Antes de explicar a ustedes lo que yo creo es la obra del novelista chileno Carlos Droguett —para ser más exacto: los signos de tres de sus más importantes libros—, quiero hablar de algunas cosas que, aunque no han surgido de este ciclo, se aproximan a él, ya que es como un precipitado del famosísimo boom de la novela hispano-americana. Vamos, pues, a suponer que nuestras sociedades, por lo menos en lo que a la novela se refiere, son sociedades de consumo; y admitiremos que el boom —o digamos el auge inusitado— de esa novela y de esos novelistas, responde a una realidad y a una serie de valores muy concretos, sobre y bajo los cuales juegan las presiones —no podía ser de otra manera— de la sociedad de masas.
Se trata, como ustedes adivinarán, de la muy extensa y variopinta gama de críticas, comentarios, entrevistas, menciones que, desde hace algunos años, ha inundado las revistas y los periódicos del mundo de habla española. De improviso —no quiero dar el año exacto: lo dejo a la imaginación de ustedes—, todo el mundo se pone a comentar, a divulgar, a leer la novela —así, subrayada— hispanoamericana. Repito: no la novela hispanoamericana de hoy, como muy bien ha bautizado este ciclo José María Souvirón, sino la novela hispanoamericana, como si ella hubiera empezado en un punto cero. Pues de eso se trata. Da la impresión de que antes no hubiera habido novelistas en el mundo americano de habla española, y que, si los hubo, no alcanzaron ni la dimensión, ni la popularidad de los que hoy, y con justicia, son leídos hasta en el metro: Cortázar, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, Onetti, Rulfo, Sábato. Algunos se asombran por las técnicas que estos escritores emplean. Otros, por la habilidad con que ellos, sólo ellos, han empleado esas técnicas, que creen nuevas, muy al dernier cri, aunque cualquier persona bien informada sabe que ya pertenecen a la literatura de nuestro siglo, desde hace más o menos cincuenta años, y son, ahora, métodos convencionales, formas aceptadas por los lectores más reaccionarios. El jaleo crítico —ya se sabe que la sociedad de consumo auspicia y protege los jaleos— nace, por supuesto, de toda generación nueva que desea establecerse, y consiste en hacer tabla rasa de los padres y de los abuelos. Mejor: se desea liquidarlos. Eso, en primer lugar. En segundo lugar, se trata de ocultar, y a veces de manera no muy elegante, no ya lo que los padres y abuelos construyeron, sino de intentar pasar por novedosas formas que se remontan incluso al siglo XVIII, pero que nacen ya en nuestro siglo con Dorothy Richardson, Joyce, la Woolf, Faulkner, Kafka, Beckett, y paro de contar, pues la relación podría prolongarse. En tercer lugar se pretende —ya en el campo de escritores que son coetáneos al boom— que sólo existen los que al boom pertenecen, y nada más que ellos (aunque allí están, por ejemplo, Mujica-Laínez, Falcionni, y la lista podría prolongarse). Cualquiera que haya leído, hacia 1964 ó 1965, cierta revista latinoamericana podrá comprobar que lo que digo es exacto, y tan exacto, que creo que ella contribuyó en parte a sentar esas famas: artículos, cartas, entrevistas que, casi siempre, se apoyaban en trípodes o en mesas. De los padres y abuelos, ni hablar. De escritores que crean en el tiempo del boom, tampoco. Por otra parte, lo paradojal es que, sobre sociedades que no son, ni mucho menos, ejemplos de sociedades de consumo, las tiradas de algunos libros, y éste sí es un signo positivo, sobrepasan cifras notables aun para novelistas anglosajones conocidos, y algunos de ellos pueden vivir de su oficio, y lo hacen fuera de sus países de origen: Londres, París, Barcelona. Y en cuarto lugar, ya bien cimentadas sus famas, y repito, de manera merecida, de cuando en cuando se han dedicado a un deporte muy interesante, que consiste en disparar nutridos ataques a la literatura española contemporánea, tratando de no dejar escritor con cabeza. Es .natural: si ellos lo han inventado todo, aquí no se ha inventado nada. El resultado es que, desde aquí, o se ha caído en el panegírico o se ha devuelto la mano, al pretender que nada se puede ganar de la otra orilla. Loores, mandobles y ataques sorpresivos no son sino bumeranes: el arma arrojadiza se vuelve contra el que la lanzó, pero regresa con la punta afilada al pecho del atacante. Pues lo que se deprime, desde allá y desde aquí no es la novela que en América se escribe, o que sólo en parte allá se escribe, o la que aquí se crea, sino la literatura que se extiende en todo el dominio de una lengua. Parafraseando a Donne, diría que, cuando un escritor de valor es disminuido u ocultado, se disminuye y se oculta toda una literatura. Y así como en cualquier organismo vivo, éste no se desarrolla y cumple sus funciones vitales aislado de su medio nutricio, tampoco pueden crecer los escritores cuando rebajan aquello que, rodeándolos y penetrándolos, constituye su razón de existencia:
el. vasto ámbito de la literatura de su lengua, que está sobre las nacionalidades, e incluso más allá de la fuente de la cual manó. Durante estos años —y en este punto sí, parece que también respondemos a lo que nos exige la sociedad de consumo, que ha puesto a los tigres en libertad— hemos asistido a una carrera que consiste en adivinar qué escritores son mejores, si los de este lado del Atlántico o los del otro lado; cuáles —allá— alcanzan mayor dimensión; quiénes venden más dentro de cualquiera tendencia —social, de protesta, del absurdo, de torre de marfil, de lo que sea—. Los tiempos, claro está, son otros. El pobre José Eustasio Rivera no alcanzó a disfrutar las ventajas de la sociedad de masas. No sé cómo se las arreglaría Gallegos (cuando se estableció lo enviaron al destierro) ; pero de lo que no cabe duda es que llegó atrasado al cosmos cultural de la promoción con público rebato.
