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Perdona si recién has comido
Capítulo de la novela Matar a los viejos.
Por Carlos Droguett
Publicado en Literatura chilena, creación y crítica. N°16, Abril - Junio de 1981
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Está de uniforme, pero a pie pelado, dentro de una jaula. El uniforme es apenas reconocible por su color indefinido y sus andrajos. En cuanto oscurece el día se encienden los focos y entonces llega más gente a mirarlo. En el día vienen también, pero son más escasas, provincianas y nerviosas, es evidente, todavía tienen miedo. En la rotunda luz del verano, en la somnolienta luz del invierno, parece a ratos lo que en un tiempo fantástico, tan largo, tan corto, fue, un milico tartamudo en su lengua y en su mirada, que después, en ceremonias públicas y en pichangas, se escondía y refugiaba dentro de unos anteojos oscuros, como un ciego sifilítico terminado hasta arriba o un animal enfermo y aterrorizado. En el día, en el fulgurante día, sólo vienen, además, perros a orinarse en los barrotes y ni siquiera se cuidan de él. A él le gustaría que, por lo menos, ellos lo miraran, los abarca en silencio, esperando humilde una mirada, una palabra, una mano, si les habla con dulzura le ladran una o dos veces, sin insistir demasiado, ignorándolo, extendiendo con la lengua un trotecito para deslizarse por él. Una sola tarde, que no olvida, un perro especial se acercó novedoso o amistoso a la jaula. Era un vagabundo, un botado por la vida y por los recuerdos, pero su manera digna de moverse, de enfocar señorialmente el olfato, explorando la basura, de sentarse en su cola y extenderla en la alfombra de las piedras, le hizo imaginar que, en otra época, cuando él mismo era menos viejo, menos harapiento, menos visiblemente nauseabundo, había sido perro de gran clase y gran familia, desvanecida entre las ruinas, agotada como un manantial del tiempo la familia, tal vez emigrados todos, fusilados todos, desaparecidos todos, enumeró lentamente sus pensamientos, esos pensamientos que no parecían pertenecerle. El perro parecía cansado y hastiado, él se inclinó hacia afuera para hablarle y acariciarlo, para acercarse, a través de esa piel sucia y gastada, a la vida que bullía de todas maneras allá abajo, pues tú matas a los vivos, a todos los vivos, pero no a la vida, ella siempre regresa, y súbitamente, traidoramente, el perro lo mordió. Se sentó en el suelo con desgano o cansancio, el rostro hirsuto, carcomido, de largas barbas limosneras, tenia un relumbre de reminiscencia y ansiedad, mientras miraba los dedos heridos y encogidos y después los alrededores, donde se adelgazaba el sol y rugían algunas bestias en sus jaulas. Sintiendo ese menudeado silencio ese derramado y apacible ruido, atrajo hacia sí sus rodillas y empezó a lamerse frugalmente la mano, las escasas gotas de sangre, su gesto era de pasividad, de conformidad o alegre descubrimiento. Cuando no salía ya más sangre, se quedó boquiabierto y primitivo, mirando con sorpresa y desconfianza, arrugando el ceño, estafado u ofendido, se rascó una ceja, el pecho velludo, canoso, grasiento, echó una mirada lenta y cautelosa hacia la tarde nublada y tibia, después al poco cielo. El crepúsculo había iluminado las nubes y la luz se derramaba despaciosa y lechosa hacia él. Se inspeccionó detenidamente la mano, la alzó en el cielo y la movió en el aire como un cascabel o una alcancía, pero sólo sintió el silencio. Se paseó la lengua sedienta por los labios y el bigote ahogado en las barbas salvajes, retozó diseminado y pleno, mostró los dientes salpicados, amarillos, malolientes, los ojos desencajados y hambrientos y trató de morderse con odio, con furia, con descomedida impaciencia, la mano, pero no lo hizo, se le iluminó retrasada la mirada, después las arrugas, que se arrugaron más, se sonrió inspirado, se rió cuidadosamente enloquecido. Eso. Mañana, pasado mañana, cuando el quiltro regresara, le conversaría cariñoso y empalagoso, después torcido e imperdonable, lo ofendería, lo insultaría al chuchas de su madre, podría lanzarle un puntazo, una puñalada traicionera en las verijas o en los ojos, para enfurecerlo, y después le pasaría en bandeja la mano agradecida y pedigüeña. Si, claro que lo haría, como que no hay dios. Se tendió de espaldas, echó sus manos bajo la cabeza y se estremeció de frío o de calor, de revueltas y antiquísimas memorias, de cosas que habían sucedido o no habían sucedido, suspiró enumerando los deshilachados pantalones, los pies abiertos en abanico, de grandes y encorvadas uñas, fuertes como raíces. Mirando las nubes que pasaban lentamente, quedándose, olvidándose, titubeando, yéndose, entreabriéndose, se adormiló. Cuando hacia la tarde llega la camioneta, la gente se aparta para no mancharse y se quedan quietas y mudas, sin lengua y sin ojos, mirándolo, siempre mirándolo o, mejor, imaginándolo. Por encima de los barrotes le disparan el trozo impecable de carne y él lo constata con costumbre, en un gesto heredado y disciplinario, no se mueve de su rincón, no se levanta, con los brazos cruzados, o buscándose en la chaqueta los bolsillos que ya se fueron, metiendo las manos entre los orificios de género, cogiendo un botón, el único apenas dorado que va quedando, respira profundamente y mira con un gesto de frío estupor esa carne sanguinolenta, como si estuviera inconclusa, como si le faltara algo, gritos, ojos, quejidos, sollozos. La gente se aparta, respetuosa o temerosa, la gente guarda miedo todavía, a pesar de todos los años silenciosos e iguales que lo reclutaron para ser vagamente un ser humano, un desconocido y endurecido milico, un mediano y lento general, esperando impasible su hora y su