¿Qué ha ocurrido en la literatura chilena en los últimos veinte años? La respuesta es tajante y definitiva, o definitoria más bien. No ha ocurrido nada. Hay excepciones admirables, es verdad, auténticas islas, pero ellas no forman un continente ni lo justifican. Esta afirmación la hago afirmado en una perspectiva más ambiciosa y más exigente que la actualidad pasajera y caduca del tiempo presente, del día que pasa ahí afuera y que nos ignora y al cual, lo que es mucho más grave e imperdonable, nosotros también ignoramos.
Lo he dicho muchas veces, en foros, en la TV, en la radio y en la prensa, en el país y en el extranjero, que a mi modo de ver la literatura chilena actual es la más mala de América. Poesía, novela, cuento, ensayo, forman parte del cuerpo total de una literatura y, por lo tanto, nosotros los escritores, o los que queremos serlo, somos responsables de ella, de nuestra respiración, de nuestra literatura, de su mejor o de su peor calidad o inexistencia. Opino, pues, reiteradamente, que la literatura chilena, y en esto también me incluyo en la parte que me corresponda, es frivola, espiritualmente pequeña, irresponsable, no tiene garra, no tiene coraje, no tiene imaginación, profundidad ni estilo, vive de espaldas a la realidad chilena, no sólo la realidad histórica sino la realidad no escrita, desgraciadamente no escrita, que pasa por ahí afuera en estos momentos o que pasará mañana o esta noche cuando baje el viento de los cerros.
Esto es más censurable cuanto tenemos, por ejemplo, que América hispana es, en estos años dramáticos, el continente que escribe la novela de más trágica autenticidad, de más tremenda autenticidad y de más trascendencia en el mundo. México, por ejemplo, cuya novela de la revolución es lo único grande y verdaderamente duradero y honesto que ha dado precisamente esa revolución ya gastada. Mucha gente de mentalidad epidérmica se lava la boca y se humedece el estilo con el nombre de Carlos Fuentes, conocido play boy de la literatura imitativa, en definitiva decorosamente valioso como jefe de relaciones públicas de sí mismo, escritor de mente corrompida y de posiciones vanidosas y cuidadosamente calibradas y tasadas, pero ignoran a Agustín Yáñez, autor de esa magistral visión panorámica de la realidad económica-social de su atormentado y paciente pueblo, que es su intensa novela Al filo del agua. El mismo Yáñez, al hablar de los males de la literatura mexicana, que son los males de todas nuestras literaturas y de nuestros mórbidos estados sociales en ebullición y tal vez en descomposición, habló alguna vez certeramente sobre "los improvisadores del arte, los tahúres del éxito, los escritores de cabotaje". Por otrá parte, Juan Ramón Jiménez, defendiendo una crítica ligeramente ácida que él había hecho de alguien fácilmente vulnerable, escribió textualmente: "Yo tengo la obligación de decir las cosas sobre mi poesía y sobre la poesía de los otros, sobre mi prosa y sobre la prosa de los otros, sin tapujos, sin cobardía, sin temor a las consecuencias secundarias, detesto la crítica halagüeña, la infame y, sobre todo, la entreverada, porque creo que es nuestro deber expresar francamente lo que nos parece bien o mal de nosotros y de los otros".
Los derroteros desolados
Nosotros hemos tenido derroteros. Desde hace muchos años hemos tenido guías, baqueanos y derroteros, los más notorios, los más grandes, los más profundos y potentes. Un buceador del alma nacional, Vicente Pérez Rosales, un buceador del alma popular, Baldomero Lillo. Ninguno de ellos fue seguido en la genialidad que ellos inventaron.
Caricaturesco uno, siempre optimismo, por lo menos sonriente, aunque inseguro mientras sonríe; trágico el otro, siempre serio y pensativo, siempre actuando en la sombra, en la terrible sombra profunda del sufrimiento sin esperanza y sin remisión. Macuco y displicente aquel, más sabio y despierto que su trágico colega, no menos actual, no menos furioso, pero más dado a la filosofía, a la paciencia, al sarcasmo, a la ironía, hombre de la política, hombre que odiaba a los políticos y a la política, que odiaba la mentira y el engaño, la estafa, la cobardía, los negociados, los robos redondeados en legalidad, es más civilizado y, por eso, tiene que caer en la burla de los otros, de la vida, de sí mismo. Baldomero Lillo es el hombre primitivo, armado sólo de su pasión, de su inmenso amor, de su inmenso odio y, sin embargo, su literatura parece escrita ahora, ahora mismo, en estos años en que el minero que sufre callado y solo en el fondo de la mina lo reemplazan los mineros que desfilan allá afuera, en la huelga, en la refriega, en plena vida.
