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Eros como problema en Cómo Caperucita fue finalmente violada,
esbozo de obra dramática de Carlos Droguett


Por Emiliano Coello Gutiérrez
Publicado en Arrabal, N° 7/8, Universitat de Lleida. 2010




.. .. .. .. ..

Caperucita Roja fue mi primer amor.
Tenía la sensación de que, si me hubiera casado
con Caperucita Roja, habría conocido la felicidad completa
[1].



Primeramente hay que decir que el texto escogido como objeto de estudio no es una obra de teatro, sino un proyecto de obra de teatro que el autor no llegó a terminar durante su época de exiliado en Suiza. A este inconveniente hay que añadir que se trata de un manuscrito inédito sobre el que nada se ha escrito. No obstante la lectura atenta de éste revela que hay cuestiones en relación con él que merecerían el análisis y el comentario. A este empeño se encomienda lo que sigue.

La condición de boceto de la obra es fácil de demostrar, por cuanto hay en la misma escenas que se repiten. Podría decirse que el texto no fue ni siquiera releído, y mucho menos se pensó en darlo a la estampa. En un drama de catorce escenas[2] se repite la segunda con respecto a la primera y la última con respecto a la penúltima. También hay que afirmar que la escena sexta de la obra, en que aparecen los personajes de Caperucita y La Tragedia, es absolutamente baldía en términos informativos. Nada de lo que ahí se habla es desconocido para los lectores.

El texto ha quedado en su fase experimental, por eso Droguett tantea en la redacción. Entre la página sesenta y la ciento dos, por ejemplo, Droguett introduce dos monólogos de la abuela que pretenden anticiparse a las dos violaciones (así las denomina el autor) que el personaje sufre a manos del lobo, una en su juventud y otra en la edad madura. Pero, que sepamos por el desarrollo de la obra, esta mujer solo tiene relaciones con el lobo siendo ya abuela de Caperucita. Ni el mismo autor supo, en el instante de redactar este texto, cómo sería su versión última. Esta es solamente una de prueba, como él mismo reconoce: “hasta ahora no se me aclara nada, en esta parte en la mente, en el tema mismo, en el papel”[3].

Además, a la obra le faltan páginas: desde la sesenta y seis hasta la sesenta y ocho incluidas. Por suerte corresponden al primer monólogo de la abuela, que no tiene ninguna importancia para el desenvolvimiento de la trama.

Entre los diálogos de los personajes, el autor incluye una suerte de anotaciones en las que opina acerca de lo que va escribiendo. Éstas son de un gran interés para desvelar el sentido de los caracteres del drama, que Droguett imagina totalmente transformados con respecto a los de la leyenda original. Así, el lobo terrorífico del cuento de Perrault o de los hermanos Grimm en nuestra obra es un amante solitario, es la víctima y no el agresor: “tendría mucha más posibilidad y realidad presentar enseguida al lobo, de ninguna manera como un delincuente, sino solo como un marginado de la sociedad (...), en otras palabras, un rebelde, un precursor de los rebeldes políticos”[4].

Del mismo modo, los personajes femeninos que en los cuentos se presentan como garantes de la moral de la época, en el drama aparecen con un rostro más humano. Las tres, la abuela, la madre y Caperucita ya no renuncian a la vida y al amor que encarna el lobo, sino que lo acogen, como un remedio contra la existencia frustrante que padecen.

Droguett era consciente de que el tono moralizador de la leyenda originaria comportaba un determinado signo ideológico. Por eso cambia el final de la obra y a los personajes, para que surja una perspectiva diferente: “el texto tendrá mensaje, un directo mensaje de rebeldía y de insomnio social”[5].


La subversión de la leyenda

Un cuento tan aparentemente sencillo como el de Caperucita Roja, que a lo largo del tiempo ha sido recitado por los padres para “entretener” o “ayudar a dormir” a los niños, puede oscurecerse, como así ocurre, si es tomado como objeto de estudio por diversas corrientes de pensamiento, entre ellas el psicoanálisis, que ha sido fiel a la riqueza de sus connotaciones simbólicas.

