Esta es la entrevista póstuma del gran escritor chileno Carlos Droguett que veníamos anunciando (PF 376 y 377), la única que —desde su exilio en Suiza— otorgara a un medio periodístico chileno. Droguett hizo una excepción por tratarse de "Punto Final" al que lo unían profundos y antiguos lazos. La entrevista empezó a gestarse a mediados del año pasado cuando el colaborador de PF, Leo Wetli, de visita en Suiza, le hizo llegar un cuestionario para que trabajara con tranquilidad las respuestas. Se le advirtió que podía agregar las preguntas que estimara convenientes y así lo hizo. Droguett elaboró esta entrevista entre agosto y septiembre de 1995. No se apresuró en enviarla a pesar de nuestros insistentes reclamos. Quería madurarla como una expresión exhaustiva de su pensamiento. Luego vinieron sus viajes a España y Cuba, diversas actividades relacionadas con la Fundación Carlos Droguett en la Universidad de Poitiers (Francia) y, por último, bruscamente, sobrevino su muerte. El 14 de julio de este año, cuando visitaba el museo de Meiringen, cerca de Berna, cayó por una escalera. Operado de urgencia se recuperó bien pero una embolia pulmonar le quitó la vida —a los 83 años de edad— el 30 de julio o las 7:30, hora de Chile. El 6 de agosto sus funerales se efectuaron en Berna. Uno de sus hijos, el médico Marcelo Droguett Laxo, cirujano del hospital de Le Locle, nos hizo llegar el texto de la esperada entrevista. En carta del 2 de octubre del año pasado, Carlos Droguett nos pidió una solo cosa: "No tacharme, censurarme ni suprimir nada". Se lo prometimos y cumpliremos. Pero debido a su extensión —cuestión que él comprendía— nos vemos obligados a publicar la entrevista en dos partes. Es un testimonio polémico y de indudable valor literario e histórico. Retrata de cuerpo entero la fuerte personalidad de Carlos Droguett, el escritor de convicciones inclaudicables.
* * *
—Vemos que usted está vivo. En Chile se rumoreaba que había muerto hace un par de años.
—"No me extraña demasiado lo que me cuenta. Sí, al parecer sigo, a pesar de todo y a pesar de algunos, también a pesar de mí mismo. Por lo demás, tal vez por causa de su juventud y de su inexperiencia, usted lo ignora. Hace ya unos cuantos minutos metafísicos, a raíz del otorgamiento del Premio Nacional de Literatura, declaré a la prensa que había llegado el momento de declararme vivo, o más sutilmente, de certificar que acababa de nacer. Hasta esa fecha, por boca y mano de los monos sabios, de los técnicos en la especie, de los doctorados y entorchados, se me ignoraba, se me borraba, se me barría hacia la marginalidad del anonimato, de la oscuridad, de las espesas tinieblas, de la total y absoluta inexistencia. Al parecer, pues, sigo respirando en los arrabales de la vida, en la agradable y tentadora penumbra bajo el agua del río, del mar océano, sobre las nubes y temporales, soberbiamente solo".
—¿Por qué no vive en Chile? ¿Por qué se exilió hace ya rato? ¿Regresará algún día?
—"Vayamos por orden. Yo no elegí el exilio, como Salvador Allende no eligió su muerte asesinada. En este mes de septiembre se han cumplido 20 años de mi salida de Chile. No creo regresar, a menos que se produjeran hechos, circunstancias, puentes tan rotundos como para hacerlo. A mi edad no hay regreso. Por lo demás, hacia esa época se había hecho extremadamente difícil, de hecho imposible, mi residencia en la tierra en el clima infernal que nos rodeaba a mí y a mi familia. Trataré de explicarle. Yo, en aquel esperanzador y desesperanzador tiempo, era vicepresidente del Instituto Chileno-Cubano de Cultura, cuyo presidente honorario era, exactamente, Salvador Allende. El Instituto, situado en la primen cuadra de Ahumada, fue asaltado, saqueado, robado el mismo fatal 11 de septiembre. Una tarjeta de visita, un pre aviso. En su calidad de vicepresidente del Instituto, uno de los dos vicepresidentes en ejercicio, el señor C.D., hablaba a menudo en la prensa, en la radio, en la televisión, en algún teatro céntrico, ensalzando y elogiando la milagrosa y peligrosa Revolución Cubana y sus insolentes héroes, Fidel, Abel y Haydée Santamaría, Camilo Cienfuegos y el Che. No ocultaba mi entusiasmo, mi regocijo, mi esperanza, trazando en mi mente la trayectoria legendaria de aquellos dos seres de excepción que se habían instalado en la cabecera de una América enferma, maltrecha, desahuciada, desangrada: el Dr. Ernesto Che Guevara, el Dr. Salvador Allende, asesinados y aún vivos, cada día más vivos. Si a ello se agrega que, como escritor, como simple escritor, yo no era un arito de las monjas sino que dirigía mi mirada e insertaba mi pluma en temas de hecho intocados, la matanza del Seguro Obrero, por ejemplo, y en el pasado, el descubrimiento y saqueo de América, yo no inventaba la sangre, la injusticia, la muerte, la tortura, ahí estaban, intocadas, si a ello se agrega ese ambiente en un escritor que es testigo de su tiempo y que quiere expresarlo, no, no era posible que yo siguiera en Chile si quería seguir vivo. No faltaban síntomas. Cuando llegaba a mi casa cada tarde, de regreso del diario, de la revista, de la radio, de la televisión, de una sesión en el Instituto, mi mujer me informaba nerviosa, casi histérica. Habían vuelto a telefonear para insultar, para putearme, para amenazarme. Mi hijo Carlos, que estudiaba y trabajaba en la Universidad Católica, fue expulsado de su trabajo sin previo aviso, con la amenaza, apenas velada, que sería detenido. El estaba de novio por aquellos días; ayudados y socorridos por verdaderos cristianos, don Fernando Ariztía, el cura Doby, belga de nacionalidad y secretario de redacción de la revista jesuita 'Mensaje' —que me tenía como uno de sus colaboradores— se le celebró el matrimonio en un clima de plácido terror, tan bien descrito por Balzac
en sus evocaciones de la revolución francesa, y la joven pareja viajó al exilio, donde nacerían sus hijos. Pero no había paz ni tranquilidad en mi casa, pues el hijo menor, Marcelo, ya estaba preso en la Isla Teja. El recuerda: 'A mí alguien me delató, el doctor Luis Soto que trabajaba en mi mismo hospital, viajó especialmente a Santiago para delatarme y regresó con la orden de detención. Se me acusaba, decían, de estar participando en la organización de los hospitales clandestinos, en vista del alzamiento militar que se veía venir. Yo fui detenido en dos ocasiones, la primera el 13 de septiembre, a las ocho y media de la noche en momentos en que estábamos escuchando Radio Habana. La detención misma se efectuó con un despliegue de carabineros; sospecho que prácticamente todos los medios de los pacos estaban alrededor de la casa (pienso que yo me moví demasiado el día 11)... y se pusieron muy contentos cuando encontraron un archivo enorme con nombres y notas a mano mías: eran las fichas clínicas de mis pacientes privados. Yo había dejado de trabajar privadamente después que me lo pidieron por razones políticas: no era lógico trabajar privado si se quería llegar a la socialización de la medicina. De pasada, te recuerdo que yo estaba de vacaciones y eran mis primeras vacaciones desde que había empezado a trabajar en mayo de 1971. A la salida de la casa me subieron a un jeep de esos de fabricación rumana importados durante la Unidad Popular. Noemí vio que escondido en su vergüenza y cagado de miedo en uno de los autos, estaba Ricardo Rademacher, que era médico de los pacos y con quien hicimos los estudios de medicina juntos en la Universidad Católica. A la entrada del cuartel me dieron de culatazos en la misma puerta, después adentro me tomaron los datos generales, estaba lleno de pacos, a muchos de los cuales conocía por haber tratado a sus mujeres...'. De manera, pues, no me pregunte si voy a regresar a Chile. Ahí están los motivos. Los motivos del lobo".
CHILE EN EL CORAZON
—Como escritor, ¿se siente desvinculado de su tierra por esta ausencia que usted considera sin retorno?
—"No necesaria ni fatalmente. Somos de tierra, ¿no? Somos ella, estamos en ella, vamos con ella donde quiera que estemos. Hay el patriotismo de la sangre, indeleble e inalienable, y el de la bandera, exterior, exhibicionista, bueno y esencial para tapar inmundicias y latrocinios. ¿Quién es más patriota: Salvador Allende o sus asesinos, desde el repugnante Pinochet hasta el coqueto Leigh, la Brigitte Bardot de la Junta Militar? Pero no nos pongamos trágicos, trascendentes, académicos. Parece, sólo me parece, que las novelas, narraciones, actos teatrales, ensayos, memorias, que he publicado —digo que he publicado, no que he escrito— muestran y demuestran que mi pensar discurre desde mi contacto irrestañable con la tierra, con mi lejana tierra, con la tierra en que ahora estoy, que es la misma tierra. Todo, todo lo que he imaginado y escrito es real, real de aquí abajo, entera y definitivamente real y no vaporizaciones de mi ego, de mis ilusiones, de mis frustraciones, de mis no confesadas ambiciones, dinero, fama, fama astral y no comunal, premios, academias, condecoraciones, humos de las eras y de las fugitivas horas. Esto que digo es válido incluso para mis narraciones de plena imaginación. Todo, todo lo que he imaginado, programado, diagramado, inserto, edificado, brota, crece, se desarrolla y ramifica su cáncer desde mi realidad, aquella en que nací, en la que sigo vivo, aunque no se note, pero yo la noto y la respiro".
—Usted publicó "Eloy" hace 40 años. ¿Por qué solamente ahora aparece una segunda edición en Chile?
—"No sé si usted está informado. Yo soy escritor, no editor. Su pregunta debe referirla a quien corresponda, dentro o fuera de las fronteras. Por lo demás, debo recordar que cuando se publicó en España la primera edición de mi pequeño y afortunado libro, una copia esperaba turno de lectura en la Editorial Zig-Zag, ya desaparecida. Signos de mi estrella. También debo recordar que aquel mismo año, para mí inolvidable, al publicar en el diario 'La Nación' de finales de diciembre una frívola reseña del mundo literario criollo, Ricardo Latcham, en su recuento de los autores en boga, deslizaba esta observación marginal: '...y Carlos Droguett, que se ha retirado de la literatura...'. No era muy afortunado en sus excavaciones crematísticas el hijo de don Ricardo E. Latcham, hombre de ciencia. Recuerdo que aquel año 45 coincidieron en el diario dos barbaridades, si no barbarismos: una doctoral sentencia del mismo Latcham, a propósito de la inminente atribución del Premio Nobel, haciendo un recuento de los autores que merecían ser galardonados, menos Gabriela Mistral que no merece el Premio. Y el cable de Estocolmo, que distinguía a la formidable autora de 'Desolación'... No me río, sólo me estoy sonriendo... Por lo demás, en lo que se refiere a mi nombre y a mi obra, 'Eloy' no tuvo mayor eco en Chile, de venta, de crítica, de comentarios. Luego, con entera naturalidad, y sin aspaviento, fueron apareciendo las ediciones argentina y cubana y las traducciones en Francia, Italia, Alemania, Polonia, Checoslovaquia, Dinamarca, Holanda, Brasil".
—¿Es "Eloy" su mejor novela?
