trata de un orador de taberna que en última instancia se ha recluido en un huerto de su propiedad, donde cultiva algunos frutos que luego vende en el mercado de los productos bio. Ningún riesgo, ningún cuestionamiento de la ideología venerada hasta en sus mínimos detalles (aunque su origen y su forma de vivir sean en sí mismos una blasfemia contra los principios obreros), otra vida estéril y esterilizada, como reconoce su hermano mayor, que de todas maneras se ha manchado las manos más que él: “Matías nunca quiso arrojarse en una hoguera, ni arder; su fuego solo encendía las palabras que pronunciaba en las barras de los bares, o en cerradas reuniones de fieles dispuestos a admirarlo; su sangre llevaba más alcohol que hemoglobina” (pág. 229).

Collado es en la novela un personaje al servicio de Rubén Bertomeu, ya que se trata de su guardaespaldas personal. Es el hombre en quien recaen los encargos de eliminar a posibles rivales enojosos. Collado es un ser primitivo, movido por resortes como el sexo, el alimento, la bebida o la droga, el consumo voraz, y en su mundo todo se reduce a una línea que separa a los que tienen poder y fuerza, de los que no los tienen, como le enseñó su padre: “¿Qué es la verdad, padre? La verdad es la autoridad. El mundo es una pirámide, se mueve porque hay autoridad, porque unos mandan sobre otros, cadena de mandos” (pág. 67). Collado sabe que el sustento del poder es el miedo, y trata de utilizarlo en beneficio de su patrón, Bertomeu. Nunca necesitó ir más allá de dichas consignas, aunque al final de la novela sus excesos lo precipiten al vacío. La novela es, en sí misma, la historia de un declive.

Por último Silvia y su marido Juan constituyen también dos ejemplos de claudicación. Silvia quería ser pintora, y renunció a sus sueños para convertirse en restauradora de cuadros. Conoce todo sobre el arte de pintar, aunque nunca en su vida se atrevió a hacer nada propio, genuino, suyo, ni en el terreno de su trabajo ni en el de su vida íntima, casada con hombres a los que no ama, por no poner en riesgo el buen nombre de su familia. Los antidepresivos y las drogas toman el lugar que debería ocupar el coraje. Con respecto a su marido, Juan, estamos ante un crítico literario, un pope de la literatura española al que invitan a toda clase de eventos culturales, una estrella en su ambiente, alguien que figura más que lee. Aunque en su vida haya escrito una sola línea original, se trata de un hombre fatuo que, en su locura, considera que la ciencia literaria está por encima del arte, ya que puede cifrar en fórmulas y estilemas (expuestos necesariamente a la osificación) la infinita variedad de la literatura: “La autoridad reside en el que resucita esos cuerpos a los que el tiempo ya había rendido. Los profesores, los críticos analizan las novelas y se sienten por encima del novelista, al que en el fondo desprecian como un ser primario, ingenuo, porque han puesto al descubierto que la emoción que transmiten sus libros, o la fascinación, se basa en un número limitado de artimañas, de trucos, de los que ni siquiera es del todo consciente, por decirlo en su lenguaje piadoso: técnicas narrativas, rasgos de estilo, equipaje metafórico, maleta cargada de trucos que viajan de un libro a otro” (págs. 368-369). Incluso Brouard, el único artista de Crematorio, es descrito como un novelista con oficio, pero sin espíritu. No es otra cosa que un nuevo rico como los otros, poseído por la angurria, incluso en su vejez enferma.

La novela de Rafael Chirbes es una denuncia implacable de un mundo poblado por hombres y mujeres con las facultades del ingenio y de la compasión mermadas, si bien, para compensar, el apetito y el ansia de supervivencia a cualquier precio han alcanzado cotas alarmantes. Un mundo de viejos, de biología simple, gobernado por dos instancias supremas: el impulso de acaparar y la pulsión de conservar.


Una novela total 

Hay algo que diferencia el texto de Chirbes de la novela de Droguett, y es que en Crematorio no hay personajes inocentes, todos merecen el fuego tras haber condenado sus almas, como en una tragedia shakespeareana. Mientras que en Matar a los viejos, los jóvenes toman el mando y destruyen el mundo antiguo que les oprimía, aunque luego no sepan qué hacer con la resultante. La novela de Droguett es posiblemente más compleja que Crematorio y se caracteriza por su naturaleza poliédrica e inestable, en constante movimiento.

