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LOS ASESINADOS DEL SEGURO OBRERO Y LAS FORMAS DE LA HISTORIA[1]
LOS ASESINADOS DEL SEGURO OBRERO AND THE FORMS OF HISTORY

Por Ignacio Álvarez
Departamento de Literatura Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile
Santiago de Chile Chile
ignacioalvarez@uchile.cl

Publicado en Revista de Humanidades Nº36. Julio - Diciembre de 2017


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Resumen
Este artículo se pregunta por las relaciones que Los asesinados del seguro obrero (1939-1940-1972-2010 [1989]), texto fundador de la poética de Carlos Droguett, establece con el acontecimiento que relata, es decir, la traumática “Matanza del Seguro Obrero” de 1938, en la que casi sesenta jóvenes nacistas fueron asesinados por funcionarios policiales a fines del gobierno de Arturo Alessandri. Al indagar en el modo en que el texto de Droguett se articula con otras interpretaciones de este hecho, tan relevante para la historia de Chile, se reconocen tres estrategias para abordarlo: la despolitización del acontecimiento, su presentación bajo formas arcaizantes y su interpretación universalizante. En un primer momento estas estrategias están al servicio de un texto que intenta codificar un shock. A largo plazo, sin embargo, el proyecto global de Droguett, usando estas mismas estrategias, propone un sentido de la historia único, inmodificable y válido para toda la humanidad que trae aparejado la pérdida de la historicidad, es decir, la capacidad de entender los hechos y las acciones como productos de un contexto y de un momento particulares.

Palabras claves: Carlos Droguett, Los asesinados del Seguro Obrero, historia y literatura, literatura y política, acontecimiento.

Abstract
This article examinates the connections between Los asesinados del Seguro Obrero (1939-1940-1972-2010 [1989]), a founding text for Carlos Droguett’s poetics, and the event referred by it, that is, the traumatic “Massacre of the Seguro Obrero” of 1938, in which nearly sixty young nacistas were killed by police officers at the end of Arturo Alessandri’s government period. When we compare Droguett’s narration with other interpretations of this event that is so important for the history of Chile, we recognize three strategies to approaching it: depoliticizing the event, presenting it under archaic forms and interpreting it in a universal way. Initially these strategies serve to encode a situation of shock. Using these same strategies, however, Droguett’s global literary project proposes, in the long term, a sense of sole and unchanging history, a universally historic narration valid for all humanity, that implies a loss of historicity, that is, the ability to understand facts and actions as products of a particular context and a limited time.

Key words: Carlos Droguett, Los asesinados del Seguro Obrero, History and Literature, Literature and Politics.


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En Los asesinados del Seguro Obrero (1939-1940-1972-2010 [1989]),[2] su primer libro publicado, Carlos Droguett advertía de manera muy explícita que ese texto inaugural había sido escrito en contra del relato histórico de Chile; su interés era desafiarlo y tratar de rearticularlo de modo que por fin ofreciera justicia a quienes habían sido sus víctimas seculares. La célebre “Explicación de esta sangre”, el prólogo que añadió a la edición de 1940 de Los asesinados, expone abiertamente esta intención, que describe como un recoger “toda la sangre chilena” (“Explicación” 11). Hoy en día, casi veinte años después de su muerte y teniendo sobre la mesa todas las piezas del proyecto literario de Droguett, resulta estremecedor comprobar la fidelidad obsesiva con que se atuvo a ese temprano y precoz programa.[3] En efecto, cada uno de los libros que escribió en adelante ocupó un lugar que el diseño de 1940 preveía, y al mismo tiempo que proliferó la escritura literaria de su autor creció una extensa bibliografía crítica que trataba de definir los alcances de ese diseño.

Cuando señala que busca recoger “toda la sangre chilena”, Droguett establece como rasgo estructural de nuestra historia su violencia, y al mismo tiempo ofrece una clave de interpretación general para sus ficciones. Serán, señala la crítica, relatos verdaderos si no en el detalle de los hechos sí en un sentido profundo, ofrecidos por un narrador que es testigo fiel y transparente, y se opondrán inmediata y tajantemente a un relato oficial que se distingue por escamotear las agresiones fundantes de la comunidad (Bianchi 26-28; Goic 236). Marco quizás cifrado y oculto en la “Explicación”, en Los asesinados y sus novelas posteriores el proyecto va revelando una clara urdimbre sacrificial que imita muy de cerca el argumento de la pasión de Cristo (Ostria 56). La publicación en 2001 de Matar a los viejos, novela redactada bajo el impacto del Golpe de Estado y de los primeros años de la dictadura militar,[4] ofrece por primera vez el esquema histórico completo que articula todas las novelas de Droguett, un dibujo que apenas se insinuaba en 1940. En efecto, y tras una cuidadosa lectura de conjunto, Roberto Suazo Gómez ha demostrado que Droguett dispone los hechos históricos siguiendo el tropo que Erich Auerbach llama “figura”. El pensamiento figural, propio de la escritura medieval, trama una secuencia de anuncios y consumaciones que logran otorgar sentido a los hechos que narra, pues la historia contada figuralmente no solo contiene el relato de la pasión sino también su proyección como destino final de la humanidad, que puede ser salvada gracias al sacrificio de Cristo (Auerbach 99). En el caso de Droguett, la explicación figural se despliega de modo que los dolores de la conquista anuncian la matanza de 1938, y la matanza de 1938 consuma los dolores de la conquista al tiempo que anuncia la violencia de 1973. La violencia de 1973, por su parte, solo será consumada con la segunda venida del Mesías, con el advenimiento de la justicia verdadera encarnada en la muerte de los “viejos” que retrata en la novela.[5] La lógica repetitiva de la figura, su simetría, ha permitido curiosas proyecciones prolépticas —oraculares incluso— de la obra de Droguett. Pienso en el sentido profético que adquirió la “Explicación” de 1940, como si pudiera explicar anticipadamente el golpe militar de 1973, y en lecturas como la de Álvaro Bisama, para quien Droguett se anticipa ahora a las melancólicas alegorías de la ficción posdictatorial (182).

Este primer entrevero de Los asesinados con la historia de Chile ha ocupado largamente a los lectores de Droguett, y el párrafo anterior puede resumir bastante bien sus conclusiones más importantes. Tiene sus problemas, sin embargo. Se da en una dimensión tan enorme y monumental que a mi juicio opaca la propia condición histórica del texto, y con ello quiero decir dos cosas. En primer lugar, al hecho de que Los asesinados, además de ser “historia para un tiempo muy grande” (“Explicación” 16), como hemos solido leerla, es también historia “pequeña”, historia de un acontecimiento muy particular en el tiempo, la Matanza del Seguro Obrero ocurrida el 5 de septiembre de 1938. En segundo lugar, me refiero a su propio carácter de objeto datado, al hecho de que la interpretación de la historia que encarna pertenece irremediablemente al pasado.

En este trabajo quiero rescatar las dimensiones más limitadas de lo histórico en Los asesinados y someterlas, junto a la historia “grande”, a una lectura crítica. Me parece importante contraponer el proyecto de Droguett con su realización o, dicho de otro modo, contrastar el diseño de la historia nacional que lo inspira (y en ocasiones lo posee) con los modos concretos en que ese diseño se plasma en el tratamiento de un evento particular. Para pensar esta dimensión será indispensable leer los contextos e ir leyendo también los cambios, frecuentemente las adiciones, que el texto de Los asesinados sufre a lo largo de todo el siglo XX.