—"No estoy muy seguro, pero desde el punto estrictamente espiritual, privado, reivindicativo, es la que más me ha acompañado en los dos exilios, el interior e invisible, el exterior y rotundo. Fue probablemente a que yo mismo me sometí para calibrar mis posibilidades, mi fuerza, mis ambiciones. No fue un tema imaginado ni buscado por mí. El me rastreó y me topó en mis años jóvenes de periodista free lancer. Un tema brutal y real, una vertiginosa historia que ocurrió, un fait divers escrito por la vida y por su secretaria fatal, sombría, insobornable, la muerte, el vendedor de hielo, como la han calificado formidablemente. Si Flaubert, muy lúcido y controlado, declaró, para descontrolar a los críticos, exégetas y arqueólogos: 'Madame Bovary' soy yo, ahora mismo, y sin pensarlo mucho, podría suspirar que 'Eloy' soy yo. Por lo demás, alguien muy perspicaz y positivo declaró hace ya muchos textos y mucho tiempo, que hasta en un teorema de matemáticas hay elementos autobiográficos. Pero, si me apura un poco, puedo afirmar, al menos sospechar, que 'Patas de perro' es mi novela más personal e íntima, la que contiene más elementos de mí mismo, la que expone, supone, sugiere más verdad e información del individuo C.D.; ella es, creo no equivocarme, una tentativa de radiografía de mi alma, de lo logrado en su pasaje por la vida por la persona que soy yo, lo soñado, lo conseguido, lo tergiversado, lo perdido o despilfarrado, lo soñado, lo soñado, lo soñado, lo jamás alcanzado. Sí, se trata de apuntes para la radiografía de mi alma, para el caso de que yo posea alguna".
CASI MINISTRO DE CORTE
—Antes de escribir los textos que le han dado fama, tan personales y autobiográficos, como usted mismo los declara, "Eloy", "Patas de perro" , escribió temas auténticamente reales e intocados por sus predecesores o sus contemporáneos, historias referentes al pasado, chileno o americano, "100 gotas de sangre y 200 de sudor", "Supay el cristiano", "El hombre que trasladaba las ciudades", "Los asesinados del Seguro Obrero", "60 muertos en la escalera". ¿Por qué esa evolución?
—"Tal vez se deba a mi formación universitaria. Yo tendría que haber seguido la profesión de abogado. Cursé en la Universidad de Chile estudios completos para ello, tenía incluso oficina de abogado en la calle Bandera, tercera cuadra, antiguo edificio de la Cooperativa Vitalicia, entre Agustinas y Huérfanos, si no recuerdo mal. Ya empezaba a juntar alguna clientela. Para redactar mi tesis de licenciado, que tenía un ambicioso título, Ideas sociales en Chile durante la Colonia, tema y tesis que tenía muy interesado a mi profesor de derecho del trabajo, Francisco Walker Linares. Para cumplir a conciencia mi tarea previa de rata de biblioteca, frecuenté durante meses y meses la Biblioteca Nacional, Fondo Medina, y la Biblioteca del Congreso. Revisé mucho, copié más, quizás demasiado, me saturé hasta el tuétano con hechos, historias, circunstancias que después alimentaría el periodismo histórico de Aurelio Díaz Meza, como antes lo habían alimentado por el lado de Benjamín Vicuña Mackenna, los cronistas de Indias, Barros Arana, los hermanos Amunátegui, los Alemparte, me entusiasmaban, me tornaban alegre, eufórico, triste, furioso, desesperado, romántico, clásico, despedazado, crucificado en toda esa inquisición de papel viejo, hasta que topé con Crescente Errázuriz y su biografía de Pedro de Valdivia, el sanguinario, y su muerte y desaparición tan merecida. De manera, pues, que aquel ilustre varón, que había de ser con el tiempo arzobispo de Santiago, tuvo la culpa y la maldita y soberana bendición de que yo me trasladara, sin casi darme cuenta, de las leyes a la literatura. Con lágrimas y suspiros de mi novia, con vergüenza, humillación y obstinación de mi parte. Vacunado y embriagado por un pasado que yo veía novelesco, me cambié de aulas y cambié de alas, para emprender otro vuelo, rechazando por omisión la oferta que me hiciera un ministro de Corte, don Luis Agüero, de hacerme nombrar juez en algún distrito no bien tuviera mi certificado de miembro de la muy ilustre Orden de abogados. En estos momentos sería ministro jubilado de la Corte Suprema, como más de un antiguo compañero de banco. Pero éste y no otro fue mi destino y no olvido que llamamos destino a todo lo que nos limita. Y, finalmente, para responder a su pregunta, tengo la impresión de que absolutamente no ha habido evolución en mi trayectoria, sólo un cambio o un traslado de amores y pasiones, sólo un cambio de mirada. Siempre y desde muy joven sólo me interesó la realidad, no he escrito sino la realidad, pero hay que saber mirarla, no es una técnica aconsejada o aprendida sino de nacencia, se nace marcado, señalado, predestinado, marcado, benditamente maldito. En otras palabras, es igual, y además consecuente, señalar lo que dejaron a su paso por el mundo descubierto por Cristóbal Colón los conquistadores españoles que lo que han dejado estos tristes años los milicos en México, Venezuela, Brasil, Guatemala, Perú, Bolivia, Argentina, Paraguay, Chile. Como usted ve, no he cambiado de tema, de ruta, de destino".
NOVELA INEDITA
—Se habla de una novela inédita suya. ¿Por qué inédita?
—"Ya se lo he dicho hace unos minutos. Yo soy escritor, no editor, como mi viejo amigo Camilo José Cela, quien se puede permitir el envidiado lujo de publicarse a sí mismo. Por otra parte, la industria editorial es eso exactamente, una industria, un comercio, un comercio chinchín, al menudeo. En nuestro mundo actual, tan vendido, transado, rematado, el libro, cualquier libro, novela, ensayo, narración, elucubración, es una mercadería. De manera que si, por ejemplo, en el presente, o en el pasado muy reciente, una Agatha Christie, vendía en tierras de habla inglesa, más que Shakespeare y Simenon o más que Balzac, no es raro que en Chile, y no sólo en Chile, con seguridad en toda América hispana, y desde luego también en España, Isabel Allende venda más libros que todos los Premios Nobel de lengua española, que son unos cuantos y no todos tan mediocres. Me refiero a su pregunta. Sí, es verdad, tengo una novela inédita, según algunos lo mejor que he escrito. Debió haberse publicado hace una punta de años, pero sigue inédita y, tal vez por mi culpa. Me explico. Hace ya algunos quinquenios, encontrándome en una residencia de reposo médico, acompañando a mi mujer, que se reponía de un grave accidente, recibí un paquete certificado de una editorial española, conteniendo las pruebas de páginas de una novela mía, con una mención firmada por el amanecido editor, para su revisión inmediata por favor... Sorprendido, pero no demasiado, no sufro de histeria ni de los nervios, le mostré carta y pruebas a mi mujer, diciéndole, no revisaré las pruebas ni las devolveré, verás como el libro no se publica. No pasaron muchos días y recibí un recado lloriqueante del probable editor, rogándome tuviera la bondad de suprimir la dedicatoria de mi novela, pues con libros mucho más inocentes, gramáticas castellanas, por ejemplo, habían tenido problemas con el gobierno chileno. Sí, la pura verdad, llamaban gobierno a esa banda de asesinos. Mi respuesta fue clara y corta: no suprimiré nada, la novela empieza en la dedicatoria. De manera, pues, que esta novela, enviada a Cátedra Editores, en 1982, por Luis Iñigo Madrigal, quien me la había pedido para su lectura de profesor especializado, se encuentra en estos momentos en sus pruebas de páginas sin revisar y encuadernada junto a mí, mientras escribo estas líneas, luciendo en la primera página la escueta dedicatoria inicial:
"A Salvador Allende, asesinado el martes 11 de septiembre de 1973 por Augusto Pinochet Ugarte, José Toribio Merino Castro, Gustavo Leigh Guzmán y César Mendoza Durán".
—Es notable lo que cuenta, pocos escritores pueden decir lo mismo en este mundo. ¿Está contento, triste, desalentado?
—"Ni contento ni triste, mucho menos desalentado, ya que sigo trabajando. Por lo demás, el original de esta novela, en previsión de inesperados accidentes, o desgracias personales, se encuentra a buen resguardo, fuera de mi escritorio, de mi casa, de Suiza. Si vale, si es realmente meritoria, mejorará en la oscuridad, como los viejos vinos de buena cepa; si no vale; mejor para la ecología ambiente".
—El drama sufrido por nuestro país, desde el histórico 11 de septiembre, sigue latente en su obra. Sobre eso ¿ha escrito algo más?
—"Desde luego, no puedo, aunque quisiera. soslayar el drama de mi tierra y de mi gente. Como chileno, he sido herido, como padre, he sido pulverizado, me hago cargo, pues, de mis despojos, y, en lo que pueden mis fuerzas, los reconstituyo. La novela inédita, ésta, pues hay, me parece, otras, tiene un segundo volumen, en total unas mil carillas escritas a máquina. Pero, además, están mis narraciones para no olvidar, una de las cuales, la única, ha sido publicada en España y Cuba. Ustedes tienen en sus manos ahora mismo 'Sobre la ausencia' , cuya dedicatoria abre el tema:
"A la memoria de Ignacio Ossa, poeta, profesor de literatura en la Universidad Católica de Santiago, detenido en la misma Universidad por la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional), el 20 de octubre de 1975 y cuyo cadáver desnudo y martirizado, sin uñas y sin ojos, fue rescatado de la morgue el 22 de diciembre del mismo año".
TRIUNFOS DE "ELOY"
—"Eloy" acaba de ser incorporado por las autoridades a los programas de estudio de castellano. ¿No se siente orgulloso por ello?
—"Ni orgulloso ni suficiente. 'Eloy' forma parte de los tres textos que considero más logrados en mi trabajo de búsqueda de una expresión literaria. Podría, pero no tengo tiempo ni ganas, hacer un paralelo
entre mi vida, estos textos y mi vida de hombre normal y corriente. Quiero decir que considero, y tal vez no me equivoque del todo, que esos temas, historias, argumentos, forman, al menos veladamente, parte de mi biografía. Es, probablemente, una insinuación y un desafío para los rastreadores del futuro, si es que mi pequeña y delgada obra tiene un futuro".
—Su pequeña novela es corta como un suspiro, tan corta como un telegrama. ¿Por qué, pues?
—"Por eso exactamente. Porque 'Eloy' es un telegrama. ¿A los lectores? ¿A los críticos literarios? ¿A la posteridad? Un llamado de auxilio, una petición urgente de socorro, al menos de compañía. Un réquiem. Un in memoriam. El protagonista se está muriendo. No podía, por lógica humana, o inhumana, morirse en muchas páginas, en cómodas cuotas mensuales. El tema me dio, no sólo el estilo y la forma, también el tiempo, la durée como dicen los franceses. Desde muy joven me ocurrieron dos circunstancias, enfrentado a un tema que debía desarrollar como periodista o como escritor. Sabía ya, al menos intuitivamente lo sabía, lo adivinaba más que lo comprendía, si el tema era una novela corta, un cuento, una narración, un poema —no le extrañe, también he escrito versos, sobre todo en mi adolescencia, y en la madurez a veces— un acto teatral, una novela larga. En primer lugar, yo no busco un tema, una intriga, una historia, un argumento. Ellos solos me buscan y suelen encontrarme. Temas súbitamente surgidos en la reflexión de un hecho de la vida ajena o propia, algo que miro, que escucho, una palabra, una boca, unos labios, un ojo, una mirada, un mechón de cabellera, una palabra rara, inesperada súbita, escuchada en el Metro de París, en el Metro de Roma, es la escalera del bus que lleva al Vaticano, en los lauben suizos, en el cementerio de la Chacarita de Buenos Aires, en una mansión de La Habana Vieja, en el mercado, en el cine, en la calle, en un jardín, en una fiesta de cumpleaños de alguno de mis nietos, en vísperas de Navidad o en mis odiados insomnios. En mis largos e inolvidables insomnios. Usted sabe. A Shakespeare le preguntaron dónde hallaba los temas de sus terribles dramas o de sus dramáticas comedias, Otelo, Hamlet, Macbeth, la fierecilla, las alegres comadres. ¿Dónde coges esos temas, William? ¡En mis sueños! Yo, menos intenso, no menos extenso, menos trágico, no menos dramático, tengo que confesar, desnudarme en el tejado de vidrio de mis dudas y vacilaciones. ¿Dónde encuentras los temas de tus escritos C.D? ¡En mis insomnios! Lo que tampoco es una fatalidad, un handicap, una maldición, una desgracia. Madame de Stáel, ya vieja y sola —esa otra forma de la vejez— suspiraba nostálgica en su mansión ginebrina:... ¡aquel hermoso tiempo en que yo era desgraciada!".