2
Los libros de Droguett [1] no aparecen —y empleo el verbo en su exacto sentido— en la corriente tumultuosa del boom. Pese a que su obra ha traspasado la extensión de su nacionalidad y de su lengua —pues Eloy, la segunda de sus novelas más importantes, ha sido ya traducida al italiano, holandés y danés, habiendo sido finalista en el Premio de Novela Biblioteca Breve durante el Primer Coloquio Internacional de Novela, celebrado en Formentor—, Droguett no ha figurado en aquella corriente. Fuera de ella ha comenzado, sí, a tener significación. Estando como está tramada inextricablemente a cierta realidad de su país, y siendo como es casi autobiográfica y anecdótica, ha podido, por su fuerza y desgarro, levantarse sobre su ambiente familiar más inmediato, y sobre algo aún más difícil de salvar. Pues sus tres más importantes novelas —Sesenta muertos en la escalera,Eloy y Patas de perro— [2] arrancan de núcleos que se nutren de la evolución social y política chilena y de sucesos que se ligan con ella. En Patas de perro, por ejemplo, el narrador, aunque sólo una vez, se llama Carlos, y dos personajes que por allí merodean son, a poco que se conozca el mundo periodístico y literario de Santiago, hombres identificables. Digamos al pasar que si Droguett no ha querido disimular la condición autobiográfica de esos libros —y descarto, claro está, a
Eloy—, es porque no la teme, y porque en ella se ha sentido más cómodo, más necesario para crear sus universos. Y esto vale para aquellos que al descubrir que el autor se ha retratado a sí mismo lo acusan de cometer un delito de lesa literatura. Después de todo, vaya uno a saber dónde comienza y termina la vida de un escritor, dónde lo que ha imaginado, dónde lo que le trajo el sueño y sembró en su memoria, dónde lo que le dictaron otros hombres, dónde lo que nació de él para que su personaje apareciera, dónde lo que él es y lo que él reflejó, por muy desnudo que estuviera, cuando escribía. Porque saber lo que uno es y lo que es el prójimo, eso, de saberlo, sólo Dios lo averigua. ¿Por qué lo autobiográfico rompería los estambres de una novela? ¿Por qué lo anecdótico lastrará, como en Sesenta muertos en la escalera o en Eloy —es decir, el asesinato de unos estudiantes (1938) y la captura de un bandolero (1941)—, relatos apoyados en sucesos que conmovieron a un país?
Dice al comienzo de esta primera novela:
Amigos míos, no les parecerá bien a ustedes que yo hable sobre eso terrible y rápido que ocurrió en la ciudad hace un año exacto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . S. M. 18
O escribe también, en el mismo tono del cronista, al iniciar la historia del niño-perro:
Escribo para olvidar, esto es un hecho, necesito meter un poco de tranquilidad en mi alma, necesito descansar, necesito dormir, Dios sabe, sólo Dios sabe que hace diez meses que no duermo, aunque él tampoco dormía, bien lo recuerdo. No puedo dormir, no puedo olvidar, sólo por eso escribo, para echarlo de mi memoria, para borrarlo de mi corazón, tal vez después decida morirme o vivir o no vivir, porque él, su figura menuda y pálida, con ese aspecto sucio del sufrimiento, era lo único que me ataba a este mundo, a esta silla, a este trozo de madera en que escribo, pero lo olvidaré, escribo para olvidarlo, sé que lo destruiré totalmente, como él me destruyó sólo con salir corriendo aquella tarde. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . P. P. 17
Que es el tono de su prosa líquida, siempre en movimiento, tal vez porque no le interese detenerla o no pueda hacerlo, con riesgo de que, a veces, se atasque o se salga de su lecho.