Para empezar, sería osado decir que Matar a los viejos es únicamente una novela. Tal vez fuese más justo calificarla como “centón” (en un sentido positivo, ligado al concepto de multiplicidad). Efectivamente, estamos ante un libro de unas dimensiones considerables donde la acción principal se ramifica constantemente en historias secundarias, que funcionan a modo de novelitas “ejemplares”. De esta suerte, el número de personajes (los vivos y los que reviven) se multiplica exponencialmente.

Existe también  un cruce entre la realidad y el mundo ficticio, ya que en esta obra de Droguett la historia de Chile (desde la Conquista a la dictadura de Pinochet) irrumpe sin pudor en la ficción, produciendo un efecto extraño. Droguett no tiene tampoco inconveniente en mezclar el testimonio de hechos históricamente verificables (como las tragedias obreras, contadas en el texto con lujo de detalles, producto de una minuciosa investigación periodística y libresca) con sucesos maravillosos, como son las resurrecciones o las apariciones. En la novela se habla de todo, se hace crítica histórica, política, social, moral, filosófica, religiosa y literaria. Todo es intertexto.

Una obra así no puede tener un único mensaje, sino infinitos. De esta manera, junto a la fe más acendrada en un porvenir utópico, libre de una casta oligárquica que vampiriza al pueblo, se encuentra el escepticismo más absoluto, pues el líder de la revuelta proletaria, Pablo, es un muchacho idealista pero gravemente enfermo, que desaparece simbólicamente cuando se ha producido el cambio político, quizá para no condicionar el futuro de nadie. O quizá nunca existió…, ni se produjeron las reapariciones ni los acontecimientos sobrenaturales de los que habla la novela.

Matar a los viejos, escrita por Droguett desde el exilio, en muchas ocasiones puede dar la impresión de ser un texto de propaganda política. Sin embargo, nada más alejado de la realidad. La novela, acerbamente crítica con los peligros de un país dirigido por un grupúsculo de adinerados, también cae en la cuenta de la amenaza que el pueblo transformado en masa (e instrumento ejecutor contra cualquier desviacionismo hacia las nuevas leyes) podría representar para el individuo solo. Existe el riesgo de que el republicanismo, convertido en una nueva religión de adoración a la ley, en su afán por construir la igualdad de los ciudadanos, atente gravemente contra las libertades individuales. En este sentido puede leerse ya en El contrato social (1762) de Rousseau, uno de los textos fundadores y fundacionales de la política moderna, algo como lo siguiente: “Hay una profesión de fe puramente civil en la cual corresponde al soberano fijar los artículos, no precisamente como dogmas religiosos, sino como sentimientos de sociabilidad sin los cuales es imposible ser buen Ciudadano ni buen súbdito. Sin poder obligar a nadie a creerlos, puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea, puede desterrarlos, no como impíos, sino como insociables, como incapaces de amar sinceramente las leyes, la justicia, y de sacrificar si fuera necesario su vida al deber. Ya que si alguien, después de haber jurado públicamente esos mismos dogmas, se comporta de modo distinto, merece la pena de muerte; ha cometido el más grande de los pecados: ha mentido ante las leyes” (pág. 178. La traducción es mía).

Hay un momento en la obra en que los revolucionarios, obcecados por el asesinato de viejos, quieren talar un castaño donde los usureros solían atar a los campesinos revoltosos para después asesinarlos. El castaño, un ser inerme, se ha convertido para ellos en un símbolo de la opresión gerontócrata. Entonces surge un niño que advierte la pendiente por la que empieza a deslizarse la revolución (donde los perros se han acostumbrado a comer carne de hombres), y se opone a la tala. Recibe amenazas, y contesta esto: “los malearon ustedes y los otros, viejo, y ahora quieren malear al castaño. No me llames viejo y no queremos malear al castaño, dijo el capataz, solo cumplir en él la justicia que se ha dictado, lo vamos a matar y no lo puedes impedir, un mocoso como tú no puede no debe meterse delante, no te conviene. Si hubiera justicia no me decías eso, viejo, si hubiera justicia no vendrían a matar a un ser que no se puede defender y que nada ha hecho” (pág. 321). Por otra parte, en la obra se advierten algunas inconsistencias históricas muy probablemente voluntarias, que esconden acaso un sentido crítico. Por ejemplo en un momento, ya encarrilada la lucha política en Chile por los jóvenes, viene un militar cubano llamado Duane para ayudarlos en la construcción del socialismo, y habla de Cristo como del modelo de cualquier revolución proletaria (capítulo veintitrés y siguientes). Esto produce un efecto extraño en el lector de la obra, pues son conocidas las fuertes disensiones entre los marxistas y los cristianos en Cuba desde los primeros años del triunfo de Fidel.