sangre, lanzado como un bólido hacia el futuro, hacia las profundidades de abajo o de arriba, las dos al mismo tiempo. Piensa que después de tanto tiempo y tanto espacio, podrían mirarlo con naturalidad y confianza, ahora que está solo y terminado, sin sus edecanes lustrosos y flamantes, sin sus secretarios apagados y ávidos, ávidos de una amenaza o de una aventura, en la que él, si él quisiera, si lo gritara y escandalizara, podría sembrar una irreparable desventura, un poco de trágica humedad en la pollerita soltera de una niña enamorada, un cuajarón de sangre novelesca en una chica violada por orden, primero por los congrios de la última clase, después por los perros policiales de mi coronel Otaíza, ese loco estructurado, enredado en sus huascazos y sus silbidos, al que tuvimos que dar de baja en el aire, en el bendito helicóptero, para que no nos matara a los cuatro también. Sí, podrían quedarse un rato, acompañándolo hasta el oscurecer, cuando se encienden los focos señalándolo con el dedo, parado, sentado, enroscado como trompo en medio de la pista y llegan los últimos espectadores, la otra gente enlutada, sin facciones y sin cara, sólo con ojos, como si mi general Bonilla o mi general Benavides o mi general Arellano Stark o mi médico de cabecera, el profesor Augusto Schuster, después de interrogarles con el puñal de servicio, o el bisturí recién recibido de cirujano, la lengua, los oídos, los dos oídos, las uñas, las diez puntuales uñas de las manos, las diez sensuales uñas de los pies y el glorioso y final sexo, el privilegiado y desventurado sexo, les hubieran dejado prestados, sólo provisoriamente prestados, los ojos y un poco de silencio. Ahora es un ser inofensivo, tan inofensivo como un mueble trizado, descuajaringado, enteramente agrietado, apolillado y viejo, aunque siempre fue viejo, ya lo eras cuando recién me pololeabas las trenzas en tus fatales salidas domingueras de cadete recién planchado, le decía burlona la Lucía, cuando él, tomándose esas píldoras para dormir, se encaminaba enfurruñado y cabizbajo hacia el baño, contemplándose repulsivo y excedido, puteándose delante del espejo, agarrando un vaso y descabezándolo de un golpe, pensando que cuando la Lucía se durmiera se acercaría sedoso y felino, como se acercaban Otaíza y Arellano a sus víctimas arrodilladas desnudas en el suelo, maniatadas por la sangre en la silla o en la camilla. Entreabría la puerta, la Lucía estaba tendida en los almohadones, leyendo sin leer, con la lucecita manchándole el pecho y la garganta, miraba goteando esa garganta tentadora, estrujaba el trozo de vidrio en la mano y juntaba sin ruido la puerta, una muerte más ni se notaría, suspiraba. Ahora no es sólo más inofensivo, o inofensivo del todo, como una fiera venida a menos en la selva aislada, está, además, flaco, desinflado, jibado, la barba crecida y revuelta muestra la mugre de las canas y de un cuerpo que no se baña, hediondo a sudor, a excrementos, a cadáver. Cuando, al soplar el primer viento frío en el cerro la gente empieza a menudear, instintivamente estira la mano y coge el trozo de carne, en realidad sólo puede arrastrarlo porque es bastante grande, después lo mira atentamente, como esta mañana, ayer en la tarde, el otro día, hace algunos meses o años, no sabe, se miró la mano, como mañana se mirará la mano. Está seguro de que el perro va a volver y que él lo va a insultar tupidito y tratar de herirlo con alguna arma improvisada, una espadita de palo, un cuchillito de plástico, esos con que suelen jugar los niños, o solían jugar, cuando había niños en las poblaciones por la navidad, hacia el cumpleaños de la mamá o de la hermanita, cuando había mamás, cuando había hermanitas. Ese ruido de la camioneta y de los pies que se apagan junto a la jaula, es el único acontecimiento que funciona especialmente para él, la única constancia que se le dedica en la inercia de la vida, de su vida, pues estoy vivo, al parecer todavía estoy vivo, murmura acariciándose o desordenándose la cabellera, cogiendo una tira del pantalón y desgarrándola sin ruido y sin color. Cada día, es decir día por medio, le tiran un trozo de carne y se lo come un poco, calculando lo que podrá quedar para mañana y el podrido olor que revoletea deshaciéndose, primero alrededor de sus manos, después alrededor de la cara, hurgueteándole la boca, lo único intacto que le queda. No recordaba muchas cosas y no le importaba, sólo sabía que estaba vivo, mucho más vivo y exacto que antes, hace muchos años, cuando parecía haber varias personas, varios esqueletos, varios generales, embutidos unos en otros, dentro de él y surgían ceremoniosos y contagiosos, astutos, desconfiados, solapados, untuosos, felpudos, humildes, pacientes, borrados, según fueran las calificaciones del destino y las circunstancias agravantes, pero funcionando entre ellos había un repetido rasgo, un mismo fatal movimiento, una imperecedera marca. Donde se sentaba él, o alguno de esos otros súbitos oficiales, o abría, él o ellos, un cajón del escritorio o la hoja de la puerta, dejaba una mancha de sangre, indefectible y milagrosamente una mancha de sangre fresca y no me beses más y ten cuidado con las sábanas de lino, le dijo una noche la Lucía y agregó, riéndose, mientras regresaba del comedor en bata de dormir, bebiéndose un refresco, parece que tendré que suprimir el rouge de mis labios y de mi cara, con tus besos basta, con tus manos sobra, no sé cómo no me llevan detenida tus gorilas, ¿qué te pasa, viejo? Estás loco, ¿te están sorbiendo el poco seso tus muertos, los muertos de tu marca y tu propiedad? ¿Por qué no ordenas sacar las puertas y el pasamanos de la escalera o nos vamos a vivir juntos al cementerio, mejor? Lo mismo ocurría