Hace un tiempo, conversando con un amigo que también es novelista, recordamos Eloy. Al hacerlo ambos caímos en una confusión reveladora. Mi amigo elogió este libro por tratarse, según dijo, de un estupendo flujo de conciencia joyceano sostenido a lo largo de casi doscientas páginas. Por mi parte yo, que todavía no releía esta novela, asentí muy convencido porque eso es lo que recordaba: un flujo o más bien, un aluvión de conciencia.
Ahora, tras releer Eloy en una nueva edición (Lastarria & de Mora, 2024), comprobé que ambos estábamos equivocados. Eloy es narrado por una tercera persona omnisciente que adopta el punto de vista del bandido protagonista empleando el estilo indirecto libre. En ocasiones, ese narrador omnisciente cede la palabra al criminal perseguido para que hable en primera persona o en segunda, e incluso deja que otros personajes se expresen de igual modo. Que mi amigo y yo lo recordáramos sólo como un monologo interior se debió, sin duda, a la naturalidad pasmosa con la que Droguett emplea esos recursos literarios sofisticados.
Cualquier novelista sabe lo difícil que es sostener un estilo indirecto libre, más aún si este trasmite un flujo de conciencia a menudo descoyuntado e incoherente, cercano a la escritura automática surrealista. Es una apuesta narrativa de mucha exigencia técnica. Como toda apuesta subida, ella exige un precio alto que Droguett paga sacrificando, hasta cierto punto, la inteligibilidad del argumento. Así, por ejemplo, el tiempo sicológico de la novela, que gira en círculos espirales, funciona muy bien ligando el presente de esa última noche del bandido con los raccontos intercalados. Sufrimos con sus angustias retrospectivas que agravan su confusión actual. Pero esta confusión se extiende al tiempo cronológico dificultando que este último actúe como medio de contraste y orientación del lector.
La estructura de Eloy evoca un cuadro cubista. El montaje narrativo opera mediante quiebres bruscos que en lugar de fundir o traslapar las escenas las entrechocan. Este montaje forma un objeto literario poliédrico que, sin embargo, no es abstracto, sino que resulta sumamente atmosférico y sensorial gracias a la admirable prosa de Droguett. No obstante, el autor paga esos lujos verbales incurriendo en reiteraciones que, a veces, atascan la máquina narrativa.
Asumo que Droguett sabía que sacrificaba la narratividad en el altar de su prosa brillante y exaltada. Es más, creo que propiciaba esa inmolación y la gozaba. Sospecho que ese sacrificio aliviaba la tensión neurótica entre el periodista, el novelista y el poeta. La huida de Eloy es también una escapatoria de Droguett. En esta y en otras novelas Droguett huye de las pretensiones objetivas de la crónica periodística, deja atrás la llanura de las novelas narrativas convencionales y se pierde en el bosque de la subjetividad poética.
Se ha dicho mucho que las obras de Droguett respiran por la herida de una rabia doliente. En las primeras líneas de 60 muertosen la escalera (1953), en lo que podría interpretarse como un Arte poética, escribió: «recordemos mucho, demasiado, rabiosamente, antes de olvidar un poco». Además, por propia confesión sabemos que Droguett se puso bajo el ala airada de Dostoievsky, el de Crimen y castigo y el de Memorias del subsuelo. Por mi parte, en su prosa y temperamento atisbo una afinidad con el novelista más rabioso y torrencial entre los europeos de su época: Céline. Droguett podría ser un Céline chileno, sin el argot. Además de motivación y tema, su rabia es una perspectiva estética.
Digresión: otros tendrán que estudiar, y quizás ya lo han hecho, la inquietante frecuencia de la rabia como móvil en la literatura chilena. Droguett es de la estirpe del poeta iracundo Pablo de Rokha. Lafourcade, su enemigo, también fue, a menudo, un furibundo. Wacquez y Oses han rabiado con estilo. Una ira similar reaparece en algunos narradores chilenos más jóvenes, como Leonart, Bisama, o Labatut. Bolaño sería el representante máximo de esa «escuela chilena» que emplea la rabia como palanca para precipitar la imaginación.
