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Carlos de Rokha, poeta paradisíaco

Por Eduardo Anguita

Publicado en El Mercurio, 5 de diciembre de 1964


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Cuando apareció en nuestras letras Carlos de Rokha, yo no debo de haber contado más de veintidós años, y él, apenas si frisaba los quince. Me precio de haberlo elogiado sin reservas en un artículo publicado en "Atenea" y de saludar en él un milagro verbal, una especie de aparición angélica.

Hijo de Pablo de Rokha —cuyo valor no ha sido debidamente aquilatado en nuestro pais como uno de los cuatro puntales básicos de nuestra poesía moderna y de Winett de Rokha, a cuya delicadeza debió su hijo muchos de sus rasgos expresionales, Carlos traía en la sangre un extraño dominio del idioma; más que eso: una intuición de las reconditeces deliciosas de la lírica castellana. Nunca dejarán de sonar en mis oídos aquellos versos primeros suyos, que cargan con el eco digno y puro del Siglo de Oro español:

Si qué blancura cuaje dulces lirios,
Si qué rigor los aires...

o bien:

Se me caen los ojos como esquinas de trébol,
Se me ruedan los dedos como árboles de amor.

De ahí en adelante, Carlos de Rokha echó a andar su poesía. Se enamoró de la obra de autores tan diferentes como Góngora, André Breton, Vicente Huidobro, Humberto Díaz-Casanueva; y de tantas influencias salió más virgen y propio. Con una intuición infalible, sabia vibrar —por dentro y no sólo en su ramaje sintáxico— con la poesía culterana, con la magia surrealista o con la inocencia —en esta cuerda era donde mejor calzaba: éste era su ámbito— de la obra huidobriana.

Si algo puede decirse, con precisión, de su obra es que su autor, la persona real existente que fue Carlos de Rokha, vivió sumergido en una super-realidad, de manera que sus versos no eran sino el resultado más claro, la fosforescencia más próxima a nosotros, de un océano de visiones en el cual vivía y sobrevivía heroicamente. Referirnos —como a veces lo hemos hecho de paso—a los artistas que pagaron con su equilibrio psíquico la videncia que naturalmente les fue concedida, es tocar — nos tememos que con ligereza— y rozar apenas un tema que da para las más complejas reflexiones. Básteme con citar a aquel surrealista francés, Antonin Artaud, que, como tan ajustadamente y con tal patetismo afirmó el poeta mejicano Octavio Paz, "se convirtió (su cuerpo) en un montón de sílabas balbuceantes".

Tengo que agregar los nombres de Omar Cáceres extraordinario poeta nuestro, asistido de auténticas visiones y alucinaciones y del mejicano Jorge Cuesta, que pagó con su vida y con su muerte su simbólica interpretación del mundo. ¿Para que citar más nombres? Sólo el recordarlos me trae a la mente unas líneas de Karl Jaspers en su libro "Genio y Locura": "Unos instantes aún de lucidez... y el alma queda convertida en un montón de ruinas". Es el precio.

Carlos de Rokha denunciaba con su estilo de vida esa inmersión en otra realidad. ¿Cómo expresarlo en pocas palabras? Tal vez una sea suficiente: inocencia. El desconocimiento permanente y candoroso de las convenciones; una actitud recta y vidente, a la vez que torpe y ciega (para el mundo); una espontánea conducta de ingenuidad que traspasaba hasta a los seres más terrenos; una bondad que, de pronto, podía aparecer hasta inoportuna o hiriente, en fin, mucho de aquello que hizo escribir a Rilke: "Todo ángel es terrible".

Tal inocencia, manifestada en sus versos, nos sumergía en una atmósfera de magia, de regreso a un universo encantador (encantatorio, diríamos con Mallarmé), donde cada objeto, cada elemento es transubstanciado en una partícula irradiante, cuya materia se ha convertido íntegramente en energía deleitosa:

Un golpe de alas de aves de toda clase
De árboles de piedra bajo las aguas corrientes
De cascadas de un bosque gigantesco
De delfines que abren y cierran los ojos al menor presentimiento
Un valle de oro donde los pavos reales caen derribados por la luz
Ha coronado de fuego de relámpagos el día
Mientras mis sienes sangran de fiebre sobre la vegetación
Casi mágica poblada de fuentes de nieve
De superficies blancas de rocío en copas imperladas (...)

De sus últimos años supe poco. De cuando en cuando venía a visitarme y me traía poemas suyos. Aquí mismo, donde escribo estas líneas, conversé con él por última vez; debe de haber sido en febrero de 1962. Me leyó un poema de extraordinaria intensidad, suscitado por motivaciones francamente cristianas. Recuerdo muy bien su primer verso: El mar sangra por el costado, idea que volvía insistentemente dos o tres veces más, enriquecida con un rasgo de impresionante asociación: El mar vuelve a sangrar otra vez.

Ante nosotros, con un patetismo grandioso, se levanta el mar como una creatura más, partícipe del gran dolor de la Creación, reproduciendo el castigo, la expiación. la crucifixión; sufriendo los estigmas como un mártir; cooperando en la misteriosa tarea de la Redención. ¡El mar, santo!

Sé que Carlos de Rokha escribió muchos otros poemas en esa esfera de visiones, en la que el dolor quiebra su mundo paradisíaco e interviene lúcidamente para transmutar el mundo. Fue su última etapa, sin la cual él no se habría visto plenificado como hombre y como instrumento del Verbo. Después murió. La grave seriedad de su experiencia no podía traerle otro suceso más justo que su muerte. Vivir, después de eso, creo que le habría resultado trivial, insignificante e incomprensible.



 

 

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Por Eduardo Anguita
Publicado en El Mercurio, 5 de diciembre de 1964