Proyecto Patrimonio - 2017 | index | Carlos Droguett | Autores |








¿POR QUÉ SE ENFRÍA LA SOPA?

Carlos Droguett
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, N°308. Madrid, 1976



.. .. .. .. ..

¿Por qué se enfría la sopa? Esta pregunta, este tema, esta tesis impalpable, la recojo o intento recoger después de fácilmente más de treinta años en que fuera formulada o imaginada y como siempre ha ido y venido conmigo en las vicisitudes de mí cuerpo o de mi alma, sin apartarse jamás, sin dejar de actuar en forma misteriosa y para mí demasiado visible, proponiéndome un camino o, por lo menos, una puerta, ahora me inclino y me meto otra vez en ella, a ver si resulta mi regreso a una lejana inocencia, que era también una técnica. Porque la idea matriz más rica y principal estaba inserta en el tema, que, por lo demás, figura ya íntegramente en el título. ¿Por qué se enfría la sopa? O más corto y más sustancial ahora, entretejida con otras corrientes y por eso más simple y más terrible, ¿por qué se enfría? Pregunta importante, trascendental y clásica, para un clasicismo personal y autobiográfico, y cada vez más antigua y clara. Pero entonces, cuando yo tenía unos trece años y Manuel uno o dos menos, lo que quería o pretendía al escribir eso era simplemente un limpio juego, un juego de inteligencia y de destreza, seguramente mostrar con más salud que imaginación una capacidad problemática para desarrollar un tema difícil y extremadamente fugitivo, duro, endurecido, nada de atractivo y por eso mismo. Y por eso mismo. Y aquí estaba el probable hallazgo, esencialmente peligroso. Nos divertíamos atravesando los patios, nos reíamos fanfarrones en las sombras de los pasadizos, agregábamos ese secreto y esa seguridad que era nuestra alegría en los años futuros más que en esos años presentes, tan demasiado presentes y que, aún más, no terminaban nunca de pasar, como si se hubieran detenido para siempre. Eso entonces y esto ahora, cuando no recuerdo, fuera del tema, nada más, el ambiente necesario, por ejemplo, en que él, el tema y yo, el que lo imaginaba vertiginosamente y luego rápidamente lo transcribía, nos desarrollábamos. Y ahora este trozo de pregunta, ¿puede ahora, ahora mismo, este ambiente, esta obsesión, esta readaptación de un tema antiguo, y sobre todo de un antiguo adolescente, convertirse en una historia que personalmente sea toda mí dificultad, mi dificultad de expresión y de explicación, y en una especie de esencial autocrítica hecha por otro que no es el que yo era entonces? Y ahora e! tema y su forma:

Es fácil, Manuel, le digo, plantear el problema, es decir la pregunta, es, después de todo, una pregunta como cualquiera otra, como las que les estamos diciendo cada mañana o cada tarde a nuestros padres, tú a don Luis, yo a don Adolfo, por ejemplo, papá, ¿por qué llueve?, ¿por qué hace frío?, ¿por qué la neblina? La pregunta, Manuel, es fácil y dramática si pensamos un poco, si agregamos a ella nuestros motivos, nuestros pensamientos más frágiles y personales, aquellos que no le pasamos al padre Aquiles o al padre Rolando cuando nos confesamos el primer jueves, por ejemplo. ¿Por qué le preguntas a tu papá la causa de la lluvia o de la neblina? Ah, no sé, yo no sé, siempre estás levantando las manos haciendo señas, imaginando preguntas, siempre te vas quedando ceniciento allá en la librería, me gusta la librería de tu padre, Manuel, ahí en pleno centro de la ciudad, en medio de las luces de la tarde o de la noche, en medio del invierno, navegando en él, los parroquianos suben o bajan de las escaleras, chorreando en sus impermeables, parecen marineros o prisioneros, silenciosos, inmóviles y eternos entre las luces y los libros, me gustaría trabajar en ella cuando sea grande, si no doy bachillerato, si me enfermo una tarde en el otoño y no puedo seguir en el colegio, pero ¿por qué se lo preguntamos?, ¿por qué la amas o la odias a la lluvia? Es hermosa, ¿no es cierto?, sobre todo mirada desde el fondo de la vitrina de la librería o del comedor o, mejor todavía, desde el fondo del lecho, mientras la familia entera, tu mamá, tus hermanos, tus primos, se ríen suave en el salón y buscan conversaciones lejanas en la superficie de los ojos, acordándose de Barcelona. Yo pregunto mejor, ¿por qué hace tanto frío, papá?, creo que me estaré toda la vida preguntándolo, por motivos estrictamente míos, que se refieren en seguida también a mi familia, a mi pobre madre, Manuel, que hace siete años que se murió, siete veranos, siete inviernos, siete, siete, siete dicen que es un número misterioso y peligroso, fatal, maldito y bendito al mismo tiempo, famoso en la historia y en las supersticiones y en las trágicas coincidencias. Tal vez no me gusta el frío, tal vez le tenga distancia y miedo por algún motivo que todavía ignoro al frío, a todo el frió, pero ahora mismo me recuerda la pequeña ciudad de La Serena y los años gastados que pasé en ella. No te rías porque digo eso, años gastados, descoloridos, borrados, agujereados, rotos, es que eso me parecen es que eso frágil y tembloroso era seguramente para mi alma y mí recuerdo y esa desconfianza que le tuve al frío desde que el doctor lllanes salió del dormitorio grande y mi papá estaba mudo y trémulo y lo disimulaba ahí en la pared blanca. ¿Ves que se preguntan cosas más bien difíciles y malvadas, más bien repletas y saturadas ellas mismas del modo de formularlas, de otras cosas injustas y malvadas, de otras