EL PERIODISTA DROGUETT
—En su juventud usted hizo mucho periodismo, crónicas de temas nacionales o extranjeros, comentarios de la vida y la muerte, de la paz y la guerra. Todas esas gacetillas, literarias o extraliterarias, narraciones, parodias, ¿se ha perdido todo eso? ¿Se recogerán alguna vez en libro?
—"Es otra pregunta que no me concierne del todo. Yo escribo, escribo solamente o creo que lo hago. Tornémosnos un poco siúticos para aclarar las tinieblas. El trabajo de un escritor, como el de un pintor o un músico, es sólo ése. Escribir su historia, su cuadro, su sinfonía. Como la abeja. Como las anónimas y explotadas abejas. Libar las flores, transformar las flores en miel, no envasarla, no venderla. El escritor también es una abeja y a menudo un zángano. El exprime la hoja de la vida, las flores de la vida y de la muerte para extraerle algunas gotas de su miel y luego se va volando, o arrastrando, en pos de otra rama, de otra flor, de otro clima de primavera o de invierno. La abeja escribe su miel, no la vende, el escritor o el escribidor, liba la miel de sus palabras, no la industrializa, aunque hay y suele haberlos, ya lo hemos hablado antes, los industriales y comerciantes del hecho y del malhecho literario. Existe el novelista y el fabricante de novelas, como fuera clasificado certeramente Georges Simenon. Para referirme, pues, exactamente a su pregunta, trato de contestarle. El trabajo de escritor es una bola de nieve, un movimiento perpetuum, no tengo tiempo de detenerme. Me detendré una sola vez, la última. Pero hay un hecho solo, una circunstancia fatal en todo sentido, un acontecimiento que decidió el rumbo de mi vida de ensuciador de papeles. Fue la matanza del Seguro Obrero. Publicada en un diario de Santiago, es decir en dos diarios, al cumplirse un año exactamente del monumento que a sí mismo se erigiera el habilidoso y cínico León de Tarapacá. Yo conocía personalmente a algunos de aquellos muchachos asesinados, más de alguno era mi compañero en los cursos de leyes de la casa universitaria, asaltada y bombardeada sin piedad. Ese podría ser el motivo exterior de mi escrito. El otro, el más definitivo, la masacre colectiva, sin piedad y sin rubor de aquel político que ya había mostrado sus garras en las salitreras, tan agradables y atractivas para asesinar las pampas salitreras, ahí sí que era lindo y profesional hacerlo, no como en la universidad o en el Seguro Obrero, con sus escaleras, ascensores, pasillos, oficinas, aulas, pupitres, vericuetos, nada funcionales para improvisar un matadero ad hoc, a prueba de fugas, pifias, alternativas. Sin darme cuenta yo mismo, me estuve, por aquellos días, convirtiendo en un profesional, en el testigo que había sido en su tiempo, por ejemplo, en las minas de Lota y Coronel aquel grande espíritu que fue Baldomero Lillo. Esa historia real, esa novela escrita por la vida, en realidad por la muerte, me lanzaría sin remisión al periodismo diario, al comentario de la vida que pasa en la tierra chilena y en sus afueras. En los diarios de la época, también en revistas, que no viene al caso mencionar aquí, cada día y cada semana publiqué una cantidad exagerada de narraciones, monólogo, diálogos, delirios, fiebres, sarcasmos, historias, algunas logradas, otras a medio cocinar, pero todas dirigidas, como la luz de un foco en el escenario de un teatro oscuro, en mi propia oscuridad y tinieblas, a abrirme un camino, pues me sentía vacunado, contaminado, condenado, elegido, apartado por la difícil vida. No obstante, para no perdernos, o para perdernos del todo, debo recordar lo que he mencionado antes. Cómo, al comenzar la década del 30, en circunstancias que reunía materiales para mi futura tesis de flamante abogado, descubrí la historia, la verdadera, de Chile, de América, ésa que no rola y corre en los manuales escolares. El infierno de la conquista de América, el infierno, en realidad el purgatorio, de la época colonial, pues había variaciones y frivolidades costumbristas y cadenciosas en los salones, donde iban y venían las pelucas y los pelucones, los señorones, las señoronas, Catalina de los Ríos y Lisperguer, la pelirroja Quintrala, tan sobajeada por los periodistas de la historia, Vicuña Mackenna, Díaz Meza, tan radio-teatralizada, tan telenovelada, por entregas semanales y dominicales, ella, tan santa y desvergonzada, que se entregaba diariamente. Los cronistas de Indias, la Inquisición en Nueva España, en el Caribe, en el virreinato del Alto Perú, en el Río de la Plata, en el río Mapocho, las hostias sin consagrar o consagradas de sangre de inmundicia, de latrocinios, los cronistas versaicos, Ercilla, Pedro de Oña, el historiógrafo Solórzano Pereira, Fray Gaspar de Villarroel, agustino y colosal, con su manual de derecho político, celestial, territorial, su envidiado Gobierno Eclesiástico Pacífico o Libro de los Dos Cuchillos, Divino, Humano, habrían torcido o señalado mi rumbo, si no hubiera caído en mis manos un texto revelador y providencial. Creo que ya antes lo he mencionado: biografía de don Pedro de Valdivia. Su autor, Crescente Errázuriz. ¡Maldito y bendito sea el futuro arzobispo!, por ahora y entonces sólo mi confesor particular, sin él saberlo. Sin saberlo yo entonces. De él, de su ajustado texto, emanan mis novelas llamadas históricas, 'Supay el cristiano', '100 gotas de sangre y 200 de sudor', 'El hombre que trasladaba ciudades', que alguien, que no voy a mencionar, ha calificado, hace sólo algunas semanas, soberanamente. Del Chile saqueado y colonial, no del todo colonizado —si no, que informen Caupolicán,
Lautaro, Galvarino, Guacolda, Fresia, Inés de Suárez— era fácil y camino real trasladarme a la historia de Chile medianamente independiente y diario, viviendo y muriendo al día. Los diarios y revistas de la época, 'El Ferrocarril', 'El Mercurio' de Santiago, 'El general Pililo', 'Pluma y Lápiz', 'Pacífico Magazine', buscando información y ecos, me hicieron retroceder, sin apenas darme cuenta, a mi adolescencia, a mi niñez, a la dramática vida de mi madre, muerta muy jovencita, una semana antes de cumplir yo 12 años. Mi padre, que en su juventud había sido periodista aficionado y amigo de la juventud bohemia de fines y principios del siglo, me susurraba, me aconsejaba: habla con fulano, busca a zutano, Januario Espinoza, Lucho Durand, fuimos compañeros de trabajo en el Telégrafo del Estado. Pero en la hora de entonces, yo estaba sumido al margen de la Guerra del Pacífico, escuchando las vociferaciones de Vicuña Mackenna con su insolente y formidable voz, !No soltéis el Morro! O leyendo en los diarios que ya he mencionado las porquerías que los gacetilleros chilenos, atrincherados en sus papeles, les lanzaban a los cholos:
La Manonga Bustamante
a Chiclayo se embarcó
para botar el contagio
que el chileno le dejó...
Ay, Manonga, qué risa me das,
Ay. Manonga, qué temeridad...
Qué lisura de muchacho
que con la mamá durmió,
por la medianoche quiso
entrar por donde salió...
Ay, Manonga que risa me das
Ay, Manonga, qué temeridad.
Se trata de los entretelones de mi formación, o mi deformación como escritor. La historia del pobre tipo que quiso seguir un camino y siguió otro, la conmovedora anécdota del vagabundo o peregrino que, perdido en el desierto buscando su camino de la Meca o de Damasco, se pierde entre zarzas, crestas, precipicios, sin darse cuenta que ese camino que no existe es, exacta y fatalmente el suyo. La soledad. La musa no catalogada de la soledad".
—Francamente, ¿no exagera usted un poco? ¿No ha habido oasis y matices en su vida? Usted ya ha mencionado o insinuado algo.
—"Sí, es verdad. ¡Solo, como un clavo en un poste!, suspiraba David Heberto Lawrence, pero ese minero antiguo, jamás estuvo enteramente solo, siempre había una Lady Chatterley en su vida, alguna mujer que partía a caballo en su búsqueda. Me es muy agradable recordar, pues, un encuentro casual y promisorio. Alguna vez fui presentado a Marta Brunet y la autora de 'Montaña Adentro', de 'Bestia Dañina', la creadora de tipos inolvidables de la literatura chilena, me recibió sonriendo, auroleada de alegría ¡Así que Carlos Droguett existe! ¡Yo creía que sus cuentos eran traducidos del francés! Pocas veces, en mi larga trayectoria por la a menudo árida y peligrosa vía literaria, se me han dicho palabras tan exactas, cálidas, certeras, tan iluminadoras. Entonces, pues yo estaba en el verdadero camino, no me había equivocado, gracias, Marta".
—¿Usted la trató bastante?
—"No lo suficiente Marta viajaba mucho, tenía un cargo diplomático, estaba enferma, gravemente enferma de la vista, viajaba a España a que la operara el Dr. Barraquer, regresaba, se encerraba en la oscuridad. Me contaba entonces, sin insistir demasiado, que en medio de las tinieblas, las tinieblas de su cuerpo, las de su duda de escritorio, se sentía hastiada y apaciguada. También condenada, había cosas que quería escribir, pero ya no lo podría hacer, no por ella, sólo por sus ojos. Yo había frecuentado, desde mi juventud, fascinado y envidioso las obras maestras que eran sus cuentos y lo que me extrañaba y admiraba en ella era que, con toda su delicadeza, su pureza esencial, su feminismo, sus delgados y sensuales labios, la palidez nacarada de su rostro, su frente de Madonna, su cabellera quebrada y europea, hubiera sido capaz de imaginar y situar con absoluta naturalidad en la naturaleza idílica del campo chileno, páginas terribles, increíbles en manos de una semidiosa, escenas que rezumaban una realidad fuerte, malvada, implacable, odiosa, pecaminosa en la que soplaba fiera y sin tregua la pasión del amor o del odio, sacrificando fríamente a los seres, acorralados por un tenaz fatal destino. Un ángel pintando el infierno. Un día le pregunté al padre Escudero, que era muy amigo de Marta, cuya obra conocía y explicaba al dedillo, que cómo explicaba él que un crítico como Hernán Díaz Alone, extranjero, europeo, siútico, diluido en agua de colonia y en agua de borrajas, se permitiera elogiar y alabar la literatura de Marta. Marta tiene una fuerza, una verdad, una realidad, un sentido del destino y de lá fatalidad, que conoce Alone, ese crítico de papel. ¿Por qué, padre?
-Muy sencillo, Carlos. Alone ama en Marta el hombre que hay en ella.
Le conté esto a Marta y se reía, divertida".
—Usted trató o conoció a otros escritores chilenos. Más de uno aparece en sus escritos, narraciones, novelas.
—"Sí, como periodista primero, como aprendiz de escritor después, conocí a algunos, no muchos. No intimé sino un poco, tampoco por larga temporada, con Pablo de Rokha, de quien escribí un largo texto analizando los suyos; parte de esas páginas se publicaron en Cuba. Conocí, de pasada, en las oficinas de la Editorial Zig-Zag, a Januario Espinoza, que no daba confianza. Era un hombre áspero, sin brillo, tal cual sus escritos. Ni siquiera se interesó por otro poco de información, cuando yo le dijera que mi padre había sido compañero suyo en el Telégrafo del Estado, Plaza de Armas de Santiago, antiguo edificio de la administración colonial. ¿Si?, fueron todas sus palabras. Un telegrama, sin destinatario, sin respuesta, sin eco, como sus escritos. Luis Durand era otra cosa. También había sido compañero de mi padre en las oficinas del Telégrafo. Lo recordaba, se sonreía, se reía, estaba carcajeando allá al fondo de sus ojos de miope. El padre Escudero, hijo de campesinos, huaso bruto como él mismo se calificaba, admiraba y quería a Luis Durand, por hombre de verdad, por auténtico, por transferir en sus cuentos admirables, por ejemplo, la vida, la que había visto vivir y que había compartido antes de viajar a Santiago a transformarse en futre de cuello y corbata. No lo hizo, no quiso hacerlo, no pudo hacerlo. Lucho
Durand era un roto auténtico, un huaso cabal, feraz y de rulos, mordaz., alegre, optimista, enamorado de la vida, de la mujer, sobre todo de la mujer de otro, de los niños, de los niños de otro, de los cerros, del río, de la nieve, del frío, del sudor de amor, del sudor de los celos, chorreando vida, demasiada vida, lo que escribía era lo que él había hecho, lo que le habían hecho, sin adornos y sin matices, con matices, los de la vida en la frontera o fuera de ella. Cuando en fiestas campesinas, privadas o públicas, se entusiasmaba cantaba cuecas, inventaba tonadas, bailaba solo o acompañado, murmuraba, se reía, vociferaba, hacía reír, se reía hasta las lágrimas, sentado por ahora en la orillita del suelo. En cambio, Mariano, recordaba Escudero, cuando Mariano Latorre estaba alegre, solo, sin nadie o acompañado, cantaba canzonetas, estilizaba y estiraba trozos de ópera que goteaban de sus bigotes rubios, que brillaban desteñidos en sus ojos azules. Mariano era un pije. Lucho un verdadero roto. Luis Durand un auténtico. Mariano Latorre un falso. Lo mejor de la producción de Mariano es su hija Mirella. Por lo demás, si quiere más información, remítase a los cuentos. Unos, normales, vitales, auténticos, entrañables. Los otros, nada más que cerebrales y elaborados. Adivine cuál es cuál".