Ambos solitarios, los dos al mismo tiempo, se han hundido, cada cual a su modo, según su fuerza o su debilidad, según la fuerza de su debilidad, en la realidad más auténtica y más permanente de nuestra tierra. Uno es la tragedia pura, sin más esperanza que la revolución social, otro es el puro sarcasmo, la sola risa para atajar o, más bien, para aguantar tanta miseria y tanta desvergüenza; él no espera nada, a no ser el anarquismo, el tiempo ideal sin leyes y sin políticos que no ha de llegar de súbito hasta esta tierra mal hecha. Pero ambos, ambos eso sí, con la misma intensidad, están insertos en lo mejor y más permanente del mundo literario chileno, convertidos, ellos sí, ellos antes que ninguno, en esa auténtica y plena inmortalidad del alma que es el arte. Baldomero Lillo, precursor del socialismo en el arte, pero de un arte que no es socialista ni es denuncia sino en cuanto es profundo y verdadero, no tiene, en definitiva, más protagonista que la injusticia social y para subrayar esa tragedia y contarla, se hunde en la tierra de la mina o se asoma a ella desde la oficina de la compañía y después recuerda terriblemente.
Pérez Rosales tampoco imagina o inventa, sólo recuerda y sólo parece él también atestiguar que no hay arte, sino sólo recuerdo, o en otras palabras, que sin recuerdo no habría arte. Recuerda simplemente, enfriado ya, y da a la picaresca chilena tipos inolvidables, con los que pudo armar una o dos novelas, pero que dejó sólo insinuados, sólo clasificados, entregados a esta patrimonio de temas y de personajes disponibles que es su insondable obra. Porque él parece decirnos miren mi fuerza y mi capacidad, podría, pero no quiero hacerlo, no quiero escribirlo o tal vez no puedo, no tengo bastante odio ni bastante amor por mis personajes, los desprecio demasíndo, los veo tan superficiales, viscerales y oportunistas como eran en el tiempo de entonces, ¿por qué no los escriben ustedes allá, dentro de cien años?
A Pérez Rosales no lo ha seguido nadie, a no ser los costumbristas por vocación o iluminación, de principios del siglo y no es este el momento de abrirlos y autopsiarlos. Pero a Lillo, al inmenso Lillo, ¿quién? ¿Quién con su intensidad, con su extraordinaria pasión, con su inmenso caudal de emoción contenida o desbordada?
Los del 38
Pienso, por ejemplo, en la obra de mi generación, que los monos sabios dicen es la del 38, en dos autores de mi generación, Oscar Castro y Nicomedes Guzmán, que de alguna manera se acercaron, o pretendieron acercarse, a los temas esenciales propuestos por Baldomero Lillo.
Oscar Castro es autor de Llampo de sangre, una novela de mineros, un tanto mediocre y voy a decir por qué. No se trata de que esté bien o mal escrita. Se puede ser gran escritor y escribir mal. Ejemplos: Dostoyewsky y Balzac, pero la condición humana de sus obras, la realidad verdadera de ellas, aun de las menos buenas, es siempre conmovedora y siempre posible. Llampo de sangre, está bien concebida y trabada, todas sus partes ensamblan perfectamente, como las maderas de un mueble y, sin embargo, la obra, una novela sobre mineros, sobre mineros chilenos, los seres más dramáticos y densos de nuestra realidad, es leve, grácil, pequeña, insignificante, sin médula, sin sustancia, frivola definitivamente. Aun más, me atrevo a decir que es una novela en la que no sucede nada. Sin contar el estilo periodístico, de sub periodismo, de periodismo de provincia, no hay sino por excepción creación de caracteres y los que existen se sumergen y evaporan en la primera parte de la obra, que es, en el fondo, algo ajeno a la obra misma, por lo menos la introducción de ella. Los capítulos que se refieren a la noche de aquelarre sensual en el prostíbulo y el titulado "Eeeepa qué fue!", me parecen una soberana faramalleria, puro adocenamiento literario.