terribles implacables cosas? Nadie se atreve a salir del lenguaje, de las palabras, de las frases, de las oraciones gramaticales vacías, Manuel, la gente se encierra ella misma en los laberintos del idioma, en las declinaciones esenciales que dice el padre Escudero, porque tiene miedo, sencillo miedo, miedo de estar ella sola, impresionantemente sola e impresionantemente desnuda, desnuda sólo con dramatismo frente al visible mundo que está cambiando imperceptible, gota a gota, aunque no se note y aunque no suene, ya eso es más trágico y más próximo, ¿No crees, Manuel, que el que inventó las preguntas ya estaba diciendo un poco su soledad, su desamparo, llamando a gritos a su miedo, por lo menos para que lo acompañara? El hombre que hace preguntas es un débil, un enfermo, un abandonado, un atolondrado, un tipo lleno de hipocondría. Las preguntas son para las suaves mujeres ansiosas, para todas las mujeres, ya ves, el romancero está lleno de inconsolables lágrimas femeninas y de sollozos, y también todo el teatro, las mujeres humedecidas por la pena no hacen más que llenar todos los escenarios del siglo de oro con atroces preguntas sin respuesta, absolutamente sin respuesta, la tragedia es una pregunta esencial sin respuesta, Manuel, un callejón sin salida, un camino que va y no regresa, una debilidad y una angustia que sabe que va a morir desangrada. ¿No lo crees? Por eso es bueno preguntar a veces preguntas tremendas o inocentes, para desconcertar al amante, al marido, al padre, al amigo o al enemigo de los persas o de los griegos. Sin preguntas no hay poema, ni ópera, ni drama, ni tragedia ni novela y creo que tampoco revoluciones. ¿Te acuerdas del inmenso Cristo? Siempre nos estaremos acordando de Cristo el perseguido, yo por lo menos, creo que desde ahora estoy en el mundo para acordarme todo el tiempo de él, durante diez o veinte o treinta años, toda la vida, toda la soledad y el aburrimiento, Manuel. ¿Y qué hace Cristo allá arriba, plantado en la cruz? ¿Qué hace Cristo si no es hacerle una arrastrada y formidable pregunta al dueño absoluto del cielo? Padre, padre inclemente, padre potente, padre bárbaro y sordo, ¿por qué me has abandonado? Si no hubiera clamado y preguntado, ¿qué pasaba, Manuel? ¿Vamos corriendo donde el padre Oliva y se lo preguntamos? El podría contestarnos sin burlarse sarcástico ni empujarnos con odio de rodillas contra la pared del salón de estudios toda la tarde y toda la noche hasta el sábado, porque él comprendería. Porque hubo la posibilidad de que Cristo se muriera allá arriba aislado y ausente y, sobre todo, sin preguntar nada, ni media palabra, pero ¿qué pasaba? Ya él era una pregunta colgada en los dos palos ¿no? ¿Quieres dibujarlo someramente, Manuel? ¿Te das cuenta? ¿No te das cuenta de que él es un signo interrogativo? El primero, sólo el primero, falta el segundo, Manuel, desde una cantidad de años la pregunta ha quedado abierta. ¿Quién la dibujará completa, para qué y cuándo? Por todo esto que yo mismo no entiendo mucho, pero que me doy cuenta puede ser importante, insolente y trascendental para lo bueno y lo malo, para la salvación o la desesperación, voy a escribir esa pregunta mía y a desarrollarla si puedo. ¿Crees que podré, Manuel? ¿Crees que se enojará demasiado el padre Escudero? ¿Crees que dirá vociferando con la manga que soy un insolente y un hereje y que me vaya a esperarlo a la oficina y mañana, Carlos, dile a tu padre que venga a conversar conmigo antes de las doce? Tengo que escribir, pues, finalmente, una composición anónima, acuosa, desabrida, una historia simple y mentirosa, cómo pasó sus vacaciones, describa su casa, describa su calle, describa el colegio, el salón de estudio, la sala de clases, los dos patios y el gimnasio en horas de reposo y también las ventanas que dan a la casa de la familia Damke, allá en el segundo piso de la calle Agustinas. Podría hablar del segundo piso escuetamente, de la ventana que da a la escalera de Margarita Damke, por ejemplo, la trigueña que todas las mañanas a las diez pega sus pestañas detrás de las cortinas verdes oteando a los muchachos que vienen de los patios, de los pasadizos, de los urinarios, oliendo mundanamente a cigarrillos, no, Manuel, no mira pecaminosa ni desdeñosa, es como nosotros, de nuestra misma edad, seguramente de nuestro mismo aburrimiento, quiere acompañarnos, quiere que la acompañemos, quiere vernos aquí hundidos en este frasco con alcohol detenido en que nos mantienen los curas, moviéndonos incomunicados del pupitre hasta el pizarrón, de la tiza hasta el cuaderno, desde el cansancio hasta el hastío, simulando con miedo, adivinando con miedo, sonriendo con miedo y forzada y quieta hipocresía y respirando rápidamente cuando suena la campana en el patio, ahí está ya ella, leal y ojerosa, pegada en los vidrios, esperando desfallecida que nos levantemos, deteniendo sus ojos y su respiración cuando Jiménez, el profesor Jiménez, empieza a insultar sin transición a todo el curso y se pasea ufano y solitario con la tiza y la esponja en la mano, exprimiendo su odio, su enfermedad y también sus certeras dudas y entonces detrás de él nos reímos con infaltable cautela y ella, ella en el lejano vidrio hincha su garganta y su blusa y saca una lengua adulta y la derrama y un día golpeó la ventana con su radiosa frente y Jiménez se tornó violeta y pulverulento y volteó dos veces la palmada sobre el delgado Anguita, Anguita lloró en seguida piadosamente