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Jaime Concha
Publicado en Anales de la Universidad de Chile, Oct./Dic. de 1965
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Estos son simples apuntes hilvanados para olvidar una terrible historia que no he podido destruir del todo... (pág. 17).
...y, si fuera cáncer, habria comenzado estos apuntes diciendo el día y la hora en que sentí los primeros alfilerazos en el vientre (Ibid.).
Tres hechos se desprenden de estas breves transcripciones. El primero es la ausencia de comienzo. La narración se presenta en esta obra como un movimiento espeso, denso, como corriente tenaz. En este tumulto envolvente y compacto, todos los elementos objetivos quedan apresados sin remedio: los personajes pierden su diseño figurativo, los objetos resultan sumergidos, absorbidos y las situaciones carecen de limites que las individualicen. Lo último es importante. Porque si se caracteriza el procedimiento general de esta novela como un gigantesco monólogo interior directo, habrá que destacar que no se da en ella otro fenómeno concomitante, que el mismo Joyce extremó: la adecuación del estilo a cada situación novelesca particular. Aquí, por el contrario, se trata de un estilo único, vehemente, implacable en su marcha, antirrespiratorio, sin intersticios, dotado casi de una espacialidad visceral.
Lo segundo es el carácter de apuntes. Lo cual equivale a que el libro está concebido más como escritura que como relato. No es ésta una distinción sutil ni fantástica. Las más de las veces no son las necesidades del relato las que gobiernan el inmenso caudal narrativo, sino la decisión de escribir del narrador, su impulso gráfico. En otras palabras: la escritura misma es aqui un ingrediente de la materia narrada. Así, tan importante o más que la historia del niño-perro es la peripecia del narrador: su voluntad de olvidar.
Tercer hecho: la función que el personaje-narrador atribuye a su relato es el olvido. De acuerdo con este sentido antiproustiano, la narración tendrá a menudo una dirección distorsiva. Bruscas digresiones tratarán de hacer olvidar la persistente obsesión: la imagen de Bobi, el niño-monstruo. A veces, otras obsesiones tratarán de sustituirla: la amenaza celeste de lluvia o la acusación a los comunistas (es absurdo problematizar los contenidos de éstos u otros soliloquios, explícitamente presentados como divagaciones de alguien que se está "volviendo loco", pág. 9). Y es ésta la paradoja del relato: el narrador recuerda para olvidar. Es decir, intensifica hasta los límites sus recuerdos, como queriendo consumarlos, pulverizarlos en la memoria. Pero este ser que busca afanosamente olvidar, no puede olvidar, y finaliza su narración pidiendo a Dios que mantenga vivas en su recuerdo las huellas de Bobi:
Oh Dios, que no llueva, que la lluvia no borre sus huellas, mientras estén ahí él estará aquí todavía. Oh Dios, grité con furia mientras las lágrimas reventaban en mis ojos.
Llovió toda la noche (pág. 314)
Esta dialéctica de la obsesión y del olvido tiene un egregio antecedente, con lo cual Droguett parece situarse en una importante línea de tradición literaria. Dostoiewski, en una novela que está en los orígenes de la novela contemporánea, las Memorias del subsuelo (1864), escribe lo siguiente:
Recuerdos como éste los tengo a centenares. Pero a veces de estos centenares viene a pesar sobre mi alguno, y no sé por qué se me figura que escribiéndolo me veré libre de él.
Hé aquí la misma concepción del relato, como liberador de recuerdos opresivos. Esta idea condiciona en Droguett otra polaridad significativa: la tensión dormir-ensueño:
...dijo Dios, crearé el sueño y el ensueño (pág. 35).
Una forma de olvido es el dormir, el sueño a secas. Pero el ensueño, que etimológica y a veces realmente proviene del insomnio, es fuerza contraria que, en este universo, parece conducir al personaje a la locura. La novela comienza:
...y ahora dicen algunos que yo me estoy volviendo loco y que el niño jamás existió (pág. 9).
