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El hombre que
trasladaba las
ciudades:
Discurso
droguettiano de la
conquista de
América
Teobaldo A.
Noriega
Trent University
Publicado en Grama y cal 1995, no. 1, pp. 153-164
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A Cecilia Zokner, esta breve reflexión
sobre nuestras letras y nuestra historia
La historia de nuestro continente -ya se sabe- es la de un texto selectivamente codificado por tenaces fabuladores; un ejercicio de imaginación que ha reducido distintas versiones de la realidad a un discurso homológico, determinado por una visión de mundo especifica que con frecuencia insiste en ignorar sus evidentes contradicciones. En lo que se refiere al encuentro violento de esos dos mundos ocurrido en 1492 y ahora recordado, es -como en el caso de tantas otras guerras- una historia en su mayor parte escrita por los vencedores, excepcionalmente rescatada por los vencidos. Si bien es cierto que continuar hablando de "descubrimiento" es insistir en un problema semántico (descubrir = encontrarse con/dar información sobre una realidad desconocida por ellos hasta entonces; descubrir = crear/adaptar esa nueva realidad a los limites de su propia imaginación, etc.), lo que si resulta incuestionable es que hubo un proceso de sometimiento, una muy bien organizada y determinante Conquista: burocrática, militar, pontificada. Como sugiere Eduardo Galeano:
... en 1492 América fue invadida y no descubierta, porque previamente la habían descubierto, muchos miles de años antes, los indios que la habitaban. Pero también se podra decir que América no fue descubierta en 1492 porque quienes la invadieron no supieron, o no quisieron verla.[1]
Colón la vio con los ojos de Marco Polo, e intentó describirla en un lenguaje exuberante que resaltaba ante todo el potencial mercantil de lo que iba encontrando; pero tuvo la desgracia de morir sin poder aclarar su error, convencido de haber encontrado su Paraíso Terrenal, su Catay y su Cipango. Como lo anota Beatriz Pastor, las Cartas de Cortés son un "discurso de persuasión" que ficcionaliza la realidad con un propósito político determinado: "El objetivo de las Cartas de Relación no es el relato escueto y fiel de la verdad, sino la creación de una serie de modelos ficcionales que aparecen subordinados a un proyecto de adquisición de fama, gloria y poder".[2] Bernal Diaz del Castillo, destinado a escribir la apología de Cortés, lo haría acercándose un poco al tono inicial de Colón, describiendo un Nuevo Mundo repleto de maravillas.[3] Un mundo que en la lejana Europa seria recibido en medio del asombro creado por tan fabulosos relatos: la Fuente de la Eterna Juventud, la isla de las Amazonas, el sueño de El Dorado.
En 1511, el fraile dominico Antonio de Montesinos aportaría una significativa dosis de inquietud espiritual a esa visión maravillada al aprovechar un sermón que pronunciaba en la isla Hispaniola para hablar por primera vez del sufrimiento de los indigenas.[4] Sus preguntas cuestionaban directamente el fundamento ético y legal de la Conquista, y señalaban con acierto la tragedia humana que yacía en el fondo de aquella empresa de expansión territorial castellana, alianza de cruz y espada. La protesta iniciada por Montesinos se convertiría en la obsesión principal de Fray Bartalomé de las Casas, cuya lucha en defensa de los indígenas habría de caer lamentablemente en los errores característicos de una utopía paternalista. Juan Ginés de Sepúlveda, principal contrincante de las Casas en este debate, intentaría por su parte definir la empresa conquistadora como una guerra justa. Amparado en el aristotélico dictamen de que la esclavitud es consecuencia de una ley natural, Sepúlveda servía a su Dios y a su Rey declarando que cualquier mal que pudiera aquejar al buen salvaje lacasiano era consecuencia inevitable de su condición inferior.[5] Era evidente que las edénicas aguas de Colón quedaban contaminadas.