sobre si mismo y se escucha el silencio y se sonó ruidosamente, en la casa del lado, muy abajo y muy lejos, sonó acuoso el piano aplastado por la música, la ventana estaba ahora sola y oscurecida. ¿Tengo que escribir todo eso tan verdadero y tan vago?, ¿todas esas mentiras rayadas por pálidas e imprecisas verdades, por pálidos reflejos y antiguos ligeros ruidos que no cayeron con el temblor de agosto? Estamos en el tercer piso ahora, ahora estamos en el salón de ciencias naturales y hace cada vez más frío, tienen media hora para describir el salón rápidamente, hablen del frío que debe sentir el cóndor embalsamado en lo alto del armario y del que debe sentir el esqueleto dentro de la vitrina, lejos de su cuerpo y de su ropa, lejos de sus zapatos, no más de dos páginas, niños, también se tomará en cuenta la ortografía y la letra, por supuesto. Mejor escribiré el argumento de mi pregunta, Manuel, creo que tengo que hacerlo, es como una enfermedad, me estoy fabricando una corta maldición, un ocio persuasivo o una expulsión con ella. Verás que lo hago, lo estoy pensando todo el tiempo y muchas veces, mientras esperaba en el comedor a mi padre, a mi tía, a mis tíos, a mis hermanas que llegaran en la tarde de las monjas, me quedaba como un idiota sosegado, como un idiota asustado, mirando el plato todavía vacío. Vacío de la sopa y de mi pregunta. El plato no es ningún individuo, ni siquiera una persona si no está lleno, ¿te has fijado, Manuel? El plato no sirve para maldita la cosa si no hay algo tangible y específico dentro de él, tiene una forma ansiosa y un desequilibrio espantoso, es seguramente contrahecho, monstruoso, deforme por destino y aplicación, lo imaginaron desolado y hueco, yo creo que Velázquez debió pintar platos verdaderos así como pintaba enanos verdaderos, apestosos, salpicados y descoloridos allá en el barrio o aquí en el salón, el plato es fatal y directo como los enanos, es una forma atroz y pecadora, una idea malvada que se fue ensanchando e hinchando, jubilosa y certera, metiéndose dentro de sí mismo con odio y con regocijo, engrosando el vientre y la cabeza, sin vientre y sin cabeza, lleno de protuberancias y de vacíos y, sobre todo, con ese aspecto fugaz y frágil, apelmazado e inocente, que tiene ahí, botado como un bendito en la mesa iluminada, esperando eternamente, abierto hacia la nada, mirando el vacío y el silencio con su ojo tuerto cuando no llega todavía la María, abriéndose con la sopera para echarle humaredas y un poco de carne, de caldo, de sangre, de alma verdadera, llega la María llena de colores fuertes su cara de fruta, pintarrajeada por la vida y la juventud y todo a su lado se va empalideciendo y enflaqueciendo y hasta el plato se ve más blanco y más delgado y la mira clavado con su cuenca vacía y ella va y le echa encima una cucharada grande de humo y él se imagina rápido iglesia, catedral, altar y pebetero, pero nadie se acerca, nadie se acerca todavía porque la sopa está hirviendo. Y aquí aparece mi lejana pregunta, aquí aparece mi tema y mi preocupación, Manuel, ¿te parece que lo escriba? Si no lo escribo ahora, ¿cuándo entonces? Mañana tendré que venir al colegio con mi padre y el padre Escudero o el padre Rolando o el padre Aquiles le dirán ahí, en el salón apenas iluminado, mientras él se barre con disimulo su cuidado bigote de hombre joven todavía, lo que pasa, don Adolfo, es que Carlos, su hijo, este niño es muy difícil, no se comporta del todo bien, es posible que esté enfermo, yo no digo otra cosa, debe estar enfermo, ¿no cree?, ¿quiere se lo llame ahora mismo? Y ahí estaba la sopa, Manuel, servida inmóvil en cada plato y el humo copioso destrenzándose hacia las lejanas molduras de yeso en el techo impecable y blanco, alzándose el humo entre los molinos holandeses que dibujan el papel y me hacen soñar tristezas cuando mi padre a esa hora está en el telégrafo y mi tía en la máquina de coser y allá adentro, junto a la higuera hundida en la humedad, picotea una gallina y me hace acordarme de algunos romances y de los primeros capítulos del Quijote. ¿Por qué te ríes, Manuel? Bueno, el Quijote por lo menos, siempre me ha olido, desde que era peque- ño, un poco a gallinero pobre y a mañanas nubladas cuando ya está que cae la lluvia y el viento viene ya en la esquina, ahí en el almacén de los rusos o de los armenios, esos que tienen un hijo con parálisis y él me grita cojeando desde sus fierros para que nos juntemos a fumar cuando sea un poco de noche. Y entonces yo, escuchando esos suaves medrosos ruidos y mirando esas tenues inocentes luces que vienen desde el huerto, entro callado a la pieza, abro un estante que cruje hacia mis manos y voy sacando los libros que trajimos de La Serena, es decir los trajo él tres años después de enterrada mi madre, cuando ya se sentía más solo seguramente y empezaba a verse delgado, lo vi más delgado aquel día en que me llevó donde el médico para que me encontrara enfermo de los riñones y él le dijo este es Carlos y parece que está enfermo, Roberto. Roberto era hijo de mi padrino, que por aquellos años anunciaba todos los meses su regreso de Río de Janeiro, donde ganaba mucho dinero construyendo casas y levantando puentes, yo lo imaginaba en las noches, enjuto y sudoroso, de color fiebre, en mangas de camisa, junto a los pantanos infectos y espesos, formando poco a poco sus adobes y sus ladrillos de bruces en el suelo, reptando empecinado hacia los salones y los dormitorios