El argumento del relato, no obstante, es simple. Una muchachita de aspecto agradable, que viste una caperuza roja, es enviada por su madre a casa de la abuela con algunos presentes, entre los que figuran un trozo de tarta y una botella de vino. La niña, en mitad de su jornada por el bosque, se encuentra con el lobo y, en vez de rehuirlo, le indica la dirección exacta de la casa de la abuela. El animal sigilosamente se encamina ahí, mientras Caperucita se entretiene cogiendo flores en el bosque. Cuando la niña llega a la cabaña de la abuela, se encuentra con que el lobo ya la ha devorado y está esperándola para hacer lo mismo. Hasta aquí coinciden las versiones de Perrault y de los Grimm. El final del cuento es lo que las diferencia. El autor francés es mucho más duro: su relato se cierra trágicamente cuando ya no hay posibilidad de salvación para Caperucita. El propósito es infundir pánico a las muchachas hermosas, inocentes y vitales como ella.

Los alemanes también permiten que el lobo devore a su presa, pero el final positivo lo aporta el guardabosque (que no aparece con Perrault) cuando libera del vientre del animal a la anciana y a Caperucita.

Hay en el cuento de los Grimm un epílogo que merece el comentario. Efectivamente, después que han escapado al primer lobo, se presenta un segundo que acosa a la joven, pero esta ya tiene la lección bien aprendida y lo desprecia. Como la sigue a casa de la anciana, ambas, la abuela y la nieta, inventan un ardid para matarlo, como así hacen: llenan la artesa con agua olorosa a embutido para que el depredador resbale desde el tejado y se ahogue.

La función de ambos cuentos es nítida: se trata de apuntalar a través del ejemplo, patéticamente (en el sentido etimológico de la palabra), las costumbres sexuales de la época, como deja claro la moraleja de la narración de Perrault, mucho más explícito en esto que los alemanes: “Enseña esta Moraleja / que las jovencitas / gentiles, graciosas, bonitas / no deben a extraños hablar. / Por eso no extraña / que el lobo se coma tantas... / Aunque no todos los lobos / son de la misma calaña, / los hay de carácter sano, / amables, sin hiel ni enfados, / sumisos y complacientes / siguen a las señoritas / hasta sus casas, / y hasta sus gabinetes... / Pero ¿no sabéis que los mansos / son peores que los bravos?”[6].

Podría decirse que los cuentos de hadas han sido un tema dilecto para el psicoanálisis, ya que eminentes alienistas como Sigmund Freud, Carl Jung, Erich Fromm o Bruno Bettelheim no han cesado de referirse a ellos en sus libros. El cuento de Caperucita es uno de los más universales, y por ende alcanza mucha atención exegética.

Erich Fromm hace hincapié en la simbología sexual, que no deja de ser evidente, del relato. Por ejemplo, la caperuza roja puede referirse a la menstruación[7]. Sea o no así, el cuento puede interpretarse como una alegoría de la iniciación sexual femenina. Y en ella Fromm advierte detalles perversos que asocia a factores de odio entre hombres y mujeres. Del profundo rechazo al lobo que la narración destila, el psiquiatra alemán deduce que éste pudiera ser un símbolo de la secular aversión de las mujeres hacia el sexo opuesto y hacia los valores que representa: “el varón es pintado como un animal astuto y cruel, y el acto sexual descrito como un acto de canibalismo en que el macho devora a la hembra (...). Es una expresión de hondo antagonismo a los hombres y al sexo”[8].

Por otra parte el final del relato de Caperucita de los Grimm, en que las dos mujeres se unen para darle término a la amenaza lobuna, es interpretado como una suerte de alianza matriarcal contra los hombres: “Este cuento de hadas, cuyos personajes principales son tres generaciones de mujeres, trata del conflicto entre varón y mujer; es una historia triunfal de las mujeres que aborrecen a los hombres y termina con su victoria”[9].

Es Bruno Bettelheim quien hace de estos cuentos una alegoría de la conducta humana. Sabemos que en su concepción teórica del aparato mental, Freud distingue una unión dinámica entre el principio del placer y el principio de la realidad que posteriormente se desarrolla en una topología tripartita: por un lado el ello representa el inconsciente, el superyo es el guardián de las leyes morales, civilizadas, y el yo es el equilibrio entre ambos.