Mucho se ha dicho sobre lo bueno y lo malo del encuentro escriturado inicialmente por el propio Almirante, víctima de la euforia y la confusión. El discurso del conquistador o pacificador -como se llamaría posteriormente- quedaría ampliamente formulado por las versiones de cronistas que buscaban, en la mayoría de los casos, fijar sus propios nombres en las respectivas historias. A la mirada del invasor se uniría posteriormente el testimonio directo de los propios indígenas cuyas voces habían sido lamentablemente apagadas en el fragor de la contienda. Era la Visión de los Vencidos o El Reverso de la Conquista, como señalara en su valioso aporte Miguel León-Portilla.[6] Una importante labor de rescate que se ha visto a su vez complementada con el añadido de nuevos textos como el publicado recientemente por Ronald Wright, Stolen Continents.[7] con interesantísimas muestras de ese discurso subyugado -Azteca, Maya, Inca, Cherokee, Iroquois-, tratando felizmente de remediar el impacto de una vieja mentira: no se llega al grado de desarrollo alcanzado por algunas de nuestras culturas precolombinas sin descubrir el valor poético de la palabra. Con inquietante tristeza lo confirmaría así el hablante lírico mexica:
En los caminos yacen dardos rotos;
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y están las paredes manchadas de sesos.
Rojas están las aguas, cual si las hubieran teñido,
y si las bebíamos, eran agua de salitre.
Golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad
y nos quedaba por herencia una red de agujeros.
En los escudos estuvo nuestro resguardo,
pero los escudos no detienen la desolación...[8]
Mucho sufrimiento humano, en efecto, habría de ser el rasgo sobresaliente de tan ambiciosa tarea imperialista; eran dos universos dispares los que allí se tocaban y fácil es suponer la violencia que surgiría de tal choque. No está de más recordar aquí que junto al conquistador mitificado en su heroísmo y el indígena sometido o exterminado, están también el aventurero que se extravió vencido por su propia ambición, y el infeliz que sucumbió a su febril idealismo. Son la otra cara de aquella realidad, el elemento desmitificador de la cuestionable epopeya. Sus experiencias, también relatadas, conforman -como acertadamente señala el estudio de Pastor- "el discurso narrativo del fracaso".[9] Suficientemente registrado ha quedado junto al sufrimiento del indigena el del mismo Colón, el de Cortés, el de Pizarro. Alvar Núñez Cabeza de Vaca relata en sus Naufragios las penalidades sufridas por él y sus acompañantes en una odisea que duró cerca de diez años, aunque tal vez sea la singular figura de Lope de Aguirre -el Loco, el Peregrino- quien mejor sintetice ese aspecto trágico de la Conquista como proceso degradador de importantes valores humanos. Nada de esto, por supuesto, es nuevo, y ha quedado suficientemente historiografiado; pero su impacto de cierta forma ha sido menor. Curiosamente, han sido los novelistas -hacedores de ficciones- quienes se han dado a la tarea de re-escribir algunas de estas historias. Quiero precisamente hablar aquí de uno de esos episodios impresionantemente trágicos de nuestra historia, rescatado por el poder creador de la ficción, audaz ejemplo de una escritura que nos ayuda a ver mejor esa escondida cara de la quintocentenaria epopeya.
Bastante conocida es la obesión del novelista chileno Carlos Droguett (1912) por todo lo que de alguna forma se refiere a la sufrida realidad del hombre contemporáneo: Sesenta muertos en la escalera (1953), Eloy (1959), Patas de perro (1965), El compadre (1967), El hombre que había olvidado (1968), y Todas esas muertes (1971) son, en efecto, una galería verbalizada del dolor humano. Relativamente menos conocida, su trilogia histórica apunta igualmente a la misma condición: 100 gotas de sangre y 200 de sudor (1961), y Supay el cristiano (1967) tienen como eje central una serie de episodios ocurridos en Chile durante la Conquista, telón de fondo al drama personal de Pero Sancho de la Hoz, acusado de traición contra Valdivia, y finalmente ajusticiado. El hombre que trasladaba las ciudades,[10] última novela publicada hasta ahora por Droguett, cierra ese ciclo reforzando la agonizante visión de ese tiempo histórico con el desarrollo de acontecimientos que tienen lugar en ese confuso espacio: la aventura ocurre en la región de Tucumán (Argentina), y el aventurero es Juan Núñez de Prado.