1. Los sentidos de la matanza

Si los hechos del 5 de septiembre de 1938 son el punto de partida para la obra de Droguett entonces también deben serlo para este análisis. Es que todo, y con todo me refiero a la obra literaria de Droguett y a su voluntad para contar la historia de Chile, tiene como origen este episodio y las disputas que se producen al interpretarlo. Con las limitaciones y las ventajas del presente, en este apartado intentaré mostrar en qué consistieron los hechos y cómo han sido asimilados por distintos actores de la comunidad nacional. En un momento posterior podremos cotejar estas lecturas con la versión de Droguett en Los asesinados, y de este modo aparecerán con mayor nitidez las operaciones históricas que realiza el texto literario.

¿Qué ocurrió ese día? De acuerdo a lo que sabemos hoy, un golpe de estado fallido y una cruel matanza perpetrada por los encargados de sofocarlo. El golpe fue ejecutado por jóvenes militantes del Movimiento Nacional Socialista chileno (MNS) y estuvo dirigido a la distancia por Jorge González von Marées, su líder, llamado “el Jefe” a imitación del Führer. Buscaban derrocar el gobierno de Arturo Alessandri Palma (que estaba en sus últimos días) y poner en la presidencia a Carlos Ibáñez del Campo. Confiaban en que una parte del ejército apoyaría al antiguo militar, pero sobre todo temían que la candidatura de continuidad de Gustavo Ross ganara en las elecciones de octubre, algo que en ese momento parecía inevitable. Habían planeado tomar la radio Hucke y desde allí transmitir sus proclamas, volar algunas torres para interrumpir el suministro eléctrico de Santiago, y ocupar dos edificios muy importantes en el centro de la ciudad: la casa central de la Universidad de Chile y el edificio del Seguro Obrero.

Los golpistas, sin embargo, fueron muy poco efectivos. La radio tomada rápidamente fue sacada del aire, y pudieron afectar solo a una torre eléctrica, sin producir ningún daño en la transmisión de la energía. Las tomas de la Universidad de Chile y del Seguro Obrero pudieron establecerse, pero el gobierno reaccionó con un inusitado despliegue de fuerza. Batallones de los regimientos Buin y Tacna atacaron con cañones a los ocupantes de la Universidad (donde murieron un policía y seis o siete nacistas) y, luego de ser desalojados, fueron inexplicablemente conducidos al Seguro Obrero, donde estaban sus compañeros. En horas de la tarde casi sesenta personas fueron asesinadas a sangre fría por los carabineros, casi todos militantes del MNS que ya se habían rendido. Dos hombres que se mezclaron accidentalmente en los hechos también fueron asesinados. Solo cuatro militantes, que debieron fingir su propia muerte, lograron sobrevivir.[6]

La versión de Alessandri y las fuerzas de orden decía que los nacistas de la Universidad de Chile fueron ultimados como traidores por sus propios compañeros del Seguro, y que los demás cayeron enfrentándose a las fuerzas policiales (Klein 90). Quienes han estudiado recientemente el episodio, sin embargo, no dudan en responsabilizar en primerísimo lugar al presidente, y ello por varias razones. Porque dispuso una reacción policial claramente exagerada, por lo pronto; no quería que su segundo gobierno terminara, como el primero, con un golpe militar, y juzgó de una manera terriblemente equivocada la gravedad de la situación (Ossa 178; Klein 91). Incluso antes de la matanza hubo abusos evidentes de los que Alessandri estuvo al tanto, como el traslado de los jóvenes desde la Universidad al Seguro (Klein 91). Supo también muy temprano que se había producido el masivo asesinato, si es que no lo ordenó directamente, como declaró en un oficio confidencial Humberto Arriagada Valdivieso, en ese momento Director General de Carabineros: había seguido “órdenes expresas” del presidente, señaló (citado en Klein 87). El mandatario, además, presionó a casi todas las instituciones de la República para que mantuvieran su versión en contra de las evidencias: parlamentarios, fuerzas armadas, diarios y hasta miembros del poder judicial se vieron obligados a respaldarlo (Klein 92-96). Pero Alessandri no es el único culpable, ciertamente. Ninguna apreciación mínimamente objetiva puede desconocer que los propios miembros del MNS fueron quienes iniciaron el conflicto y quienes mataron a la primera víctima, un carabinero. Tampoco puede olvidarse la responsabilidad que le cabe a la figura mesiánica de González von Marées, carismática y decidida, que aleccionó a sus seguidores de una manera agresiva e ingenua y los lanzó al sacrificio solo para abandonarlos en el momento final (Ossa 181-4). Un último nombre ha figurado entre los posibles responsables del episodio, el de Carlos Ibáñez del Campo, pero su importancia resulta discutible. Aunque parece establecido que no participó directamente en el golpe, podría haber colaborado con dinero en su preparación o bien vinculando a los nacistas con el ejército (Klein 83-4). De cualquier manera su intención habría sido obtener un provecho indirecto de la escaramuza, o sea que, además de fallida, su participación no me parece fundamental para lo que sigue.

Una vez ocurrida la matanza, es imposible exagerar la importancia que tuvo para la opinión pública del momento, así como es difícil negar las dificultades que todavía sigue planteando la lectura su sentido, es decir, su codificación para la historia nacional. En un rápido resumen pienso que podemos hablar de cuatro versiones o explicaciones del episodio.

En la primera versión los hechos del 5 de septiembre constituyen el ejemplo paradigmático de shock social en la historia de Chile, es decir, un acontecimiento político violento que por su magnitud deja una marca en la memoria colectiva y al mismo tiempo —paradoja comprensible— resulta casi imposible de explicar y asimilar.[7] Creo que las dificultades de su codificación quedan a la vista en las vacilaciones de la prensa durante los primeros días. Todos los diarios, opositores y de gobierno, en principio cargaron sus tintas contra el MNS y diferían solo en su apoyo o rechazo a las facultades extraordinarias que había pedido Alessandri. Más tarde el foco giró hacia la inexplicable matanza, y ya no importó sino el espanto que producía en la opinión pública el asesinato de los jóvenes, su dejar literalmente sin palabras a los chilenos (Ossa 173-81). Pese a la densa trama política sobre la que se había urdido, pese a la crispación partidaria de la que había surgido, el asesinato de los jóvenes nacionalsocialistas terminó siendo despolitizado en esta fase de shock, y por tanto observado en su desnuda e inexplicable crudeza.

Un segundo significado, el significado desplazado durante el shock pero que con el tiempo se convirtió en el más extendido y duradero, es el propiamente político, en ocasiones estrechamente electoral. En esta acepción la matanza cobra sentido en la medida en que posibilita la elección de Pedro Aguirre Cerda y causa el desmoronamiento de las candidaturas de Gustavo Ross, complicado por su lealtad a Alessandri, y Carlos Ibáñez, complicado por su relación con los golpistas. Según la amplitud con que se lo lea, por cierto, los hechos tienen distinta relevancia para la historia nacional. Pueden ser simplemente un albur menor dentro de las verdaderas fuerzas históricas, mucho más grandes, que permitieron la elección del primer presidente radical. O pueden constituir un episodio de densidad política propia, un catalizador que permitió el alineamiento de los partidos alrededor de la estrategia frentepopulista.[8] Una hebra menor en esta lectura política es que, con toda probabilidad, los hechos del Seguro representaron el fin de los intentos de aclimatación criolla del nacionalsocialismo (Ossa181-4).