Matar a los viejos, como libro total que es, no propone ningún final positivo, sino dudas. En dos ocasiones los jóvenes, una vez la labor negativa ya ha sido realizada (eliminar por completo la clase social generadora de oprobio), se vuelven aterrorizados  hacia su líder (capítulos ocho y veinticinco), porque no saben qué hacer con esa libertad por la que peleaban y que ya han conseguido. La respuesta que les da Pablo no parece convencerlos mucho: “seguirán sufriendo todavía, pero para ustedes mismos, no para los viejos hijos de puta” (pág. 141). El nuevo país es descrito en estos términos: “Es como una pizarra en la que no hay escrito nada por ahora” (pág. 435). Recuerda el “Cuadro blanco sobre fondo blanco” de Malévich, de 1918.

Pablo propone al pueblo un futuro no marcado, sin consignas, órdenes ni determinismo, en el que cada cual sea responsable y libre de desarrollar, en la medida de sus fuerzas, los dones de la praxis y de la creatividad. Sin embargo, esta belleza puede ser deslumbrante en estado puro, y producir miedo, más miedo incluso que cualquier absolutismo del pasado: “No corran, no tienen que correr ni huir ni desesperarse ni suicidarse en las venas, no, no tienen que correr ni apurarse ni esconderse, no hay angustia, ni urgencia, ni amenaza, ni plazo para ustedes ahora, en este tiempo” (pág. 440). El libro se cierra con esta gran incertidumbre, no se sabe si la libertad saldrá vencedora de la enorme angustia que provoca. No es seguro.

Matar a los viejos, última novela de Droguett, es un compendio de toda la narrativa anterior del autor. Es un texto social y proletario, como lo era Los asesinados del Seguro Obrero (1939). Es una novela fantástica, en la que un ser extraordinario (completo e incompleto a la vez) aparece para cambiar la mentalidad de la gente, como ocurría en Patas de perro (1965) o en El compadre (1967). Hay en ella un anhelo apocalíptico y tantálico de destruir una ciudad (cuando en ella anida la molicie y la corrupción) para intentar construir algo nuevo, como sucede en El hombre que había olvidado (1968) y sobre todo en El hombre que trasladaba las ciudades (1973). Es también una obra testimonial, como lo fueron Según pasan los años y Sobre la ausencia (ambas de 1977). Y en ella el asesino de algunos jerarcas es un dandi con una estética decadentista muy de principios de siglo, como la de Émile Dubois, el protagonista de la novela Todas esas muertes (1971).

La última novela de Droguett es un libro trágico pero también cómico, como cuando un viejo se libra de las dentelladas de un perro poniéndose la máscara de un hombre joven, o cuando el general Schneider (guardia personal del presidente Allende) resucita de entre los muertos solo para meterse en la cama con la abuela, a quien le vela el sueño.

Se trata igualmente de una novela feminista, porque las viejas (sufridas, solidarias y sensuales, como la antedicha abuela) no son como los viejos, cerrados, avariciosos, violentos y egoístas. Las viejas se entregan ellas mismas a las autoridades revolucionarias de la novela, porque quieren ser quemadas para favorecer con su sacrificio el recambio generacional. Sin embargo, los viejos se resisten por todos los medios a morir y a ceder sus privilegios. Si bien el feminismo del relato tampoco es un valor inmutable ni seguro, pues las mujeres proletarias jóvenes, que se venden a los poderosos por dinero, son las principales causantes, con su proceder, de la alienación popular: “cualquiera de esos desgraciados tenían unas hembras soñadas, tan seguras de sí y de sus ancas, de sus maravillosas tetas en venta o en arriendo, de sus disimulados labios, de sus interrogadores ojos, preguntando cuánto, cuántos millones, cuántos abrigos de visón o de pantera de abisinia, cuántos perfumes Dior o Chanel, cuántos modelos Balenciaga, ¿cuál Porsche o Jaguar último modelo? para humillarlos a todos en la cuadra y en el barrio” (págs. 327 y 328).