Según Freud, esta estructura de la mente procede de la interiorización, por parte de cada individuo, de la mecánica social. Para Bettelheim los cuentos de hadas son importantes porque ayudan a que la mente del niño madure a través de una enseñanza. Por ejemplo, el relato de Caperucita muestra que no hay que dejarse arrastrar por el inconsciente, sino contribuir a su represión. Si en un principio la muchacha se acerca al lobo, argumenta Bettelheim, es porque no ha superado la fase edípica, porque todavía no conoce la diferencia entre el bien y el mal.

Fijémonos en cómo se describe al lobo en el cuento de los Grimm. Es un personaje que adquiere tintes demoníacos porque le habla a Caperucita con el idioma de los sentidos, tan represaliado y vilipendiado en la cultura occidental. A una joven bien educada, es decir, educada para suprimir sus sentimientos, le dice: “Caperucita, fíjate en las flores tan bonitas que hay por todas partes. ¿Por qué no echas una mirada? Creo que ni siquiera oyes el delicioso canto de los pájaros. Vas completamente ensimismada, como si fueras a la escuela y, sin embargo, se puede pasar muy bien aquí fuera, en el bosque”[10].

La del animal es toda una incitación al “carpe diem”. El lobo no es ya el varón al que las hembras temen o aborrecen, como decía Erich Fromm; el lobo es el principio del placer en abstracto, que no pertenece a un sexo específico porque los abarca todos. No obstante, el psicoanálisis, como el cuento de Caperucita, se empeña en advertir acerca de los peligros que conlleva el principio del placer, el inconsciente. Bettelheim demoniza, siguiendo sin fisuras la tradición cultural de siglos, al lobo, porque encarna: “las tendencias egoístas, asociales, violentas y potencialmente destructivas del ello”[11].

Se da por supuesto que el asesinato del lobo por las fuerzas “sociales” de la aldea, es decir, los personajes femeninos del cuento y el guardabosque, queda justificado. El guardabosque, del que solo sabemos que ronda las casas del pueblo con una escopeta, sí tiene connotaciones positivas para Bettelheim, porque simboliza quizá, según nuestra tradición: “los impulsos generosos, sociales, reflexivos y protectores del yo”[12].

Bettelheim también habla de esa apostilla del cuento de los Grimm en la que ambas, la abuela y la nieta, vencen astutamente al malhadado lobo esforzándose en común. La anciana se ocupa del plan y Caperucita de llevarlo a efecto. Esta sustitución de la sensualidad que simboliza el cánido por algo productivo sí es aceptada positivamente por nuestra cultura, de la que Bettelheim es portavoz: “Caperucita trabaja con su abuela y sigue su consejo, con lo que ambas vencen fácilmente al lobo. Así pues, el niño necesita establecer un vínculo sólido de trabajo con el progenitor del mismo sexo, de manera que a través de la identificación con él, y del aprendizaje consciente que le proporciona, el niño llega con éxito a ser un adulto”[13].

Según estas palabras, el tránsito exitoso hacia la madurez consiste en reprimir el instinto, el impulso sexual que en un principio embarga a la joven del relato y sustituirlo por acciones útiles y provechosas, en las que la pasión sea convenientemente apaciguada. El guardabosque sí encaja con la imagen del héroe que crea la civilización al precio de un perpetuo malestar, en que el goce del dominio está inextricablemente asociado a la fatiga y en que el rendimiento y el progreso se tornan una maldición. El yo civilizado pasa por un éxito rotundo del superyo de Freud a costa de la supresión progresiva del ello.

Nos consta que Droguett conocía la exégesis psicoanalítica del relato porque al principio de su obra dice: “Si es un tema que ha interesado a los psicólogos y a los psiquiatras, es un tema que yo debo abordar”[14]. También nos consta que el cuento en sí y sus fieles lecturas eruditas le disgustaban, porque considera la leyenda: “bárbara, cruel, malvada, clasista, delincuente”[15]. Por eso la rescribe en su propia versión dramática, en todo diferente a la original.