Lo que fundamentalmente y desde la partida le falta a "Llampo de sangre" es imaginación. Si la hubiera, ese estilo que nace de la sangre y no de las palabras llenaría el ambiente, empaparía a los personajes, le daría profundidad a la novela y a sus habitantes, casi todos superficiales y de compromiso. Si a ello se agregan expresiones como "el jilguero, poeta de soledades", el cielo "tenso como un tambor", "faltos de jugos los cauces del llanto", "cundió un silencio de esponja", se piensa que ésta es una obra que quienes amaron a Oscar Castro no debieron publicar. La palabra "tremenda" le sirve a él para todo, para expresar un dolor, un goce, una esperanza, un alivio, una desilusión o para describir actitudes o paisajes. Falta, pues, de imaginación, extraña falta en un poeta, autor, además, de admirables cuentos que hemos analizado detenidamente en otra parte.
¿Y Nicomedes Guzmán, de trágico y corto destino? Algún día será analizada como se merece su grande e informe novela La sangre y la esperanza, dolorosa, conmovedora, caótica e inmadura y que, sin embargo, asegurará su nombre en el futuro. Había en Nicomedes una frustración esencial, más pasión de hombre que de artista, él no pudo o más seguramente no tuvo tiempo de transformar su estilo en un arma, no inmediata sino depurada y definitiva, lo lanzó y lo gastó, basto y primitivo, como lo tenía en las manos, esas manos llenas de amor y, por lo tanto de sabiduría instintiva. Doloroso caso en un artista de su capacidad y de su experiencia vivida y compartida. Sus personajes se tocan y se cruzan con los de Baldomero Lillo, pero no es el dolor el que los separa, sino el modo de echarlo afuera o de escatimarlo. Baldomero Lillo es un pasional, pero su pasión encarnada en su estilo, se depura embridándolo y jamás cae en el mal gusto o la sensiblería. Esto es flor de piel en los temas de Nicomedes y a menudo, cuando hacía falta un silencio o nada, sólo el personaje, la elocuencia enorme de la soledad, surge lo deliberado, el adorno traído por los cabellos de la frase: "un cuchillo de vientecillo"; "una mirada espinosa de rencor". Lo deliberado en Guzmán es casi siempre de mal gusto, a veces, además, es lo deliberado tendencioso, lo deliberado con vistas a un estilo clasista.
Cuando habla del corazón es "el corazón compañero", si habla del rezo es "el rezo camarada". Preferible a eso es decir rudamente la verdad, la verdad desnuda o, con palabras de Pablo Neruda, "quien huye del lugar común cae en el hielo".
Caído en medio de la corriente, el hombre que no sabe nadar aparte patalea asustado, grita, solloza, brama, manotea hundiéndose en la oscuridad que lo ahoga. Se hunde irremisiblemente en el mismo instante que un leve movimiento de hombros, por un postrer y limpio accionar desesperado, se adivina que le habría sido fácil mantenerse a flote con un dominio sumario del arte de no ahogarse. Pero otra agua lo golpea, la oscuridad lo aniega, la corriente más robusta lo devora sin apuro y sólo se adivina ya la mano rígida mostrando el sitio donde echó raíces el ahogado. El caso de Nicomedes Guzmán fue parecido. Su literatura se está ahogando. Arrojados de bruces, impetuosa, malignamente en medio del caudal, los seres de sus cuentos, las multitudes que llenan su gran novela, se hunden sin remedio, alzan los brazos para hundirse más fácilmente, maldicen, gritan, amenazan, encienden banderas y consignas para no ahogarse, pero se ahogan y nadie los oye, la oscuridad los traga sin remedio. Y traga también al autor. Adivinamos en él la lucha atroz contra las tinieblas, su gran enemigo. No es una casualidad que sus libros se llamen como se llaman: Los hombres oscuros, La sangre y la esperanza (que es también una luz). Donde nace el alba, La carne iluminada, Repsodia en luz mayor, La luz viene del mar.