3
Lo que no hay que olvidar es que Carlos Droguett practicó, durante algún tiempo, el periodismo, y que desde éste comenzó a escribir sus primeras narraciones. Con lo cual no hago sino comprobar
un hecho. Su estilo tiene algo de la rapidez de la prosa del periodista, su rápido avance, el toque sesgado, nervioso, incisivo, de aquel que tiene que sentarse a la máquina de escribir para entregar, fresca, la noticia. No es la frase del redactor que coge un tema, o se lo señalan, y lo desarrolla con tranquilidad, sin prisa, en su casa. Es el tono del reportero, del cronista, y ha sido uno de sus puntos de apoyo. Droguett ha eliminado, de manera muy consciente, en ella la jerga escuchada, aunque no el disparo de lo coloquial, como veremos más adelante, en un medio como el chileno, que suele ser rico, con sus sombras y luces. En países donde la urgencia es muy grande —la premura de la información abierta, el apremio de la noticia recogida en el mismo lugar del hecho— siempre resulta interesante comprobar cómo muchas veces el periodista y el escritor reflejan la evolución de la lengua, su crecimiento o su deterioro, que no es sino el girar de varias caras: el estrato dialogal, que influye sobre la prosa periodística; ésta, que impregna la capa coloquial; y ambas entregándose mutuas influencias, las cuales bañan el estilo del novelista. El que haya vivido en Chile podrá comprobar, a poco que investigue, y en este sentido, los cambios que ha experimentado la lengua. Los periódicos de 1910, 1920, 1938 ó 1960 van reflejando las transformaciones sociales, económicas, culturales y políticas en realidad tan fluida, que basta, por ejemplo, regresar al país después de pocos años para que salte a la vista: realidad que, por supuesto, tiene muchísimos riesgos en el caso del novelista, pues éste deberá encontrar el punto de equilibrio que no lo lleve a transcribir el habla popular urbana, con sus vicios y virtudes, su sintaxis, sus giros (y digo urbana, y no rural, pues Chile, como otros países hispanoamericanos, padece de macrocefalia capitalina). Es decir, a comprender que un escritor, si no puede desprenderse totalmente de la trama lingüística popular que lo rodea, tampoco puede escribir a espaldas de ella. Si se entrega, naufragará en una prosa que, por lo fluido del medio donde se desliza, envejecerá; si no se rinde, puede que el envejecimiento sea más rápido. (En nuestra tradición resulta admirable, por ejemplo, cómo ha sobrevivido, con todos sus matices, la prosa de Pérez Rosales, o, más atrás, la del jesuita Lacunza, en dos dominios bien diferentes: se los puede leer, a pesar de que por éste han pasado ciento cincuenta años, y por aquél, setenta y tantos. Y esto sin que nos detengamos en todas las técnicas literarias que llegaron a Chile, y fueron, bien o mal, asimiladas a lo largo del siglo anterior y de este siglo: naturalismo, realismo, imagismo, surrealismo, pasando por la impronta de Joyce, Proust, Dos Passos, Henry James, Gertrude Stein, la Woolf, Katherine Mansfield, Kafka, los últimos novelistas norteamericanos o los bizantinismos del nouveau roman.
Lo hemos, pues, ensayado todo, o casi todo. Los frutos, hay que reconocerlo, no han sido tan ricos como en nuestra poesía, salvo algunas excepciones. Una de ellas es Droguett.
4
Las técnicas están allí, al alcance de la mano [3]: las que arrancan de muy lejos —unidades de tiempo, de lugar, de personaje, de acción, temas recurrentes, modelos literarios, estructuras simbólicas, disposición formal en escenas, esquemas cíclicos, etc.—, aquellas que en un tiempo asustaron: léase Joyce, dígase Faulkner, háblese de Virginia Woolf, sumérjase en Kafka, viájese con Dos Passos: monólogo interior, recursos tipográficos, soliloquios, ausencia de puntuación, cambios temporales dentro del monólogo interior; y las que llegaron, y no podía ser de otra manera, del cine: cortes, imágenes múltiples, cámaras lentas, fundidos, primeros planos, panoramas, flash-backs, etcétera. (Hace poco tiempo, Carlos Fuentes confesaba: «El cine me ha servido mucho (...). Creo que decidí ser escritor el día que vi El ciudadano Kane, de Welles. Me reveló —continúa— una serie de posibilidades narrativas a las cuales tiendo...») [4]. Sobre estas últimas, y antes que Joyce —el Joyce, por supuesto, del Ulyses, que data de 1922—, corre, se hunde y aflora la pericia poética de Apollinaire, por dar sólo un nombre decisivo. El problema consistirá en lidiar ese toro nunca quieto que es la conciencia del personaje, que será íntima o fluida, según el narrador trabaje movido por la libre asociación de ideas, se interponga entre personaje y lector, cambie de tiempo, fije al personaje en un lugar bien determinado mientras el tiempo fluye, o detenga el tiempo en tanto el personaje cambia de espacio. El arsenal es tan grande que el dilema tendrá dos caras: tomar contacto, de una manera inconsciente, con ese material para elegir el o los métodos que mejor le acomoden; preguntarse si se puede escribir novela a la manera tradicional después de la guerra relámpago de Joyce, o si, en cambio, es imposible hacerlo, salvo que se caiga en el pastiche; por eso de que la prosa ha sufrido tantos cambios después del Ulyses, que parece tarea imposible, o descabellada, crear a la manera decimonónica, o hacer, por ejemplo, novela sicológica. ¿Parece imposible? Quién sabe. En este punto ni novelistas ni críticos están de acuerdo, y ya se sabe que Robbe-Grillet escribió una novela de aventuras para probarse