La peculiaridad de un teatro de factura narrativa

Hay detalles en Cómo Caperucita Roja fue finalmente violada, aparte de los concernientes a su condición de boceto, que hacen pensar que no esta-mos ante una obra de teatro en el sentido canónico.

Para empezar, las acotaciones. Mucho se ha especulado en los estudios de teoría dramática acerca de la existencia de la posible voz de un narrador en ellas. Por eso mismo García Barrientos[16] insiste en que la figura del narrador es incompatible con el teatro, porque si la novela está contada en estilo directo, indirecto, indirecto libre, monólogo interior o corriente de conciencia (estilos en los que hay presente un narrador), el teatro estaría contado, en todo caso, en estilo directo libre, es decir, en la obra solo se capta, sin mediación, el diálogo de los personajes y, además, la voz de las acotaciones es una voz neutra, que no corresponde a un sujeto de la enunciación que sea primera, segunda o tercera persona.

Pero en nuestra obra las acotaciones no siguen la norma teatral. Las hay de hasta dos páginas y, naturalmente, suministran detalles imprescindibles para el entendimiento del conjunto. Quien expone dichos datos es la voz de un narrador que se acerca más a la omnisciencia que a esa neutralidad de la que habla Barrientos[17], como se puede ver en esta acotación de la escena segunda: “el guardabosque viene del lago, quizás ha pasado la noche o parte de la madrugada en él, mirando esas aguas, buscando con redes a los ahogados, a los tipos que él mata por encargo y que después los endosa al lobo. Y su mujer sola en la noche en la inmensa cama, enfriándose”[18].

Otras veces Droguett en las acotaciones abandona el afán meramente descriptivo y cede la palabra a los personajes, cuyo discurso se reproduce en estilo directo: “¿De qué tiene miedo, mama?, ¿de qué hay que defenderse?, ha pensado a veces Caperucita, pero en estos momentos parece ignorar a su madre”[19].

Hay también alguna acotación irrepresentable por su esencia puramente narrativa, casi lírica: “La abuela tiene realmente una linda oreja, parece que los años no han pasado por ella (...). Y, sin embargo, ¡cuántas obscenidades!”[20].

Cómo Caperucita fue finalmente violada es una obra inusitadamente extensa y ello es sobre todo porque se aproxima más a lo narrativo que a lo dramático. En su estructura hay un predominio de las acciones ausentes (que hablan de la vida anterior de la madre y de la abuela) por encima de las presentes[21], de tal forma que estamos ante un auténtico teatro de palabra. Téngase en cuenta que las alusiones al pasado de estos personajes femeninos copan las doce primeras escenas, en una obra de catorce. Se llega a un punto tal de monotonía y acumulación que, pese a constituir una valiosa atmósfera de angustia, rompe el dinamismo que se exige en el género teatral.

Es en este quicio entre el presente y el pretérito donde logra sus frutos mejores el arte de Droguett. En sus novelas el pasado asfixia siempre a los personajes, que a pesar de sus empeños no pueden librarse de él. Por el contrario, Cómo Caperucita fue finalmente violada no es una obra trágica sino abierta, no obstante lo gravoso de la herencia que los parientes femeninos legan a la protagonista. Pese a la importancia que en su desarrollo tienen los recuerdos, la trama se proyecta hacia el futuro, y eso es una apertura incompatible con la circularidad de la tragedia.

Las dos primeras escenas de la obra constituyen el planteamiento. Droguett introduce un personaje alegórico denominado La Tragedia, que haría las veces de coro si entendemos por tal esa suerte de nuncio de los acontecimientos y sentimientos del entorno que la pieza dramática recrea. Esta obra podría interpretarse como una metáfora de toda sociedad represiva, pero Droguett apuntaba muy probablemente a la nación chilena que surge a partir del golpe. Téngase presente que el texto es concluido en el verano de 1976.