Cronistas e historiadores nos permiten resumir este episodio de la siguiente manera. Culminada la parte más difícil de su campaña como Pacificador del Perú, el Licenciado Pedro la Gasca debió enfrentarse al descontento de muchos de los soldados que habían participado en la campaña contra Pizarro y que esperaban consecuentemente su recompensa; para aplacarlos, les dio derecho a conquistar nuevos territorios y fundar poblaciones. Fue así como Juan Núñez de Prado -en ese momento alcalde de las minas de Potosi- recibió autorización directa de la Gasca para fundar un pueblo en Tucumán, donde junto a un abundante número de naturales esperaban encontrar también oro y plata, posibilidad que premiaría con creces los contratiempos de tal diligencia:
La provisión firmada en los Reyes el 19 de junio de 1549 daba como motivo de población en el Tucumán el deseo de extender la fe católica entre los indios y traerlos a la religión cristiana... Contenía el documento minuciosas recomendaciones de traer en paz y obediencia a los naturales, de nombrar regidores y oficiales de Cabildo, de ejercer el oficio de justicia mayor y capitán de "la dicha población", y le facultaba para repartir tierras, solares y encomiendas de indios...[11]
Desafortunadamente para Núñez de Prado, su misión habría de incomodar los planes de Valdivia en Chile, quien trataba igualmente de ensanchar su territorio, y quien vería en el desplazamiento ordenado por la Gasca una expansión enemiga. El conflicto surgió, y el asentamiento fundado por Núñez se convirtió en una población condenada a un constante peregrinaje. Todo parece indicar que en 1550 Núñez había logrado, en efecto, su propósito de fundar una población bautizada con el nombre de Barco, en el valle de Tucumán. Un ataque accidental y mal calculado de los soldados de éste a los de Valdivia, encabezados en este momento por Francisco Villagra, colocaría a Núñez de Prado en la penosa situación de rendir inicialmente el dominio de su posesión al oficial del Gobernador de Chile. Marchado éste, la alternativa de Núñez fue organizar el primer traslado: Barco II surgiría a sólo 25 leguas de Barco I, entre junio y julio de 1551. El traslado siguiente tendría lugar posteriormente, y Barco III quedaría emplazada en 1552 en territorio de los Juríes. A Villagra lo substituyó Francisco de Aguirre, con instrucciones directas de Valdivia para posesionarse definitivamente de la montable y desmontable Barco, y en ella entró en mayo de 1553, leyendo la provisión que traía de su superior: la frági1 y móvil ciudad cambiaba nuevamente de amo. Núñez fue apresado y enviado a Chile. La ironía de la historia es que fuera entonces el nuevo propietario de Barco III quien organizara su posterior traslado:
Parecióle a Francisco de Aguirre mas conveniente, por las complicaciones que pudiesen surgir y la justificación de sus actos, mudarla a otro sitio. Era demasiado vano para tolerar la obra del vencido. Queriendo revestir la propia con caracteres de creación transcendental y de apertura de nueva era, borró la ajena en sus restos materiales y hasta el nombre que la recordara. Por junio de 1553 alzó la ciudad, según testimonios de varios conquistadores, a media legua de distancia, a orillas del Dulce, en el lugar hoy llamado "Pueblo Viejo". Satisfecha su soberbia, bautizó la "nueva" población, Santiago del Estero. Era, en realidad, la "Barco", de Núñez de Prado, en su cuarta metamorfosis.[12]
Hasta aquí lo que la historiografía convencional nos informa sobre este singular episodio ocurrido en la temprana crónica de América. Más de cuatro siglos después, Carlos Droguett retoma novelisticamente este acontecimiento para ilustrar con él la crueldad y deshumanización que serviría de fondo a la imperial empresa de la Conquista. El hombre que trasladaba las ciudades reduce la epopeya a una incursión en la condición de sus protagonistas. Los otros elementos: el paisaje en que tuvieron lugar los acontecimientos, o las razones que los motivaron, adquieren en la realidad ficticia un valor secundario. Este tratamiento original de la materia histórica por parte del novelista confirma la característica sobresaliente de toda su obra: su preocupación por descubrir y revelar, ante todo, la tragedia que inevitablemente se esconde en el interior de cada individuo. Tal ambición queda explícitamente anunciada dentro del texto en las notas iniciales del capitulo de apertura, el "Primer traslado":