para no despertar a las serpientes y a los cocodrilos, sacando una casa chorreante del río y de la manigua, una casa enorme y vacía que iba creciendo y resonando en la selva, cimbreándose en los temporales allá arriba junto a las copas silenciosas de las higueras y de los baobabs y él agarrado a las ramas, agarrado sollozando a las ramas, pegando sus bigotes lacios a las hojas y las lianas que barnizaba la lluvia y que le colaba a él por las espaldas, se iba deslizando por el aguacero, echando su llanto y sus sollozos en el agua y empezaba a juntar un puente de cañas tembloroso en los pantanos, un puente blanco y peligroso que rayaba la oscuridad y él iba trepando por los escalones que formaba y empujaba y se iba tornando pequeñito y enjuto y cada vez más visible y lanzaba cartas clamorosas y sensatas por lo alto de los arcos y de los fierros y mi padre se sonreía soñador y miraba a Roberto. ¿No ha escrito Aurelio, cuándo por fin se viene? Y ellos dos se quedaban quietos, trágicos y tristes mientras el silencio subía de las alfombras y les entraba por la boca y por los ojos y l os iba llenando y yo me vestía avergonzado y frágil en el piso diez y sentía allá abajo sonar la ciudad en la plaza salpicada de luces ahora, ¿en el hospital, en el hospital del Salvador?, decía mi padre y se iba echándome por delante de su sonrisa detenida y pesarosa y ya abajo, en la calle, en los acacios de la plaza, me cogía especialmente de la mano y aquel gesto suyo, tan repentino, tan espaciado, tan súbito y sorprendente me llenaba de zozobra y pena y me daba cuenta de que debía estar yo realmente muy fatal y enfermo. Ayer al mediodía, mientras la María ya se había ido para la cocina con la budinera y todos esperábamos sentados junto al mantel, me fije en eso, en esa insignificancia tan evidente, Manuel, y no creas, no tuve nada de miedo ni de sospecha, pero tú y el padre Escudero, cuando sale sonriente y más joven y fanfarrón de los libros, creo que me entenderían, pensaba que el mundo estaba comenzando recién, ahora mismo, pero no aquí encima, a la simple vista, por esta calle, por estas casas y esta gente, sino de un modo más majestuoso y más verdadero, sobre todo más peligroso, pero no había peligro de muerte, de accidente ni de enfermedad o desgracia en esto, no, por Dios no, sólo positivamente más peligroso y misterioso, ¿cómo decírtelo, cómo decirlo ahora mismo para no ser farsante mentiroso o torcedor? Como si desde entonces, desde aquel tiempo en que Cristo Jesús formuló su inútil pregunta, desde que dibujó su signo de interrogación con su cuerpo hecho pedazos y lo subrayaba con sus pies, con sus dos pies y el punto que en ellos amarraba y profundizaba el clavo, ¿te das cuenta?, como si desde entonces el mundo se hubiera quedado clavado y detenido, como un coche viajero que de repente no va a ninguna parte, paralizado en la esquina, aquí en la esquina de la vida, esperando que se termine de formular la pregunta, que aparezca el otro sangriento crucificado, el que todavía falta indispensable para que termine de desenredar el problema, resquebrándolo, remeciéndolo, estremeciéndolo, partiéndole de arriba abajo con un grito, con una pregunta total que no era sino eso, una pregunta hecha con palabras y sin palabras, pronunciada por la carne, por la carne atónita y cautelosa, la carne que el olvido echa a volar, pero que tenía dentro todo el mundo, la estabilidad del mundo, la conformidad del mundo, este espantoso equilibrio limpio del mundo, que, sin embargo, no corresponde. Sí, me di cuenta de eso entonces, Manuel, de eso tan simple y tan miserable, que la sopa estaba servida ahí en el plato, ahí en la mesa, junto a la silla, que la sopa estaba hirviendo frente a nosotros y que ninguno nos acercábamos, no bajábamos hasta ella para beberla, por que no se transformara y transmutara ante nuestras miradas que se iban por el humo, era una sopa prohibida, apestosa, igual que envenenada, cargada de amenazas y de dolor y probablemente de una maldita enfermedad, ella y su zona eran un sector apartado y proscrito, ya que me fijaba cada vez más, el mismo aire alrededor de ella estaba también contaminado y cerrado para nosotros por ahora, por esos minutos largos e interminables que había que esperar, al lado afuera del plato, de la sopa, del humo que echaba hacia arriba sus límites, sus señales y sus prohibiciones, por eso parecíamos tiesos y engomados, embalsamados y dignos y nada de urgidos y estomacales, nada de interesados en el apetito y el vergonzoso hambre, en el comedor y en el plato, elucubrando vacíos especiales e indiferentes allá arriba en el techo, ahí en la pared junto a la donosa aldeana que va y viene inútil del molino, sin trigo y sin molinero, rezando un rezo laico y rural y algo corrompido, algo visceral y legalmente sucio, como para que nos pintara Velázquez definitivo junto al primo asqueroso y horrible y a la menina fea y pecaminosa. ¿No crees, Manuel, que allá en el espejo en que se asoma él mismo en la otra pieza pudo pintar el pintor una esquina de mesa y un plato de sopa hirviendo y un par de caras ansiosas, de bocas infames, de hambres enloquecidas disimulando y esperando que el plato de sopa se enfríe luego, luego, antes del año treinta? Entonces me reí desenfadado, me reí y no me sonreí, Manuel, lo recuerdo perfectamente porque alguien me dio un coscacho, porque alguien me dijo estúpido y palangana y huacho y vas a ver cuando llegue tu padre.