La tercera versión es una evaluación a posteriori del episodio, hecha a la luz de los horrores de la dictadura de Pinochet y que resultará familiar para los lectores de Droguett. En su esfuerzo por comprender las formas que ha tomado la solución de los conflictos sociales en Chile, Brian Loveman y Elizabeth Lira han descrito lo que llaman una “vía chilena de reconciliación”, el mecanismo sistemáticamente utilizado por la clase política para resolver las consecuencias de la violencia. Este dispositivo, aplicado con todo rigor en el episodio del Seguro Obrero, supone que los chilenos somos un grupo cultural homogéneamente “ibero-católico”; los responsables de la violencia, por tanto, podrán ser imaginados como penitentes y recibir “amnistías, indultos y otras medidas de perdón” con el fin de restablecer la gobernabilidad, aunque ello signifique desoír las demandas de la justicia (Loveman y Lira, Las suaves cenizas 84). La matanza de 1938, como decía, siguió al pie de la letra este guión. Aun cuando la opinión pública sabía perfectamente a quién debía culpar, aun cuando el Frente Popular había logrado ganar las elecciones a propósito del episodio, Pedro Aguirre Cerda y sus parlamentarios promovieron los indultos de 1938 y 1940, que beneficiaron respectivamente a los golpistas y a sus asesinos (Loveman y Lira, Las ardientes cenizas 25-67). Esta lectura, me parece, sigue siendo política, aunque desplaza el eje de sus conflictos. Ya no será un problema entre rivales de la lucha electoral sino entre electores y elegidos, entre una clase política que se siente amenazada y quienes se sitúan en el lugar de las víctimas.

El cuarto sentido también es una evaluación posterior, pero todavía involucrada de cerca con el episodio. Es la de quienes intentan en su relato una despolitización estratégica de los hechos. No es el puro horror de la masacre que caracteriza al shock, y no es por tanto la primera despolitización; es una memoria interesada en borrar las huellas de la propia responsabilidad política. No estoy hablando de Arturo Alessandri, cuya única justificación radica precisamente en la politización extrema del episodio. Solo si los hechos constituyen, como los llama reiteradamente en sus Recuerdos de gobierno, un “motín revolucionario”, se justifica la violencia inusitada a la que echó mano.[9] Más bien me refiero a los simpatizantes del nacismo, cuya argumentación resume el siguiente párrafo que, en 1968, escribió Renato de la Jara, antiguo militante del MNS y entonces diputado democratacristiano: “Ahora, transcurridos treint[a] años de historia, se pueden decir tantas cosas de la posición política de esos jóvenes, de su interpretación particular de la democracia, reprobable en un país como el nuestro, etcétera. Pero las generaciones deberán conservar siempre el recuerdo de quienes eran jóvenes y patriotas y murieron como héroes” (24).

Transcurridos no treinta sino casi ochenta años, me parece menos evidente que podamos soslayar la posición política de esos jóvenes, y por mucho que compartamos el horror de su muerte y podamos pensarlos sin problemas como víctimas, no creo que nos sea fácil llamarlos “héroes”. Esta última postura, interesada en una desmemoria para nada inocente, también es relevante porque puede confundirse con la de Droguett en Los asesinados. Las diferencias, como veremos, son sustanciales.


2. La lectura de Droguett

Además de una obra literaria, Los asesinados del Seguro Obrero es un intento más en la serie de intentos que quieren ofrecer sentido a la matanza, y a continuación pensaremos los valores específicos que este testimonio añade al hecho histórico. La descripción será estática y por lo mismo un poco artificial; se trata de pensar el texto como si existiera en una sola redacción y no hubiera sido alterado, corregido y eventualmente resignificado a lo largo de los años. Aun conociendo ese proceso, creo que lo que expondré aquí puede sostenerse con pocos problemas de todas las ediciones del libro (usaré la última para citar, suponiendo que tiene la forma final que Droguett le dio al problema). Añado otra advertencia: consideraré en principio Los asesinados como un testimonio en su acepción menos problemática, es decir, como la narración escrita de una experiencia vital para el narrador, testigo que habla fuera de los márgenes de la autoridad (Beverley 12-3). En efecto, las primeras ediciones de Los asesinados, las de 1939 y 1940, están acicateadas por la urgencia que tiene recordar los hechos en momentos en que se está negociando la amnistía, y si la “Explicación” de 1940 habla de “recoger” la sangre derramada es porque en esos mismos momentos está siendo olvidada por la clase política: “[s]e ha perdido tanta sangre ya en nuestra pequeña e intensa historia” (10), apunta Droguett. Los problemas comienzan cuando nos preguntamos no si el texto da cuenta referencial del hecho traumático sino cómo es que da cuenta de él. Podemos identificar, a mi juicio, tres giros de sentido específicos en Los asesinados: uno hacia la despolitización, otro hacia el pasado y el tercero hacia su inscripción en una dimensión universal.

Que Los asesinados despolitiza la matanza es algo que puede seguirse en el texto y que el propio Droguett reivindica en la “Explicación” de 1940 cuando, al terminar el prólogo, escribe esta declaración: “subrayo el dolor y soslayo —no más— la política” (16). Y es cierto que intenta hacerlo: el relato cercena casi cualquier referencia al ruidoso marco ideológico y electoral que rodea y en buena medida explica la matanza. En la práctica su mirada queda restringida a los puros protagonistas, como si fueran sujetos de una historia única y personal, sin antecedentes ni determinaciones contextuales. Buen ejemplo de ello es el modo en que se retrata a Humberto Yuric, el estudiante de derecho que durante esa tarde parlamentó con los carabineros, a nombre de los nacistas, antes de que en el Seguro se desencadenara el horror:

¿Se acuerdan de Yuric? ¿Se acuerdan de Humberto Yuric? . . . Yo lo conocí mucho a Humberto. Vivía en el barrio Independencia, al otro lado del río, su madre era joven y viuda, tal vez abandonada, eran pobres pero preservaban mucho su pobreza, no permitiendo su madre, sonriente en sus hoyuelos, pensativa en su cabellera rubia que empezaba a apagarse, no permitiendo ella que esa pobreza digna se convirtiera en una pobreza enferma. (24-5)

Nada nos dice del Humberto Yuric político, nada de su militancia, nada de la preparación ni de las convicciones que lo llevaron al golpe, aunque todo eso exista y eventualmente podría servirnos para comprender qué fue lo que ocurrió, como efectivamente han tenido que explicar los historiadores de la matanza.[10] Pero no solo se nos escatima cierta información biográfica sobre los personajes. Para apreciar el tamaño de lo que ha sido arrancado de Los asesinados hay que recordar que la sociedad chilena entera se había volcado hacia lo público en la década de 1930, y que no solo la convivencia sino toda su cultura habían sido colonizadas y dividida por la política. El mismo Droguett evocará en 1984 ese ambiente crispado cuando relate la muerte del escritor y militante socialista Héctor Barreto, ocurrida en 1936. Es un antecedente directo de la matanza del Seguro Obrero, y ejemplifica muy bien cuán corrientes eran las riñas callejeras producidas entre grupos de choque políticos (nacistas y socialistas en este caso): su composición, muy consciente del conflicto ideológico, contrasta vivamente con Los asesinados.[11] Tan importante es la carga política del período que la propia generación de 1938, la de Droguett, Nicomedes Guzmán, Juan Godoy y los demás, se define en las historias literarias no tanto por sus afinidades estéticas sino porque comparten las mismas experiencias vitales y —repito— políticas: la guerra civil española, la gran depresión, la revolución rusa, la formación del Frente Popular y la victoria electoral de Pedro Aguirre Cerda (Lyon 19-20). Doy estos rodeos para indicar que la despolitización del relato debiera sernos una operación muy vistosa y, en parte, una decisión estratégica del testimoniante.