El terrible e incoloro presente
Chile, su historia escrita, su historia transcurrida en la carne de sus obreros asesinados por la tuberculosis, de sus mineros asesinados por esa otra tuberculosis que ha sido el capital extranjero, sus campesinos, parias de la gleba, de una tierra inmemorial y muda, festinados por el criollismo, ha sido sistemáticamente ignorado por nuestros novelistas. Debiera darnos vergüenza y llevarnos al suicidio literario, o, lo que es lo mismo, a la honesta y aconsejable mudez, el hecho de que un español, un militar español, uno de los conquistadores que vinieron a nuestras tierras a asesinar al indio y a robar sus tierras, no se hiciera cómplice de aquel despojo disfrazado de asesinato y, en cambio, contara aquella afrenta y aquella hazaña. Alonso de Ercilla, el poeta recatado y delicado, enfrentado a la irredargüible realidad, transformar su espada en pluma, su odio en amor, por lo menos en admiración, para contar la hazaña callada de nuestros primeros antepasados y para rescatar del olvido la figura de aquel adolescente legendario que fue Lautaro, figura señera y ejemplar, ejemplo de creación cabal, hasta en su trágica y corta trayectoria, dada por la naturaleza, recogida por un poeta y entregada al porvenir, que somos nosotros. Toda nuestra tierra, toda nuestra historia, está inédita para nuestros creadores. ¿No es una vergüenza que la soberbia industria del salitre, con todas sus grandezas y todas sus miserias, especialmente con sus aterradoras injusticias, no haya interesado como tema a nuestros novelistas?
Hablo en totalidad, no a los que han estado escarbando terrones literarios enfrentados a la pampa como poetas del periodismo o a los que no tuvieron el coraje, teniendo talento, para seguir cavando. Nadie, desde un punto de vista histórico literario. Sólo Baldomero Lillo se fijó en esa grandeza y en ese infierno, pero él ya estaba entonces muy enfermo. ¿Y las periódicas matanzas de obreros en el norte, precisamente en el norte salitrero? Ya sólo sus nombres son estremecedoras novelas, San Gregorio, La Coruña, Escuela Santa María de Iquique. ¿Dónde estaban nuestros soñadores literarios cuando se planteaban y se cumplían implacablemente estos crímenes? Estos crímenes que históricamente se han seguido cometiendo y quedando impunes mientras no llegue esa inapelable justicia que es en definitiva el arte, el arte que ayuda a vivir, que también es de alguna manera lucha contra la miseria, la injusticia, la ferocidad? ¿No es una lección inolvidable para todos nosotros que un músico joven, felizmente muy joven, haya tenido la visión de recoger esa historia impresionante, que fue la matanza de tres mil obreros en la pampa salitrera y la haya convertido en una de las obras de mayor valor permanente en nuestro pequeño arte? De hecho una tragedia, una novela, una formidable resonante novela escrita por un artista realmente vivo. Manuel Rodríguez, José Miguel Carrera, la guerra del 79, la revolución del 91, ¿van a seguir siendo pasto y negocio sólo de nuestros folletinistas? ¡Si hay más realidad en los versos de Pezoa Véliz, de Gabriela Mistral, de Pablo Rokha, que en la inmensa mayoría de nuestras novelas!
Esas novelas que debieron seguir a Hijo de Ladrón, esos cuentos que debieron seguir a los admirables cuentos del autor del hijo de ladrón. La generación del 50, despectiva y papelera se quedó perdida y fijada en los viejos caserones, en los empobrecidos y corrompidos señorones, como sus personajes repetidos y repetibles, esta generación se desangró por las mismas causas, un mentido esplendor, capacidad de adaptarse, sus personeros más valiosos son José Donoso y Jorge Edwards, el más exhibicionista Enrique Lafourcade. Habrá que tornar sobre ellos.
La liviandad, frivolidad y vulnerabilidad de nuestra literatura se palpa de modo incontestable en el mayor acontecimiento literario chileno, el Premio Nacional de literatura, que anualmente es, de hecho, el índice, el termómetro que marca el nivel, el grado de temperatura o de clemencia temporal a que llegan nuestros más altos creadores. Se diría que en general dicho premio se ha estado convirtiendo, en forma cada vez más notoria e irresponsable, en malversación de caudales públicos, ya que estéticamente, literariamente, se ha premiado a casi nadie. En sí, y por fuerza de las circunstancias y de su prodigalidad temporal, el premio es el mausoleo más total y absoluto de las letras chilenas. No me conocen los que creen que estoy alegre mientras estampo estas palabras.