"PATAS DE PERRO" LA PREFERIDA
—¿Es "Patas de perro" su obra más lograda al menos su preferida?
—"Me parece que si, al menos la más cercana a mi alma. Y la más comentada y analizada, no en Chile, desde luego, donde, como usted lo ha señalado, se me ha tenido largas temporadas por muerto, por desaparecido, por nonato. No me estoy quejando, estoy constatando una realidad, una circunstancia irrevocable. Lo que es, por lo demás, un signo de los tiempos, no sólo del tiempo presente sino de cualquier época, período, generación, o degeneración literaria. Una confirmación de la sabiduría proverbial y popular, los perros ladran, señal que vas galopando. Verdaderamente, cuando se publicó 'Patas de perro', la novela cayó en el más absoluto silencio o bajo la mirada odiosa y morbosa, veladamente resentida de comentaristas marginales. No faltaron los chistes, los sarcasmos, la maledicencia. Incluso en la misma editorial que lo había lanzado. Una mañana, el asesor literario de la casa editora, el antiguo diplomático Alberto Ostria, me recibió, sonriente de complicidad y también de solidaridad. Le cuento, Carlos, ayer se apersonó en mi oficina el gerente general para preguntarme indignado que cómo era posible haber lanzado una novela que nadie entendía, que sería un fracaso y ya era un ridículo, que la gente se iba a reír de la editorial. Le contesté, señor fulano, usted está aquí para cuidar los dineros de la empresa, no para opinar de literatura. Sin comentarios críticos inteligentes al menos, comprensivos, cubierta de sarcasmos o de silencio, la novela tuvo, extrañamente cuatro ediciones. Hasta que se produjo el no vaticinado milagro. Un escritor, un real escritor, el más grande novelista chileno del siglo, declaró en una revista semanal que ´Patas de perro' era la mejor novela publicada en Chile hasta la fecha. Lo curioso, lo formidable, lo apenas creíble, era que a Manuel Rojas yo no lo conocía sino como su apasionado y envidioso lector. Al divisarlo en la calle, al toparlo en los pasillos de la Universidad de Chile, de cuyo taller de imprenta era regente, lo miraba con arrobamiento, con nostalgia, con goce, vagamente ansioso de seguir sus pasos. Estaba alegre, triste, desorientado, no sabía si seguir estudiando o suicidarme. ¿Y por qué no me hablaste entonces?, me preguntó él años después, ya amigos. ¡Por temor de recibir como respuesta una bofetada!, le contesté sonriendo. Su silencio socarrón me demostró que posiblemente yo no había andado descaminado del todo en mi respuesta. Y no se trataba sólo de mi caso personal. Marta Brunet me confesaría alguna vez que Manuel, con todo lo buen mozo y atractivo que era para ella, le producía miedo, malestar, inseguridad. Sí, así era, su silencio abismal, de pampa y de cordillera, era el alambrado de púas que lo protegía de los pisotones de la envidia, del sarcasmo, del rencor, de la frustración a la cara de víctimas. Más amado en Cuba que en Chile, más estudiada su obra en la Universidad de La Habana o en la Universidad de Oriente, ambos estábamos ya unidos por la fascinación que nos producía el milagro de la Revolución Cubana".
—¿Cómo se le ocurrió el originalísimo "Patas de perro"?
—"No tengo la más mínima idea. Era un tema que me tenía enfermo de obsesiones, lo escribí como entrando o saliendo de la anestesia. Textualmente, no se me ocurrió, nada más se me hizo presente, como un delirio, como una idea fija y fatal intuición, se interpuso entre yo y el medio ambiente de oscuro funcionario público, de periodista nocturno, tenaz, constante, repetitivo, urgiéndome para que lo escribiera. A veces pienso que necesitaría mucha reflexión y mucho tiempo para sumergirme en esta triste historia, para desentrañándola desentrañarme. Pero no tengo ganas ni tiempo. Tal vez lo haga algún día, pero no estoy seguro. Los creadores de materia artística, músicos, pintores, escritores, con seguridad también los rastreadores del medio científico, conocen esa urgencia y esa fatalidad. Hablo por vieja experiencia. Mis novelas, cuentos, narraciones, los actos teatrales de temas bíblicos, legendarios o folclóricos, los más apegados a la carne de mi alma, no sé como los escribí, por qué los escribí. Que un muchacho de 20 años, entre a la Biblioteca Nacional de Santiago en busca de materiales para su futura tesis de abogado y salga algunas horas después con materiales para una novela, no es muy normal. La anormalidad necesaria para cumplir la fatalidad de ser escritor. Nunca jamás me propuse serlo, pero entre una mañana y un atardecer, estaba escribiendo. Hasta ahora, medio siglo después. Seguro, es enteramente seguro que no me recibiré de abogado. Tal vez me reciba de escritor. Nunca se sabe cien por ciento, hasta muchas años después, muchos siglos después... Recuerden que Ludwig, el formidable sordo sinfónico de Bonn, escribió la mayor parte de sus inmortales notas desterrado cruelmente del mundo musical, prohibido, desterrado, cercenado de la escala musical por la que descendió al martirio o subió a la gloria. Aunque no se crea, todos los creadores son sordos, ciegos, mudos, todos tenemos un oído interior, unos ojos profundamente secretos, realmente ilegales. En este sentido, y en los cinco sentidos, y en lo que respecta a mi conocida y desconocida ola los buscadores de motivos últimos o penúltimos, pasillos secretos del pensamiento, temas subterráneos, subyacentes, provisorios, superpuestos, los detectives y contralores de significaciones últimas y veladas, tropiezan y tantean en el vacío insondable de las tinieblas, de sus propias y personales tinieblas. General y fatalmente se quedan al lado afuera de la página escrita, pintada, moldeada Si quien las escribió no puede explicarlas, ¿podrán ellos? No andaba tan descaminado el crítico fulano de tal cuando murmuraba: voy a escribir de mí mismo a propósito de la novela de zutano".
—Su primera obra importante, "Sesenta muertos en la escalera", título de novela policial, tema atroz y verdadero, no tuvo mucho eco de venta ni de crítica, a pesar de haber ganado un importante premio literario en esa época. ¿A qué atribuye este silencio, este rechazo de una novela con un tema tan real, dramático y todo el tiempo actual?
—"Puede haber varias explicaciones o motivaciones. Podemos, si le parece, acercarnos a ellas por orden. Desde luego mi estilo, que no es convencional, preceptivamente aceptable, anárquico y descoyuntado, estilo sin estilo, estilo afirmador por negación. Un estilo que nace no sólo de las palabras y su distribución y posición en el papel o su disposición en el papel de la memoria para formular una historia real y no inventada, un asesinato cobarde, inmisericorde y colectivo, como si no ocurriera en este mundo sino en el otro, en el purgatorio, en el infierno, inserto más en la pesadilla que en el sueño. Alguien dijo, o pretendió decirlo, que yo no hacía literatura sino antiliteratura, que temas tan reales y concretos, el de Salvador Allende, por ejemplo, o el de 60 estudiantes, muchachos de profesión estudiantes, que temas tan brutales e inmediatos como esos, políticamente y socialmente tan bárbaros, tan bestiales, tan inmundos, tan cínicos, yo los envolvía y ofrecía en una nebulosa intemporal y onírica, más adecuada para temas y argumentos de plena imaginación, fantásticos, de ciencia ficción, para emplear una etiqueta más en boga que exacta. Si yo estuviera en condiciones de explicar o desvelar y desenredar toda esa aparente inconsecuencia de mi trabajo literario, no sé qué trabajo de ellos, de Hércules o del Enano, podrían asumir los estudiosos de la lenguada hablada, balbuceada, pergeñada, garrapateada, declamada en el desierto abarrotado de ecos, los teóricos de la teoría, los sociólogos y sicólogos del idioma, los mecánicos de un mecanismo invisible pero evidente. Yo escribo así y no de otro modo, tal vez conozco el por qué, no el cómo. Mi estilo no es del montón, aunque sea un estilo amontonado, pero, contrariamente a lo que pudiera sospecharse o dictaminarse por los popes y sacerdotes de la soberana y auroral claridad, no es estilo buscado por mí, nada más que encontrado.
Bastante trabajo he tenido durante medio siglo para escarbar en el fondo de mí mismo las monedas de oro o de muchas que voy a gastar en el corto o largo viaje, para elegir un cómodo o difícil camino. Nací marcado, apestado, vomitado por el camino real de banqueros y feligreses. Yo no voy por la avenida central y oficial, por la gran vía de los ceremoniosos y genuflexos, sino por el senderillo de cabras monteses, de zorros, vulpejas y lobos que, ellos solos y el salvaje pastor y el fugado contrabandista frecuentan. Estoy solo, es verdad pero una soledad no edificada por mí sino edificada paciente y obstinadamente por mi invisible torturador y carcelero, el otro, el que dicta lo que escribo. Por lo demás, no me quejo. Si hubiera pasado mi vida sollozando, clamando mi soledad en un grito y en un pañuelo de náufrago, no habría escrito lo que he escrito, habría transcurrido toda la jornada de la vida llorando, estilizando mi soledad, teatralizando mi drama. Yo no soy así, disculpen. Ligeramente discípulo de Simeón Estilita, amarrado a la columna, toda la vida y toda la eternidad amarrado a la columna. No clamando ni sollozando. Más bien plácido y muy orgulloso de ser capaz de soportar tanto y tanto".
LOS MOTIVOS DEL LOBO
—¿Y a eso se debe su poca vigencia como novelista?
—"A eso y otros motivos. Los motivos del lobo. En Chile, al menos. Siempre, fatal e inexorablemente, la historia del mundo y del arte ofrece multitud de ejemplos, que no voy a antologizar ahora. Si tú te destacas, o amenazas con destacarte, junto con tu inicial movimiento, nace la sombra, la hierba mala, la maraña, la musaraña del envidioso. Si eres envidiado, estás hecho, estás perfecto para viajar al futuro. Si no valieras no te envidiarían. La envidia es una musa enferma. La envidia corroe al envidioso y preserva al envidiado. Eso es matemático y fatal, como que no hay dios. Por lo demás, como en todo el arte, donde hay artistas de primer, segundo, tercer grado, escalonados en los escalones provisorios del mercado, hay envidias de primer grado, de segundo, de tercero. Un pobre diablo de fracasado escritor no puede ser un envidioso de primer grado, sino un pobre diablo de envidioso de segundo o tercer grado. Recuerdo con alguna pasividad una circunstancia. Hablábamos del poco nulo éxito de mi novela 'Sesenta muertos en la escalera'. Es increíble, pero es verdad. Lo juro por el perro. ¿Sabe de dónde nacieron los comentarios acerbos y mal intencionados que mereciera la publicación de esa novela? Exacta y matemáticamente de la sede de la editorial que había lanzado y premiado el libro, mercado y oficina de don Carlos George Nascimento, cónsul de Portugal en Chile. No voy a decir quién escribía esos párrafos plácidos y ácidos, salta a la vista y no era, por supuesto, el gentil y condecorado cónsul, pero sí voy a decir quién los patrocinaba y publicaba. ¿De qué se me acusaba y estigmatizaba? ¡De haber escrito una novela que nada tenía que ver con la realidad chilena y sus expresiones más definitorias y genuinas! ¡Un tema real, mentiroso, humoso, salido de la vida chilena! Poco faltó para que se me acusara de haber inventado una matanza de estudiantes y obreros que jamás existió. ¡Sesenta muertos en la escalera que no era del color del partido del señor Volodia Teitelboim! ¡No sigamos con más náuseas!".