a sí mismo, y a los críticos reaccionarios, que él, uno de los cardenales del nouveau roman, era capaz de hacerla. ¿Hasta dónde, hasta qué punto la palabra es capaz de soportar la pérdida de su sentido con los ácidos irracionales? Después de todo, el genial irlandés miope trabajó sobre el esquema de la Odisea, y se dio el lujo, a veces, de mantener las unidades de lugar y tiempo, y la no menos rancia tradición de meter en treinta y tantas páginas nada menos que noventa y cinco casos de recursos retóricos archiconocidos. Con esas técnicas, pues, a la mano, ha creado Droguett, después de quién sabe cuántas exploraciones, hasta encontrar las que mejor pudieran penetrar en su memoria, empujado por el ritmo acezante, caudaloso de su fraseo que avanza en grandes chorros como cuantos de energía. Las trescientas páginas de Sesenta muertos en la escalera están divididas en cuatro partes, además del prólogo y de dos epílogos, aunque a la vista está que no son necesarias y podrían ser suprimidas. En Eloy —doscientas páginas— la narración avanza sin que la detenga valla alguna hasta el desenlace, ni siquiera la barrera de los blancos tipográficos, que sí aparecen en Patas de perro. Siempre esa desaforada prisa con que persigue el núcleo del relato, merodeando tras él, asediándolo, tratando de capturar lo inasible, como en el caso de Bobi, el niño con patas de perro. Rápido, muy rápido, como si fuera a perder algo precioso que tenía que decir: El barrio Matadero, el cerro San Cristóbal, el Parque Forestal de Santiago, Pirque, Buin, los barrios de la clase media, los carabineros, los perros, los mendigos, los abogados; es decir, el ámbito urbano; y el rural, el del bandolero, siempre referido a lo urbano. Y a través de ellos, la obsesiva presencia de lo visceral y de la muerte, ligada al paso del tiempo, que Droguett ve a través de los objetos, de las cosas domésticas y familiares que rodean a sus personajes. He aquí algunos ejemplos:
Sólo conozco que uno termina de vivir, pero no sé si muere, si comienza a vivir su muerte, porque morir ha de ser, quizá, el vivir de las almas, la otra mitad de nosotros. Cada cual llevamos a los muertos en nuestra alma y pensamos en ellos y sentimos que en nuestra tierra se adentra el viento de los muertos y corre enloquecido. Sin los muertos que llevamos a cuestas sólo nuestro exterior viviríamos, alimentaríamos, vestiríamos, sólo nuestro cuerpo, nuestra evidencia de carne. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .S. M. 26.27
De pronto nuevos balazos hicieron retumbar el pavimento. Los hombres de uniforme venían repasando los cadáveres. Los tiros reventaban tranquilos, escalonados, como en un polígono. No se escuchaban gritos ni quejidos ya. Parecía que los conjurados habían organizado una rápida religión y cuando eran heridos, caían mudos, sellados, para no quebrar el puro atardecer que ya venía entrando por los vitraux litúrgicos de los
grandes ventanales ensangrentados. Sí, era aquel un rito primitivo, como el de las iglesias de las primeras edades, cuando los sacerdotes airados y solemnes pastoreaban hacia el templo los hermosos toros mitológicos que habían de ser sacrificados al voraz dios desconocido. El torso degollado dejaba entonces surgir los grandes bramidos religiosos y la sangre corría a borbotones por los mármoles y bañaba al sacerdote. A él le dieron un balazo en un pie y el otro en la cara; el primero le mordió el calcetín y el pantalón, el segundo le quemó con el fogonazo la nariz. El que le disparaba se subió sobre su estómago y se sacudió en él. Pensaría que tenía sangre ahí también y quería que la vomitara. Montes tenía la cara totalmente ensangrentada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .S. M. 143
Y lo visceral:
Matar a alguno no es más que ingresar de maligna manera al cuerpo de alguno para encontrar la llave de la sangre, para abrir al hombre con llave de odio, con llave de puñal o de bala. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .S. M. 79
En primer lugar, están los objetos con los cuales los personajes de Droguett se sienten ligados, tan atados que cada uno de ellos anuncia lo que les va a ocurrir, como si estuvieran, a veces, más allá del tiempo. No están vistos desde el recuerdo, ni son algo ornamental que diera el tono del ambiente. En otras ocasiones están detenidos en el fluir temporal y alimentan al personaje, como una suerte de cordón umbilical. Droguett los ha sembrado en estas tres novelas —ninguna se escapa de contenerlos— como migas de pan que indican el camino de una casa perdida, tal una urdimbre movediza a través de la cual circulan los ritos mortales de la desolación, la ternura, la crueldad y el sueño. Y se encuentran lo mismo en los párrafos caudalosos (a la manera de Wolfe, en la dirección de Pablo de Rokha, pero personalísimos) con que comienza Sesenta muertos en la escalera, o en Eloy, en las últimas horas del bandolero que se aferra a esa trama como una tabla de salvación:
... y hasta los objetos más vulgares nos miraban desde su inmovilidad con su ojo sosegado, con su tristeza disecada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .S. M. 20
O veamos cómo el objeto se une a la muerte. El carabinero ha regresado a su casa: La ciudad no era a lo lejos sino un rescoldo de luces. En ella había muertos ahora. Todos muertos. El hombre estaba tranquilo, pero pensó:
«Yo no hice ningún muerto. Ninguno mató a ninguno, todos los matamos a todos» (...). Se sentó en el cajón. Se sacó una bota, que salió llena de calor, calor acumulado todo el día en la Universidad, en las oficinas, en la escalera, en la escalera, en la escalera, en la calle... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . .S. M. 279
En Eloy, mientras acaricia la carabina, pasando «despaciosamente la mano por el cañón», el bandido acorralado.