La primera medida que deberé tomar será describir a mi personaje, no diciendo cuánta estatura tenía, si era pletórico o enfermizo, ni tal vez tampoco su edad, sino mis bien las marcas de su edad, las canas en el pelo o la barba, las arrugas en la frente, los tajos de la guerra en el pecho y en la memoria, sino presentar un retrato de su estado de alma, de su ánima desamparada y por eso mas robusta, de sus temores, dudas, esperanzas, desfallecimientos, brios, venganzas, deseos, realizaciones. (EHTC, 15, énfasis mío)
Este propósito de presentar el alma del protagonista determina la estructura del relato y aclara el valor del mismo como escritura. La capacidad de desplazamiento de un plano externo a otro interno es inmediatamente puesta en evidencia por el texto al cambiar rápidamente el enfoque narrativo, viéndose suplantada la voz del narrador básico por el discurso interior de los personajes. Todos los mecanismos utilizados por Droguett están al servicio de una mejor presentación de esa interioridad del mundo novelado: alternancia entre la voz de un narrador básico y la conciencia de los diferentes personajes, descripción de narrador omnisciente, descripción desde una segunda perspectiva o focalización, múltiples narradores. El lector tiene así la impresión de sumergirse directamente en el conocimiento de estos episodios con la inmediatez reflejada por la conciencia misma de los protagonistas. El tiempo de la narración también amplia sus limites iniciales mediante el uso de dos procedimientos claves en la estructura del relato: la reiteración de diferentes motivos del acontecer, y el dialogo suspendido.[13] Pero sin duda lo más impactante de este ejercicio de escritura guarda relación con la realidad por ella revelada. El novelista acude directamente a los cronistas para dar testimonio de una historia esperpéntica, bastante diferente de la casi apacible versión enmarcada tradicionalmente por el discurso oficial. Ficción y archivo, esta versión droguettiana de la Conquista de América se ve reducida a una tragedia existencial donde, en su angustiada soledad, el hombre no tiene ninguna otra redención para su sufrimiento, salvo la muerte.
El valor determinante de ésta quedaba apuntado en la trilogía histórica de Droguett desde el primer momento, en la visión del soldado Martín Candia: "Se es soldado, trabajador de la muerte, y soldado de la conquista, trabajador de la terrible muerte, de la muerte lenta, con tormentos, con indios"; [14] o, como comentan en la misma historia el sacerdote, Quiroga, y Alonso de Monroy:
-Oyeron, señores? ¡esto es la conquista! -La verdad, esto es la conquista. ¡La parte terrible, fatal, necesaria, la que tendremos que atravesar muchas veces para llegar al oro y a la gloria¡ -suspiró Quiroga.-Es la desgraciada verdad. El conquistador camina senda de muertos. Un largo puente. Y al final, al final estrecho, tanto que ya no puede escapar, lo están esperando la fortuna o el propio cadáver inútil y viejo -agregó con amargura Monroy.-Ese es nuestro destino, hijos y compatriotas míos, un horrible y bello destino, pero aquí esta con vosotros la religión que no os suelta de las manos y os da juventud y fuerza y aún belleza -dijo el sacerdote.[15]
Vale la pena recordar aquí la forma en que el escritor se vio en aquella ocasión obligado a justificar su actitud ante quienes consideraban su tratamiento de este tema demasiado esperpéntico:
Se me critica el tono sombrío, irreprimible, la saciedad de mis temas taconeados de gritos, lamentos, sangre... Comprendo. Querían una novela de nervios apaciguados -o sin nervios-, querían una conquista exangüe de América, una suave, encantadora, versallesca, administrativa y reglamentaria conquista; han querido seguramente, unos conquistadores dóciles, amables, snobs, rastacueros hambrientos, pero elegantes y donosos; unos aborígenes encantadores, suavemente acogedores, tibiamente sonrientes, progresivamente dóciles y adoctrinados, clamando de rodillas que los conquistaran.[16]
La verdad resultaba muy distinta en la versión de Droguett, y así lo expresaba él en otro momento:
Aquella era la muerte en vida, es decir la más terrible muerte; de ahí me explico la crueldad, la crueldad total con el indio y con el español, las hazañas que lindaban en lo milagroso o en lo mentiroso, el apóstol Santiago espada en mano junto a los españoles, junto a los frailes arremangados de sotanas, era un vociferador más. Sangre y barro, rezos e imprecaciones, la conquista de América es una portentosa, una demoníaca exageración, como el arte surrealista. Crueles y primitivos, amorales y salvajes, como los primeros cristianos, eran los españoles, porque éste era el principio del mundo también, un mundo nuevo que se estaba esculpiendo a pura violencia y puro crimen.[17]