Esta diversidad temática y genérica de la prosa de Droguett es sin duda un producto y  una prolongación de su estilo, donde se encuentra la cifra del arte literario del autor. Un estilo analógico y disruptivo a un tiempo, como una inmensa marea que avanza impetuosamente en alas de la anáfora y la acumulación de adyacentes, con el fin de abarcar en su impulso la realidad toda, toda la existencia y todos los objetos que cobran vida en sus líneas. Entonces, llega un momento en que la inmensa ola experimenta el rompiente (el pleonasmo, la reiteración o el anacoluto) y aparece la pleamar, de modo que la corriente se ramifica o incluso muere. Esta dialéctica entre el todo y la nada es también una tensión entre un arte “democrático”, donde quieren captarse todas las voces y todos los puntos de vista de las cosas y del inmenso pueblo, y un arte principal y preponderantemente autobiográfico, en el que se dibuja, primero que todo, el rostro del autor.

Muchas caras distintas de personajes diferentes que hablan todos ellos un mismo idioma, una sola lengua barroca tironeada entre una suerte de prurito totalizador y una orfandad y un vacío siderales: el estilo de Carlos Droguett, de una extraña belleza en su complejidad. Aunque quizás, para cierta crítica, dicho barroquismo pretendido y dicha complicación buscada pueden ser sintomáticos de algo mucho más grave…

 

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BIBLIOGRAFÍA

 -Argullol, Rafael, “Vida sin cultura”, El País, 6 de marzo de 2015.

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-Rizzo, Sergio y Stella, Gian, La casta, Madrid, Capitán Swing Libros, 2015. 

-Sforzin, Martine, L’Art de l’irritation chez Thomas Bernhard, Artois Presses Université, 2002.

 


[1] El tema del conflicto entre jóvenes y viejos, en el que los primeros se organizan para represaliar  a estos últimos, proviene de la novela Diario de la guerra del cerdo (1969), de Adolfo Bioy Casares. La novela del autor argentino, que aparece en el año del Cordobazo, puede interpretarse como un desfogadero ficcional de la situación política que en aquellos años vivía la Argentina, donde los militares (¿los viejos?) tenían secuestrada la democracia desde el derrocamiento de Arturo Illia en 1966. Los jóvenes serían los montoneros,  a quienes en la novela se conoce como “Los Turcos”, e incluso podría ser identificable algún dirigente joven malquerido por la opinión pública, como Farrell (trasunto quizá de Mario Firmenich). De todos modos, el referente político es muy difuso en la novela de Bioy Casares, lo que la diferencia en buena medida del texto de Droguett. En la novela del escritor chileno la ideología comunista de los jóvenes es clara y patente. Por otra parte, la novela de Droguett es muchísimo más radical en su planteamiento. Si en la novela de Bioy asistimos al asesinato de dos ancianos, para que luego el movimiento juvenil se disipe progresivamente, en el texto droguettiano se produce un exterminio masivo de viejos, hasta que no queda uno solo. La execración es total. Donde las dos obras se encuentran es en el escepticismo hacia el futuro que emana de ellas, el cual podría resumirse en una frase de Arturo, personaje de la novela de Bioy: “ya no hay lugar para individuos. Solo hay muchos animales, que nacen, se reproducen y mueren. La conciencia es la característica de algunos, como de otros las alas o los cuernos (…). Se pasó de la aldea al enjambre” (págs. 113-114). Debo a Horacio Castellanos Moya el haberme sugerido que los preliminares del tema (la guerra intergeneracional) se encontraban en la novela de Bioy.



 

 

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Matar a los viejos, de Carlos Droguett
Por Emiliano Coello Gutiérrez
Publicado en IOWA Literaria, 23 de febrero de 2016