—Estos accidentes de la circulación espiritual nos lleva, sin que apenas lo sospechemos, al tema de la crítica literaria. Usted mismo ha escrito artículos de crítica literaria, en Chile, en Cuba, en California. ¿Qué opina de la crítica literaria en sí y en
Chile?
—"Bueno, en lo ya hablado, que es bastante, aunque no suficiente, hemos usted y yo soslayado el tema, también hemos contado algunos acaeceres y anécdotas. En el mundo del arte literario ha habido críticas y críticos, por supuesto. Algunos grandes, generosos, señaladores de nimbos. El que descubrió y lanzó al formidable Walt Whitman, muy conocido, gran escritor, por lo demás. El que situó a Dostoyeswky en la cumbre en que ya él estaba, algo confidencial y tímido el gran epiléptico. En Chile mismo, Gabriela Mistral, tan íntima, tan provinciana, tan a trasmano, cuando se salía de sus sonetos de la muerte e ingresaba a la vida lo hacía con paso ágil, robusto, permanente, ya se tratara de analizar la vida y obra de José Martí o la poesía de su antiguo alumno de Temuco, el joven Neftalí Reyes Basoalto, alias Pablo Neruda. Enfrentada a los tres cantos materiales, gozosos, dionisíacos, terrestres, Gabriela los sitúa y califica de modo soberano, tratándolos de misticismo primario y elemental, y a su autor de místico de la materia. Apogeo del apio, estatuto del vino, entrada a la madera, la madera del apio, entrada al vino y a sus habitantes tristes y húmedos, la rubia madera abrazada inconsolable a la verde madera del apio, los nervios del apio, los cabellos temblorosos del apio. Sí, y también entrara la obra de arte con amor y no con odio, no con envidia, no con resentimiento, no tropezar con el apio, en el charco de vino, en los ojos del borracho, en los ojos del vino, en los ojos suaves y sosegados de la madera. Entrar a todas esas sustancias nutritivas y cómplices con amor, con sabiduría, con unción, golpeándonos los labios con un ángel. Atine, el crítico de seudónimo confesional y freudiano, aquel ser incompleto, a quien Pablo de Rokha retratara sin piedad y con crueldad como 'picaflor sin pico', aquel antiguo reporter entrevistador de colegios de monjas, el autor de la novela más mala, inerme, inerte y vaga publicada en Chile, 'La sombra inquieta', podía permitirse el lujo y la desvergüenza de calificarse a sí mismo como el Sainte-Beuve chileno. Sainte-Beuve era un canalla, un corrompido, un personaje escapado de la galería de aventureros de la comedia humana, pero tenía talento. Escribió crónicas muy valiosas y profundas analizando a Balzac exactamente, a Stendhal. Un canalla con talento. Alone en un canalla sin talento. Una antología de frustraciones. Se lo dije en Chile y mientras estaba vivo. Es decir, aparencialmente vivo. No vale la pena insistir. Pero no es el único, tampoco el último. La crítica literaria es un mal necesario. Producto de segundo grado. La segunda providencia. No se puede hacer críticas sin el libro, el lienzo, la melodía que criticar. Pero no hay que ser un fracasado. No se puede ser al mismo tiempo virgen y ramera. Acabo, pues, de mencionar a Ignacio Valente, el conocido hijo de un libro de cocina, cacofónico poeta sin sesos y sin sexo. En plena euforia de las matanzas geopolíticas de la Junta Militar, se le veía pasearse, nonchalante y crepuscular, en las veredas fronteras al antiguo edificio del Congreso Nacional, ausente y romanticoide el lindo precioso, recién peinado y sobado por la mamá, exhibiéndose el exhibicionista, rumbo al diario de la calle Compañía donde debía entregar el último delicado adobe de su cabeza versallesca, si no versaica, una lista y nomenclatura de los artistas y escritores que habían viajado a la Cuba revolucionaria de Fidel y del Che. Pero careció de un nadamente casual y definitorio olvido, no incluyó en su lista delatora a quien escribe estas líneas. Destino fatal y repetido. Si usted es un don nadie, un fracasado, si es además un estado intersexual, ni chicha ni limonada, un medio ser, un cuarto de ser aparentemente humano, una tajadita de humanidad, vaya y corra a ofrecer sus servicios de crítico literario donde ya sabe, ahí mismo, a la misma hoja que vilipendiara a Salvador Allende antes y después de su asesinato" • (Continuará)
* * *
(Continuación)
En Punto Final, n°379, octubre de 1996
Presentamos a continuación la segunda y última parte de la entrevista exclusiva que concediera a "Punto Final" el gran escritor chileno Carlos Droguett, fallecido el pasado 30 de julio en Berna (Suiza).
—Cambiemos de aire, ¿qué le parece? En sus novelas y narraciones el lector se topa a menudo con seres no inventados, chilenos o extranjeros, personajes de la historia. Bernardo O'Higgins, José Miguel Carrera, José Manuel Balmaceda, Pedro Aguirre Cerda, Arturo Alessandri y, por supuesto, Salvador Allende, pero también otra gente, el padre Escudero. ¿Por qué?
—"No es un misterio, tampoco una predisposición o una fanfarronada. Ya lo hemos hablado. Lo que he escrito, todo lo que he querido escribir, se inserta en la realidad, la mía y la de mi tierra. Todo, hasta mis páginas medianamente fantásticas. En lo que respecta al padre Escudero, yo necesitaba de un cura, un hombre de Dios para que le hiciera sombra y compañía al pequeño Boby, el desventurado niño protagonista de 'Patas de perro'. ¿Para qué inventar un personaje si lo tenía a mano? Yo no tengo imaginación desgraciadamente, no soy un inventor de literatura, sólo un cronista de la realidad, también de la irrealidad, esa otra forma de lo concreto. El cura Escudero como personaje me interesaba mucho. Era un tipo contradictorio, un ser de dos chapas y dos versiones. Un hombre de Dios y un carajete. Como se lo dije alguna vez y se quedó callado. Padre, si usted me sigue molestando, como cuando era su alumno en el colegio, lo voy a meter en mi próxima novela, pues necesito de un carajo. No, él no era un carajo, pero ganas no le faltaban para serlo. Su maldad residía más en su lengua que en las manos de sus acciones. Un hombre de Dios, en suma, mitad ángel, mitad bestia. Un ser contradictorio, un primitivo, un huaso bruto de Linares, como se calificaba él mismo. Uno de esos curas que se suelen encontrar en la novela de Pío Baroja su antiguo amigo, un cristero de la novela de la revolución mexicana, un héroe o antihéroe de Martín Luis Guzmán, de Mariano Azuela, de Agustín Yáñez, que fueron sus amigos. Cuando, hacia la década del 50, si no recuerdo mal, se rumoreaba que sería designado General de la Orden de San Agustín, le pregunté si aceptaría. Seguro que no, me dijo, antes abandono la sotana que viajar a Roma. Nadie me saca de mis libros y papeles, yo no soy un hombre de genuflexiones sino de reflexiones. Otro día lo sorprendí en plena tarea de llenar sus maletas, pues viajaba a Cuba o a California, ya no recuerdo. Ah, por supuesto que no, me respondió, esos trapos se quedan en casa pues viéndome ensotanado, si alguien vocifera en el avión contra Cuba, o en la Habana Vieja, en Miami, o en Los Angeles alguien me tira una grosería, un negro, un blanco, un amarillo o un ceniciento, la bofetada que le voy a lanzar se enredaría en la sotana. Yo no estoy de acuerdo con Cristo en la especie, yo no pongo la otra mejilla. Viéndolo, me sonreí saboreando ya el personaje de mi futura novela. Padre si usted me sigue molestando... Recuerdos del colegio: muy malos recuerdos del colegio. Aunque para ser verídicos no lo pasé mal. Tampoco muy bien. El cura Escudero, por aquellos años de la década del 20, era el peor enemigo que tenía yo en las aulas, aunque él después lo negara. Cuando por aquellos días se rumoreaba por la prensa escrita o radiada su probable designación como General de la Orden, una entrevista que le fue solicitada sc desarrolló en los siguientes términos: Padre, en sus largos años de profesor de literatura en San Agustín, en los colegios de monjas, en la Universidad Católica de Santiago, en la Universidad Católica de Valparaíso, ¿cuántos alumnos ha tenido? A ver... a ver..., digamos que unos 25.000. ¿Recuerda a algún alumno dc modo especial? Sí, desde luego, ¡Carlos Droguett! ¿No le da vergüenza, padre?, reflexionaba yo, mientras él me pasaba dos libros que me acompañarían en mi viaje a La Habana, con saludos para sus amigos Lezama Lima, Alejo Carpentier y Nicolás Guillén. Una antología de José Martí, que luego me expropiaría Roberto Fernández Retamar en Casa de las Américas, y 'Les Dames Galantes', de Brantome. Un héroe y un sucio. Sí, monologó, Brantome es un cochino, pero sus cochinadas son exquisitas. Un plato. Padre, usted es un plato, ¡pero no un plato hondo! El se reía condecorado por mis palabras. Un personaje de novela. Tendría que haberla escrito y no lo hice. Ya no lo haré desgraciadamente. El cura protagonista de 'Patas de perro' no es él, de él es sólo su nombre. Sin embargo, el cura no estaba contento, yo no había sido del todo exacto, no lo había captado del todo. Un ejemplar del libro que él me pasó, frente a la posibilidad de una nueva edición, contiene al margen una cantidad de observaciones, de innovaciones, de proposiciones, de puntos suspensivos, exclamativos, interrogativos... que no me interesaron y jamás los tomé en cuenta. Padre si usted me sigue molestando... No, no escribí la novela, desgraciadamente no intenté siquiera diagramar un borrador. Un tema que se incorporara entre los santos que él admiraba, el Obispo de Hipona, desde luego, Teresa de Avila, Juan de Avila, Catalina de Siena y la novela picaresca, que para él era definitoria del carácter y la psicología del ser español. Si, padre, como que la conquista y saqueo de América fue la más esplendorosa novela picaresca escrita por los Reyes Católicos, sus fervorosos penitentes, padre. Escrita con sangre y no con tinta, padre. Un día le pregunté si me podía explicar por qué él frecuentaba gente que despreciaba, por vanos, por embusteros, por frívolos, por mentirosos, por estúpidos. Hay que conocer la vida, murmuraba, no tanto mirándome como respondiéndose a sí mismo; la mierda, o bien la pisas, peligrando resbalar y acostarte con ella, o te apartas bendiciéndola. Pero Silva Castro, padre, es un pobre diablo, muy bien vestido, jefe de sección en la Biblioteca Nacional, donde pasea su suficiencia, consultando títulos, fechas, autores, escuelas, períodos,
generaciones, Rubén Darío en Chile, el modernismo en el Río de la Plata, las novelas históricas de Blest Gana, el folletín en la literatura colonial... Y es académico, padre, y hasta dice que él honradamente merece ser galardonado con el Premio Nacional de Literatura... Sí, Carlos, no es su culpa haber nacido imbécil, su contacto con los libros no tiene otra explicación que su padre tenía una librería de viejo, ahí en calle Claras frente a la Biblioteca Nacional. Sí. padre, pero ahí lo tiene usted, a don Floripondio, publicando un libro cada dos meses, seis libros por año, una cantidad de adobes... Una hemorragia de barro, padre...
Sí, sí, sí... decía el padre Escudero, reflexivo, el pobre Raúl no escribe libros, ¡caga libros!".