cuando sacando un trocito de lengua firmaba documentos, decretos, saqueos, sentencias, siempre, bajo su firma, como el legitimado timbre de su burocracia, surgía la infaltable mancha de sangre, los secretarios se tornaban blancos, estresados, odiosos y trataban de no mirarlo, se les caían al suelo los papeles, las manos, los ojos, el sudor mortis, sentenciados y traspapelados y, como tenia que suceder, uno de ellos una noche se pegó un tiro porque él le preguntó que qué putas pasaba, por qué lo estaba provocando. No soy yo, mi general, no soy yo el que deja ese rastro, balbuceó meándose el tipo, ¿y quién entonces, mierda? , vociferó él. No, no asistió, por supuesto, a los funerales. Por supuesto, pensó, jamás hice o me hicieron, desde aquel histórico setiembre, algo que no tuviera que ser pagado chinchin, no me ponía furioso por nada, desconfiado por nada, siempre se me pagaba puntualmente lo que tenia que hacer o decir, también lo que difariaba tarde en la noche, tendido en la cama y, a veces, en el suelo, porque hacía calor o porque la Lucía le decía cosas hirientes o fulgurantes. Fue entonces que, acostado a su lado, apartándose ella en sueños o provocativamente despierta, pensó primero en la navaja, después en el vaso, degollado en el lavatorio. Respiró, recordando pringado, trozos de personas vivas o muertas o de palabras vivas o muertas, no, no recordaba muchas cosas, sólo sabía que estaba vivo, que lo habían dejado, de todas maneras, vivo y eso, a veces, lo admiraba y lo estremecía, se sonreía misterioso y auspicioso en la madrugada, trepando como un mono por las rejas, mirando allá abajo los pies desnudos, deformados y pulverulentos que se agarraban pujando para trepar y le parecía que siempre, toda la vida, había andado con los pies desnudos en las ceremonias oficiales o privadas, en los simples regocijos familiares o cuarteleros, cuando salía su edecán de servicio, cuando entraba su ministro de guerra, cuando Arellano Stark regresaba acezando y humeando, evaporando sangre en las narices, en la boca, en el pelo, en las manos, en la capa de color arena que lo hacia tornarse petrificado y salitroso, salido del sol de carne en el norte, donde fusiló miles, miles, miles, con proceso, sin proceso, en la cárcel, en la escuela, en el hospital, en el manicomio, en la iglesia, en la cama, en la espalda, en el vientre, en un ojo, en el otro, en los testículos, en el pene perdidamente enamorado, en la chucha soñando sueños entre los muslos blanquitos. Blanquitos hasta que llegamos nosotros. Había una mujercita frágil, transparente, que era una tentación cuando lloraba y un orgasmo cuando sollozaba, no, no se podía, muchos meses de embarazo para desnudarla y para. Desde luego, cumplimos con el reglamento y la fusilamos sin asco. Se miraba una y otra vez los pies desnudos y animales, si, estaba seguro sin extrañeza de que siempre había andado a pata pelada, también cuando subió al avión para volar engalanado y espirituado a los funerales del generalísimo Franco, mi padrino, mi espejo, mi teoría, la gente enguantada y entorchada, los ministros plenipotenciarios de todos los colores, amarillos, rojos, verdosos o cenicientos o recién lustrados, no lo miraban ni lo saludaban, ese huesoso giscard francés, parecido a una momia egipcia tosida por la tuberculosis, se negó ostensiblemente a darle la mano, pues sabrían ya lo que ocurría en Chile, en Santiago, en su oficina, en su casa, en la escalera de su pupitre o de su dormitorio, cuando iba subiendo despaciosamente, eternizando una sonrisa fría, friolenta, en la comisura apretada de los labios, la gente enlutada de negro y de blanco lo miraba con estupor y escándalo en la capilla ardiente enflorada y asfixiada, señalándolo a él y al ataúd, como si el ataúd y él estuvieran íntimamente relacionados o estuvieran cortados de la misma madera y en la misma forma, como si por alguna monstruosidad marxista -leninista que no entendía el ataúd debiera estar dentro de él, o él dentro del ataúd o quizá al lado, abrazando, borracho inconsolable y pesaroso, el barniz caoba de la caja o el barniz verdoso del cadáver, besándolo gloriosamente en la boca a mi general, dándole urgente respiración artificial o respirándolo al caudillo y al podrido, la respiración magistral que precisaba para acelerar y aceitar la muerte, las violaciones programadas por orden de escalafón y de especialidades, los interrogatorios eléctricos a media luz y a todo chancho, las confesiones moribundas borboteando sangre y tejiendo telarañas, enjuagándose y lustrándose con el olor exquisito de la muerte, con el ramo de la muerte, con la rama despeinada de la muerte, el Infante don Juan Carlos, tan limpio e importado y demasiado fino y solar, también se olvidó de pasarle una venia y se iba apartando, apretándose discreta y principescamente las narices, para evitar el contagio, para sujetar la náusea entre la mano y la boca. El no se enojaba por eso, no se consideraba desairado ni barrido, todo, todo, la soledad en que lo dejaban, junto a la vida, junto a la muerte, la muerte encerrada en frascos de remedio, la muerte en píldoras administrada en la boca de los fusiles, en la boca del fusilado, en las bocas de las heridas del asesinado, lo hace a uno tornarse iluminado, embriagado y multiplicado con el vino de la muerte y él siempre tenía el pálpito de que había otros fulanos, más cínicos, más canallas, más despiadados, también a pie pelado, circulando prohibidos y presurosos adentro de su cuerpo, buscando gritos, acarreando quejidos, sí, todo eso lo hace a uno tornarse cachudo, cuidadoso, desconfiado, olvidadizo. Cuando asesinaron a Allende, inmediatamente empezó a salirse de las cosas, se olvidaba de todo, de lo más mínimo