Otra fuente de despolitización proviene de los géneros literarios que utiliza el relato. Los asesinados es por cierto un testimonio, pero con frecuencia asoma hasta su superficie otro género con el que está apretadamente entretejido, el de los cuentos de hadas:

La ciudad, ustedes saben, lo recuerdan perfectamente (¡quisiera yo tener la memoria de ustedes!), tenía entonces un gobernador que era famoso . . . El gobernador hablaba bien, tenía una voz grande y hermosa, una voz cálida, para calentar mujeres . . . El pueblo de abajo ignoraba la Historia y las historias y confiado y crédulo como un niño, lo amaba sin condiciones, escuchándolo arrobado. Porque el Gobernador siempre decía y juraba y lloraba y maldecía que sólo amaba al pueblo de abajo, que era su pobrecito hijo numeroso. (10-1)

Como todo cuento de hadas, en Los asesinados la representación del mundo se reduce dramáticamente hasta convertirse en una oposición clara y polar: un Gobernador que no solo es malo sino que es la misma maldad, un pueblo de abajo que es unánimemente inocente y engañado. Todas las marcas particulares desaparecen, las de tiempo y espacio y las de persona y lugar (ni siquiera se menciona el apellido Alessandri). Todas las diferencias al interior del pueblo son también anuladas: no hay estudiantes y obreros, no hay hombres y mujeres en esa masa compacta y uniforme. Lo que se gana es, sin embargo, una total certeza moral, un ordenamiento inequívoco del mundo. El cuento de hadas funciona de esta manera, como una suerte de “supercódigo” que da forma al mundo narrado según sus propias leyes, que son las de una moral ingenua (Jolles 211-7). Hay que agregar, eso sí, que Droguett tiene un interés particular por el género —basta recordar la extensa reescritura del cuento del “Medio pollo” en Patas de perro— que, me parece, tiene una raíz romántica. El texto confía en la ingenuidad schilleriana del cuento de hadas como artefacto moral, es decir, pensando que en la moral ingenua se expresa un orden superior, algo a lo que el escritor artístico o sentimental solo puede llegar imperfectamente por medio del artificio literario.[12]

Además de retirar el contexto político de la matanza, el uso particular del testimonio que se hace en Los asesinados es una vuelta hacia el pasado, hacia formas antiguas y probablemente premodernas de lo testimonial. Para cualquier escritor moderno, y Droguett cabe perfectamente en la definición, la efectividad del testimonio está limitada por dos ausencias o imposibilidades radicales: imposibilidad de retomar en plenitud la experiencia que se quiere transmitir y ausencia del otro, a propósito de lo cual se narra. En estas ausencias radica su paradójica vitalidad; “repetición de lo irrepetible”, el testimonio ofrece “el acontecimiento como algo disponible para la rememoración y al mismo tiempo indicando su absoluta singularidad” (Oyarzun 22). La figura se complica aún más cuando el testimonio alude a la violencia política, como es el caso de Los asesinados, pues ahora el narrador, en tanto sobreviviente, es una figura vicaria que intenta lo imposible, reemplazar a los muertos, los únicos que hicieron la experiencia de la violencia por completo (Sarlo 434).

Ninguna de estas prevenciones logra alterar el horizonte en el que Droguett instala su escritura testimonial. Con una fe inquebrantable en los poderes de su letra, contra las circunstancias mismas que definen el presente moderno de su narración, Los asesinados está escrito como un relato premoderno, es decir, como si fuera posible rellenar limpiamente estas ausencias y derribar por completo estas imposibilidades. Varios rasgos del texto apuntan en esa dirección, pero dos de ellos me parecen centrales. El primero es un hilván que recorre todo el texto y que tiene por función constituir la comunidad que recibe —casi diría que presencia— el testimonio de Droguett. Es la apelación constante a esos “amigos” o esos “amigos míos” a los que el narrador se dirige desde su primera frase (7), un recurso que va repitiéndose con frecuencia a medida que avanza la narración y que preside también su cierre.[13] Puesto que se trata de la historia de Chile, me parece claro que esos amigos son, de una manera anacrónica e imposible, los miembros de la comunidad nacional, un grupo que no puede existir sino en tanto comunidad “imaginada” pero que aquí se convoca como si estuviera físicamente junto a él, como si fuera una comunidad finita, cara a cara, cuyo rapsoda trasmite una experiencia, un saber o un consejo de manera total, sin pérdida alguna (Benjamin 63-4).[14] El segundo rasgo es precisamente la facilidad con que, estima el narrador, puede transmitirnos la experiencia. Nuevamente el prólogo de 1940 entrega una clave, porque si el relato es testimonio de la sangre derramada, entonces narrar será como sangrar: con dolor pero sin esfuerzo. Nuevamente la raíz de esta postura es romántica, pues el testimonio será ingenuo en el vocabulario de Schiller, esto es, natural e impremeditadamente verdadero, hermoso, natural, trascendente:[15]

Hablar ahora del dolor y explicarlo me será fácil, no tendré sino que hablar lo que sucedió, decir dónde sucedió y contar, sin apurarme ni olvidarme, la manera cómo aquello fue creciendo y complicándose. El dolor aparecerá solo, sin que yo lo invoque o lo provoque, como cuando, allá, en los pisos altos, salió la sangre sólo porque metieron la bala. La herida dio entonces lo suyo, naturalmente, flor de carne y de sangre nacida en su propio clima. Por eso, todo lo que aquí diga estará hincado, por un lado o por otro, alegre o tristemente, al dolor de los hombres, al dolor de la carne de los hombres. (12)

Los asesinados quiere recrear en el corazón problemático de la modernidad, además, un momento que está irremediablemente perdido, y en verdad no tan perdido en el pasado histórico como perdido en una época ficticia, el pasado que podemos imaginar a partir de las dificultades del presente, el pasado que compensa nuestras falencias: “una época de plenitud de sentido, cuando el narrador sabe exactamente lo que dice, y quienes lo escuchan lo entienden con asombro pero sin distancia, fascinados pero nunca desconfiados o irónicos” (Sarlo 33).