PREMIOS QUE NO PREMIAN
—¿Cuál es su opinión sobre los premios literarios? ¿Son útiles, perniciosos? ¿crean un ambiente? ¿sirven de estímulo?
—"Habiendo ganado algunos, no sólo en Chile sino en el extranjero, no sólo en la comuna de San Miguel sino en otros santos del calendario, puedo opinar con toda libertad, como lo hacía Miguel de Cervantes en el conciliábulo, tenida de gala en la logia número 69 entre el cura y el barbero. De ahí se saca en limpio, o en borrador, última copia de papel calco, que los premios literarios no sirven para nada, que no agregan nada sino centavos en el bolsillo agujereado o pespunteado del elegido. Camilo José Cela, a su regreso de Estocolmo, entrevistado por los periodistas acerca de sus motivaciones post premio, contestó con alguna sorna: Me servirá para pagar algunas deudas. Deudas bien terrestres, de vida doméstica y corriente, de muerte corriente, deudas comunales y no descomunales. Es obvio y más claro que la noche oscura del alma, que un premio de literatura cualquiera —y todos son cualquiera, de barrio, de distrito, de provincia, nacional, internacional o interestelar, Goncourt, Strega, Nobel— no agrega nada, no entrega nada sino un bien dorado cheque. El premiado imbécil, imbécil premiado queda. Más notorio como imbécil que como premiado ahora. El genial y premiado —ha habido casos en la historia de las letras— sigue genial a pesar del premio, tal vez un poco apremiado, tal vez un tanto exhibido en demasía, desnudo en el tejado de vidrio de su propia conciencia, de haber procedido como todos, él que no es como todos, el curioso enfermo, el hombre solo en medio de la multitud. Si no, vean ustedes los galardonados de la era de Pinochet. No los voy a citar a todos, no soy tan sucio ni tan cruel, tengo, si no respeto por mí mismo, por la gente que me lea. Un solo ejemplo, un poeta a pujos, un ocioso, un vagabundo de la calle Ahumada y sus tristes cafés, un tenaz ignaro, una larva babeante y carraspeante, autor de odas, de discursos, de borras del gran poder, como nadie lo tomaba en cuenta sino para reírse, en su orfandad y en su ociosidad permanente y alente, a cargo de sus pobres hermanas que lo vestían y lo alimentaban, raspó su último fósforo, en realidad el primero y el único y publicó, en los meses posteriores al 11 de septiembre una oda a la Junta Militar, para que le tiraran la pitanza del Premio. Naturalmente, fue premiado. Llamado con absoluta exactitud, no por mí sino por sus amigos, Braulio Apenas.
En aquel astroso tiempo, aún tan cercano, la desvergüenza, el cinismo, eran tales que el desierto de Atacama y el desierto del Sahara eran el jardín del Edén a su lado. La barbarie y la desvergüenza en libertad bajo fianza eran tales y a tanto extremo que un llamado Efraín Szmulewicz, en un corto volumen acerca de la historia de la literatura chilena, insertó entre los novísimos autores a un tal —textual— Augusto Pinochet. Tal vez por aquello de que la letra con sangre entra... Ni valor intelectual ni coraje moral para calificar a los autores, premiados o no, estudiados o no. Los hechos bastan por sí solos. Yo he citado el caso de Gabriela Mistral. Negada en Chile, silenciada en Chile mientras en México, el ministro de Educación de la época, José Vasconcelos, la llamaba públicamente para que se hiciera cargo de la reforma educacional de su país. Y no olvidemos tampoco que el Premio Nacional de Literatura le fue otorgado con posterioridad al Premio Nobel. Una famosa desconocida en su tierra. En la década del 40, finales del período, cuando una editorial francesa dudaba de publicarla o no, consultó a los representantes diplomáticos chilenos si Chile podría respaldar económicamente la edición, pues la premiaban o no, no se sabía. Hasta que salió el fallo de la Academia sueca y la edición francesa fue rápidamente preparada, con prólogo de Paul Valéry. ¿Por qué Valéry?, se indignó ella. Nada tenemos en común los dos, ni la lengua ni nuestra visión del hecho literario. El es un exquisito, un frío, un intelectual, un cerebral, no lee español, no me lee. Cuando fuimos presentados, nos dimos la mano con gentil indiferencia, recordaba ella. No, Valéry ni por nada. El es un europeo. Yo una india, una mestiza. No tenemos nada en común, ni siquiera la poesía. Miomandre sí, Francis de Miomandre por supuesto, me conoce personalmente, me lee directamente en mi lengua, me conoce no sólo a mí sino a mi tierra y mi lengua, que lee y traduce, sea mexicana, argentina o caribeña. Y fue así como. quien fuera años después mi desconocido apoyo y padrino en la lejana Europa, lanzó a Gabriela Mistral en los exclusivos medios intelectuales del viejo continente, que pronto la hermanaron con Ada Negri, Sigrid Undset, Selma Lagerloff, voceros de sus tierras natales, de sus ansias, amores, sufrimientos y, especialmente, de la desolada y conmovedora infancia".
—¿Usted conoció personalmente a Francis de Miomandre?
—"No, desgraciadamente no. Cuando estuve en condiciones de viajar por primera vez a Francia, él ya había muerto. En la prehistoria de mi accidentada carrera de ensuciador de papeles, Miomandre fue mi ángel guardián, mi oxígeno, la bocanada de aire fresco que me hacía falta. No faltaron sarcasmos en la prensa y en los corrillos de los frustrados y los ociosos, que se rieran de la dedicatoria que inserté en la portada de 'Sesenta muertos en la escalera', que él se disponía a traducir al francés, según me informaba en una de sus últimas cartas. Ya antes, sin conocerme personalmente, como he dicho, sin mayor información mía que la que le proporcionaban mis cuentos de juventud, me había hecho publicar una larga narración en 'Les Nouvelles Littéraires' y luego en 'Les Cahiers du Sud' de Marsella, con estas generosas palabras: Sa vision de la vie, profonde, pathétique et quelque peu a force de passion, ni est pas sans analogie avec celle des grandes scandinaves'".
—Notable, ¿verdad?
—"Milagroso, en realidad. Fue ese escritor francés, quien no llegué a conocer, quien mc salvó la vida, quien sin saberlo él, me dio la seguridad para trabajar sin parar, sin tregua, sin respiros, sin vacaciones, para decir lo que creía debía decir".
PASION DE ESCRIBIR
—Usted ha tenido, pues, una larga vida, una larga vida llena de trabajo periodístico y literario. En el exilio, ¿ha seguido escribiendo? ¿Qué temas, novelas, narraciones, ensayos?
—"Sí, desde mi adolescencia, desde mucho antes del milagro Miomandre he escrito y publicado, primero en revistas infantiles o para la juventud, juventud del año 30, con seudónimos o con mi nombre; mucho de eso se ha perdido, como las cartas de amor del adolescente que no está más enamorado porque cree estarlo. Escribía sin certeza, sin amor, sin pasión, como el adolescente sus cartas de amor, sin amor, efecto de la soledad, de la orfandad, de la duda, del anonimato, ¿por qué estoy aquí, para qué estoy aquí y hasta cuándo? Escribía por diversión, por distracción, para aturdirme con el vino sin alcohol de mis vaporosos ensueños, para embriagarme con el opio que es a veces la literatura cuando no nace de las entrañas sino de otras musarañas adventicias, la falta de mamá, los suspiros sin sufrimiento y sin destinataria. Esos años de duda y de búsqueda, sin saber qué dudaba, qué buscaba, se reflejan probablemente en algunas de mis primeras páginas no publicadas, digo bien publicadas y no escritas. Felizmente para la ecología, nunca cometí la barbaridad de publicar todo lo que escribía, quiero decir todo lo que yo creía había escrito. En aquel tiempo conocí, por efecto de uno de mis cortos textos núbiles, a quien años después, no muchos, desgraciadamente para ella, había de ser mi mujer. Para ella, el muchacho que se recuperaba de una enfermedad que había de ser crónica, no la enfermedad literaria, desde luego, pues ella era, supongo y supongo bien, era de nacimiento, escribí, no publiqué, mis primeros versos. Un ejemplo:
El volcán es un cerro suicida,
enamorado, soñador, se ha saltado la tapa
de los sesos
al ver sus esperanzas idas,
y se ha vaciado todo aquello
que tenía dentro,
el fuego de su pasión,
la lava, canas de sus sufrimientos,
cenizas de su ilusión.
El volcán estaba enamorado de esa montaña
de más allá,
soñaba con dormirse en su falda,
pero ella no lo quería
porque él tenía deformada la espalda.
Yo tenía 16 años y, al menos y además, tenía esa disculpa. Por lo demás, desde entonces he tratado, todo el tiempo, de tener 16 años. Contesto la segunda parte de su pregunta. Sí, en el exilio, exilio sin regreso, he seguido escribiendo. Novelas, viajes, narraciones, ensayos, teatro. El teatro es la vida, la versión o expresión más directa de la vida. Todos en este mundo, no sé en el otro, somos actores, algunos formidables, famosos, fastuosos, insolentemente grandes, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Racine, Corneille, Moliére, el grande y desventurado Moliére, ya lo dijeron. Este mundo es un fandango, un tinglado, un escenario de corta o larga duración, sin eco o con eco y resonancia legendaria, sólo algunos descuellan, sólo algunos persisten después de muertos, la normal vida o la vida anormal no tiene tema escrito o los supone y susurra todos, sin prometer nada, sin entregar nada, ni oro ni billetes, si no el billete anónimo de tu salida del mundo, donde consta que exististe o no exististe, mucho, poco, casi nada, volvamos a comenzar. Y las asombrosas ocurrencias, que te empujan más adentro en la vida o en el silencio. A la altura de mi vida, que es en realidad un descendimiento, no sé si publicaré algo más. Lo importante y esencial es escribir y publicar es lo secundario, publicar es a veces, y más a menudo de lo que pensamos, una villanía, un cobarde ataque en despoblado. Pero en este erial y desierto, he tenido de vez en cuando algunas satisfacciones. No hace muchos años, una amiga mía, traductora de 'Eloy' al holandés, me envió la curiosa oferta de un editor de Amsterdam. Quería publicar un texto mío inédito en castellano. 'Punto Final' lo tiene en estos momentos en sus manos. Primera providencia. Una novela inédita, la más reciente, me parece, la más larga, estoy seguro, está siendo, quizás lo siga siendo, examinada por estudiosos de la literatura hispanoamericana. Es el texto de que hablamos hace un rato, aquel que, encontrándose listo para entrar en prensas en una casa editora de España, no lo fue finalmente, porque el testarudo autor se negó a suprimir la dedicatoria a Salvador Allende, asesinado el martes 11 de septiembre de 1973 por...".
PREMIADOS Y OLVIDADOS
—Señor Droguett, ¿no nos hemos perdido un poco en nuestra charla? Creo que hablábamos de los premios literarios, nacionales o extranjeros, elementales o trascendentales. ¿No le parece útil decir algo más?
—"Si usted quiere acercarse al fuego sin quemarse, no me niego a hablar. Vivo tan solo, hablo con tan poca gente. Y, exactamente, no hace muchos meses, un cónsul de Chile en estas tierras europeas me llamó para decirme que le interesaba mucho, para su información consular, conocer mi opinión personal sobre este punto, o estos puntos suspensivos. Le envié, pues, al diplomático, no tanto un informe personal sobre la materia, sino nada más que mi punto de vista personal y pasional. Tratando de ser objetivo en mi subjetividad... Junto a la lista oficial histórica de premiados, fácilmente se podría formular otra lista paralela de aquellos infortunados realmente valiosos que nunca fueron premiados y que, con toda seguridad, tienen asegurada su permanencia y vigencia mucho más que la tropelía de conocidos desconocidos: Vicente Huidobro, Alberto Romero, Luis Durand, Antonio Acevedo Hernández, Emilio Rodríguez Mendoza, Nicomedes Guzmán, Jorge González Bastías, Jerónimo Lagos Lisboa, Magdalena Petit, Alfonso M. Escudero, Augusto Santelices, Daniel Belmar, Alfonso Alcalde.