No otro es el argumento de Vásquez, capitán de Juan Núñez de Prado, al tratar de justificarse y justificar la crueldad de la empresa:
Señor, dijo Vásquez, padre, padre Cedrón, la justicia parece siempre bárbara, ¿no era justo Dios Jehová con sus infieles, su justicia no estaba llena de sangre? Bajó la voz y lo quedó mirando y al hablar otra vez parecía que él mismo tenía miedo. La justicia está chorreando sangre, padre, pero no solo en Tucumán, ni en Chile ni en la ciudad de los Reyes ni en Tenochtitlan ni en el comedor del marqués Francisco Pizarro ni en el lecho de don Diego de Almagro ni en los peldaños de la catedral del Cuzco ni siquiera en el siglo XVI, Dios tiene las manos empapadas, ¿qué importa que lo estemos también nosotros, que trabajamos directamente en ello? Traemos la civilización y la vida y la Cruz y la espada de España, pero mira cuánta muerte debemos dejar como rastro para meter vida ajena en un mundo extraño, en un cuerpo extraño, padre. (EHTC, 182)
No cabe duda que en estas palabras se transparenta la contradicción de la Conquista. En los trabajos y desventuras de estos hombres sintetiza Droguett el aspecto trágico del sueño imperialista de Castilla. El individuo lanzado a esta tarea trajo consigo lo que poseía: insatisfacciones y deseos de grandeza; al penetrar en tan diferente forma de realidad, tiene lugar el despojo reciproco en el cual él violenta ese desconocido universo, al tiempo que éste lo transforma en un ser solitario, inseguro y extraño a todo lo que le rodea. Es evidente que el interés de Droguett es revelar la zozobra que resulta de ese mutuo despojo, reducible a una angustiosa existencia, contaminada de muerte y soledad. Patética resultaba la descripción que de ellos hacía el narrador en Supay el cristiano:
Venían cansados desde mucho tiempo atrás, desde una tierra muy sola, muy calurosa, erizada de indios en los contornos. Habían caminado todo el tiempo en un sonambulismo lleno de desconocidas amenazas y olvidábanse de la real aventura que estaban siguiendo. Les quedaba lejos, en la memoria, que iban en busca de tierras para el rey, para el virrey... Se hundían con rabia tierra adentro y qué prolongada era la tierra, se extendía más, todavía más, todavía otra legua, otro afiebrado día de tierra, sólo por martirizarlos, por amargarles la conquista ... Pensaban en la mujer esquivadamente, con golpes de pavor, como pensaban en el agua, una cosa rara y preciosa que antes existió y que quizás en otra parte, en Lima, en Madrid, en Flandes, podría todavía existir. Mas aquí estaba sólo la tierra que subía por las patas de las cabalgaduras para encontrarlos. Un cansancio para ellos. Sólo los pumas llorando a lo lejos, cuando la tarde caía hasta el suelo y les mostraba los solos y abandonados que se hallaban.[18]
Para acompañar su soledad Juan Núñez de Prado funda una ciudad, y para defenderla se transforma en un nuevo Sísifo. Es una ciudad viva, con calles, plazas, sillas, camas, techos, puertas, y ventanas. También con sus horcas, por supuesto. En ella encuentra representado Núñez el sufrimiento que da razón a su vida; de ahi que constantemente él se vea a si mismo como un nuevo Cristo, y a su frágil ciudad la transforme metafóricamente en una cruz: "...nací para hacerlo, vine al mundo a llevar la ciudad de un lado a otro, de un destino a otro, de un desastre a otro desastre, como mis dolores, como las peregrinaciones de Jesús cayéndose y alzándose con la cruz..." (EHTC, 167). Aunque en su propio Calvario Núñez invoca al Padre ["padre, padre mío, tengo sed" (65); "padre, oh padre, por qué me has abandonado" (109)], y hasta cree escuchar la voz de Cristo recordándole "mi reino no es de este mundo" (55), la transposición metafórica no pasa de ser una ilusión poética que no logra salvarlo de su irremediable destino:
La soledad, la soledad es lo que nos devora, decía para si, mirando al padre Cedrón pequeñito en la tierra, confundido ya con ella, cavando la tierra para echar en ella su soledad y tenderse junto a ella, junto a la pala, el hacha y la pica, esas herramientas de su soledad y su desesperación, los borceguies que se mecían leves en el aire y que no estaban del todo viejos y caminados y consumidos, que estaban completamente vivos, llenos de esa tierra viva que es el barro, del olor de la ciudad abandonada, marginaban más esa soledad.. . (EHTC, 326)
En su frustrado sueño de conquistador la quimérica imagen de su ciudad también terminará abandonándolo. Para perpetuar el absurdo, Aguirre no sólo heredará la ciudad sino también la pasión por conservarla, y organizará el siguiente traslado. En las palabras finales del fundador se descubre claramente la forma en que Carlos Droguett resume su visión de tan deshumanizadora experiencia:
Estás enfermo, señor, estás enfermo y deseas que yo también lo esté. Lo estás, aunque yo no quiera, aunque tu no quieras, no soy el enfermo sino la enfermedad, me has tocado, has tocado esa ventana, has cogido esa silla, has abierto y cerrado las puertas, me has tocado, recuérdalo, la has tocado, Aguirre, no lo olvides, tienes la peste, la misma peste, estás deseando coger el hacha y llamar a los carpinteros y pegar gritos entusiasmados y desesperados, ver desmoronarse las murallas en una nube de polvo y de recuerdos, ¿verdad?, ésos, señor, son los primeros calofríos de la fiebre, pero es una grandiosa fiebre que te entrega un mundo a trueque de algunos quejidos y sollozos. (EHTC, 407-408, énfasis mío)
De quejidos y sollozos supo sin duda también Pedro de Valdivia -pacificador de Chile quien, en carta dirigida a Carlos V el 15 de octubre de 1550 desde Concepción, decía a su emperador que el sacrificio de su campaña le había costado cien gotas de sangre y doscientas de sudor, expresión que para Droguett condensa la sufrida historia de la conquista de ese Nuevo Mundo. Todo parece indicar que no había protección adecuada contra la grandiosa fiebre de que hablaba Núñez, quien había podido hacer suyo el grito de dolor que antes recordábamos del poeta azteca: "En los escudos estuvo nuestro resguardo,/ pero los escudos no detienen la desolación..."
Todo esto ocurría, no lo olvidemos, mientras en Valladolid las Casas y Sepúlveda discutian si era posible o no considerar el proyecto imperialista castellano como una guerra justa. Las Casas veía en los indígenas seres inocentes a quienes había que salvar; Sepúlveda, por su parte, sólo veía en ellos pecadores que merecian ser sometidos a toda costa, aplicándoles -de ser necesario- los mayores castigos. Corona e Iglesia ajustaron burocráticamente la imagen de la nueva realidad según mejor convenía a sus propias ambiciones. Buscaban oro y almas, y nunca -a pesar de los esfuerzos hechos por ambas instituciones- llegaron a responder satisfactoriamente las preguntas que hiciera el fraile Antonio de Montesinos en su sermón dominical aquella temprana mañana de 1511. Podemos fácilmente suponer que son parte de ese gran arsenal historiográfico que mantiene viva tan importante contienda; el inquietante archivo que seguiremos indagando durante los próximos quinientos años. Entretanto, sobre lo que si no queda duda alguna es sobre el alto precio pagado en esa lucha por conquistadores y conquistados.
Tzvetan Todorov dedica su ensayo La Conquête de 1'Amérique (1982) a una mujer maya que, habiendo prometido a su difunto esposo morir antes que dejarse violar por el invasor español, insistió en cumplir su promesa y como castigo fue lanzada a los perros para que la devoraran [el episodio lo cuenta Diego de Landa en su Relación de las cosas de Yucatán]. En tan cruda anécdota Todorov ve un significativo ejemplo del fracaso de un encuentro de dos mundos donde el uno no pudo comunicarse con el otro; un des-encuentro con consecuencias lamentablemente trágicas. Su propósito al escribir ese libro -nos dice- es "evitar que esa historia y mil otras como ésa sean olvidadas".[19] Quizá sea éste el sencillo y necesario acto de conciencia que todos nosotros estemos llamados a hacer al emprender un inventario de aquella singular experiencia accidentalmente iniciada hace quinientos años. Al enjuiciamiento maniqueo he preferido imponer el discurso directo de una voz que busca rescatar lo más profundo de esa contienda, vista a través del inevitable y omnipresente sufrimiento humano. Carlos Droguett es lo suficientemente explicito desde el comienzo de su texto en cuanto a lo extraordinario de la aventura que narra: "Esta es una historia loca porque la España del siglo XVI también era un ser loco, desmesurado, profundamente práctico, soñador, vagabundo, extraordinariamente lírico... cuando comienza la conquista, ella envía a sus podridos a convalecer a América; algunos sanan; otros se pudren más". Sin duda Juan Nunez de Prado forma parte de éstos últimos, y en su tragedia personal el novelista chileno ha querido ver un temprano momento ligado a ese continuo batallar histórico que parece definir el destino de nuestro continente. Que su novela haya sido dedicada a Ernesto Che Guevara, símbolo contemporáneo y trascendente de ese destino, aclara la dimensión de su firme propósito. A su manera, eso es también lo que él ha querido recordarnos.