o lo más fabuloso, donde estaba parado o sentado hacia un rato, ayer no más, ahora nada más, siempre ahora, ahora hoy, ahora mañana y pasado mañana, ahora y siempre para siempre, sentado donde debería estar sentado Allende, desangrándose Allende sin darse cuenta de que se desangraba, que él lo desangraba aquí en mis guantes, en mis dientes, en mi guerrera chora y mis anteojos apagados de ciego, estás sentado en él, ni más ni menos, lo urgía con tranquila burla la Lucía, para picarlo y congestionarlo, te olvidas de todo, hasta de que estás sentado e inaugurado en él, Allende es una silla mojada que tú te cortaste, primero fue una escalera empapada, los primeros escalones de tu escala musical fatal y resbaladiza, baja los ojos y verás dónde estás repatingado para siempre, aunque te mueras, a horcajadas en su corazón, montado sin clase en su cabeza, en su boca, en sus ojos, no seas tembloroso ni zorzal, ya no puede hablar, ya no puede mirar, sobre todo, ya no puede mirarte y verte por la primera vez, tal como eres, tal como eras, te lo digo yo, tu mujer, por tu bien o por tu mal tengo que decírtelo, te olvidas hasta de besarme o de abrazarme, aunque, no creas, no me gusta como antes del día 11, no, no me gusta nada, ahora hueles raro, no sólo raro sino espantoso, no, no te acerques y no apagues la luz. La gente, ahí en la ceremonia burocrática de su oficina, se apartaba miedosa y calculosa, en la ceremonia fúnebre de España se apartaba apresurada y volada, para que en ese pasadizo de silencio, en ese pasadizo húmedo de bocas mudas y de manos enguantadas y guardadas, él se notara más y sonaran bárbaro sus pies selváticos chapoteando por una interminable eglógica y rojiza acequia que iban improvisando y cavando, no, no, no te muevas, murmuraba moviéndose para no caerse, mientras sentía calor y frío, frío y calor porque no se atrevía a hacerlo y lo hacia como si fuera sagrado y sacramentado que por donde pasara iría dejando esa huella notoria y profesional, resplandeciente, reciente, policial como un retrato. A menudo reflexionaba sobre ello o trataba de hacerlo con frialdad. La idea le había venido la noche misma del asesinato de Allende. ¿Porqué lo habían asesinado? La pregunta le daba pasmo, miedo, inseguridad, sospecha, porque adivinaba que era una pregunta que, con toda seguridad, él mismo libremente no se la formulaba, sino que alguien maldito, alguien conocido, desconocido, cercano, lejano, insistentemente le deletreaba y se la filtraba a traición cuando dormía y en el sueño, se le entreabría la boca, roncando. ¿Quién? ¿Allende, el general Prats? ¿O, probablemente, Leigh ? El donoso, el torcido, el cosquilloso, el viudo de una suicida, el que, recordaba él perfectamente, tuvo un oportuno ataque de nervios que le agarraba al mismo tiempo, coquetamente, el rostro y la cintura, asomando ahí, esperanzada y marchita, la doble flor de una espuma, en el labio inferior, histeroide o leporino y en el labio soltero-y puto de la cintura, sí, hacia arriba, un Leigh volátil y dudoso, agitado y tembloroso, ofreciendo pucheritos de lágrimas, sí, hacia abajo, otro Leigh o el mismo, recién vestido o desvistiéndose, retorciendo su cintura de seda como una llama, como una histérica y lúbrica llamarada que abrazaba, o quería abrazar, no sólo al Palacio de La Moneda, sino también a Salvador Allende ensangrentado, también a é1, a mi, el general en jefe, el generalísimo, el excelentísimo señor presidente de la república destrozada que todavía ardía, que durante muchísimos años seguiría ardiendo en las tinieblas, sentía los sollozos risueños, mezclados, agradecidos, intermitentemente encendidos y apagados de Leigh cuando se abrieron las sucesivas explosiones y vieron surgir el paquete de llamas y de humo negro, azul, rojizo, ese humo que crecía y ardía ensangrentado desde las habitaciones privadas del Presidente de la República y entonces, en ese momento detenido para siempre, Leigh estaba retorciéndose a sus pies, llorando y revoloteando y con las lágrimas lo miraba y con los sollozos le clamaba a su mujer, a la primera, a la segunda, que por piedad se suicidara.
La jaula no era pequeña, él, a buen paso, como un regimiento encogido podría tranquear, marcial y circense, hasta trece veces, pero eso lo hacía sólo de noche, es decir en la madrugada, cuando bostezaba aletargado y se arrodillaba en el suelo para desperezarse, como cuando, antiguamente, hacía sus ejercicios gimnásticos estomacales y divertidos, doblándose hacia atrás, hacia adelante, a un lado, al otro, bajando las manos hasta tocar el suelo, la tumba de él, la de los otros, todas las tumbas que están creciendo ordenadamente en tu memoria, zumbando su miel las abejas de la muerte en tu cabeza casposa, se reía y se estremecía la Lucía, él se quedaba callado, vacío, tibio, listo para enfriarse, la miraba de perfil por el espejo, tenía ella la mirada perdida, recordando sus gimnasias de ayer, escuchando sus risas de ayer, inclinada ella también hasta el suelo, como si fuera a vomitar, a vomitarlo a él, sus manos torpes y musculosas que descendían hasta el fondo de la tierra para extraer cadáveres y ataúdes, sí, tendría que hacerla examinar, ella le daba miedo, cada vez más receloso miedo. La jaula en que antes estaba no era tan grande y era mucho más hedionda, la jaula de los monos, los monos araña, los monos tití, los gorilas recién nacidos, junto a una gruta sombría y húmeda donde reptaban serpientes de barro lavado o de vegetales. La de ahora está más al aire libre y más a la vista, donde le llega directa la luz del sol, el chapoteo de la lluvia que le apresura los ojos y los labios. Cuando hace unos días desocuparon la jaula de la hiena, contempló todo eso con un poco de manual