Si el guardabosque, que en la obra se presenta armado hasta los dientes como un “milico”, simboliza la represión visible que ejercen los poderes, La Tragedia, portavoz de lo oculto, encarna la represión impuesta de forma sibilina sobre la moral sexual, hecho que puede erigirse en un efectivo mecanismo de control. Es así que La Tragedia infunde miedo a Caperucita, una muchacha que recién ingresa en los años de la iniciación amorosa, a partir de los ejemplos de la abuela y de la madre, dos mujeres fracasadas en lo sentimental.

Desde la escena tercera hasta la octava incluida se desarrolla el conflicto de la obra, el nudo. En la tercera escena hay un diálogo entre Caperucita y la madre, la cual previene a su hija en contra del lobo hombre, amonestándola con su ejemplo de madre soltera que fue cruelmente abandonada. Caperucita identifica a su progenitora con La Tragedia, porque ambas son portadoras de un complejo de culpa dañoso, paralizador.

La escena cuarta transcurre casi totalmente en el pasado, que la madre y la abuela convocan una y otra vez. Ambas discuten sobre la forma más adecuada de educar a la muchacha para enfrentarse al mundo. Pero es una plática de sordos porque las dos se pierden en reproches. La abuela recrimina a su hija el que después de su abandono se haya negado al amor: “despilfarró tontamente, con mojigatería, con pérfida avaricia el tesoro de su cuerpo intacto e ignorante”[22].

Pero el concepto de lo amoroso que tiene la abuela, y que exhibe como un arma arrojadiza, tampoco podría decirse que es el adecuado para una mujer, por ser más romántico que real: “vive peligrosamente al margen del mundo y de la vida, al margen de tu cuerpo, sal de él para gozarlo enteramente, es como una antorcha, tienes que consumirlo hasta la raíz, si no, no vale, si no, no vales”[23].

Según enseña la pieza, se trata de dos mujeres enormemente solas que viven enrostrándose sus mutuos rencores. La abuela enmascara en un pasado esplendoroso, en que gozó la compañía de muchos hombres, su actualidad patética. Y la madre de Caperucita hace responsable a la abuela de su temprana preñez y vergonzosa soltería: “si yo era transitoriamente una perdida, una perdida de trece años, era por tu culpa y por tu ejemplo”[24].

La madre es un personaje que vive especialmente instalado en el pretérito, porque éste le resulta más cómodo que salir de nuevo al mundo. En medio de las dos mujeres se encuentra Caperucita, igualmente sola, usada por ambas para tapar sus mutuos fracasos. Después de la mala educación propiciada por sus parientes femeninos, Caperucita tendrá que elegir su propia senda. En este sentido se trata de una obra de iniciación.

El irrumpir del lobo ante las dos mujeres, que en la escena quinta han salido al bosque, es definitorio para que la trama se precipite hacia el desenlace. Si la madre y la abuela lo rechazan al principio, porque encarna las cualidades de la virilidad bruta, después a ambas seduce esa concepción que el lobo tiene de lo amoroso exenta de prejuicios culturales y civilizados.

En la escena séptima Caperucita rompe con la perspectiva de la abuela, cuya concepción del mundo ha sido irresponsable. La nieta le recuerda la mala conducta del pretérito, cuando abandonó a su hija embarazada y sola: “¿Y por qué le pasó eso, abuela? ¿Y dónde estabas tú entonces, abuela? ¿No eras tú su madre? ¿Su madre encargada de cuidarla?”[25].

Así pues, Caperucita, cuando finaliza el nudo del drama, queda absolutamente libre, porque ha renunciado a la tutela de sus familiares, cuyos modelos de educación denuncia y reprueba. Este es el punto de giro[26]que se corresponde con el espacio interior[27]. El que corresponde con el espacio exterior, y que verdaderamente dota a la obra de un significado social, se produce en la escena octava, en el momento en que el lobo y el guardabosque se enfrentan verbalmente entre árboles y matas. El guardabosque informa al lobo de que su muerte ya ha sido decidida por el juez y su selecto grupo de correligionarios. El lobo es un enemigo porque su revolución es oculta: amenaza los lechos de los jerarcas del pueblo. En este punto la obra adquiere un matiz humorístico: mientras los poderosos varones se ausentan del hogar para resolver sus lucrativos manejos, el lobo se cuela en sus casas y “viola” a sus solitarias mujeres. Se ha convertido, así, en un peligrosísimo corruptor de las costumbres, en un verdadero “terrorista sexual”, como él mismo reconoce ante el guardabosque: “Yo mismo me desvelo en las largas y frescas noches del invierno y entonces bajo hacia el pueblo. Voy a la casa del juez, a la casa del alcalde, a la casa del boticario, a la casa del carnicero, a la casa del guardabosque, a tu casa”[28].