La última inflexión es un giro hacia lo universal, y consiste en que un hecho concreto y particular de la historia de Chile, la matanza del 5 de septiembre de 1938, alcanza en Los asesinados —sin discusión o elaboración, de una manera que el texto considera obvia o natural— una dimensión válida para todos los seres humanos. Se completa así un movimiento que integra los dos pasos anteriores: el saber que esta narración puede transmitir íntegramente aspira además a una validez absoluta, fuera del espacio y del tiempo, de la particularidad cultural y, por cierto, de la historia. En el siguiente fragmento esa universalización toma la forma del hombre absoluto y de sus absolutas fiereza y maldad:

Se estaban acercando, se venían acercando, estaban junto a él, tocándolo con la respiración, una bota lo pateó, no una sino dos o tres veces, pues no sólo la soledad del hombre anhela y precisa compañía, también su fiereza y maldad la precisan, no una puñalada sino muchas, no una bala sino un cinturón de balas, manera sutil y resignada de adquirir y conservar equilibrio y un mínimo de confianza. (79-80)

El modo en que los carabineros patean a un joven que parece muerto revela, para el testimonio, el funcionamiento de toda la humanidad. Parece más o menos claro que esta dimensión universal está coordinada con el cristianismo militante de Droguett. Como han apuntado Mauricio Ostria y Roberto Suazo, el argumento de sus obras cuenta una y otra vez el sacrificio de Cristo, que es el salvador universal por antonomasia, el único que puede autorizadamente hablar desde fuera del espacio y el tiempo.[16] El gesto es muy característico en Droguett y lo distingue de otros proyectos escriturales de la primera mitad del siglo: los criollistas, herederos del largo desarrollo del realismo literario, buscaron en su escritura no lo que nos acerca a la humanidad sino la particularidad nacional y específicamente campesina; los escritores de vanguardia, que también tendieron a instalarse una dimensión universal, lo hicieron, en general, desde la absoluta individualidad y soslayando cualquier adscripción religiosa.[17] La universalidad que Los asesinados reclama para sí tiene otro talante y otro origen: dicción profética e iluminada surgida de la perspectiva total que provee el relato cristiano.

Para resumir: la escritura testimonial de Los asesinados despolitiza la matanza del Seguro Obrero, la cuenta usando formas imposibles de un pasado utópico de la narración y la sitúa en una dimensión universal. Cada una de estas operaciones, me parece, tiene un sentido y también limitaciones o espacios para el malentendido que conviene observar. El giro más delicado es la despolitización del episodio. Es muy claro que en las primeras versiones del testimonio este giro corresponde genuinamente a una reacción al shock, es decir, que el texto despolitiza los hechos porque pretende ofrecer un sentido a lo que parece inasimilable, la horrorosa muerte de estos jóvenes. De esta manera se hace comprensible también el uso del cuento de hadas como uno de los géneros discursivos más relevantes del libro, pues se trata de un tipo de discurso cuya función es precisamente ofrecer sentido a lo que no lo posee. El problema es que, andando el tiempo, el giro puede leerse no como reacción al shock sino como lectura deliberada y posterior del hecho, como despolitización interesada en soslayar las propias responsabilidades, que es lo que intentaron efectivamente los nacistas a lo largo del siglo XX. Es una coincidencia que ronda a Droguett, quien a veces ha sido identificado en voz baja y sin pruebas con el MNS (algo que se desmiente en Aránguiz 148). Otras identificaciones apresuradas y poco felices ciertamente ayudan poco, como la mitificación de la violencia por parte de los nacistas chilenos en años anteriores a la matanza (Klein 83) y la lectura sacrificial de raíz cristiana que construye Droguett. Solo si traemos al presente el impacto enorme del episodio del Seguro Obrero en la opinión pública de ese momento, en el curso político de los acontecimientos e incluso en la historia de nuestro modo de resolverlos conflictos sociales, podremos entender la insistencia de Droguett en una explicación que prescinde, ella misma, de esos contextos. Ahora bien, entender desde dónde ha surgido la operación despolitizadora permite también conocer sus límites, y especialmente poner en suspenso la identificación directa entre, por ejemplo, la violencia desatada durante la dictadura y esta otra violencia.

El gesto universalizante es paradójico: al extender el valor de sus conclusiones a toda la humanidad y bajo toda circunstancia intenta lo que podríamos llamar una máxima eficacia ética, es decir, el destierro de la violencia para siempre y desde todo lugar. Sin embargo, y como ha apuntado, por ejemplo, Ernst Tugendhat, situar el problema ético en una dimensión universal es la mejor forma de volverlo inocuo y a la postura propia ineficaz, puesto que para la parte positiva de la moral universal, la responsabilidad hacia los demás, “la identificación con las diferentes colectividades particulares, concéntricamente estructuradas, parece indispensable” (15). La lectura que Brian Loveman y Elizabeth Lira hacen del episodio es un ejemplo que, cambiando lo que debe cambiarse, se parece bastante al intento de Droguett aunque conserva la eficacia ética: coincide con Los asesinados en la estructura de la injusticia, en la descripción de la impunidad y la denuncia de su negación, pero nunca abandonan el nivel particular de la descripción, que es siempre historizada en 1938 y siempre ceñida a las particularidades de la sociabilidad chilena.[18]

El uso de un aparato narrativo del pasado, finalmente, parece un gesto utópico y en algún sentido voluntarista. Preso por la nostalgia de una narración completa que es propia del pasado, o más bien por la idea de una narración que, nos imaginamos, podría haber sido completa en el pasado, el relato usa sus herramientas porque quiere ser efectivo aun cuando sabe que no puede serlo en el presente. Aunque se imagine utópicamente como una comunidad de amigos que escuchan y aprecian al narrador, la nación no puede ser sino imaginada; aunque se la desee completa y sin pérdida, la experiencia solo puede transmitirse de forma diferida, aplazada, limitada, incompleta. Solo podemos hacer una evaluación ambivalente: valorar lo que el relato instala como posibilidad y deseo, la utopía, criticar al mismo tiempo su ceguera para con las condiciones del presente y, sobre todo, para con las limitaciones que la poética de Droguett impone a las lecturas del presente.


3. Elevación: Los asesinados en el tiempo

Como mencioné en la primera parte de este trabajo, hay otra dimensión desde la cual, al menos hipotéticamente, pueden observarse los vínculos entre Los asesinados y la historia. Se trata de las huellas que se depositan a lo largo del tiempo en un texto que ha tenido al menos cuatro encarnaciones editoriales, cada una de ellas profusamente intervenida por el autor.[19] Es un proceso que, en el trabajo de otros escritores chilenos de la misma época y con preocupaciones parecidas, implica cambios numerosos y significativos, variaciones que permiten eventualmente establecer una evolución en la valoración de lo que se narra.[20] Si consideramos que el trabajo de Droguett en Los asesinados no termina sino en 1989, cincuenta años después de su primera redacción, y que ese trabajo implica siempre un incremento en la extensión del testimonio, parece legítimo preguntarse por los eventuales cambios que podría haber en la interpretación histórica de la matanza.