Siempre esperaban ellos que llegara mi padre, como ahora mismo esperaban que llegara su padre, el padre de su apetito, el padrastro de la sopa, el amo feroz del plato que lo mataba enfriándolo, esperaban, esperaban, Manuel, eso sencillamente, ya lo dije, que la sopa se enfriara y descendiera hacia la ignorancia, que la sopa se tranquilizara y botara sus nervios, sus dudas, sus ascos, sus temores, se civilizara, se adormilara y dejara de ser brutal y fatal, infernal e infecciosa dejando de estar sola, ¿Te das cuenta? Yo ya me había dado cuenta mucho antes, pero ahora estuve seguro y por eso me sonreí, es decir me reí, los coscachos, el insulto y la amenaza fueron por mi risa y no por mi sonrisa y ahora, cuando oscureciera, llegaría mi padre. Así como llegaba un momento fatal en que después de tanto tiempo y tantos siglos, por fin la sopa se enfriaba, casi demasiado pronto, también llegaba todo el tiempo, por lo menos cada día, o una o dos veces por semana, para no ser mentiroso apasionado, el momento en que mi padre realmente llegaba. Por eso, cuando yo esperaba, sentado solo en la puerta de la calle, acurrucado en la penumbra, enfriándome en las baldosas, que él viniera caminando en paz y en silencio por la calle y lo divisaba, me ponía súbitamente de pie y corría y le echaba un beso desordenado en su barba crecida y me agarraba de los diarios que él traía para mí solo, para que yo los guardara y soñara apoyado en ellos en sus guerras y en sus ciudades, y entonces me acordaba del plato de sopa y sentía más vergüenza que tristeza, no sabía entonces decir por qué y no sé ahora decir por qué, pero todo ese tiempo, esos copiosos e interminables días en que se trató de imaginar perfectamente lo que aquí estoy diciendo, los veía a los dos, a mi padre y al plato de sopa, uno enfriándose solitario e inerte, y sobre todo ignorante, encima del mantel, rodeado de bocas y de vientres criminales, y el otro caminando cansado, pensativo, evasivo, triste, por la plaza de armas, por el tranvía, por la calle Copiapó para encontrarse conmigo disfrazado de niño, yo era la bestia insaciable e incansable, el enemigo malo, líbranos Señor. Y pensé, cuando él no me pegó ni me retó y no dijo absolutamente nada, ignorándome, suprimiéndome y pasándome distante los diarios, sin contaminarse ni comprometerse, como si los dejara caer en el vacío, sintiéndolo que suspiraba en la noche, dormido, enteramente dormido, pensaba en él y estaba seguro de que si no estaba mi madre en su sueño estaba yo, estaba seguramente yo y por eso se removía inquieto y perdido y de repente se sentó en la cama y estaría mirando la casa grande de La Serena, donde vagaba ella todavía a través de las puertas abiertas, todavía viva, delgada y viva, tosiendo pero viva, desde hacía tres años detenidos, o estaría mirando el comedor, donde estaban amontonados los platos sucios y las copas manchadas y las botellas vacías y cada cuchara y cada tenedor en los que se reflejaba o goteaba mi malvada risa, mi pecaminosa e infecta risa y, sin embargo, tan insegura y solitaria. No me dormía tampoco y pensaba otra vez en la pregunta que Cristo, él, había abierto aquel viernes y que todavía nadie en el mundo cerraba y mientras no llegara el otro crucificado, trayendo la cruz y los clavos y la otra mitad de la pregunta, nada andaría bien en estas calles, en estas casas, en estas soledades. ¿O no era una pregunta y era, más bien, eso mismo, eso otro, Manuel? ¿Es decir, el tema, mí tema que tengo que escribir? ¿No crees tú que podría serlo él perfectamente, no sólo por sus palabras sino también por su figura, por sus conversaciones y situaciones y alteraciones que de intento buscaba y provocaba? No pienso en la última cena, Manuel, ni en las bodas de Canaán, ni en la risas y los sollozos enamorados de María Magdalena, ni en los discípulos de Emaús miserables y generosos, no, no pienso en nada de eso, porque es fácil, obvio y reglamentario pensarlo, son ejemplos claros de superficie, historias engañosas y lindas, por lo mismo sin relieve, un caminito corto y frugal para los que carecen de imaginación, de esta pasión que es la imaginación. Pero allá arriba, colgado y exhibido en la cruz, en la cruz que para él habían aderezado los comensales romanos, estaba esa fatalidad activa, esa tragedia creadora que es Cristo. ¿No lo ves tú como un plato incomible e indigesto para el imperio, para todos los imperios, para los imperios de todos los tiempos? Ese plato de pan, ese plato de carne y de sangre que era él, no era para cualquier estómago, para todos los vientres, sino para aquellos que lo necesitaban, para aquellos que le estaban necesitando todo el tiempo y que seguramente lo seguirían necesitando. ¿No crees que él, colgado en la cruz, en la carnicería del imperio romano, en el puesto de carne del imperio romano, estaba más alto y más inalcanzable, más expuesto y más abyecto para disfrazar y hacer difícil e incocinable e incomible su golosina, esa atroz golosina en que había sido trocado porque él lo quería? Porque él no estaba servido en el plato de la cruz para aquellos comensales sino para otros, para los otros que estaban allá lejos y cerca muertos de hambre y de necesidades, en las catacumbas de la vida, en las catacumbas del sufrimiento y de la desesperanza, ellos lo estaban esperando, lo esperarían para mucho tiempo todavía; pero él mismo era también una carne, una comida, un alimento que estaba esperando, esperando las bocas, los vientres, las hambres, las necesidades, las furias para las cuales él y su alimento habían sido creados sin agotarse ni gastarse. Porque eso era lo esencial, Manuel, ¿te das cuenta? Cristo era un alimento inagotable, todo en su historia lo está indicando, sus palabras y su silencio, su acción y su desesperación, las parábolas todas, siempre tan perfectas, a menudo tan inconclusas, están comentando no su vida actual, sino su vida para después, él está rápidamente multiplicando los peces y los panes, pero se