Las últimas seis escenas constituyen el desenlace, en el que sorprende la evolución psicológica de los personajes femeninos. En la escena novena la madre se ofrece al lobo, aunque sin éxito. Esta circunstancia es vital porque significa que la mujer vuelve a abrirse al amor, tras largos años de clausura autoimpuesta.

Caperucita vence también en el espacio interior y exterior. En la casa de la madre (escena décima) La Tragedia vuelve a visitar a la joven, pero sus miedos y presagios no consiguen amedrentarla, lo cual quiere decir que inicia el tránsito hacia la madurez, como asegura la escena undécima, en la que dialoga sosegadamente con la madre. En el espacio exterior el guardabosque (escena duodécima) tampoco logra disuadirla, a pesar de las amenazas, de su afecto por el lobo. La joven, como éste, denuncia por el contrario al juez y sus esbirros, entre ellos el guardabosque.

En las escenas finales (decimotercera y decimocuarta) Caperucita y el lobo se unen, antes de que, como en el cuento de los Grimm, el guardabosque acuda para asesinar al lobo. En este sentido hay un desenlace trágico, aunque el triunfo de Caperucita en lo amoroso permite un final abierto y positivo.


El martirio de Eros

Cómo Caperucita fue finalmente violada expone, entre otros asuntos, las formas distintas de entender el amor que tienen tres generaciones distintas de mujeres.

La abuela es el rostro frívolo de lo sentimental, el que asume la belleza como un pretexto para la exclusión y el dominio. Así lo hace saber cuando se refiere a su esposo difunto: “lo hice sufrir todo lo que era necesario para tenerlo atado cortito”[29]. Del mismo modo se considera a sí misma como un bien casi inalcanzable: “había que hacer todo un tesonero trabajo para llevarme hasta el lecho”[30]. Representa la abuela a la mujer que se sabe deseada y, con el fin de perpetuar ese modelo prestigioso de existencia, deja de ser libre, más que poseer es poseída por muchos y acaba vanidosamente en el más triste abandono. Es el único personaje femenino que no evoluciona en la obra. No pasa de martirizar a su hija, enrostrándole su superioridad en cuestiones sentimentales y su pasado esplendoroso, en que era adorada por una pléyade de hombres sumisos, hecho que supone entre otros aspectos que su hija tenga una niñez solitaria e infeliz. La vanagloria en este caso es una máscara que no oculta una terrible frustración.

Del otro lado del arquetipo femenino está la madre, que a pesar de la vergüenza (quedó embarazada con trece años y el fruto de ese desliz es Caperucita), ha sido readmitida y reconciliada con el entorno al asumir el rol de madre que tiene, y con el que cumple incluso de forma obsesiva. La gravedad de ese nuevo estado le impide hacerlo compatible con otro tipo de satisfacciones y de ese modo se convierte en una especie de viuda joven.

Los odios que brotan entre esas dos maneras tan diferentes de entender el mundo, que son sin embargo semejantes en sus efectos, los sufre de rebote Caperucita. La madre, inconscientemente (quizá la culpa de su infeliz vida de soltera), la aparta de sí, y la abuela utiliza su inmadurez para grabarle en la memoria frases obscenas y ofensivas contra la madre. Ambas mujeres quedan encapsuladas en el rencor y han sido un inconveniente añadido en el difícil tránsito hacia la edad adulta de la muchacha.

