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Carlos Droguett en mi recuerdo

Por Antonio Avaria
Publicado en Rocinante N°3, Stgo. de Chile, enero de 1999



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¿Cuántos éramos? ¿Ochocientos mil o muchos más, los que avanzábamos sin apuro, el corazón contento, tapando la Alameda esa tarde del 5 de septiembre de 1970? Por lo menos tantos como convocara RadomiroTomic unos días antes de la elección y muchos de sus partidarios nos acompañaban con alboroto y alegría. Con Carlos Droguett nos habíamos unido espontáneamente a esa muchedumbre enorme, desordenada, junto a familias completas que charlaban con animación, sin aullar consignas de partido. Era una inmensa masa popular vaciándose en la calle desde Plaza Italia a Plaza Bulnes (nunca pensé que pudieran ser tantos/ los que la muerte arrebatara), unida en un fervor ingenuo, celebrando desaprensivamente el triunfo de unas grandes esperanzas.

Con melancolía y despecho, cólera, sorna y demás disfraces de la emoción, solíamos recordar esa tarde y esa marcha, aquel baño de multitud. ¿Dónde? En un anfiteatro de la Sorbona, después de una mesa redonda sobre literatura chilena, departiendo con escritores provenientes de muchas partes del mundo, con motivo de unas jornadas del cuento latinoamencano y del Caribe. ¿Dónde más? Durante excursiones y encuentros programados en Suiza, por ejemplo la visita a la tumba de Richard Burton a orillas del lago Leman.

Primero nos instalábamos en el café-bar donde el actor se echaba al coleto una veintena de martinis antes de almorzar; nosotros preferíamos una botella de tinto de la región, y ciertamente cuchareábamos unos sorbos de caldo de cabeza. (Caldo de cabeza: entre exiliados, pensar y hablar machaconamente, obsesivamente, de Chile). Seguíamos hasta el pequeño cementerio rural, lo recorríamos y continuábamos más allá, por un camino de barro, bordeando un panal de coléricas abejas hasta encontrar, a la sombra húmeda de árboles añosos, gigantescos, unas veinte tumbas esparcidas sin orden. Aquí yace uno que fue gloria de este mundo, y sabíamos que la actriz Liz Taylor estuvo allí mismo de incógnito, llorándolo.

El poder de la muerte lo obsesionaba, desde que perdiera a su madre a los seis años de edad. No era temor, repugnancia o atracción por la muerte propia. No: lo atormentaban las muertes injustas, la muerte cruel, violenta, gratuita, la muerte imbécil. El asesinato de inocentes es tema y trama de novelas tan intensas y disimiles como 60 muertos en la escalera, El hombre que había olvidado y Todas esas muertes. "Parece que en la muerte y en el sufrimiento se muestra más la condición humana que en el final feliz", dijo entonces Droguett.

De aquellas horas largas en la Biblioteca Nacional no se licenció un abogado, sino un escritor. Apoyado en temas de la conquista española de Chile y alrededor de la figura de Pero Sancho de Hoz, Droguett escribe velozmente una trilogía novelesca que aparecerá sin prisas y separadamente años más tarde. Se trata de 100 gotas de sangre y 200 de sudor (citando una carta de Pedro de Valdivia), publicada en 1961, Supay el cristiano (1967) y El hombre que trasladaba las ciudades (1973). De resonancia fue su contribución a los 25 años de la revista Mensaje en 1970: "La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional". Aún escuecen esos latigazos. Partió al exilio en 1975. En Berna, Suiza, se encarnizó sobre su mesa de trabajo. Son varios miles de páginas inéditas. Quinientas tuvieron editor español, contrato, galeradas; volvieron a fojas cero, al limbo nonato, por decisión del presidente de la empresa, porque el autor se negó a suprimir una dedicatoria que denostaba a la junta militar chilena. Tal es la historia de la novela inédita Matar a los viejos.

Escribió días enteros, meses, años, lustros.

Droguett cuenta en carta de 7 de marzo, 1993: "La compañía más cercana, eficaz y constante es la de doña Isabel, cuyas cenizas me miran, por lo menos me sienten ir y venir por la soledad que se llama vida, desde la sobria urna metálica sentada en su velador, junto a su foto y su reloj, en espera paciente e impaciente de las mías, estas cenizas postergadas y compactas que ahora mismo escriben una carta internacional. Es difícil acostumbrarse, es imposible reformarse cuando se piensa que con Isabel nos conocimos, en la despierta y aletargada adolescencia, cuando ninguno de los dos cumplía 20 años"



 

 

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Por Antonio Avaria
Publicado en Rocinante N°3, Stgo. de Chile, enero de 1999