está también multiplicando a sí mismo, y así, cuando los pobres, los miserables, los perseguidos, los que padecen hambre y sed de justicia, hambre y sed concreta de justicia, después de hartarse en el banquete insaciable que es siempre él, todo el tiempo sobran canastas y canastas repletas del pez que es Cristo, del pan que es Cristo, de la carne y la bebida que es Cristo y que era efectivamente cuando tentaba y ofrecía a sus discípulos que lo dibujaran y partieran y repartieran imaginando la eucaristía. ¿Y qué pasó entonces? ¿Fue devorado por el imperio, fue asimilado o convertido en digestión lenta y rápida, difícil y calculable del imperio? No, Manuel, porque Cristo no era cualquier plato de sopa servido en cualquier comedor del imperio para cualesquiera hambrientos imperiales. Cristo no fue devorado, no fue nunca devorado y por ello se mantiene allá, es decir, en todas partes, furioso e incomible, ardiente y furioso e incomible, caliente y furioso y hasta lujurioso, pero incomible, porque él será comido cuando quiera y por quien él quiera y su vida y su palabra y su ejemplo y su silencio y sus parábolas y consejos y sus invectivas, raptos y fugas y sus vertiginosos descensos y ascensos son nada más que el plato insustituible que es servido en la mesa equivocada, en la mesa desequilibrada y coja y estrecha por quienes no son los comensales, y lo que otros digan disfrazándose mentirosos con él, lo que diga el padre Rolando, por ejemplo, disparando arpegios con el piano y humillaciones con la boca, o el padre Aquiles, blanco, frío, áspero como la tiza con que dibuja impecables y muertas ecuaciones, no valen malditamente nada, no valen nada el viernes ni el domingo porque ellos se equivocaron de comedor y de comida. Eso es todo para ellos, pero no para mí, para ti tampoco, Manuel, así lo espero. ¿Te das cuenta de mi fácil descubrimiento? ¿Te das cuenta de lo que quiero decir si no logro decirlo? Ahí estábamos todavía, alrededor de la mesa, todavía esperando que la sopa se enfriara, al lado, afuera de ella para entrar en ella. Que llegara esa fatalidad como llegaron el centurión y el delatador, los pacos y las espadas, pero todos juntos llegaron inútilmente porque al otro día la comida que era Cristo había sido robada por los verdaderos hambrientos, por los hambrientos destinados y necesarios. Pero aquí, aquí, amigo mío, ¿quién se robaba la sopa para que no se la bebieran cuando ella misma se estaba enfriando y entregando? Ella se estaba enfriando cobardemente, Manuel, sin luchar, sin vociferar, sin defenderse con su fuego y su prohibición, sólo por eso se estaba muriendo en la garganta ansiosa y sedienta de mi tío Enrique y en la garganta vulnerada y dolorida de mi tío Lucho. ¿No era toda la verdad y todo el drama? ¿Y no era también la pregunta, toda mi larga pregunta? Ahora me sentía indignado, ahora era capaz de soportar mi propia vida y mi propio coscacho y mis propios insultos, ahora los merecía a los tres, ahora merecía haberme reído con toda el alma y todo mi desprecio y era capaz de vagar desenfadado por el mundo y era capaz de ir a esperar desafiante a mi padre a la esquina de la calle Maestranza para que me pegara delante del público que entraba al cine y de la gente que iba pasando por la vereda, era capaz de soportar, porque sabía. En cambio, la pobre humilde sopa, la humillada sopa nocturna no era capaz de soportar y no sabía. Le tenía lástima, pero le tenía también, creo que es la verdad y no lo niego, y tampoco me arrepiento, un poco de absoluta rabia y de desprecio. Claro, dices tú sensatamente, había nacido sopa y las sopas nacen para ser comidas, pero ¿te das cuenta de una cosa? Hay bocas y bocas y hay sopas y sopas. Las bocas eligen, ¿o no eligen? ¿Y por qué no debieran elegir también las sopas? A cada cual un denario, o algo así, Manuel, un denario de libertad, de pasión y de coraje, de elección y de amenaza, para elegir y, sobre todo, para ser elegido. Cristo, la sopa de Cristo, el pan de Cristo, la carne de Cristo, el alimento, el almuerzo, la comida caliente y dispuesta que era Cristo no se había dejado engullir, por eso lo mataron, pero matándolo lo convirtieron, sin ellos saberlo los comensales, pero sabiéndolo él, en comida eterna, en la verdadera comida que él quería ser, en la sopa que no se enfría jamás porque está siempre servida y lista para aceptar y para rechazar. Si no hubiera comedores en las casas del mundo no habría revoluciones, pero los hay, siempre los hay, no siempre hay sopa, ¿te das cuenta, Manuel? y por eso él tomó una forma de comida fácil para exteriorizarse y exteriorizar su anhelo, toda la parábola que fue su vida gira alrededor del alimento y de la falta de alimento, del alimento que debe ser y del que no debe ser, el que debe ser digerido sin examen ni discusión y el que debe ser examinado y sospechado durante largo tiempo, durante muchísimo tiempo por todos los ojos y, especialmente, por todas las bocas y todas las necesidades, porque si tienes mucha hambre, ya vales menos, ya necesitas menos, ya te mueres o te salvas fácilmente, él se tornó en comida difícil para los estómagos estragados del imperio, se tornó en sopa hirviendo, Manuel, en comida que se enfría o se entibia sólo para alguna desconocida gente, para algunos estómagos innumerables, para algunas antiguas ansias y carencias. Tuvo lo que no tenía esta humilde sopa solitaria servida en un barrio amable de esta ciudad y que yo, ahora, en vísperas, seguramente, de enfermarme grave de los riñones, estaba descubriendo alrededor de la necesidad de redactar un pequeño informe, una superficial, estirada y sintáctica mentira de cómo habíamos pasado las aburridas vacaciones del verano, describan las aburridas vacaciones o el salón de lecturas en medio del calor o la casa después de los funerales, describa el rostro de su madre o el rostro de la Margarita Damke cuando sube la escalera vecina, cuando baja la escalera, etcétera. Pero aquí estaba la sopa, la sopa era mis