curiosidad, pues lo sacaron de la pequeña jaula encadenado de una mano y un pie, lo subieron por un senderito, enjaulado también el senderito, mientras sentía invisibles voces, aullidos, risas, susurros, ráfagas de viento o de silencio. Se quedó inmóvil y pensativo y trató de estar seguro de que ese movimiento, ese ritual sin apuro de desocupar la jaula de la hiena, estando la hiena y él presentes en la mudanza, era un ascenso que se le brindaba, en todo caso un reconocimiento a su hoja de servicios y una condecoración muy especial. Aquella noche durmió muy mal, en realidad no logró dormir sino cuando era de día, pues estuvo la oscuridad amablemente rodeándolo, ágil y desenvuelto recorrió el piso, acariciando los barrotes, los rincones de hierro, tratando de aislar, de recoger, de descubrir el olor manchado de la hiena que rodaba invisible junto a él, pero, curiosamente, sólo encontró y reconoció su propio y peculiar olor, como si siempre, toda su vida, desde los barrotes de la cuna, hubiera estado enrejado en la jaula de la hiena, enjaulado en el cuerpo de la hiena. La gente dominguera que se detenía frente a él y lo miraba minuciosamente estaba de luto, siempre de luto, todos de luto y esto no lo hacía pensar enfermo ni le causaba sorpresa, una gente se muere, la otra gente llora, después se desnuda y se viste más ensimismada, se estremece y echa una bocanada de sollozos, se van caminando por la calle, trepando el cerro a buscarlo, a preguntarle, a informarse, a mirarlo, sólo a mirarlo, como si él fuera una obra de arte complicado, una pintura imposible, inconcebible, lanzada a las vitrinas por ese loco rayado de Picasso, el pintamonos, el comunista, que tenía, monstruosamente, en su cuerpo, una cantidad desorbitada de ojos y muchísimas manos que jamás se las pudieron contar ni cortar. La gente se amontona para contemplarlo lentamente, tal vez para aprenderlo de memoria y recordarlo y deletrearlo, aunque no está seguro, en realidad no lo miran, sólo lloran, sólo empiezan a lamentarse humilde y avergonzadamente, como si hubieran perdido el portamonedas con el sueldo recortado del mes, como si se hubieran perdido en esta ciudad extranjera y enorme, ahora despoblada y desfigurada, no sólo están de luto en sus vestidos, sus medias y corbatas, también en su cara, especialmente en sus ojos, llegan llorando o listas para hacerlo, como si se tuvieran o le tuvieran mucha lástima. Cierta vez una vieja se agarró de los barrotes y los remecía con sus sollozos y al mirar la sangre se desmayó, él cogió velozmente la carne y comenzó a comérsela urgente. Cuando pensaba o trataba de pensar le venía hambre, le dolía la cabeza y lo angustiaba el estómago, empujándolo, miraba el suelo y en el suelo estaba botada sólo la mancha sanguinolenta del día anterior, es decir de antes de ayer, faltaban, pues, todavía muchas horas. Suspirando miraba el cielo, se volvía de espaldas, ignorándolos a los curiosos, deseando odiarlos, pero era extraño, no podía odiarlos, no odiaba nada, no amaba nada, sólo ansiaba con angustia su almuerzo, la carne roja, todavía viva, recién hachada, chorreando generosa sólo para él. Se sonreía espantoso, borrándolos, barriéndolos de un golpe con la mirada, adivinándolos cerca, lejos, en sus ocupaciones o en sus dolores, ocupados en el oficio de sus obsesiones, de sus lutos y sus duelos, repasándolos, reemplazándolos, juntándolos para reconstruírlos más durables y afligidos, pensando constante e inconsiderablemente en él, sabiendo que dentro de un rato se plantarían en tropel junto a la reja, mirándolo clavados y callados, sí, el sufrimiento es una profesión indigna. La primera vez que vio a unas mujeres llorando trágicas y teatrales, le dio rabia, pánico, rabia, cansancio, maquinalmente se llevó la mano a la cintura para buscarse el revólver, el puñal, la daga, había un tiempo, hubo un tiempo lindo y fabuloso, lo recordaba nebulosamente, en que toda la gente desparramada en sus patios, en sus pasadizos y en sus cuartos lloraban con escándalo, lloraban tanto y tan parecido y tan aburrido, que él estaba seguro de que eran unos falsos y unos falsarios, unos infamadores llenos de humo, unos hipócritas ilusionistas y aficionados entonces, lo pensaba lleno de dudas en los detalles, se llevaba las manos al cinturón, alzaba la mano enguantada y partía un saludo que caía hasta sus botas, juntándolas y haciéndolas sonar, sonaban hierros, rejas, silencios de hierro, disparos desorientados y desatentados, buscándose unos a otros, quejidos cómodamente posados en la garganta, bien al fondo de los ojos y de las orejas, todo en el mismo orden, de su cintura caía carne viva, goteando, rodaban ojos, dedos, orejas, corriendo por la pintura roja y por la memoria, de su revólver reptaban largos y delgados muertos goteando unas palabras calladas sin dinero, unos gestos sin gente, había un ancho silencio, blando, blanco y muelle y en ese silencio se instalaba la Lucía, abriendo la enagua, mirándolo con los muslos, le sonreía holgada y fragante dentro de su vestido nuevo y como él quería acercarse para preguntarle si pasaba algo, si necesitaba algo, le contestaba tenue y fría, ten cuidado con manchar las cortinas o mis vuelos o mis plisados, siempre te estás olvidando que eres especial, en una sola semana he tenido que cambiar no sólo los cortinajes, los visillos, las pantallas de las lámparas del dormitorio, de la salita, del salón, sino también los juegos de sábanas, las toallas, todas las toallas, mis blusas, mi ropa interior, las servilletas, todas las servilletas, tus ternos, tus uniformes, tus gorras, tus guantes desde luego, no, no, por favor, no te muevas que voy a traer el balde y un trapero y el jabón bruto y el desinfectante.