Este es, a mi modo de ver incontaminado y comprometido, el panorama desolador de la literatura chilena hasta este año promisorio para nuestro pueblo. Es posible ahora anunciar y mi nunciatura tiene base en la realidad, realidad que no sólo yo constato, con la cual no me tropiezo de casualidad sino tras la cual camino más años de que yo mismo creo, que esta desolación se poblará jubilosamente, con reveladores y todavía ignorados hechos. Daré ejemplos.
Optimismo y profundidad
Sí, el presente todavía indeterminado e informe, el futuro más inmediato, se presenta promisorio, ciertamente generoso, anuncia ya verdaderos auténticos valores, lejos del balbuceo y del manifiesto ocultador de llagas o de carencias. Ya Antonio Skarmeta fue un primer anuncio, un soltarse las ligaduras y mostrar su entusiasmo arrebatador. Me encontraba fuera de Chile, frente al mar Caribe cuando lo descubrí y me gustó esa irreverencia en la que se afirmaba su imaginación para sustentar sus temas. Pero ahora, Antonio ya no estará solo, serán por lo menos tres para escarnecer a los viejos ídolos, comenzando por la retórica. Cito, pues, los nombres que conozco más de cerca. Son por lo menos dos, pero muy valiosos. Mañana o pasado serán estrellas, pero no fugaces en nuestro ciclo austral casi vacío.
Patricio Manns, del canto a la literatura
Antiguo periodista, poeta fácil, demasiado fácil, antiguo bohemio que ha gastado su enorme talento en lentos y vagos amaneceres en todo el largo territorio, a veces en los barrios bravos de todo el territorio, cambiante, variable, picaflor, triste, alegre, seguro de sí, fundamentalmente desamparado y generoso, compositor popular de garra, con un sentido dramático de la vida y del sentido humano, ha vaciado, por fin, todo su enorme caudal de dolorosa experiencia, de sueños inseguros, de dudas veloces y además informes, de intensa pasión rápidamente ardida y apagada, al cauce que lo esperaba desde hacía varios años. Autor de una novelita informe, que no agregará nada a su desordenada biografía, sino unas pintas de ligera vergüenza, es ahora el autor predestinado de la novela más profunda, más recia, más tremendamente dramática que he tenido el privilegio de leer en los últimos meses. Su tema, el sur de Chile, el estremecido sur de Chile, azotado por el terremoto y por los políticos, golpeado por la miseria de la naturaleza y de los hombres. Estoy seguro de que esta novela, que sólo depende de su autor transformarla en una auténtica obra maestra, será una sorpresa para los que, por exceso de amor a nuestra literatura, nos hemos estado doliendo, con empecinamiento que ha dolido a muchos, de su pobre y vergonzosa realidad.
Carlos Barella, antiguo constructor
Arquitecto aficionado, pije aficionado, comunista aficionado, poeta de tono menor, hijo de un poeta y autor teatral, ha pasado de todas esas frivolidades indiferentes a convertirse en un descubridor literario de uno de nuestros magnos héroes históricos o más bien legendarios: Lautaro, aquel impresionante adolescente inédito, mosqueado hasta ahora sólo por cronistas a sueldo, por folletinistas, por turistas de la literatura histórica o para-histórica. Apoyado en torrentes de fuentes históricas, hundido en la fauna, en la fatalidad, en la conseja, en la superstición, en la sensualidad, en la fatalidad, ignoro cómo, por qué arte, por qué misterio, por qué milagro de algún santo que sólo él y yo conocemos, este profesional afortunado, equilibrado y nada de triste, se despertó de la noche a la mañana chorreando esta admirable y conmovedora historia. Carlos ha escrito una de las más valiosas novelas de este siglo en nuestro país y me atrevo a augurar que su libro está destinado a ser lectura obligada en nuestros establecimientos educacionales. Que sea lectura obligada para nuestros profesores de literatura y nuestros críticos literarios ya sería mucho.