Creo que el siguiente ejemplo ilustra bien el tipo de variantes que Droguett introduce en Los asesinados: es la apertura del segundo capítulo, titulado “Cómo ocurrió”. En la edición de 1940 (y también en la de 1972) leemos lo siguiente: “Nunca pensé que pudiera ocurrir tan de repente. Todos creíamos que el Gobernador dejaría, en el último tiempo, que el pueblo de abajo nombrara un Gobernador como lo deseaba, pero nos olvidábamos que eso no lo podía querer el pueblo de arriba y que el Gobernador tampoco lo querría” (29 y 20, respectivamente). En la edición de 2010 (que reproduce la redacción fechada en 1989) el texto es, en cambio, este:

Nunca pensé que pudiera ocurrir tan de repente, a pesar de las noticias, las amenazas, los pensamientos y las circunstancias. Todos creíamos, al menos todos los que éramos la juventud de esos años lejanos y cercanos, que el Gobernador finalmente dejaría que el pueblo de abajo eligiera un gobernador como él lo deseaba, de manos limpias y mente limpia; un fulano joven, ni rapaz ni cruel, pero tampoco olvidábamos que el pueblo de arriba no lo podía consentir y que el Gobernador, frecuentador del club de terciopelo y mármol y de las putillas de la calle Lira, menos finas y menos heladas, tampoco finalmente lo consentiría. (17)

Sorprende constatar que no hay ningún desplazamiento en cuanto a la descripción de los hechos, ni tampoco, pese al tiempo transcurrido entre una versión y otra, puede distinguirse ningún movimiento en el juicio que Droguett se ha formado de ese momento. Sigue siendo un fragmento despolitizado —sigue recurriendo al cuento de hadas—, sigue siendo un fragmento arcaizante —¿quién sino la comunidad nacional es ese “todos” a los que alude el narrador?—, sigue tendiendo a la universalización —“el pueblo bajo”, el “pueblo alto”, sin particularizar su pertenencia a un tiempo y a un espacio.

Y sin embargo es evidente que la nueva redacción introduce variantes, cambios numerosos que tienen un sentido distinto del que parece más obvio. Como explicó en 1983 Luis Íñigo Madrigal, el tropo retórico fundamental que Droguett utiliza para reescribir Los asesinados es la amplificatio, no en su variante meramente cuantitativa, eso sí, sino en su forma sublime, que es la que se da cuando “el objeto del discurso o un pensamiento que sirve para su tratamiento es elevado verticalmente” gracias a la adición (Íñigo Madrigal 78). El gobernador que esperan los de abajo y Arturo Alessandri, el esbirro de los de arriba, ilustran perfectamente ese funcionamiento. Si en principio el León es solo un autócrata en una dimensión pública y política, para 1989 será necesario sumarle la perversión de las costumbres privadas, de modo que es más profundamente malvado ahora que entonces. En el mismo sentido es que el Gobernador idealizado ya no solo debe pensarse como justo, sino también como limpio y joven.

¿Cómo podríamos explicarnos este movimiento ascensional que no entraña un desplazamiento en el mapa ideológico? No es que Droguett haya querido conservar el texto de Los asesinados como una reliquia del pasado, me parece, como si fuera la respuesta única e irrepetible a un episodio también único e irrepetible.[21] En ese caso no tendría sentido intervenir el texto, y Droguett lo interviene extensamente, aunque no lo haga para cambiar sino para ahondar en la codificación primaria, antaño urgente, de la matanza. Puesto que la evaluación del episodio no cambia, solo queda pensar que lo que ha variado con los años es el proyecto del cual el testimonio forma parte. Si las primeras versiones de Los asesinados pueden entenderse como un intento por comprender los hechos de 1938, y por tanto como parte de un paradigma de textos que reúne a todos los discursos que intentaron darle sentido a la matanza, las versiones posteriores pertenecen a un circuito textual diferente y tienen, por lo tanto, otra finalidad.

Ese nuevo circuito es el proyecto literario de Carlos Droguett considerado en su conjunto, la suma de las narraciones y los ensayos que redactó y publicó durante los más de cincuenta años que abarca su vida activa de escritor. Como describe Roberto Suazo, es un proyecto que se articula en torno al tropo “figura”, de modo que resulta lógico que la amplificatio sublime encuentre allí su espacio. El pensamiento figural, tal como lo describe Erich Auerbach, “establece entre dos hechos o dos personas una conexión en la que uno de ellos no se reduce a ser él mismo, sino que además equivale al otro, mientras que el otro incluye al uno y lo consuma” (99). Los hechos relacionados figuralmente, puede argüirse, son en esencia equivalentes, y el segundo tiene siempre como función profundizar, elaborar y elevar la ocurrencia del primero. La amplificatio, entonces, no hace sino repetir el gesto primario de la figura.

Por supuesto, lo que importa en el nuevo circuito no es ya el hecho histórico puntual que se elabora —la matanza del Seguro Obrero en Los asesinados, la Conquista en 100 gotas de sangre y 200 de sudor— sino la forma que toma la historicidad como un todo o, lo que es equivalente, el valor que asume la historia desde una perspectiva universal. Se trata de un valor que niega la progresión lineal del tiempo pues, como ha apuntado Benedict Anderson, en la interpretación figural el pasado y el futuro coinciden completamente en un presente instantáneo, siempre pleno de sentido (46). Se trata también de un valor que funciona prospectivamente, es decir, la interpretación figural produce las concordancias que un evento del presente tiene con su anuncio del pasado, no necesariamente las descubre (la figura, que parte siendo un tropo, termina convertida una práctica hermenéutica, en una forma de leer la temporalidad). Ambos rasgos, el rechazo de la linealidad y el carácter prospectivo y productivo de la interpretación figural son curiosamente paradójicos, pues al mismo tiempo son la historia y niegan la historicidad, al menos si pensamos la historicidad como aquello que permite explicar un hecho en su singularidad irrepetible, como parte del continuo temporal que caracteriza la modernidad.[22] En otras palabras: el tipo de historia que construye el proyecto global de Droguett, al que accedemos mediante las múltiples variantes de Los asesinados, consiste en proponer un sentido único, inmodificable y válido para toda la humanidad. Puesto que el pensamiento figural es prospectivo, es también un sentido que predice el futuro —no puede sino ser una repetición de lo pasado— y por esta vía renuncia al devenir y a la apertura contingente que caracteriza la temporalidad moderna. Es historia monumental, pero sin historicidad. Es historia infalible, ciertamente, pero sin un enigma para resolver.

En suma, el largo trabajo de elaboración textual de Los asesinados, lejos de mostrar las marcas del paso del tiempo, termina convirtiendo algo que fue herida abierta y codificación urgente en un sistema explicativo inconmovible y monumental.


4. Historia grande e historia pequeña

Podemos resumir el recorrido anterior de la siguiente manera: la condición histórica de Los asesinados del Seguro Obrero se nos ofrece, al menos, en dos modalidades diferentes. Hay en primer lugar una “historia pequeña”, el sentido de Los asesinados como intento datado para comprender un hecho particular y determinado de la historia de Chile, la matanza de 1938. A su lado está también la “historia de un tiempo muy grande”, la explicación de la matanza como expresión del sentido general de la historia humana. Surgida de la primera codificación de los hechos traumáticos, la gran historia de Droguett cobra en seguida independencia, se aloja en los procesos de amplificación textual del testimonio, se explicita en paratextos como la “Historia de esta sangre”, de 1940, y termina colonizando el conjunto de la escritura de su autor.