había alcanzado a ver unas manzanas bonitas y pequeñitas, unas naranjas tísicas, descoloridas, una botella de leche, un paquete de galletas y una fea muñeca de trapo, grandota y esmirriada, que le daba lástima. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . .E. 13
Aspiraba con ansias el cigarrillo, miraba los pobres muebles y deseaba estar solo para trajinar un poco por esa triste y estrecha vida, abriendo los íntimos cajones, la vieja arca, demasiado señorial y cuidada, demasiado donosa y espléndida para esa miseria, los vestidos de antiguos veranos colgados en clavos, las imágenes de calendarios ya desvanecidos, cuando cumplía condena en Casablanca o estaba fugado en la frontera, por el lado argentino... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . .E. 18- 19
En el niño monstruoso de Patas de perro, el novelista fija la significación del objeto-tiempo, que le ha de servir, como un insólito reloj, para saber los años que han transcurrido desde que Bobi lo abandonó:
Ahí están los zapatos todavía y ahí los dejaré para que pase el tiempo de ellos, el tiempo indicándome los años transcurridos desde que se fue Pero no han transcurrido años, sólo meses... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . .P. P. 21
O como en otro pasaje alucinante de Eloy, cuando el fugitivo ya no sabe si ha muerto, si va a entrar en el trance de la agonía, si las botas —la obsesión de las botas de los policías se conecta, de inmediato, con los objetos que rodearon su vida de zapatero— ya están rodeando su propio cadáver:
Se llenó de humo, no sintió el disparo, sólo veía el humo rodeando la carita risueña, metiéndose en los tranquilos ojos abiertos, golpeando contra los dientes, alzando la cabeza olía el humo y oía los disparos, estaban disparando hacia él, todas las balas dirigidas hacia él, las habría podido contar, pues venían con mucho orden, tal vez con demasiado orden, pensaba con sarcasmo. Comprendía perfectamente que ya la noche se estaba yendo, pues las linternas estaban ahora apagadas y sólo el humo, el humo acre que se le metía por los bigotes y le agarraba el pescuezo y le cosquilleaba la garganta, recordaba las luces, el fuego,
estaban disparando hacia él, pero no le herían, ya no lo podrían herir nunca más, le extrañaba que las balas pudieran pesar tan poco, en realidad no pesaban nada, caían sobre él, sobre su vientre, sobre su cara, sobre sus manos especialmente, las balas eran como hojas, hojas muertas de otoño, nunca pensé que pudieran pesar tan poco, murmuraba, queriendo oírlas, no pesaban en absoluto, eran como el humo o el olor de la pólvora o los gritos de alerta (...) él las recibía sin quejarse, tampoco con extrañeza, las veía más bien y ellas penetraban y atravesaban y tornaban y permanecían con él (...). Ahora había más botas junto a él, serían varios pares, tantos como tenía aquella noche en el taller, junto a la ventana y llegó el caballo empujando el hocico contra el vidrio, eran botas nuevas y firmes y estaban embarradas, había muchas, unos tres o cuatro pares, las demás se perdían en la sombra. Se fueron, agarraron miedo y se fueron, se dijo, se fueron en silencio para que no los sienta, se sacaron las botas para huir, las dejaron junto a mí para que las vea y no los persiga. Las veía completamente y comprendía todo eso muy bien. Dentro de unos minutos podría contarlas (...) Ahora se movieron las botas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .E. 186-190
O se despide de ellas:
Caminó hacia la cama, cogió la manta y se la echó doblada sobre los hombros, recogió la carabina y afirmado como en un bastón sobre ella, se acercó a la puerta, mirando el cuarto en la oscuridad, los vestidos desteñidos y tristes colgados en el clavo, más allá de la ventana, el lavatorio descascarado, el espejo roto empotrado en la pared, y tuvo un estremecimiento (...) Bajo el catre habría zapatos de ellas, del viejo, medias rotas, frascos de remedio, se sentía triste y desilusionado, mirando la cama limpia y pobre, el catre de fierro negro, lustroso, brillando en la oscuridad... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .E. 41
A veces, un edificio, con todos sus objetos dentro, se ha personificado y actúa mágicamente:
Ahí estaba el cinematógrafo de la calle Franklin, aguardándome, esperando para caminar a mi lado, para sonreírme feamente con su cemento viejo, con sus puertas cariadas y desdentadas (...) ¿Tienes canario?, me preguntaba el cinematógrafo de la calle Franklin. ¿Tienes hijo?, me tornaba a preguntar, tosía detrás de mí, me rogaba que no caminara tan apurado, porque a él lo construyeron en 1918 y no puede dar pasos muy firmes, demasiado largos, ¿Tienes hijos?, me preguntaba, se plantaba en medio de la vereda para no dejarme el paso si no le contestaba francamente, se inclinaba un poco hacia mí para encontrarme la mentira en la cara. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . .P. P. 43-44
O, en fin, la dimensión distorsionada del objeto, cuando en Patas de perro, el personaje que ampara Bobi le compra unas botas para
que disimulen su monstruosidad, y el niño las rechaza. Droguett las hará crecer, como botas de siete leguas al revés:
... había caminado hacia la zapatería de don Cosme para comprarle las botas, ¡esas botas para esconderse dentro!, sollozaba, y tornaba a remecerme las piernas. ¿Por qué tengo yo que esconderme, qué tenemos que esconder tú y yo? ¿No es hermoso todo esto, no tenemos tú y yo, padre, que hacerlo hermoso? (...) pero ahí estaban las botas, tan compactas y altas que oscurecían la pieza, tan grandes que él, sollozando, empezó a trepar por una, y como se volcara sobre ella, gateaba escurriéndose dentro... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . .P. P. 20