La gente lo mira y llora y al mirarlo y al llorar lo ignora o parece ignorarlo, mirando más lejos. Cuando llueve no vienen y entonces se siente triste, abandonado, inútil, hambriento, los quejidos y los llantos le dan mucha ansia, sin darse cuenta abre la boca y entre la crecida barba muestra los dientes, que le crecen abominables. Lo peor es que, cuando sopla el viento, luego la tempestad y cae el agua a cántaros, no sólo no viene la gente sino que tampoco el tipo de la camioneta, el que golpea la puerta de lata, carga un enorme trozo de carne viva y muerta y se lo lanza por el cielo. La primera vez él se abalanzó desbocado a agarrar la carne y el fulano, ese tipo raquítico y joven, colgado de la pisadera, hablando frivolidades con el chofer, se rió, una risa sin nada adentro, ni siquiera alegre, sólo joven y comentadora, hasta promisoria y comprensiva, de que él hubiera mostrado demasiado hacia afuera, con un resto de esclava penuria, que tenía hambre, mucha hambre. Ese gallo, ese obrero, esa risa, antes no habrían existido ni por un suspiro, no se habrían atrevido a existir, pensó, pensó también éste soy yo, el de antes, el que se comía la risa y la gente que las emitía, y también se comía las lágrimas y la gente que las emitía. Reflexionando asÍ, tuvo una gran furia, una furia inútil y sin trabajo, sin resultado, dejó caer choreado el trozo de carne a sus pies, sentía rabia o quizás sólo desilusión o animadversión contra sí mismo, pateó hasta dos veces la carne, como si hubiera sido un trozo vivo de cara, de mano, de pie, un pedazo de persona, se agarró a la reja para desclavarla, la remeció y aulló, se llevó la mano a la cintura en un gesto inútilmente militar, pero en la cintura, un poquito adentro, sólo tenía hambre. Cuando hay temporal, el viento barre el cerro, las hojas las va empujando desordenado hacia él, las barre junto con él, y sus harapos, sigue soplando y porfiando, él se sienta en una piedra o en el barro, donde se ve más solo, más desamparado, casi inexistente e insignificante y en una tarde borrascosa así fue que apareció el perro y primero le olió la mano. En realidad era una perra, murmuró, le observó la sembradura de pezones y el vientre hinchada por la preñez, tenía un hocico agradable y suave, unos ojos límpidos y rápidos que le recordaban algo o alguien. Mientras le pasaba la mano por las orejas fue que lo mordió, no permitiéndole ser cariñoso y empalagoso como lo era con la Lucía. ¿Por qué había pensado en ella ahora, precisamente ahora? Hacía meses, años, eternidades que la Lucía no venía a verlo, no sabía lo que le había pasado, tampoco sabía lo que le había pasado a él mismo, sólo se daba cuenta de que estaba encarcelado en esta alambrada circular que no tenía techo ni nada, sólo el cielo, sólo la noche cálida o fría, el sol relumbrando libremente, la lluvia corriendo por sus pies, sí, no estaba encarcelado del todo, podría fugarse si lo quisiera o lo intentara, pero tal vez era eso lo que se esperaba de él, que lo intentara, que empezara a hacerlo. Pero esa trampa no le importaba ahora, no lo sorprendía ahora, sólo pensaba en la perra. Sí, era posible, enteramente posible, ¿por qué esos ojos inocentes y turbios le habían recordado algo o alguien palpable, de carne y hueso? Ese hocico ansioso, goloso, acongojado, obsceno, él también, estaba embarazado, por eso no venía la Lucía o había venido ahora mismo, disfrazada y transformada para sorprenderlo y humillarlo y mostrarle su vientre hinchado y, finalmente, morderlo.
A veces, cuando está la gente reunida, enlutada sin falta, circulando por la reja, mirándolo, sólo mirándolo detenidamente, desde los pies deformados y malvados, las uñas sucias, enmarañadas, bestiales, hasta la cabeza torpe, tozuda, de cabellera ociosa y errabunda, tornando a mirarlo sin hablar y sin pensar, sin comentar un recuerdo, también entonces se torna caprichoso y fatal, y la gente, en lugar de reírse sin apuro, como el tipo de la camioneta, despierta súbitamente de su melancolía o su indiferencia y retrocede en las sombras, perdiéndose entre los árboles y él escucha algunos sollozos y divisa algunos pañuelos. Camina por el suelo lleno de pedruscos, de restos de vidrio o de madera y no le duelen los pies, los bordes del pantalón están más deshilachados y embarrados, se sienta con la espalda empujando la reja y se va quitando meticulosamente las hilachas, siente la soledad, repetidamente siente la soledad, el cielo está muy bajo, las nubes descienden hacia él y se van volando, la lluvia ya esta que se descarga, huele el agua próxima y huele su calor. Sintió el ruido de la camioneta cuando los relámpagos iluminaron ese trozo de cerro, pero no se movió, escuchaba, pero no se movió, el hombre se bajó saltando de la pisadera, él no lo vio venir, seguía de espaldas al cerro y los árboles que bajaban por los caminos y precipicios o se iban cansando y escaseando hacia la cumbre, desde ahí alcanzaba a divisar el pelaje manchado de la hiena, el pelaje invernal rojizo del león, el pelaje amarillo y cicatrizado del tigre. A veces, los días domingo, por ejemplo, cuando vaga mucho mundo por los jardines y se detienen frente a la jaula del oso, del lobo, del leopardo, se ríen y charlan apacibles y desprevenidos, después se plantan frente a su jaula, pero ahora están sumidos y ensombrecidos, como si de repente hubieran envejecido o enfermado. Cuando la gente se termina, porque el sol ya se va ocultando en un rescoldo palpitante y triste, las fieras aúllan hacia el crepúsculo, un aullido de soledad, de miedo, de nostalgia, se mueven y remueven inquietas, raspando con sus garras el suelo cuando el tipo de la camioneta no se acerca a sus jaulas sino sólo a la de él, todo el tiempo primero a la de é1, un privilegiado, un