Droguett cristaliza su rabia en una poética de la intensidad. La palabra odio asoma unas 45 veces en Eloy. Es casi exactamente la misma frecuencia de la palabra amor. Parece un equilibrio, pero no. En Eloy el amor es un «compadre» del odio: «…tan cercano el amor al odio, son vecinos y compadres, viven juntos y se salpican y se comunican, […] están ahí, uno al lado del otro, sufragándose y alimentándose de una misma gente, devoradores industriosos de carne humana el amor y el odio…» (p. 117).
Ese odio, esa rabia, intensifican la expresión verbal, pero también estrechan la visión de mundo que ofrece el texto. El amor y el odio igualados no se distinguen bien entre sí.
Droguett sacrifica la precisión narrativa –no hablo de la precisión del lenguaje, que es otra cosa– en aras de una intensidad siempre acrecentada. Esta intensificación continua es su aliada y su enemiga. En esa búsqueda descubre sus imágenes poéticas más luminosas, pero también esa intensidad genera proliferaciones que lo obligan a reescribir.
Droguett escribía y terminaba sus libros muy rápido. Quizás por eso después debía corregir mucho sus textos. La mayor parte de los escritores corrigen sus obras desbastándolas, eliminando lo que sobra. Para Droguett la corrección se transformaba, irresistiblemente, en ampliaciones e intensificaciones que enseguida exigían nuevas correcciones que devenían en más intensificaciones y así ad infinitum.
Droguett corrigió Eloy incansablemente después de su publicación original (Seix Barral, 1960). La versión definitiva, que ahora aparece, amplía ese texto primitivo casi en un tercio. La mayor parte de esas ampliaciones intensifica el texto agregando descripción y adjetivos. En un sólo párrafo de la página 20 el autor añadió los siguientes epítetos: bárbaramente, deseados, radiosos, puro y leal (odio); un cuerpo que era «pobre», se transformó en un cuerpo «miserable»; una mujer que aguardaba durante semanas esperando que su viejo se moviera «un poco», ahora se pasa «las semanas y los meses esperando que el viejo se moviera por fin un trecho por el mundo».
«Debo haber sido enorme y peligroso galopando por estos campos», decía Eloy en la versión original (p. 158). En la versión definitiva esa autoimagen exaltada crece aún más: «Debo haber sido fabuloso y peligroso…». (p. 163). Lo que ya era enorme se vuelve algo aún mayor y más impreciso: fabuloso.
Droguett no corregía sus textos para precisar el relato, sino para intensificarlo. En este orgulloso ejercicio de cargar y recargar las tintas fue fiel al arte poética de Pablo de Rokha: «Todo este arte está fundado en las exageraciones. […] Veo a muchos nombres jóvenes […] asesinarse en sus posibilidades de grandeza debido a un exceso: el exceso de gusto, de medida, de cuidado». De Rokha predicaba un exceso contrario, la exageración. Y Droguett lo siguió por ese camino.
Como otras estéticas del exceso la poética de la intensidad de Droguett se embriaga con su propia exaltación. El artista exagerado busca un santo grial: la grandeza. Su riesgo da la medida de su valentía, pues sabe que la exaltación puede conducir a la extenuación del lector.
William Faulkner, cuyas ambiciones y oscuridades poéticas influenciaron las de Droguett, aseguró que a los escritores «hay que juzgarnos en la medida de nuestro espléndido fracaso en la realización de lo imposible». («I rate us on the basis of our splendid failure to do the impossible»).
Eloy apunta su carabina muy alto y le dispara al cielo varias veces. El suyo, como el de Droguett, es un fracaso en la realización de lo imposible. Un espléndido fracaso de esos que sólo alcanzan los mejores escritores.
[Una versión más extensa de este texto fue leída en una presentación de la nueva edición de Eloy, realizada en la Universidad
Complutense de Madrid, en septiembre de 2024]
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"Eloy", de Carlos Droguett.
Una poética de la intensidad
Por Carlos Franz
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, 1 de noviembre 2024