6
Ya he dicho que las técnicas están al alcance de la mano. Droguett no ha pretendido inventarlas, ni inventárselas, pues aquéllas le han servido de sobra para lo que tenía que contar. Así las ha empleado. Por ejemplo, el deliberado propósito de que la narración fluya, apenas remansada por comas y puntos seguidos; o los bruscos cambios de tiempo y de persona; o el fraseo que le sirve para distanciarse del hecho histórico, para describirlo como si fuera visto desde el futuro; o la frecuencia con que, ál iniciar sus relatos, siembra los temas que desarrollará más tarde; o el nombrar con mayúscula, escamoteando con deliberado propósito, el apellido real del ser de carne y hueso; o la descripción de Santiago, la cual sitúa a la ciudad no sólo en el tiempo de la acción, sino en otro tiempo histórico:
(La ciudad se encontraba rodeada de quintas enormes, soñolientas y señoriales, con grandes espacios abiertos y amplias avenidas sombrías donde era posible bailar y beber mucho, donde era posible estar eternamente alegre. La ciudad, por otra parte, estaba construida al pie de la montaña. La montaña era elevada y gruesa y en el invierno se veía cerca y amenazadora. Entonces pesaba sobre cada ser que vivía abajo en la ciudad, pesaba aplastadora con toda su tierra y toda su piedra milenaria.) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . ... . . . . . . . .S.M. 257-258
O las imágenes taraceadas en el cuerpo de la prosa, que sólo en contadas ocasiones descienden al mal gusto:
... y ahora la mujer había puesto otra vez fuerte la radio para agrandar la pieza.... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . .. ... . . . . . . . .E. 78
... el mar es un edificio fantástico construido por Dios junto a las ciudades. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . .. ... . . . . . . . .E. 124
... como si la muerte fuera un montón de piedras... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... . . . . . . . .P. P. 56
... y él les tenía un poco de envidia, al mismo tiempo que les tenia desconfianza y desdén y su madre empezó a sacar de la sopera grandes cucharones de humo y a él le sirvió una gran humareda... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... . . . . . . . .P. P. 31
Todavía se veía en los ojos de la señorita Estefanía al abuelo agachándose para coger la cojera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... . . . . . . . .P. P. 54
Porque la muerte, para los que disparaban, no era sino eso, la vida que había que dejar inmóvil.) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... . . . . . . . .S. M. 113
O el imbricar de diálogos sobre diálogos; o la malla construida en torno a Eloy, el fugitivo, trama que se sostiene mediante cuatro manantiales que aparecen, se hunden y suben a la superficie del relato, mientras el prófugo huele la muerte próxima y su memoria recorre los espacios vividos: el olor de las violetas, las balas que llegan, la tos de un anciano y el llanto de un niño: cuatro rectas que se unen al final, después de subir hasta estallar en la cima del desenlace. Primero, el olor de las violetas, que no sé si surge con deliberado propósito, que sería el de indicar el recuerdo de la mujer que se ha ido, como consta en la simbología de la flor, o flote allí como un aguijón de sufrimiento. He aquí, pues, cómo Droguett calibra la atmósfera:
Allá lejos, no tan lejos, al otro lado de los árboles, donde se alzaban las matas y desde donde seguramente emanaba esa brisa cargada de perfumes de violetas que venía hacia él, se habían encendido otra vez las linternas...
Y ya, al final, ese olor termina por mezclarse al olor de la sangre, cuando el bandolero va a ser rematado.
...movió sus manos sobre la carabina para golpear la bota y que el hombre comprendiera que él sabía, logró mover la mano, empujó el cañón contra la bota y las botas se movieron y arriba tosió él, muy arriba, demasiado arriba, podría bajar y sentarse a mi lado, dijo con reproche y con deseos de que así ocurriera. El olor de las violetas se le amontonó en la cara, subía por su mano que estaba hundida en el agua y que se agarraba a las flores, nunca había sentido tan fuerte y tan suave y persistente el perfume de las violeta. Son buenas, son buenas, se dijo y él se hundía en ellas, tenía la cara llena de flores y los hombros, la espalda, la mano estirada también estaban llenas de flores, qué bueno, decía, qué bueno que esto haya ocurrido ahora, con la leche no habría podido soportar este perfume y sonreía con cansancio porque en realidad estaba muy cansado y sabía que, abrigado por las violetas, podría echar un corto sueño, en media hora estaré listo, decía, sintiendo al enfermo toser con dulzura a través de las violetas, como apartándolas para acercárselas más, ya no podría verlo si seguían cayendo flores tanta flores, estarán creciendo sobre los árboles, trepando con la neblina, y puso la cara para sentir la humedad que lo aliviaba y se le comunicaba e impregnaba el olor de la sangre, el olor de las violetas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... .. . . . . . . .E. 189-190
La segunda corriente —la de las balas— corta, en un relato que, como he dicho transcurre de un tirón, el ir y venir de la memoria del bandido:
Y cuando tornaba hacia la casa rebotó la primera bala contra las piedras. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... .. . . . . . . .E. 16