Los lectores de Los asesinados, normalmente seducidos por su innegable condición de testimonio, tendemos a pasar por alto los problemas de la “historia pequeña”. Al leer los giros y connotaciones que aparecen en el tejido de su construcción, sin embargo, aparecen también sus límites como interpretación histórica puntual. El texto relata un episodio de alta tensión política soslayando su contexto ideológico; se postula como narración arcaica, anacrónica para una época moderna; intenta que su peso ético alcance una dimensión universal cuando justamente en ese nivel es que desaparece la eficacia ética.

Ahora bien, la propia “gran historia” merece también una lectura crítica. Ciertamente implica una toma de posición que los relatos pretendidamente objetivos no realizan, y ciertamente también es el reconocimiento de la barbarie que se cierne sobre toda víctima inocente. Leída con un sano escepticismo, sin embargo, resulta un relato histórico que quiere escapar de la contingencia, de los accidentes del devenir, y busca ofrecerse como explicación absoluta y anterior de los hechos relatados. Todo sufrimiento, toda sangre en la historia de Chile y de la humanidad ya fue anunciada por el texto, y de allí que sirva para leer también la violencia de la dictadura —el epígrafe de 1989 dice “Al asesino de turno” (5)—, el duelo melancólico posdictatorial y eventualmente cualquier otra violencia del futuro.

Más allá de sus limitaciones, Los asesinados del Seguro Obrero nos termina planteando una curiosa proporción inversa. Droguett retrocede a las formas narrativas y las formulaciones temporales del pasado porque están llenas de sentido, que es lo que su relato intenta desesperadamente formular, reformular y ofrecer a los lectores. El encuentro del sentido, sin embargo, parece implicar la pérdida de la historicidad, es decir, la capacidad de entender los hechos y las acciones como productos de un contexto y un momento particulares. El narrador de Los asesinados, igual que el héroe de un cuento, debe encarar un dilema de difícil solución: si allí donde hay historia no es posible comprender y allí donde hay comprensión la historia termina por escaparse: ¿qué significa actuar correctamente para un cronista o un testimoniante?

Diría Droguett: en primer lugar hablar, no dejar nunca de hablar. Y explicar, por cierto, no dejar nunca de explicar. Una y otra vez arriesgarse al sentido, una y otra vez exponerse al error, una y otra vez tratar de comprender la conducta de los hombres.

 

 

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Notas

[1] Este artículo forma parte del proyecto FONDECYT 1140984, “El realismo narrativo como una idea fuera de lugar. Chile 1850-1990”, del que el autor es investigador responsable.

[2] La primera edición de Los asesinados del Seguro Obrero fue publicada el 3 de septiembre de 1939 en el periódico La Hora. Una segunda versión, que incluye el famoso prólogo “Explicación de esta sangre”, apareció 1940, impreso por la editorial Ercilla. En 1972 las ediciones de la Unviersidad de Valparaíso reeditaron el texto con numerosos cambios, conservando la “Explicación” y con el añadido de un anexo fotográfico final. En 2010 la editorial Tajamar edita una cuarta edición, muy aumentada, que incluye el anexo fotográfico pero omite el prólogo. Por medio del Fondo Carlos Droguett de la Universidad de Poitiers y por la fecha inscrita al final de esta versión, sabemos que fue concluida en Wabern, Suiza, en agosto de 1989. María Loreto Lamas ha sugerido, solo mediante el cotejo textual, que la crónica “Los luctuosos sucesos del lunes: un carabinero leal asesinado y 60 rebeldes ‘fallecidos’”, aparecida en el periódico Hoy el 10 de septiembre de 1938, podría pertenecer a Droguett y constituir, por ende, el núcleo primario del testimonio.

[3] Cedomil Goic es quien da cuenta de su carácter programático (235).

[4] La nota final de Matar a los viejos consigna lugares y fechas de escritura: “Santiago de Chile, 22 de abril, domingo de resurrección [sic], de 1973 - 11 de setiembre, miércoles, de 1974 - París, viernes 16 de mayo de 1980” (Matar a los viejos 447).

[5] Roberto Suazo Gómez expone el papel consumatorio de Matar a los viejos en el segundo capítulo de su trabajo (el apartado particular se llama “Matar a los viejos: el fin infinito”): “el viejo representa a aquel individuo o grupo que, en sus múltiples encarnaciones históricas, ha desbaratado injustamente todo proyecto tendiente a la formación de una conciencia igualitaria, negando la validez y coartando el libre despliegue de la existencialidad histórica, real, y concreta de los sujetos oprimidos” (Suazo Gómez). Se trata entonces del reconocimiento último de las víctimas y también de la denuncia última de los victimarios: el Juicio Final. Solo me aparto del excelente trabajo de Suazo Gómez en cuanto, siguiendo a Hayden White, acepta la extensión del realismo figural como explicación plausible de un texto histórico moderno (ver nota 21).

[6] Partiendo por el testimonio del propio Droguett, hay una gran cantidad de noticias directas e indirectas sobre la jornada, de modo que no resulta fácil orientarse. Incluso los números de la matanza son dispares: se habla de 58 o 59 muertos, contando a nacistas e implicados casuales. Los hechos que presento y los datos a los que recurro están basados en dos estudios relativamente largos y recientes que tienen a la vista una gran cantidad de información y realizan juicios ponderados de sus consecuencias. Son los de Marcus Klein y Juan Luis Ossa, ambos publicados en 2008, cuando se cumplían treinta años desde la matanza. Para la evaluación en el largo plazo recurro también a Correa et al (ver en la bibliografía).

[7] Uso la noción de shock en dos sentidos complementarios. Loveman y Lira logran identificar en la historia de Chile momentos de trauma político, “acontecimientos violentos que producen un impacto intenso (‘shock’) en el sistema político, el que es registrado en términos psicosociales como protestas, huelgas, motines, asesinatos de figuras públicas, crímenes políticos u otros acontecimientos que dejan como huella ‘memorias históricas’” (Las suaves cenizas 81, en nota). La noción de shock es también la de Erlebnis en Benjamin, que puede definirse como “una inmediatez vital, una unidad primitiva que precede a la reflexión intelectual y a la diferenciación conceptual” (Jay 23), o bien como la captación de la experiencia vivida en su inmediatez preconceptual (Agamben 45). En todos los casos la dificultad para codificar lingüísticamente la experiencia es un dato crítico, como ha ocurrido con otros momentos de shock, como el golpe de estado de 1973 o la matanza de Santa María de Iquique.

[8] En su Historia de Chile Armando de Ramón menciona el episodio sin asignarle ninguna importancia en la elección de Pedro Aguirre Cerda, la que explica más bien por razones demográficas y por la cultura política de los partidos chilenos (140-1). La segunda lectura, creo yo, corresponde más o menos a lo que han propuesto Correa et. al (126).

[9] En el extenso relato del hecho que hace en sus memorias, Alessandri habla siempre del “motín revolucionario”, la “revolución nacista”, la “rebelión armada”. Ver Alessandri Palma 179-266.