vacaciones, la sopa era mi soledad y mi aburrimiento, la sopa reflejaba no sólo las flores de yeso del techo blanco, describa ese reflejo, solamente ese, porque ¿qué voy a hacer después en la vida, si soy expulsado de los frailes, si tu padre o tu tío deciden finalmente no darme un modesto puesto de vendedor en la librería? No, no quiero cualquier cosa, quiero una pequeña cosa definitiva, un mínimo destino total que yo elija, quiero elegir, no quiero ser elegido, ¿oíste, sopa? ¿Oíste, sopa, el pequeño código y decálogo que estamos redactando con Manuel Salvat, imaginándolo en el silencio? El se sonríe quedo y va volteando la cabeza para decir que bueno, que a lo mejor, que probablemente, ¿dices que bueno, Manuel, lo dices verdaderamente, sin reticencia, y sin pacto de sangre? ¿No es algo así como por amistad solapada y marginal o por futura confidencial lástima? ¿No es una solidaridad desesperada, de sopas solitarias dejadas por la mano despiadada de Dios, cogidas por las manos ávidas de mis tíos? Si cada boca elige su plato y su sopa, es justo e histórico que cada sopa debe elegir su boca y su cuchara, cada sopa cristianamente condenada y sacrificada debe pensar en él, debe pensar ajustada y reconcentradamente en él, en la sopa de Cristo, en la comida que es Cristo y no aceptar ser borrada y suprimida por cualquier gula militante, sino por cualquier necesidad terrenal y pura, por ese sufrimiento y esa soledad que es toda hambre verdadera y profunda, y en este sentido, sopa, hermana sopa, humilde hermana esencial, elige no sólo a tu boca sino especial y únicamente a tu hambriento y en él quedarás harta, no olvides, sopa, que si verdaderamente eres comida y alimento, y no sombra fugitiva, si eres verdaderamente brindada, bebida y asimilada, ahora mismo empezará tu verdadera vida, la vida para la que fuiste creada y calentada, y si te comió un triste te convertirás en alegría y si te comió un cansado te convertirás en aliento y en asiento, en su mano, en su pie, en su mirada, te convertirás en hombre, sopa hermana, hermana muda vestida de humildad y de tibieza, ya que abandonaste la fiereza del hervor y del calor, que eran tu seguridad, tu vida y tu supervivencia, no lo olvides, no te olvides en este corto y definitivo trance, que si ellos, los tristes, los cansados, los solitarios, tenían esperanzas de comer, tú tenías esperanza de no ser comida, es decir, debías tenerla, pero te olvidaste y te perdiste, te olvidaste de ti misma, hermana sopa, te entregaste fácilmente al suicidio, saltando de la soledad hacia la nada, hermana despedazada y fría, ahora, ahora tienes el plato que mereces, ¿verdad, Manuel, que es mejor que se lo diga?, cada sopa tiene el plato que merece, Manuel, Manuel, ¿por qué no se lo habremos dicho antes, cuando todavía era tiempo? Debimos pensar en él, en Cristo el vociferante, el furioso, el guerrillero, en Cristo el indigesto y el eterno, la eterna sopa, la eterna comida, el eterno alimento servido en permanencia en los comedores de Dios padre. El no se había dejado engullir, él no quiso ser alimento que era comido, sino alimento que comía y que mantenía, que se mantenía fiero, desafiante y acosado allá arriba en el monte, un comedor vertical e inabordable, exótico y exclusivo allá en el monte, un comedor para los desparramados y desarrapados hambrientos internacionales que él ya estaba eligiendo y congregando. Qué ganas de imitar su ejemplo y, sobre todo, su silencio, su absoluto silencio de comedor cerrado del colegio, antes que suene la campanilla de la misa, que ya huele un poco a chocolate y corra luego el chocolate ondulando por el piano de concierto del padre Rolando y la pizarra de ecuaciones del padre Aquiles. No, no te dejes engullir, sopa humilde y callada, hermana sopa fea y callada, hermanita modesta, confiada, indefensa, no te dejes engullir, no te dejes enfriar y, sobre todo, no te olvides, no, no te olvides, no pierdas la confianza ni el calor, no pierdas tu calor ni tu furia, tu furia es tu seguridad y, desde luego, tu supervivencia. ¿No los has mirado todo el tiempo a mis tíos? Ellos lo saben y tienen la seguridad y mirando la humareda, todas esas humaredas adventicias que dibujan vagamente la forma concreta de la mesa, se quedan ovillados y quietos, brevemente eternos, pacientemente interminables, esterilizados por la espera del sabor, alargando sus pescuezos hacia el yeso del techo y el paisaje repetido del papel, el molino, los zuecos, las nubes del cielo que vienen del Norte, la aldeana que viene de su inocencia hacia su soledad, mis tíos esperan, ese es su trabajo, esperan perfectamente, pacientemente, con una seguridad o una fatalidad que viene desde el fondo de la provincia, con una certeza que les da la pobreza y el apetito enfermo, saben que si esperan lo que sea necesario, todo habrá salido admirable y justiciero, porque el tiempo, el pequeño insignificante tiempo de su resurrección ya viene por el pasadizo, cayendo de los helechos y de la palmera, goteando entre las flores, el tiempo radioso y bestial en que tú estarás soñolienta primero, tibia primero, después enfriándote rápida, cobardemente, sin defensa, sin recuerdos, incluso sin olvido y también sin perdón de Dios. El, Dios, tal vez te perdone, pero él no, Cristo no, él es más nuevo y más completo, su experiencia es más terrestre y más terrible, él conoce suficientemente los comedores de aquí abajo, lo que sirven en ellos y los que son servidos, los que comen y los que son comidos, los que comieron siempre eternamente, toda la vida y toda la muerte, en la montaña y en la llanura, en el mar y en la nieve, en la ciudad y en la aldea, en todas partes y en los que en todas partes fueron comidos, siempre fueron preparados y enseñados para ser comidos, siempre fueron esperados y empujados para ser comidos, siempre fueron adormecidos y adornados y pintados y encadenados para ser comidos, por eso él se tornó furioso y malvado y se llenó de calor y empezó a hervir de