Tengo que sacarlos de ahí o echarlos a todos dentro, rezongó, y entonces una bala le mordió la oreja y comprendió que estaba herido... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... .. . . . . . . .E. 59-60
Miraba el cielo rojizo y descolorido para comprender que le quedaba un buen trozo de noche por delante, gastaré mis balas antes de que amanezca, los obligaré a irse, los empujaré hasta la laguna, se dijo, agachándose y disparando tendido en la tierra, haciéndose el muerto, y sobre él descendían las luces de las linternas y rebotaban las balas. Alzó el rostro lleno de sangre, y apretando una maldición entre los dientes, disparó otra vez... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... .. . . . . . . .E. 182
La tercera corriente, más escasa pero no menos tenaz, es la tos del anciano que rompe la noche; aunque aparece hacia el final, después de haberse hundido en el curso del asedio, al comienzo:
...están alertas y preparados para salir en su busca, en su busca, precisamente, hoy que hace tanto frío y tanta tos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... .. .. . . . . . .E. 168-169
El hombre de la tos, entre el humo o la neblina o la penumbra algodonosa que echaban las luces de las linternas tosía quedo, con tranquilidad, apartado de todo eso, a él no le concernía sino su tos, debía cuidarla y vivir para ella, como los otros vivían para sus linternas (...) A través de los disparos, que sonaban en sus orejas, en sus mandíbulas, que le remecían la pierna herida, lo sentía toser con dulzura, con claridad y felicidad casi y le tenía una inmensa simpatía, esa tos le decía algo, era tal vez una señal, un camino, le señalaba el derrotero que deberían seguir sus balas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. ... ... .. . . . . . .E. 182-183
Y la última brota del llanto del niño:
Como creyó oir un leve, un apagado llanto de niño, se sobresaltó y poniéndose de pie se afirmó contra un árbol para oír nítidamente. Serán las cuatro de la mañana, a lo sumo las cinco o seis, pensó, cómo pueden andar con una criatura a esta hora, hace tanto frío, tanta neblina, cómo pueden ser tan bestias y sin entrañas, y desconfiado y asustado, porque sabía que ese llanto era para él, que estaban haciendo con ella a estas horas, exclamó en voz alta... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. .. . .. ... .. . . . . . .E. 142
Primero hicieron llorar al chiquillo, ahora traen al tísico, balbuceó con furia y poniéndose un poco de rodillas, comenzó a disparar hacia las luces... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. .. . .. ... .. . . . . . .E. 176
Todo el relato, dirigido de manera implacable, no concede un solo centímetro a lo sentimental o al temple demagógico, a los cuales habría podido descender si hubiera perdido el control de la narración. En la tradición chilena de relatos de bandidos, Droguett prolonga la línea de los cuentos de Maluenda, aunque con intenciones y matices bien distintos, y empalma con esa magistral novela corta de Guillermo Blanco que se llama Misa de réquiem.
7
He hecho un pequeño experimento: luego de haber grabado algunas páginas de una de estas novelas, las he escuchado, cerrados los ojos. Parece que la prosa de Droguett y lo que ella cuenta hubiera sido creado justamente para la voz viva. Pues bien: hay algo de salmódico en el fraseo droguettiano; tiene calidad de letanía. Sus largos monólogos —que son más nítidos, como tales, en las dos últimas novelas, pues en la primera emplea el guión de diálogo— están escritos como para ser oídos, lo cual, tal vez, indicaría, no una intención deliberada, sino una toma de contacto con capas del lenguaje del español que se habla en Chile, aunque, ya lo he dicho, está clara la distancia a que se coloca de ellas. Monólogos que avanzan en grandes meandros, ligados por el tejido de los objetos-tiempo, y bañados por la muerte, lo visceral, lo mágico. O por la ternura y la crueldad, que son dos polos entre los cuales salta, de cuando en cuando, la corriente eléctrica del desamparo religioso, a veces blasfematorio:
Es bonito el cielo, dijo, es libre, está siempre abierto, Eloy. Eloy miró el cielo y ciertamente lo encontraba repulsivo, desagradable, tibio, asqueroso como la mano del cabo Miranda... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. .. . .. ... .. . . . . . .E. 118
... el invierno es como Dios, total e implacable, y miraba hacia arriba el cielo rojizo, las ramas húmedas, la neblina que rodaba hacia él... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. .. . .. ... .. . . . . . .E. 160
A veces con agobiadora ternura, como cuando recuerda, a su modo, la Navidad:
Esta es la noche en que hace miles de años, en un corral abandonado, se abrieron tristemente las piernas de una mujer joven, brillaron y se estremecieron tristemente, y entre ellas nació un niño débil, hijo de pobres, que más tarde moriría con los brazos abiertos. Esta es la noche en que aquella mujer de rostro dulce y lleno de tristeza parió, resignadamente sola, en un campo silencioso, al hijo suyo. La tierra olorosa a pasto, a guano, a campo, la recibió en sus manos llenas de callos y el niño lloraba ya, lloraba con esa hambre toda su vida. La noche se estaba quieta para sentirlo llorar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. .. . ... ... .. . . . . . .S. M. 32.33