Alfonso Alcalde, o la nueva inundación
Alfonso Alcalde es otra cosa, no es un desconocido, aunque muchos desearían que todavía lo fuera. En mi opinión, y lo digo con humildad porque conozco su carácter, no es poeta, ni cuentista, ni novelista, ni pintor, ni hombre de teatro, ni hombre de ópera, es todo eso, pero siempre se sale de madre. Es una fuerza de la naturaleza y en eso estriba su mayor defecto, ya que la naturaleza no conoce la conveniente y aconsejable autocrítica. Hay, por ejemplo, en sus cuentos la misma velocidad inicial que he descubierto en Baldomero Lillo, trae tal fuerza y vertiginosidad que no se detiene cuando es necesario, su imaginación desenfrenada no obedece a control alguno y sigue corriendo hacia el futuro sin contenerse, apenas respirando y no termina el cuento jamás y empieza otro en seguida, otro sufrimiento, otra charla, otra ola, otra inundación. Su descubrimiento fue para mí parte de mi biografía, quizás obra del destino, era el caso de los dos ciegos que se encuentran por casualidad en la esquina de una calle y se hablan temerosos y se dan las temerosas manos para atravesar la calle. Ahí la vamos atravesando, pero como somos hasta cierto punto invisibles, muy pocos nos ven.
¿Cuáles son sus personajes, cuáles sus temas? Sus personajes, la miseria humana, el ser desarrapado de cuerpo y alma, el abandonado, el miserable, el tipo sin casa y sin camino, el hombre que fue abandonado por amigos y enemigos, por la mujer, la amante, los hijos, incluso por la esperanza y que, sin embargo, está vivo y cosa increíble, todavía sonríe. Sus payasos desventurados, sus mineros golpeados una y otra vez por la vida y por los hombres, sus misérrimos pescadores son impresionantes, pero nunca desesperados, jamás piensan en el suicidio y mientras más abrumados y aplastados más hablan, como haciendo tiempo, se diría que todos ellos están esperando a Godot, Ternura, calor humano, solidaridad, generosidad a borbotones vierten estos desolados seres temblorosos de Alfonso Alcalde, son desesperados optimistas, son los seres atormentados más activos del mundo, descubriendo rápidamente esa otra forma de la vida, esa otra dimensión del dolor humano y del rescate, que es la fábula, el león y el caballo acercándose al hombre, tratando de comprenderlo, hablándole incluso, porque si alguien se sienta a tu lado y te habla ya no estás solo. Ese conmovedor protagonista que compra un caballo muerto de hambre y al que por lástima no lo hace trabajar y lo aloja y lo cuida, plantea así su drama sin esperanza:
"Una tarde, trotando por la avenida Prat, noté que el animal písaba en falso, como si tuviera dos patas más largas o más cortas que las otras, dando bote, soltando el freno. Comprendí que se estaba muriendo, mientras se justificaba con humildad: Hasta aquí no más llegamos, viejito.
—¿Te vas a ir, entonces? — le pregunté.
—Llegó la hora — contestó con tristeza el caballo.
—¡Qué es eso! — le dije para darle ánimo.
—¿Puedo pedir algo? — consultó.
—Claro que sí.
—¿Así a lo amigo?
—A lo amigote.
—¿A lo cumpimpa?
—A lo cumpimpa—, acepté llorando.
—Es algo que no tiene importancia.
—Pide, pide lo que quieras — agregué, sonándome.
—No quiero que los niños me tiren piedras — dijo justo cuando la muerte le llegó a los ojos y se los puso duros, como de vidrio, y yo me quedé mirando en ese reflejo frío.
Había empezado a llover, lentamente, como para abrigarnos, como para protegernos, como para herirnos aún más.
Llegaron un carabinero y un fotógrafo".