E insiste y repite: "era lo único (Bobi) que me ataba a este mundo, a esta silla, a este trozo de madera en que escribo" (págs. 11 y 303).
En este sentido, el ensueño-locura es transposición de la índole contradictoria del proceso de creación literaria: forja de un mundo imaginario obsesionante y objetivación liberadora que decanta y coagula las obsesiones. Exhibe aquí Droguett una palmaria afinidad con Juan Carlos Onetti, novelista argentino, cuya obra se ve también presidida por estos acuciantes temas (véanse La vida breve —1950— y el agudo ensayo exegético de Emir Rodríguez Monegal: "J. C. Onetti y la novela rioplatense", en Número, 13.14 (1951), págs. 175.188). No queremos detectar influencias; sólo describir analogías. Lo cierto es que el tratamiento de la prosa, determinados productos de complejidad técnica, una mezcla semejante entre fantasmagoría y realismo, permiten subrayar la afinidad señalada. Parecen pertenecer ambos —Droguett y Onetti— a una misma promoción hispano-americana, de primera magnitud, por su real intelecto artístico.
En la primera página, a modo de pórtico o de retablo, el novelista exhibe su troupe de personajes, repasándola con esa ambigua intención de olvido y de permanencia, que hemos querido poner de relieve. Los padres de Bobi, el profesor, el teniente, el cura Escudero ( obsesión —parece— de la persona real del autor), Cruz Meneses... Todos estos individuos serán luego, en el curso interno de la novela, más bien constelaciones mentales del narrador, nebulosas de asociaciones fijas: así, la tos y la ira sombría del teniente; el campo y el valor de la mujer en el padre Escudero, etc...
La novela posee elementos de la novela picaresca clásica, especialmente los relacionados con el origen de Bobi: su nacimiento, el ser lazarillo transitorio de su padre...; otros, afines al crudelismo monstruosista de Cela. Todas, bien se ve, filiaciones realistas. De ahí que la índole de lo fantástico en esta novela no corte las amarras con lo real. Por el contrario, ocurre en ella la misma mezcla de fantasía y realismo que en Alsino, de Pedro Prado. En este sentido, Bobi es un hermano de Alsino y un anti-Alsino a la vez. Lo une a él su naturaleza híbrida: las alas de uno equivalen a las patas caninas del otro. Hay —parece—una constante en lo mitológico de la novela chilena: sus creaciones son o jorobados o entes cuasi-zoológicos. Nuestra modesta mitología es horrenda teratología. Pero, a pesar de su joroba, Alsino es un ser alado. Vuela, se eleva, asciende. En cambio, sus patas arrastran a Bobi a lo infrahumano. Tiene, sin embargo, una flauta que sopla melancólicamente. Su melodía. ¿es nostalgia por esa humanidad inaccesible para él? ¿O desencanto terrible porque la especie humana representa sólo otra forma de brutalidad, porque la verdadera humanidad no existe o es un ideal imposible?
No olvidemos, finalmente, que el titulo de la novela, aunque no alude a la condición trashumante del chileno, está tomado de una expresión corriente y proverbial. Y nos encontramos, en efecto, con que esta obra encierra una honda veracidad nacional. Ha captado esencias y estructuras de la chilenidad, pero no a través de los viejos caminos criollistas ni por medio de la socorrida descripción de exteriores. Pone el acento, con originalidad, en las turbias infraestructuras instintivas de nuestro ser: en las zonas sucias y pantanosas de la emoción, en el desgarramiento provocado por el desamparo, en el patetismo del sollozo... En fin, en nuestro estilo irresponsable y deteriorado de existencia.
Con Patas de Perro Carlos Droguett no sólo anuncia un auspicioso porvenir para la novelística del país, sino que ha consagrado su presencia como la de uno de nuestros más serios escritores actuales.