escogido, un señalado, entonces aúllan larga y lastimeramente, alzando una pata para rajar el aire, mostrando la lengua y la dentadura en un ingenuo y conmovido gesto de protesta, de atrasada protesta y no sólo de protesta contra él. El animal que está vestido, aunque rotoso, astroso y a pie pelado, ha sido preferido una vez más a ellas, que fueron perseguidas y acorraladas sin piedad en las montañas, en la selva, en las cuevas, en los pantanos, a diferencia de él, que fue domésticamente cazado, como una rata, entre el dormitorio y la cocina y no quiso defenderse o no supo hacerlo o aprenderlo, pues el revólver, más aterrorizado que él mismo, se le cayó de las manos y ya estaba de rodillas y la sonrisa servil se le descascaró de los labios y el color de la cara se le tajeó de arrugas con trozos de cara. La idea de que las fieras aúllan soberbiamente de envidia vueltas hacia su jaula, le divierte desde luego, la acepta y le halaga, le acarrea algunos desvanecidos hechos que todavía no puede juntar, que trata de escarbar en la basura de la memoria, en el basural de sus dedos revolcados, desmenuzados entre la barba y la barriga, pero ese reiterado y alargado aullido de tristeza, de orgullosa tristeza, ese insistente e inútil raspar la tierra con las garras, está indicando algo así como si la presencia de él en una jaula honrada y funcional no fuera justa ni reglamentaria, no sólo eso, sino que, además, los ofendiera y aniquilara y los suprimiera por mansos. Ese corto recuerdo, unido a otros recuerdos más personales, lo hace reírse un trecho, se ríe por fuera, sin ganas, sólo por darse ánimos, para agrandar la soledad acompañándose mientras se quita, familiar y artísticamente ensimismado, algunas hilachas de la rodilla derecha, que, en realidad, prolonga la pierna desnuda hacia esos pelos sucios, blanquizcos, algo ajenos y afuerinos. Fue el mismo martes 11 de septiembre, al anochecer, cuando, fatigado y adormilado, en previsión de futuros y más agradables acontecimientos que decidió, soñando, dejarse crecer las uñas. En la madrugada despertó lejano y liviano y, como una corazonada, en la oscuridad se miró las manos y comprobó satisfecho y engreído que las uñas le habían crecido súbita y salvajemente e inmediatamente, sin darse tiempo para pensar más nada, sólo ese corto milagro, esa miniatura de milagro, comenzó a aullar, a gritar tamborileado como tarzán de los monos, un grito que palpitaba hinchado y encendido, planeaba a esas horas, las primeras de la madrugada, de su primera auténtica madrugada, como un humo monstruoso y pegajoso, un humo fatal y ostensorio, rastreando y dibujando la ciudad aterrorizada. Alcanzó a mirar la hora en el reloj luminoso, eran las tres clavadas y la Lucía despertó intrigada y preocupada, acariciándose las legañas, creyendo que le había dado un ataque de locura o, lo que era peor, de arrepentimiento. El se sentó, terco y reglamentario, y la arañó, la arañó aullando amoroso y tenebroso, hasta que constató las rayitas de sangre que rayaban el caliente rostro de su mujer, mientras sus hijos se levantaban apresurados, encendían las luces, todas las luces, abrían la puerta, se asomaban, más que angustiados curiosos y la cerraban discretamente. La Lucía le preparó un café negro, con coñac, él cogió la cucharilla y lo revolvió, empujó la taza en el velador y aulló suavecito, ensayándose, la mirada perdida en la selva sanguinolenta, despanzurrada y prevista, que él acababa de inaugurar, ahora se ríe ardiloso, se ríe suelto y desenvuelto, salta de la cama y se arrastra ágilmente en cuatro patas, coge la cortina de felpa y le mueve las polleras para agarrarse y trepar, el teléfono empieza a sonar, la Lucía lo contempla escandalizada y única, pálida de marfil, insinuando con las manos y la boca unos gestos retenidos de niñita, él se arrastra, coge el fono, mete el hocico en él y aúlla ferozmente. La Lucía está sonando en la cocina, tiritando de frío, muda, pensativa, soñadora más que asustada, luego viene y le trae una taza de te negro, con whisky, él la coge y la empuja en el mármol, junto a la taza de café, ya frío, y contempla misteriosamente, con dos distintas y barajadas miradas en cada ojo, a la Lucía, abarcándola medio desnuda y mundana, empieza a secretear bajito, como si rezara, apaga la luz y aúlla en la oscuridad. Porque había habido una cosa que le atraía y le producía insomnio, jaqueca, dolores de cabeza y, a veces, se quedaba dormido roncando, botada su cara en el cristal del escritorio, mientras caían al suelo papeles sigilosos, documentos secretos, cables muertos de miedo, oficios finos de las embajadas extranjeras, listas de prisioneros de la DINA, listas de la DINA conteniendo torturados, fusilados, desaparecidos, cadáveres enterrados en los patios del regimiento de San Bernardo, cadáveres encargados en las sábanas desplegadas de El Mercurio, carne que necesitaba comprar con urgencia para seguir subsistiendo. Eso no lo olvidaba y le daba un poco de tranquilidad, es decir de nerviosidad, porque después de tantas semanas, meses, años de fusilar gente, de atormentar gente, de ahogarlas en el mar o en la electricidad, de ordenar que le llevaran al comedor, luego al baño a una niña para ser violada en su presencia, a un muchachito que debía ser torturado por dentro y por fuera, mientras él se afeitaba sin hacerse un rasguño, lo que era necesario para calibrar sus nervios, sí, mientras se miraba en el espejo y en la memoria, mientras lentamente se admiraba, se daba cuenta, abismado, de que su cara cambiaba vertiginosamente, de que sus facciones eran un resumen y una antología de todos los miles de asesinados que dormían en el cementerio o que circulaban desvanecidos en el aire, buscándose y buscándole, la cara, las manos.