Y en su cuento magistral, "El ratón de cada uno", cuyos personajes son pasajeros de un microbús del recorrido Concepción - Coronel - Lota, mineros y ratones y cuyo lugar de acción es el fondo de la tierra hay esta visión tranquila y espeluznante, presidida por la sombra trágica del señor de aquellos temas y de aquel ambiente, Baldomero Lillo:
El Bío-Bío sube hasta el carromato y examina las mercaderías por doquier: las habas ilustres y de cobre viejo en los extremos, como cuchillos fuera de uso, las pescadas blandas como señales de humo, tan extendidas en su muerte, con el ojo de gato casi preciso y casi rojo y el traqueteo, bruces en los vidrios, aúllos en las orejas cuando el sol de la mañana ya muerde su propio destello y empieza a rielar incompleto por los ojos de los pasajeros, salpicando, bullicioso en su contorno broncíneo, dibujando algunos parches otras cicatrices, vaivenes de la vida, marco superficial y decoroso del hombre-topo, hombre-garra que lleva el mar de techo, que usa las olas de sombrero, la espuma de sol callado y seco, entremedio de la tosca y las tripas milenarias y centurientas, agujeros pertinaces de la luz y las sombras sorpresas que no soportan el resto del cielo y se ensañan en esta ceja, luego en ese labio casi torcido por el dolor de vivir en un cuadrado donde apenas entran las manos, y sobre todo los huesos a la intemperie. Nadie hablaría en esas circunstancias, sólo entonces el ruido del motor mientras los rostros se enlazan por la velocidad de la hora apiñados para siempre en un solo montículo, para liberarse de pronto, con euforia cada uno, otra vez dentro de su marco y porfía para llamarse Juan Sepúlveda N° 2.345 de la máquina contadora, sumadora y rescatadora de desdichas, un número marcado a fuego en la espalda, en el alma, mientras toda la sangre vecina se emparenta con el movimiento del carromato, como si los sentimientos pudieran llegar o alcanzar un solo nivel y también el dolor tragado, el hollín devorado a cambio del aire de la esperanza de seguir respirando entre las rocas, es decir, entre los cadáveres de todos nuestros antepasados que ya no son otra cosa que pura cáscara, resonando".
Sin embargo, estimo que Alfonso Alcalde, la voz más grande que ha dado la literatura chilena en los últimos años, lanza su fuerza más depurada, más insondable y tremante en sus caudalosos inagotables versos, en su inabordable, por ahora, gran poema. El crítico Ignacio Valente ha contado alguna vez que, yendo a visitar a alguien, mientras esperaba en el escritorio o la biblioteca, curioseó entre los libros y extrajo un pequeño volumen que le llamó la atención. Al rato entró su amigo y al ver lo que tenía entre manos le dijo, para qué lees esa basura, no se por qué está aquí todavía, debí botarlo hace tiempo. Esa basura tenía versos como éstos:
AQUELLOS
que en los cuartos
circulares se encerraron
y gimieron hasta
silenciar sus ruidos
y luego partieron
y nunca más volvieron a verse
que ensalzaron
sus odios, la coquetería
y hasta la breve total
ilusión del momento
y se desnudaron
y enemigos atroces
mordiéronse estrangulados
cantando
y volvieron una y otra vez
sobre sus cuerpos
y jamás los encontraron.
Si se compara la intensidad implacable de estos versos, que son una auténtica vivisección de los amantes que en el mundo han sido, con la volubilidad esencial del Farewell, de Pablo Neruda, que en definitiva no era sino aquellos en que, andando el tiempo, se convirtió, letra de tango, se llegará a la convicción indudable y auspiciosa de que Alfonso Alcalde es la voz más extraordinaria que ha aparecido en Chile después de Pablo de Rokha. Aún más, se diría, que es la continuación inmediata, sin solución de continuidad, del trágico, cósmico, multiforme e insuprímible Pablo. Pero formular este trabajo es por ahora, dada la índole de estos breves apuntes, sueño para el futuro.
Es conmovedor, después de tanta bazofia, después de tantos cuartos vacíos, después de tantos cuerpos vacíos, de tantas mentes vacías, de tanta genuflexión y tanto orgullo y condecoraciones y premios y pujos y colas para ser premiados prematuramente y sin falta, constatar que por fin, por fin dios mío, están apareciendo en Chile grandes escritores, tocando temas inmovilizados desde centurias, poniendo la pasión creadora no en el inmediato y caduco presente, y en la consabida pitanza, sino en el verdadero frágil arte, en el milagro profundo y palpitante del arte durable, es decir del arte.
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La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional
Por Carlos Droguett
Publicado en Mensaje, N°20, sep-oct de 1971