O como cuando el hombre que ha recogido al niño-perro, cuenta a éste la historia del medio pollo —larga paráfrasis del cuento tradicional, que modifica a su gusto—, el cual tiene «un lindo ojo, un solo ojito, señora, una sola pata, ¿sabe, y ahí anda arrastrando la pluma, orondo y suficiente, como si fuera un pollo entero» [5]. Historia que Bobi, el niño con patas de perro, oye absorto, triste, resignado:
¿Existió el medio pollo?, preguntó lentamente él (...) Bobi, algún día, todavía muy, muy lejano, alguien preguntará, algún niño, algún adolescente triste, preguntará: ¿Existió Bobi el patas de perro? ¡Cuánto daría yo porque no existiera!, dijo él con súbita amargura (...) Tu enfermedad, Bobi, es como la que tenía el medio pollo, es que eres distinto, y eso es lo que ellos no te perdonan, tienen miedo, miedo de perder su seguridad (...) Dios puso al perro junto al hombre para que éste no fuera tan malvado... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. .. . ... ... .. . . . . . .P.P. 245-6-7-8
En ninguna novela como en Patas de perro, Droguett ha dejado tan patente, ha dibujado con rasgos con desnudos la condición humana, y con ella lo que significa, para el hombre, su cuerpo, lo que su cuerpo sea o lo que, desde él, aparezca deformado. En este sentido, tiene un aire jeremiaco, recuerda a Job, la poesía, en fin, de los profetas que no podían invocar a su Dios sin partir, primero, de su propia realidad visceral. Y también en Eloy, cuando el bandolero agoniza, herido de una pierna, y cuando ésta parece desprenderse de su cuerpo, hacerse autónoma, caminar por su cuenta hacia los policías que lo asedian. O cuando, en una extraña mezcla plantea lo que, en el fondo, es el dogma católico de la resurrección de los muertos, y una versión muy especial del cuerpo místico:
No hay nada más hipócrita que el cuerpo del hombre, nada mejor para ocultar las cosas malas. Es un horrible emblema Tiempo bueno llegará en que los hombres crezcan espontáneos y se saquen el
cuerpo y lo destierren para siempre de su vida, igual que un traje maligno que trae mala suerte. En este sentido vivo, la muerte es mucho más valerosa, la muerte no es más que un proceso para Ir sacando el cuerpo de la vida del hombre, tirándole de la cabeza del mundo como camisón interminable, para dejar desnuda el alma, libre y puro el hombre desvestido (...) Qué mundo de hombres superiores constituyen los millones de cuerpos Sepultados, donde quiera que ellos congreguen sus espíritus para considerar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . .. .. . ... ... .. .. . .. . . . .S. M. 29
No sé, en fin, lo que Droguett haya querido simbolizar en ese niño que es odiado hasta por los propios perros, o en el hombre, el padre, que lo recibe en su casa y lo defiende del mundo. Podría ser el símbolo de una extraña divinidad, que ha tomado forma casi humana para enseñar al hombre cosas que el hombre no desea aprender. O el precio que se tiene que pagar por ser diferente. O la realidad visible de ese cuerpo invisible, oscuro y luminoso, que todos llevamos dentro. O podría ser, quién sabe, el símbolo del sufrimiento, alegrías o desolaciones de un pueblo que comienza a entrar en la historia en busca de su justicia, a contar de su trayectoria republicana. Pero hay unas palabras claves, una cifra enigmática para el que sepa leer, escritas a la mitad de su última novela, números que flotan en el inconsciente colectivo de los chilenos:
¿Es ésa la llave mediante la cual podríamos abrir el mundo de Droguett? Tan escondida estaba, tan oculta en las doscientas cincuenta mil palabras de sus tres libros, que es posible que ni siquiera el propio escritor haya sabido —o sepa— dónde estaba. De conocer su lugar, el novelista chileno habría podido recoger, tal vez, la sibilina frase de Unamuno: «Y nos salvaremos o nos perderemos, no por lo que fuimos, sino por lo que quisimos ser.»
Miguel Arteche
Embajada de Chile
Edificio BANHSE, of. 203
TEGUCIGALPA (Honduras).
___________________________________________ Notas
[1] Nació en Santiago de Chile, en 1915. Obras: Sesenta muertos en la escalera, 1953; Eloy, 1959; 100 gotas de sangre y 200 de sudor, 1961; Supay el cristiano, 1967; Patas de perro, 1965; El hombre que había olvidado, 1968, novelas; Los mejores cuentos, 1967.
[2] Siglas: Sesenta muertos en la escalera (Nascimento, Santiago de Chile, 1953= S.M.; Eloy (Seix y Barral, Barcelona, 1959)= E.; Patas de perro (Santiago de Chile, Zig-Zag, 1968, tercera edición)= P. P.
[3] Véase: La corriente de la conciencia en la novela moderna, por Robert Humphrey, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1969. Traducción de J. Rodríguez-Puértolas y Carmen Criado de R. P.
[4] En el número 43, enero de 1970, de la revista Mundo nuevo.
[5] «Boggs —explica Y. Pino Saavedra, en Cuentos folklóricos de Chile, Instituto de Investigaciones Folklóricas "Ramón A. Laval", Santiago de Chile, 1961 —cree en su origen español y en que su centro de difusión ha sido Castilla, desde donde el cuento se propagaría a Francia y otras regiones de Europa y América. Espinosa, en cambio, estima que la cuna de este cuento está más bien en Francia». Lo interesante, en todo caso, son las modificaciones introducidas por Droguett: por ejemplo, en la descripción de aquellos «tigres crecidos en los campos de Colchagua», donde jamás los hubo; o en el tono irónico que incrusta en el cuerpo del relato, cuando el medio pollo dice: “Yo sólo hablo lo esencial, si no sería diputado".
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Tres visiones de Carlos Droguett
Por Miguel Arteche
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos. Núm. 253-254, enero-febrero 1971