[10] Las víctimas no eran, como podría uno concluir leyendo únicamente Los asesinados, unos jóvenes cualesquiera. La formación política de los militantes del MNS era cuidadosa y especialmente importante para sus dirigentes (Ossa 141). Quienes participaron en el golpe, además, fueron escogidos minuciosamente por su lealtad y preparación política sobresaliente (Ossa 163; Klein 81).

[11] Un fragmento de ese relato: “Esa misma madrugada, o la madrugada siguiente, lo asesinaron [a Barreto] en la avenida Matta, a una cuadra de San Diego los nazis criollos. Los nazis caricaturescos y canallescos, unos chicos adolescentes torcidos por la vida, que dos años después, serían a su vez asesinados por los perros de presa de Arturo Alessandri, como lo he contado reiteradamente en dos novelas, aunque sólo yo lo sepa en estos momentos” (Droguett, “Diálogos con Alberto Romero” 3). El asesinato de Barreto parece tener importancia propia en la cultura de la izquierda chilena, que se vuelve antifascista con él, como estudia Fabio Moraga (passim, ver bibliografía). Lo que sólo Droguett sabe, me parece, es que volverá a Los asesinados en Matar a los viejos (ya lo había hecho en 60 muertos en la escalera).

[12] Es, en el fondo, un intento de hacer surgir la dicción ingenua en medio del artificio sentimental: “Allí donde los poetas ya no pueden serlo del todo y ya han sentido sobre sí mismos el influjo destructor de las formas arbitrarias y artificiosas o han tenido al menos que luchar con ellas, aparecerán como testigos y vengadores de la naturaleza. Así, pues, serán naturaleza (el ingenuo) o buscarán la naturaleza (el sentimental)” (76). Esta conciencia romántica es, me parece, fundamental para describir el proyecto de Droguett. Permite entender al mismo tiempo su conexión con la vanguardia como modo de representación y con el cristianismo como metarrelato.

[13] En la última versión de Los asesinados cuento catorce apariciones de la palabra “amigos” cumpliendo específicamente esta función vocativa. Nueve veces recurre como parte de la expresión “amigos míos”. Su aparición es desigual a lo largo del texto. Se repite once veces en los dos primeros apartados (“Antecedentes” y “Cómo ocurrió”). Desaparece en los apartados tercero y cuarto y la volvemos a encontrar en el quinto, la última parte del libro (“Epílogo segundo”). Allí se repite tres veces con gran importancia para el tono afectivo del final del texto.

[14] Como demostró Benedict Anderson, las identidades nacionales modernas se construyen como comunidades imaginadas. En ellas el ciudadano puede identificarse de manera abstracta, aun cuando no conozca ni pueda conocer nunca a todos sus miembros. Ver Anderson 26-62.

[15] La conexión con Schiller puede servir también para explicar algunos rasgos del personaje público construido por Droguett, tan arbitrario y tajante, tan justiciero también. Pienso, de hecho, aprobaría esta descripción, la del genio: “Ignorante de las reglas, esas muletas de la endeblez y amaestradoras del extravío, guiado no más por la naturaleza y por el instinto, que es su ángel guardián, marcha tranquilo y seguro a través de todas las trampas del falso gusto, donde los que no son genios quedan inevitablemente atrapados si no son lo bastante prudentes para esquivarlas de lejos” (Schiller 68).

[16] En el libro Novela y nación en el siglo XX chileno traté de pensar el esquema sacrificial de Patas de perro en los términos de René Girard, lo que constituiría una versión específica de la historia de Cristo. Un ejercicio parecido puede hacerse en Los asesinados: el poder como objeto que desata el deseo triangular, la violencia social que se hace epidémica durante las dos primeras décadas del siglo, los jóvenes como chivos expiatorios, la crónica como explicitación de su inocencia y señalamiento del esquema sacrificial. Ver, especialmente, Novela y nación 190-3

[17] Sobre la particularización en el criollismo y sus contradicciones, ver Legrás 222-3. Sobre el universalismo de vanguardia, ver el caso de Juan Emar en Álvarez, Novela y nación 91-4.

[18] En muchos otros sentidos los textos de Loveman y Lira y Droguett son incomparables: el primero es un relato histórico y el segundo un testimonio, el segundo se lee también como literatura y el primero no, etcétera. Loveman y Lira, sin embargo, son los historiadores más comprometidos con las aristas éticas de la matanza, y en esa preocupación son también los más cercanos a Droguett.

[19] Dos estudios han interpretado el sentido de estas intervenciones. El de María Loreto Lamas considera los cambios producidos en el paso de la versión de 1939 a la de 1940. El Luis Íñigo Madrigal lee un corpus más extenso, desde 1939 hasta la penúltima edición del libro, en 1972. Ambos consideran 60 muertos en la escalera como parte del corpus. La conclusión del estudio de Lamas es relativamente general; señala que los cambios introducidos por Droguett acentúan “la ‘circunstancia’, es decir . . . el modo cómo ocurrieron los hechos y las especificaciones del tiempo y lugar en que ocurrieron . . . la frecuencia con que se utiliza el gerundio sugiere la presencia de algo que no ha concluido, (la sensación de presente) y permite rescatar una visión interiorizada de los hechos, en el momento mismo en que ellos ocurrieron, la ilusión del testimonio directo de quienes participaron”. La lectura de Íñigo Madrigal se discute en seguida.

[20] Las muchas reediciones de los cuentos de Manuel Rojas, por ejemplo, incluyen un aggiornamento ideológico notable y evidente por parte de su autor. Entre otros cambios, Rojas retira alusiones al concepto de raza (las cambia por “nacionalidad”) y algunas expresiones sexistas. Ver Álvarez, “La escritura en tiempo presente” 3-8.

[21] Es la razón que esgrime Juan Emar, el escritor performativo por antonomasia en la tradición chilena. A su juicio el arte, y la literatura por extensión, “es la cosa oportuna en el tiempo, la cosa que no pudo haber sido otra (“Pintores modernos. Henri Matisse”. Notas 63).

[22] Esta lectura discute con el modo en que Roberto Suazo, muy brillantemente por lo demás, propone restituir la modernidad al interior de la lectura figural: “cada nueva representación de la realidad histórica, sea ésta historiográfica o literaria, como la llevada a cabo por Carlos Droguett, operaría como promesa de una representación más significativa de la realidad, una promesa constantemente incumplida, renovada a través de cada nueva escritura. Y es que mientras la historia no alcance un punto final, mientras la temporalidad humana no se estanque en un “fue” definitivo, no existirá un solo sentido inscrito de una vez y para siempre, como tampoco existirá la representación definitiva del pasado, sino la constante renovación de una promesa”. Lo que Suazo explica es también la lectura que Hayden White hace de la noción de figura en Auerbach; según White Auerbach establece una historia figural de la literatura en Mímesis, y esa historia es propiamente moderna (de hecho: modernista) (50-1). Pese a que formalmente la explicación de White es por cierto plausible, el argumento de Benedict Anderson, que opone la experiencia del tiempo en la modernidad (un continuum) y en el mundo medieval (la figura) me parece mucho más persuasivo y verificable en los textos literarios.

 

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LOS ASESINADOS DEL SEGURO OBRERO Y LAS FORMAS DE LA HISTORIA
Por Ignacio Álvarez
Departamento de Literatura Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile
Santiago de Chile