El dilema femenino, en el amor y en la vida, lo representa en nuestra obra La Tragedia. Concibe el cuerpo de la mujer como piedra de escándalo, cuya custodia son los prejuicios, religiosos o estéticos. Esta insana represión no es incompatible con que en la escena sexta el personaje, que es presentado como insano y maloliente, pretenda abusar de Caperucita. Esta concepción límite, violenta y morbosa en lo concerniente a lo sexual que aparece en la obra, puede ser interpretada como una denuncia del autor al mundo de nuestro tiempo.

Aunque es una pieza fundamentalmente femenina, por ser mayoritarios los personajes tales, también hay hombres. Son el juez, el boticario, el carnicero, el guardabosque, el alcalde, criaturas ausentes cuya importancia, por el contrario, se siente con fuerza. De ellos solo sabemos que están implicados en negocios corruptos, en triquiñuelas de las que algún que otro inocente (entre ellos el lobo) resulta siempre culpable.

También sabemos que por culpa de sus muchas ocupaciones y de sus continuas francachelas abandonan por otras a sus mujeres, porque son los portadores de esa doble moral sexual de la que terminan siendo víctimas (e involuntarias defensoras) la madre y la abuela. Cada una ha renunciado a algo para adaptarse al modelo: la abuela a su dignidad, la madre a su plenitud. Pero resultan productivas, pues se aferran a sus respectivos roles: la una al de mujer doméstica (asexuada), la otra al de mujer frívola, libidinosa y por ende solitaria.

Este equilibrio asentado en un rescoldo se trunca cuando irrumpe el lobo hombre. En efecto, este personaje es un rebelde en la esfera pública y la privada. Por un lado rehúsa la tiranía del juez y sus comilitones. Por otro redescubre y dignifica el cuerpo femenino y las ama a todas, a las viudas, a las solteras, a las casadas infelices de cualquier clase, condición o aspecto físico que sean, liberándolas del abandono. Su única exigencia es querer.

Por eso su muerte a manos del guardabosque adquiere un matiz cristiano. Pero tras del lobo permanece una discípula, Caperucita. Caperucita, que en la última escena de la obra se inicia sexualmente con él, y lo ha elegido como sustituto de sus antecesoras, la madre y la abuela. La muchacha ha comprendido que el fracaso de las dos mujeres, como el del resto de las esposas de la pieza teatral, consiste en que, para adaptarse a esa moral represiva impuesta, han tenido que desprenderse dolorosamente de una fracción de su ser, debilitándose.

Caperucita, al amar al lobo, une nuevamente las dos mitades enemistadas del amor: la física o sensual y la emocional o espiritual. Y el resto de las mujeres de la obra siguen el mismo camino, porque se ven a escondidas con el lobo, como él asegura en la escena octava. Por eso, aunque éste a la postre ha de morir, la obra queda abierta a un futuro en que las mujeres, las auténticas protagonistas del drama, transformen esa moral mercantil que también funciona en lo amoroso, y que las ha tiranizado.

 

 

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Notas

[1] El párrafo es de Charles Dickens. Extraído del libro de Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Crítica, 1999, pág. 29.

[2] En el manuscrito no hay tal estructuración en escenas, aunque puede colegirse por el cambio de personajes en los diálogos. Tampoco se marca la división en actos o jornadas.

[3] Carlos Droguett, Cómo Caperucita fue finalmente violada, obra inédita (173 páginas), 1976, pág. 60. Se cita con permiso del profesor Fernando Moreno Turner, director del C.R.L.A. de la Universidad de Poitiers.

[4] Carlos Droguett, ob.cit., pág. 74.5

[5] Ibídem, pág. 89.

[6] Charles Perrault, Cuentos de antaño, Madrid, Alborada Ediciones, 1988, pág. 34.

[7] Vid. Erich Fromm, El lenguaje olvidado. Introducción a la comprensión de los sueños, mitos y cuentos de hadas, Buenos Aires, Librería Hachette, 1960, pág. 178.

[8] Ibídem, pág. 178.

[9] Ibídem, pág. 179.

[10] Hermanos Grimm, Cuentos, ed. María Teresa Zurdo, Madrid, Cátedra, 1999, pág. 86.

[11] Bettelheim, ob. cit., pág. 181.

[12] Ibídem, pág. 181.

[13] Ibídem, pág. 183.