rabia, de pasión y de recuerdos y ahí en la cruz está un poco desclavado y torcido por el furor y por el humo, porque desde entonces, desde el jueves y el viernes, no se deja comer, a pesar de que todo el tiempo y en todos los países, en todas las formas y en todos los idiomas y en todas las figuraciones y mentiras e invenciones y transgresiones y promesas y llantos y juramentos y legislaciones e interpretaciones y amenazas y desahucios, han pretendido comerlo y transformarlo en comida, en otra comida falsa, en otra comida sosegada fácilmente comible y digerible, pero se equivocaron, Manuel, medio a medio del velo del templo se equivocaron, se siguen equivocando, aunque nadie lo sepa, aunque muy poca gente se dé cuenta y especialmente muy poca gente lo diga y lo denuncie. ¿Y por qué se enfría ella, entonces, cada mañana, cada noche, en el comedor donde es rodeada prisionera y esperada y sacrificada para eso? Esperada, Manuel, y ella se deja y se entrega inerme en el plato abierto, se olvida y se pierde, adquiere un cuidadoso miedo y empieza a evaporarse, a evaporar su coraje, su rabia, su calor, su esperanza, sus deseos, su certeza, sus deseos de seguir empecinada y eterna, esperando, como ellos esperan para comerla holgados y definitivos y por fin suspiran desolados y jubilosos y arrastran la silla, arrastran finalmente la silla, sueltan sus músculos y sus ansias, se sueltan ellos que estaban amarrados, clavados y prohibidos y se derraman por la mesa, por el plato, por la cuchara, por el alma y el cuerpo crucificado y entibiado de la sopa y van metiendo su hambre y sus facciones, sus ruidos y sus palabras en ella, hasta que desaparecen ellos enteramente, pero ella también. Todo, porque no tuvo coraje, todo porque no tuvo tiempo ni miedo de tener coraje y se olvidó, se entregó olvidándose. Yo no lo olvidaba, persistente y afiebrado, Manuel, y pensaba en ella, pero no sólo en ella y cuando estaba en la pieza, tendido aburriéndome en la cama, mirando la claraboya por la que pasaban nubes delgaditas y altas, murmuraba pesaroso y airoso, no, no, no, no te dejes engullir, no te dejes enfriar, no te entregues, ¿y no es verdad que tenía razón al decirle, que tenía absoluta razón al pensarlo y no olvidarlo, pero no sólo por ella, la humilde, anónima y universal sopa? Alguna vez habremos oído, aquí mismo en el colegio, en los pasadizos, en los waterclosets, en las reuniones de estudio, en el salón grande, cuando Bouvet, el profesor de francés, y Lake, el profesor de inglés, discuten entusiasmados o airados las vicisitudes de la guerra del catorce o dicen cosas brutales o conmovedoras sobre Sacco y Vanzetti, ese par de pobres emigrantes asesinados en un país del norte, o en todos los países, alguna vez, ¿no es cierto?, habremos escuchado cosas parecidas y criminales y entonces pienso lo que pensaba esta mañana o el otro día o la otra noche, cuando nos dejaron castigados en la oscuridad, debajo de una lamparita, por no traer escritos correctamente nuestros recuerdos de las vacaciones, describa gráficamente su barrio o su camino del colegio a la casa y de la casa al colegio, o describa un día de sol, por ejemplo, un día nublado, por ejemplo, o mejor todavía cuando es de noche en la ciudad, ¿no crees tú que el padre Escudero nos dejó castigados sólo para que salgamos a esta hora a la calle y veamos surgir otra ciudad de las tinieblas, describa las tinieblas desprovistas de horror, pero éste sería otro tema de composición, otra manera lenta de mirar a través de la noche, imaginándola, nuestras insignificantes vacaciones? ¿No es verdad que por todos los ejemplos y coincidencias y ramificaciones que te he contado dan deseo de pensar ahora mismo en todos los comedores de la vida y del mundo, desde que el mundo es la vida, esta vida atravesada, tergiversada, reservada, equivocada e inconclusa? ¿No crees tú que la humilde sopa y su humilde drama son un peligro y una constancia que algo significan? ¿No sospechas tú lo mismo, el mismo terror, la misma ansia? ¿No es verdad que las revoluciones, todas las revoluciones, empezaron en los comedores o, por lo menos, en las cocinas? Seguramente en los estómagos, donde transcurre esa soledad que es el hambre. Si tengo tiempo después, si paso a la universidad, si sigo los estudios de historia y no de castellano, si estudio sociología en lugar de pedagogía en alguna ciencia literaria muerta o enferma, me gustaría juntar una cantidad de datos para una probable insolente monografía, un centón sobre el síntoma controlado y el comienzo de las revoluciones, y estoy seguro de que todas las informaciones y guarismos empezarían en la puerta del comedor, ahí donde, a dos metros, está la sopa desnuda y desamparada, la pobre e infeliz sopa que sopearán mis tíos dentro de un rato, tendida en la mesa, esperando en el hule su fatal injusto sacrificio, enfriándose decorosamente, sin voluntad, sin coraje, sin amor, sin pasión, sin odio, sin recuerdos, sin el brutal empuje necesario para resistir y mantenerse entera y caliente, hirviente, imposible, distante e intocable, sin dejarse engullir, pero ella se entrega, ella se olvida, ella se deja matar a borbotones, ¿te das cuenta, Manuel, de su espantosa increíble humildad, de su sumisión, de su repugnante insolente paciencia? ¿No crees que debo decirlo y escribirlo, por ella y por las otras sopas, insistiendo, insistiendo como un forzado, como un empecinado? Y después de hecho, después de contado y desarrollado el absurdo oscuro drama, gritar hacia el futuro, hacia los comedores y comederos de todas l as calles y ciudades que aún no existen, ¡no te dejes engullir, no te dejes engullir, no te dejes,,,!


CARLOS DROGUETT
Staffelstrasse 1 3303
Jegenstorv
SUIZA


 

 

 

Proyecto Patrimonio Año 2017
A Página Principal
| A Archivo Carlos Droguett | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
¿POR QUÉ SE ENFRÍA LA SOPA?
Carlos Droguett
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, N°308. Madrid, 1976