Esa noche el hombre de la camioneta hizo dos viajes desde la puerta abierta hasta la jaula. Primero trajo el tradicional trozo de carne y se lo lanzó por lo alto, pero no se fue. El se ha fijado en que al león, al tigre, al chacal, al leopardo, al lobo, a la hiena, no le tiran la comida, no, el hombre de la camioneta abre confianzudo un trecho de reja y con un bastón de fierro les sirve gentilmente su ración, les sonríe amistoso y cómplice, les habla sobrado y compadre, evidente, no les tiene una pizca de miedo, ellos lo conocen de años y por eso reclaman y escandalizan cuando lo prefieren a él, el último llegado al parque, como si fuera un falsificado, un advenedizo un verdoso y tierno herviboro. Todo eso lo hace reírse, en realidad sonreírse, jamás, recuerda, acostumbraba reírse a carcajadas, salido de su cuartel o de su uniforme, como los demás oficiales, borracho, borrascoso y escorado como Merino, naufragando empapado en la alfombra, veleidoso, empolvado y flapper como Leigh, o enfriado color guano, poco acostumbrado a estar alegre ante testigos y a plena luz, primario, humilde, postergado, como el general rastrero, el caballo Mendoza. El tipo de la camioneta hizo, pues, otro viaje y dejó misterioso un objeto en el suelo, un paquete delicado, una encomienda lejana, un regalo súbito, al imaginarlo y adivinarlo se puso ligeramente nervioso, deseando saber y disimulando su deseo de saber en seguida, ya, de qué se trataba, esperó que se fuera, pero el conchudo no se iba nunca, lo hacía adrede, andaba colgando como fleco, atisbando por ahí, como si controlara e inspeccionara sus reacciones, esperó en ascuas y afiebrado que se mandara cambiar, arañándose las manos y la barba por la ansiedad y la novedad, ahora venía el hijo de puta regresando, como si se hubiera arrepentido y fuera a llevarse el engañito que había dejado entre los barrotes, en el suelo, pero súbitamente corrió hasta la camioneta y aplastó, al saltar alegremente, la pisadera, esperó que subiera y se sentara, que sonaran el motor y la charla, que se precipitara por la cuesta iluminando las jaulas, los árboles, las caídas de agua, no tenía sueño, sólo hambre, un poco de hambre, sólo sed, una cantidad de sed. El ruido del motor se fue disolviendo y secándose en la oscuridad, suavemente deslizada en el perfumado aire del atardecer, se sentía la tranquila cháchara de los dos hombres que se iban rodando. Se dío rápidamente vuelta y descubrió en el suelo un vaso, un gran vaso, un potrillo para beber chicha en las antiguas vendimias, suspiró. Lo golpeó demasiado ese animal, murmuró ofendido, si lo rompo me quedo sin beber. Se acercó en puntillas, majestuoso y misterioso, como cuando, hace siglos, era una espalda aplastada por las charreteras y se acercaba a la ventana de su escritorio, también a la puerta, para saber si lo estaban espiando sus oficiales. Tiene el presentimiento de que ya, en esa lejana fecha, olía horrible. La Lucía le decía hueles raro, me gustaría adivinar exactamente a qué hueles y sacaba sus manos y encendía los dedos para irse alumbrando con cada uno, con cada olor extraño, subterráneo, obstinado, sensual, asqueroso, mortuorio, un olor de luto riguroso y fue, tampoco lo olvida, la Lucía quien primero le había hecho referencia a eso, primero sonriéndose sorprendida, después riéndose histérica. Hueles a sangre, la pura verdad, no me toques, no me beses, por dios, no te acerques, balbuceaba, disimulando las arcadas, según se iba patinando, la boca vaciada en las manos, al cuarto de baño. Se inclinó puerilmente, como antaño en su casa, invariablemente, hiciera el tiempo que hiciera, hubiera la confidencia que hubiera, bombardeo en La Moneda, asesinato de Allende, asesinato clínico del general Bachelet, asesinato deshidratado del flaco José Tohá, asesinato despedazado del general Prats, cumplía sencillamente, en plena soledad, en pleno apogeo de su abominable uniforme, esos añorados ejercicios mañaneros antes de ir a dar sus clases geo-políticas a la academia de guerra o a gritarles inmundicias a los pollitos pío - pío de la escuela militar. Miró en el suelo el enorme vaso, un líquido oscuro, cerveza toro o vino pipeño, murmuró y se quedó agradablemente pensativo. ¿Por qué lo festejaban? ¿Por qué lo atendían más que otras veces? ¿Qué día era, qué mes, qué año? ¿Qué gloriosa circunstancia? Había perdido la noción del tiempo, del círculo de los días, las semanas, los meses, los años, fuera de su ropa astrosa, viejísima, tan harapienta como él mismo, no tenía nada, ni reloj pulsera o de bolsillo, ni anillos, ni medallas, hasta la de la virgen del carmen la perdió no sabe dónde ni cómo. ¿Cuánto tiempo hacía que fue cazado? ¿Cuántos inviernos, cuántos veranos? Eso, esa medida del tiempo, que le caía del cielo, que le era traída por la ropa de la gente que venia a divertirse lastimeramente, mirándolo, lutos delgados de verano, lutos abrigados de invierno, le indicaba que la vida y el tiempo, junto a él, fuera de él, prescindiendo de él, fluían sin detenerse y sin tregua. Antes, cuando estaba vivo, visiblemente vivo, pasaba pendiente del calendario, cuando siempre tenía una silla y una mesa esperándolo, después un sillón y un escritorio, un cristal lleno de papeles, unos papeles llenos de nombres que ya se murieron. Se encuclilló y, temblorosamente, alargó la mano, retardando sus ansias de beber, su seguridad de beber, para que le duraran más el ansia y la bebida, acercó la nariz, que aleteó conmovida, en la oscuridad los ojos brillaban gozosos y viciosos, oliendo entusiasmados también y, sin sorpresa, le gustaba ese olor conocido y familiar y la boca se le hizo agua, El vaso le había sido ofrecido sin un recado, sin unas señas, sin nombre, sin dirección, sin oficio, sin sexo, sin nada. Sonrió y respiró holgadamente, tratando de crecer, de adivinar, ¿Niño, niña, obrero, obrera, joven, muy joven, de la cabeza, del pecho, de los pechos, del muslo, del pulmón, del corazón?, se preguntaba fascinado, mientras pegaba los labios y bebía complacido y agradecido, pleno, lavado y consagrado. Junto a esa interrogación nostalgiosa, llena de vida y seguridad, que le evaporaba la mirada, sólo se escuchaba el gorgoteo que formulaba su garganta y el escurrir de la lluvia por la cara manchada y las manos empapadas. Un relámpago iluminó el vaso, los labios y la barba, por los que todavía resbalaban y huían retardadas gotas de sangre. Los labios de él, Pinochet.
Imagen: Francis Bacon: Pintura (1946)