[14] Droguett, ob. cit., pág. 1.

[15] Ibídem, pág. 97.

[16] Vid. José Luis García Barrientos, Cómo se comenta una obra de teatro, Madrid, Síntesis, 2001, pág. 52.

[17] Ibídem, págs. 45-51.

[18] Droguett, ob. cit., pág. 28.

[19] Ibídem, pág. 9.

[20] Ibídem, pág. 29.

[21] José Luis García Barrientos, ob. cit., págs. 75-76. La reiteración de las acciones ausentes desde los primeros compases de la obra hace que algunas escenas de la misma sean prescindibles. Paradójicamente, hay otras que serían necesarias y no se han incluido. No es verosímil, por ejemplo, que Caperucita, conocedora del devenir de su familia desde siempre, en la escena tercera se ponga de parte de la abuela y en contra de la madre, y en la escena séptima se enemiste con la abuela. Tampoco es verosímil que en la escena duodécima la protagonista desprecie al guardabosque sin razón aparente (podía haberse sugerido, por ejemplo, que fue él quien abandonó a la madre) o que en la última escena se entregue al lobo sin haberlo tratado nunca.

[22] Droguett, ob. cit., pág. 23.

[23] Ibídem, pág. 26.

[24] Ibídem, pág. 28.

[25] Ibídem, pág. 42.

[26] “El punto de giro sucede cuando se han ido suministrando obstáculos que colocan al protagonista ante la necesi-dad de tomar decisiones que no puede dilatar por más tiempo: o actúa o habrá perdido la oportunidad de conseguir lo que buscaba, en función de sus metas” (José Luis Alonso de Santos, La escritura dramática, Madrid, Castalia, 1998, pág. 184).

[27] La obra se desarrolla en dos espacios, el interior, es decir, la casa de la abuela y de la madre, y el exterior, esto es, el bosque. El espacio interior aglutina la soledad, la melancolía, el miedo castrante, los prejuicios de estas mujeres. El espacio exterior es el mundo que hay más allá de esas cuatro paredes, y que puede ser dañino. Por eso la madre advier-te a Caperucita acerca del lobo. Pero no será de él de quien haya que cuidarse, sino del guardabosque, que es la cara visible de una serie de personajes ausentes (el juez, el boticario, el carnicero, el alcalde) que son los detentadores del sistema injusto en la obra y que por ello mismo tienen una enorme importancia en su desarrollo. Las alusiones a ellos serán continuas en las escenas quinta, octava, novena y duodécima. Caperucita ha de violar el espacio interior, sagrado, doméstico (entregándose por primera vez a un personaje marginal y perseguido como el lobo) para poder romper dentro de unos años con ese espacio exterior injusto. Eso es precisamente lo que sugiere la obra.

[28] Droguett, ob. cit., pág. 50.

[29] Ibídem, pág. 24.

[30] Ibídem, pág. 29.

 

 

 

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Bibliografía

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-Aristóteles, Poética (introd. de Argimiro Martín Rodríguez), Valencia, Tilde, 1999.
-Bettelheim, Bruno, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Crítica, 1999.
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-Martín Gaite, Carmen, Caperucita en Manhattan, Madrid, Siruela, 2002.
-Pérez Blanco, Lucrecio, “El teatro: nueva y desventurada obsesión de Mario Vargas Llosa”, Cuadernos Americanos, 1984, vol. I, núm. 252, págs. 202-215.
-Perrault, Charles, Cuentos de antaño, Madrid, Alborada Ediciones, 1988.
-Rabell, Carmen R., “Teoría del relato implícita en La señorita de Tacna”, Cuadernos Americanos, 1986, vol. II, núm. 265, págs. 199-210.
-Soriano, Marc, Los cuentos de Perrault. Erudición y tradiciones populares, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1975.


Fotografía superior de Gyula Halász (1899 – 1984)



 



 

 

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Eros como problema en Cómo Caperucita fue finalmente violada,
esbozo de obra dramática de Carlos Droguett
Por Emiliano Coello Gutiérrez
Publicado en Arrabal, N° 7/8, Universitat de Lleida. 2010