De algunos de estos ignorados, y muy valiosos, vale la pena hacer algunos recuerdos. Vicente Huidobro no fue premiado gracias a la meticulosa envidia de Pablo Neruda, quien temía le hiciera sombra quien era ya muy conocido en Europa como gran poeta y gran innovador. Había pasado el tiempo en que el pobre estudiante de Temuco, hijo de un maquinista de tren —lo que biográficamente es una magnificencia y un regio regalo del destino—, había abandonado su pobreza, es decir su miseria, cantada por él mismo, para devenir personaje nacional, primero, después personaje internacional, gracias al amoroso apoyo de Delia del Carril, de la sociedad argentina, y además millonaria, quien se lo llevó a Europa y lo hizo ingresar a los mejores círculos sociales y artísticos. Por lo demás, ya Pablo Neruda formaba parte del grupo de los llamados boys de Pablo Ramírez tipo sumamente inteligente y sumamente maricón, quien lo hizo nombrar cónsul de Chile en alguna parte de Asia.
Regresado a Chile, galardonado con premios literarios internacionales, todos otorgados por partidos comunistas, Neruda pudo ya deshacerse tranquila y sucesivamente de sus antiguos aleros poéticos y culinarios Dos voces poderosísimas y trascendentales: Vicente Huidobro y Pablo de Rokha. En su ausencia de Chile, Neruda había sido atacado a mansalva por figureros, o figurones, del partido comunista criollo, ya que él no era todavía feligrés con carnet, entre ellos Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita, el niño de las monjas, quienes públicamente acusaron a Neruda de ser un plagiario de Rabindranath Tagore. Era atacado en su ausencia y respondió magníficamente:
...tengo lleno de pájaros el pelo
tengo llenos de palomas los testículos,
tengo poesía y vapores, gente que se ahoga,
incendios, ruinas, en mis caballerías,
y me cago en la puta que os parió,
derrocas, potíbulos, vidobras,
hoy ni mañana ni jamás acabaréis conmigo...
Hasta aquí trozos de mi informe al cónsul de Chile en alguna región europea. Apasionado, es verdad, —lo escribí yo—, pero informado y auténtico. Perfectamente, y en demasía, se podría formular una antología de grandes escritores chilenos vomitados del famoso y relativamente ansiado Premio Nacional. Y una segunda antología, o codicilo de la primera, con los grandes nombres, conocidos o desconocidos suicidados de nuestras letras: Joaquín Edwards Bello, Pablo de Rokha, Jaime Rayo, Alfonso Alcalde. Suicidados por el asesinato llamado suicidio. Junto a la mano que aprieta el gatillo del pistoletazo —Edwards Bello, De Rokha, Jaime Rayo—, o trenza la cuerda de la horca, se puede rastrear la mano invisible y segura del asesino, la sociedad, aunque no sea la sociedad de escritores, la familia indiferente, doméstica, lejana y reunida en el comedor, en el pasadizo, en el saloncito... La espantosa lejanía de la madre, porque ahora reside en el camposanto, o del padre, ausente, aunque esté presente, enredado en sus hilos telegráficos, aislado o indiferente. ¿Esto lo escribiste tú o lo copiaste? le preguntó con pasajera insistencia su querido papá al niño que le tendía, humilde y radioso, un papel en que había garrapateado su primer balbuceo. Ese lejano niño sin eco es quien escribe estas líneas trasgresoras, tan trasgresoras como las otras. De manera, pues, que, sin salirnos del tema, literatura y premios, ¿por qué y para qué se escribe? ¿Para ganar unos centavos suculentos o un coloreado diploma que va a envejecer antes que tú mismo? ¿No se ha de escribir nada más por esa causa tan mínima y definitiva, sólo y nada más porque no se puede dejar de hacerlo? Se nace o no se nace contaminado. La literatura es una enfermedad mortal, pero no se adquiere por simple contacto, como el sida. Socialmente, o jurídicamente, los profesores, críticos, catedráticos, que otorgan regularmente en el tan traído galardón, esa inmoralidad provisoria y condenada a muerte, ¿no son unos estafadores, no lo han sido, no lo están siendo, despilfarrando los dineros públicos? Y, sin quererlo, entro pues, en el tema Ecología y Literatura".
ABRIENDO EL CORAZON
—Tema de tesis y manifiesto, señor Droguett...
—"Podría ser, podría hacerse o intentarse, pero yo ya no tengo tiempo, se me ha ido todo mi tiempo por los bolsillos agujereados. Es, tal vez, una pequeña obsesión. Se ha dicho con alguna exactitud que se entra en literatura como se entra en religión. Por la pasión y pureza inicial, por el renuncio y entrega total. Porque la literatura es, o debiera ser, como la música o la pintura, un nacimiento y una muerte, una muerte y una resurrección. Desde muy joven, pues ahora padezco por causa de la pequeña contaminación llamada vejez, sí, desde muy joven he pensado, tal vez más intuido y sospechado que pensado, que la literatura, el hecho literario en sí, la llamada creación, que no es más que una información y una búsqueda en las tinieblas, es o debiera ser, tendría absolutamente que ser, si no no vale, una entrega total, un renuncio absoluto a los menesteres
concretos, banales, carnales, bancarios, sociales, egoístas, cercados y limitados, ferozmente precarios de la vida exterior y mundana y su abigarrada faramalla y llamarada, ruido, orgullo y escándalo. Como se entrega en religión. Cuidarse para seguir vivo o comenzar a estarlo. El último acto, el único, el solo verdadero. Una unción, una consagración, una extremaunción. En la vida actual, en la hemorragia de la vida actual, en la manada vociferadora de la vida actual, ser escritor, o tratar de serlo, no tiene sino un fin preciso, odioso, vertiginoso y sin reparos, ganar dinero y fama, ese otro dinero tan gastable y tan moneda falsa. ¿Y el otro dinero, el invisible, más esquivo y escaso y de tan escasa circulación, el dinero invisible, resbaladizo, antisocial y escaso, la gloria, la única y real, la que no circula ni relumbra, la que irradia hacia dentro, hacia adentro, hacia ninguna parte, hacia todas las partes? A veces me pregunto, todo el tiempo, debajo de mi casa, clavado en el banco de la escuela, de la universidad, de las aulas, en el banco terso de la duda, de la soledad, de la negación hasta tres veces, de la postergación hasta el jueves, todo el tiempo y toda la vida me he estado preguntando, golpeándome la conciencia, la sangre, el pulso, la gota de sangre, de tinta, de lágrimas, de vacilaciones, instalado para siempre en mi soledad esencial, todo el tiempo, fuera del tiempo, de la ropa del tiempo, del papel arrugado del tiempo, solo sin nadie junto a mí, ni dentro de mí, en mitad de la noche, sentándome y adormilándome en el gran avión que me llevaba de La Habana a la Isla de Pinos, donde estuvo preso encadenado el niño José Martí, siempre, siempre, siempre, a bordo de mí mismo, solo sin nadie, incluso sin mí mismo, me he estado preguntando por qué se escribe y para qué y para quién, para gente de qué color y dolor y de qué condición, para enjugar qué lágrimas, para restañar qué sangre, qué cárcel, qué destierro o nada más para encender la pequeña luz de la máquina de escribir de tu cerebro, encender tu memoría, tus ojos, tus manos, los diez y doscientos dedos de tus manos sin experiencia ni recuerdos sin ningún plegado y dormido recuerdo para prender la pequeña llamita azul y verde sin esperanza y quebradiza y vidriosa de su raquítica página, de tu donoso y vacío cuento, de tu espantosa novela, de tu delgado drama garrapateado por tu temblorosa caligrafía, pero no por la robusta letra y grafía de tu desasosiego, de tu insomnio, de tu maldad portátil, de tu monona bondad, de tu maldad, de tu pobrecita maldad, de tu apenas respirada bondad, el vacío de aire de tu bondad, la burocracia de tu bondad, de tu cobardía, de tu indiferencia, de tu neutralidad, del agua destinada que eres tú y tu cuerpo y tu alma, los tres juntos sin nadie, plantado en la silla pero no en la tierra, solo, vacío, desalojado por la radiante vida en el vicio solitario de tu literatura, solamente exterior, enteramente vacunada y desinfectada, cortada, aislada, seccionada del mundo y sus injusticias, sus maldades y su miseria, su cantidad de infiernos, su multitud creciente de purgatorios, de cuchillos, de cruces, de crucificados, ignorando a Cristo, al primero y al único, a la cantidad de Cristos que, en todas partes del mundo, en el mundo de hielo y en el mundo de llamas, en el mundo verde, amarillo, rojo, negro, enrojecido, está esperando tu palabra, tú que estás lleno de palabras del diccionario, de la enciclopedia, de la universidad, de la cátedra, repleto de
las palabras del alfabeto y no de la vida y no de la muerte vivida, nunca viva del todo, jamás enteramente muerta, sólo viviendo y muriendo nada más para eso, para que la maten en los ojos, en la boca, para que no griten bárbaro sus ojos, para que no vomite la boca palabras llenas de sangre, sangre llena de palabras, ruta por donde están pasando, desde hace centenar de tiempo los asesinos de turno, con botas, sin botas, con botas y desverguenza los incansables decorados verdugos. En otras palabras, y descendiendo a la tierra, ¿para qué escribir cuando no se nace escritor? Se nace escritor como se nace gigante o enano, rubio o moreno, bello, espantoso u horrible, santo o demonio, no se trata de hacer el fabuloso trabajo el que quiere sino el que puede y son pocos, poquísimos, minuciosamente contados los que en verdad valiosos y radiosos y no me importa si me incluyo entusiasmado u horrorizado a mí mismo en esta requisitoria, esta acusación, esta mea y tea culpe. Si no hubiera premios literarios, honores, aplausos, brocados, entorchados, honores, también olores, no siempre de santidad, el sudoroso, afanoso, denodado olor y de la multitud anónima del barrio, de la provincia, de la cordillera, del bosque, de las aguas, ¿escribirías tu escribidor descolado y ojeroso, pintarías tú, pintor pereza tu pereza? Se nace vivo o se nace muerto, aunque las apariencias muestren otra cosa, se viene al mundo sin nadie, sin espaldarazo ni recomendaciones, se nace predestinado o desahuciado, no hay otra puerta de entrada o de salida. En otras y las mismas palabras, ¿por qué no lanzar una tesis, un manifiesto, un proyecto de ley internacional, patrocinado por las Naciones Unidas, por la Unesco y sus privilegios empastados, declarando la literatura una exclusividad absoluta, y no disoluta, con jueces fieros, clásicos y soberanos, sabios sabihondos tremendamente leídos, jueces malvados malvadamente justos y disolutos —no se puede hacer buena literatura con buenos sentimientos, señalaba André Gide—, provistos, adornados resguardados por una cohorte, dos cohortes, doscientas cohortes, sesenta veces trece cantidad de jueces, fiscales, verdugos al pie de cada escritorio, de cada sociedad y sindicato de escritorio y sus zalemas y academias de felpa y oro, pintarrajeados de azul, verde rojo, azul cielo del infierno, verde esperanza de la desesperanza, amarillo de miedo, terror, agonía, azul verde amarillento y harapiento, color y paño gastado por las genuflexiones y las ceremonias y no barnizadas por las lágrimas, las lágrimas del sufrimiento sin tregua, las lágrimas de la sangre que sigue corriendo desde que nos descubrieron y saquearon, las lágrimas de la soledad, de la saciedad, del destierro, del abandono, para sancionar digo, y digo bien, o trato de decirlo, a todo aquel delincuente espiritual sin espíritu que se pretende escritor sin serlo, que se muere por ser escritor, morirse sin estar vivo, no, no lo estás, eres sólo una apariencia. El que escribe y escribe mal o pésimo, el que junta palabras palabras palabras que no contienen nada dentro, es un falsario, un ladrón, un estafador, un asaltante en despoblado un falsificador, ese santo macarro está aquí y en la quebrada del ají jurando a dios en vano, el dios de los escritores, de los verdaderos y auténticos, de los enfermos desahuciados de la salud de la literatura y nada más y nadie más. Recuerdo, y ya lo he contado en otra oportunidad, que Ricardo Latcham, el inteligente, frívolo y despectivo Ricardo Latcham, contaba cierta tarde, en un corrillo de gente del oficio en una librería de viejo de la calle Alonso Ovalle, en una cafetería de calle Ahumada o en las oficinas del desaparecido y nostalgiado diario 'Extra', que uno de esos días se le acercó un imberbe mequetrefe, con más agallas que un tiburón, a pedirle hiciera el favor de otorgarle un certificado. Se lo dio. Su texto era, textualmente, el siguiente: Ricardo Latcham certifica que don Braulio Arenas es poeta lírico. Latcham otorga el presente certificado a petición del interesado y para los fines que estime convenientes".