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NOTAS
[1] E. Galeano, El descubrimiento de América que todavia no fue y otros escritos (Barcelona: Laia, 1986), 115.
[2] B. Pastor, Discursos narrativos de la conquista: mitificación y emergencia (Hanover: Ediciones del Norte, 1988), 146.
[3] Nótese el asombro del cronista: "Y desque vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís.. . y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que vian si era entre sueños, y no es de maravillar que yo lo escriba aquí desta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas como vimos", B. Diaz del Castillo, Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España (Madrid: 1975), 178.
[4] Véase, Lewis Hanke, The Spanish Struggle for Justice in the Conquest of America (Boston: Little, Brown and Company, 1965),17-22.
[5] Para un buen resumen de este importante debate véase el estudio arriba anotado de L. Hanke, The Spanish Struggle, capitulo VIII.
[6] Véanse, M. León-Portilla, Visión de los Vencidos. Relaciones Indigenas de la Conquista (México: Joaquín Mortiz, 1959), El Reverso de la Conquista. Relaciones Aztecas, Mayas e Incas (México: Joaquin Mortiz, 1964), y Literaturas de Mesoamérica (México: Secretaría de Educación Pública, 1984). Véanse también: Demetrio Sodi M., La literatura de los Mayas (México: Joaquin Mortiz, 1964), y Angel M. Garibay. La literatura de los Aztecas (México: Joaquin Mortiz, 1964).
[7] R. Wright, Stolen Continents. The New World Through Indian Eyes since 1492 (New York: Viking Pinguin, 1992)
[8] Ms. Anónimo de Tlatelolco (1528), citado por M. León-Portilla en El Reverso de la Conquista, 5" edición (México: Joaquin Mortiz, 1977), 20-21.
[9]
Tal concepto lo desarrolla convincentemente esta investigadora en las páginas 190-212 de su estudio antes citado.
[10] C. Droguett, El hombre que trasladaba las ciudades (Barcelona: Noguer, 1973), pp. 420. Todas mis citas corresponden a esta edición; al pie de las mismas, y junto a la sigla EHTC, indicaré las páginas correspondientes.
[11]
Roberto Levillier, Nueva Crónica de la Conquista de Tucumán, 4' edición, tomo I (Madrid: Sucesores de Rivadeneyra, 1927). 161.
[12] R. Levillier, Nueva Crónica, 187
[13] He estudiado antes estos mecanismos en La novelistica de Carlos Droguett: aventura y compromiso (Madrid: Pliegos, 1983), por lo mismo resulta innecesario repetir tales observaciones aquí.
[14] C. Droguett, Supay el cristiano (Santiago: Zig-zag, 1967), 88.
[15] C. Droguett, Supay el cristiano, 139-140.
[16] Se trata aquí del articulo de Droguett "Cien gotas de sangre y doscientas de estupor", publicado en La Nación el 24 de septiembre de 1961, p. 2, como respuesta a los ataques del critico Alone, expresados por éste en "100 gotas de sangre y 200 de sudor, novela por Carlos Droguett", El Mercurio, 10 de septiembre de 1961, p. 10.
[17] Este texto está tomado de la carta que Droguett escribiera a Alberto Ostria Gutiérrez, asesor literario de la editorial Zig-Zag, fechada en Santiago el 31 de enero de 1960.
[18] C. Droguett, Supay el cristiano, 108-109
[19] T. Todorov, The Conquest of America. The Question of The Other, trad. del francés por R. Howard (New York: Harper & Row, 1984), 247.