SU OBRA INEDITA
—No es muy alegre su visión del panorama literario chileno, señor Droguett. Usted es un destructor.
—"La pasión de la destrucción es una pasión creadora, dijo alguien más inteligente que yo".
—Es usted totalmente pesimista. Y, sin embargo, está comprometido en lo que dice, usted escribe.
—"Soy un pesimista optimista. Si examina bien lo que he dicho, es claro y notorio que me incluyo en las taras y deficiencias de nuestra corta y delgada literatura".
—Que puede exhibir con orgullo nombres famosos, internacionalmente consagrados e inmortalizados.
—"Yo mismo lo he dicho hace un momento. Hay grandes y geniales nombres junto a unos pequeños y una multitud de enanos. Enanos que se creen gigantes y que actúan como tales. O tratan de hacerlo".
—En la prosa, cuento, novela, ¿quiénes pueden aspirar a la total vigencia? ¿Qué escritores?, ¿qué escritos? ¿Es Chile un país de poetas, de novelistas, de cuentistas?
—"No se debe, me parece ser tan administrativo y
minucioso. Un país, una raza, una edad histórica, no es un todo homogéneo, como un trozo de granito o de hierro. Hay variedades y matizaciones. Los contrafuertes, cimas, precipicios, crestas, abismos de la geografía, también se repiten, con seguridad parecen reflejarse, en la otra geografía, la del espíritu. La literatura, como la pintura, como la música, es un producto de la tierra. Como el maíz y el trigo. La literatura forma parte de la agricultura del alma, de las pasiones, del ser espiritual inserto en el ser carnal. La literatura es, o debiera ser, el retrato, la radiografía, las señas de identidad de un pueblo, de una raza, de una edad. No nos pongamos trascendentales y solemnes pero esta es la verdadera que no depende de nosotros. La suelen llamar destino".
—¿Hay grandes novelistas, grandes poetas en Chile?
—"No habríamos charlado durante horas y horas si no los hubiera, hay grandes, o ha habido, grandes novelistas y cuentistas, y grandes poetas, pocos, poquísimos. La calidad sustituye con ventaja la cantidad".
—¿No ha envidiado alguna vez a algún colega, vivo o muerto, novelista, cuentista, poeta? ¿Hay algún texto que le hubiera gustado a usted escribir?
—"Sí, soy un envidioso. Como toda persona medianamente viva, por supuesto que soy un envidioso en la especie y en mi especie. Pero a más de alguno, no sólo en Chile, también en el extranjero, le he tendido la mano y he intentado sacarlo de la oscuridad. En Cuba, por ejemplo, en el concurso internacional de novela, a veces, en el exilio, rememorando, me he preguntado si no hice mal en tender aquella vez mi mano. Trato de no responderme, pero, como soy un romántico, creo que en las mismas circunstancias volvería a proceder como lo hice. Que te muerdan la mano tendida es normal, aunque, además, sea anormal".
—Hablábamos de envidias en el plano creador. Soy más directo, ¿hay, por ejemplo, algún cuento, página de novela, cuento, que le habría gustado escribir?
—"Voy a cometer la picardía de no citar los autores sino los textos. Es más curioso y estimulante. Me habría gustado escribir La señora, La picada, En provincia, El fantasma del buque de carga".
—¿Y qué obras no le habría gustado escribir?
—"Dos, al menos dos. Dos novelas. Quiero decir dos abortos de novela. Una del tiempo pasado, otra del tiempo presente".
—Usted ha recordado, con alguna agradecida nostalgia, cómo, cuando se iniciaba en las letras, un escritor francés, a quien no conocía y al que nunca llegaría a conocer, con extraña y formidable generosidad, lo tradujo y publicó en Francia. Eso, en su juventud. Y ahora, ahora mismo, es ya notorio, pues la noticia circula a nivel de las universidades, que otro investigador, también francés, está muy interesado en su obra.
—"Sí, así es, así ha ocurrido en mi azarosa, pero jamás desesperada trayectoria. En mi juventud, Francis de Miomandre, desde la lejana Francia me tendió la mano y su gesto y conducta fue de salvación, de afirmación, de confirmación. Gracias a él seguí vivo. Y ahora mismo, en mi vejez, no voy a decir en mi gloriosa vejez, sino en mi odiosa vejez, se ha repetido, sin yo esperarlo ni soñarlo, el milagro. Alain Sicard, el profesor Alain Sicard, mi amigo Alain Sicard de la Universidad de Poitiers, un conocedor y un experto en literatura de lengua española, ha descubierto, o vuelto a descubrir, desde el extraordinario espíritu universitario y universal francés que soy yo un escritor más o menos importante y ha procedido, es decir, está procediendo en consecuencia. De ahí que, como un gesto de mínima comunión y consecuencia, yo pedí a la Editorial Universitaria de Santiago, que fuera él y nadie más quien prologara la edición definitiva de mi novelita 'Eloy'. Porque Alain, en esta hora crepuscular de mi trayectoria, está siendo el prologuista, depositario, carcelero de toda mi obra original, la publicada, la inédita".
—Dicen los especialistas que su obra inédita es frondosa. ¿Cuánto de frondosa es?
—"No mucho, no demasiado. Hemos hablado del tema tan actual de literatura y polución, ¿verdad?".
—Por favor, puede precisar un poco. ¿De qué se compone su obra inédita? ¿Qué volumen tiene?
—"Bueno, ahí el estudiante curioso o morboso o el investigador con alma de notario, puede encontrar algunas novelas, dos o tres, no sé si cuatro, una cantidad de cuentos y narraciones, que no he contado, algunos ensayos, un análisis de la obra de Camilo José Cela, una visión de la obra poética de Pablo de Rokha, un examen del Popol-Vuh, el admirable pueblo indígena asaltado y saqueado por los cristianos conquistadores españoles".
—¿Se siente satisfecho con el trabajo realizado?
—"No del todo. A veces, me viene a visitar la desazón, la obsesión, la frustración de no haber cumplido todo lo que soñaba. Por falta de tiempo, porque justo te llegan las tinieblas cuando estás o te crees todo iluminado. Hay textos que se han quedado sólo en bocetos, bosquejos, programas, suspiros, ilusiones, tergiversaciones y no versiones, coplas de pie quebrado. Algunos textos de la Biblia me obseden, El licenciado Vidriera me pena. También la sobrina de don Quijote. Creo que me estoy alejando, cercenando de todo eso".
—En otras palabras, se siente terminado. ¿Ya no tomará la pluma, ya no golpeará el teclado de la máquina de escribir?
—"No he dicho eso. Sólo estoy cansado. De escribir y de vivir. Pero diga aparcero, el cansao de vivir. ¿ánde se sienta?, dice la famosa copla".
—¿Ya no escribirá nunca jamás?
—"No sé lo que haré o no haré. Veremos, como dijo el ciego"
Agosto / Septiembre, 1995 Wabem, Suiza
* * *
La muerte de Droguett
Curiosa la forma en que muere Carlos Droguett lejos de su tierra, a los 83 años de una vida bien vivida, luchadora y altiva. El 14 de julio pasado decidió visitar el museo dedicado a Sherlock Holmes en la pequeña ciudad de Meiringen, cerca de Berna. Brillante reportero policial en su juventud, función que le permitió recoger importante inspiración para su obra literaria, Carlos Droguett tenia gran interés en conocer ese museo. Cerca de Meiringen es donde Arthur Conan Doyle "mata" a Sherlock Holmes haciéndolo caer en una cascada (después se vio obligado a "resucitarlo" por la presión de sus lectores). Acompañaban a Droguett su hijo Marcelo y su nieta Rebeca. Mientras Marcelo Droguett compraba las entradas, el escritor fue a mirar un retrato de Conan Doyle y no vio la escalera por la cual cayó. Fue trasladado al hospital universitario de Berna, donde se le operó de urgencia. Se estaba recuperando bien —incluso hizo reír a su nieta Rebeca con opiniones sobre literatura— pero tuvo complicaciones. Una embolia pulmonar le causó la muerte el 30 de julio.
Los funerales de Carlos Droguett se efectuaron el 6 de agosto en Berna con la presencia de familiares, amigos y funcionarios de la misión diplomática de Chile en Suiza, entre ellos el embajador Benjamín Concha y el cónsul Patricio Guesalaga.
Hablaron Jean-Marc Pelorson, traductor de "Patas de perro" y de "El compadre", y los hijos de Droguett, Carlos y Marcelo, su nieto Francisco (que prácticamente vivía con él), y su nuera Nicole. En la ceremonia fúnebre se leyó el Credo de Don Helder Cámara, buen amigo del gran novelista chileno.
Hijo de Droguett responde a "Qué Pasa"
Señor director de la revista 'Qué Pasa':
En algunos países democráticos existe el llamado derecho de respuesta y con esta intención le escribo.
En la revista que usted dirige, con fecha 10 de agosto de este año, en un artículo relacionado con la muerte de mi padre, Carlos Droguett, dos "genios" de la literatura chilena, perdón, de la literatura hispanoamericana, se permiten algunas afirmaciones que merecen comentarse, aunque creo que mi padre no habría tenido ni tiempo ni interés de mirar algunos perros que le ladran mientras él galopa.
Estoy sorprendido de que Lafourcade tenga tiempo de hacer comentarios sobre Carlos Droguett, ya que debe estar muy ocupado preparando las jornadas que le dedican en la universidad de Pelotillehue (¡que Pepo me perdone!) para estudiar esos clásicos de la literatura que se llaman Navidad de navidades (¡que título tan original!) y Palomita Blanca. Es normal que en esas condiciones no pueda analizar la obra literaria de ese desconocido que es Droguett y que se detenga sólo a nivel de su piel. En el fondo no tiene que sorprendernos ya que todos sabemos que lo más profundo que tiene el mismo Lafourcade es la piel. Afirma que él fue un gallo de pelea cuando no le alcanzó ni siquiera para gallito de la pasión. Sostiene que criticó violentamente a mi padre y lo dejó callado, olvidando decir que esa crítica la hizo cuando mi padre se encontraba ya en el exilio. Se habría (perdóneme la expresión) cagado de susto de hacer eso con mi padre vivo en Chile.
Su valor le permite a Lafroustrade criticar sólo a los ausentes o a los muertos.
En cuanto a Sánchez Latorre, que se permite criticar a mi padre y a través de él a todos los exiliados que decidieron no volver a Chile, me permito recordarle su actitud después del golpe de Estado, la cual quedó claramente demostrada en una crítica publicada en El Mercurio con ocasión de una publicación de mi padre en Madrid, en una editorial dirigida por otro "desconocido" llamado Camilo José Cela. El crítico Sánchez Latorre encuentra increíble que se permita a ciertos individuos atacar de esa manera a las autoridades del país (léase Pinochet y sus acólitos) y a políticos como Alessandri, Frei y Aylwin. Los chilenos no olvidamos que fueron estos dos últimos personajes los que promovieron y justificaron el golpe. Después trataron de cambiar de opinión. Es fácil tirar la piedra y esconder la mano. Sánchez Latorre en el mismo artículo pide que esos exiliados sean castigados ejemplarmente y que sean privados de todos sus derechos, como si le quedaran algunos. Es este cobarde que estuvo con el golpe y que después trata de salvarse, el que se permite criticar a los ausentes y a los muertos. Demás está que le diga que con mi padre vivo en Chile habría terminado haciendo lo mismo que el cobarde más arriba mencionado.
Agradeciéndole desde ya la publicación de esta respuesta, lo saludo atentamente,
MARCELO DROGUETT LAZO
Chemin des Pelle Monta 25
2400 Le Locle, Suiza
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com "Eloy" soy yo
Entrevista póstuma a Carlos Droguett
Publicado en Punto Final, N°378/379, septiembre-octubre de 1996