Morir en
Berlín
CAPÍTULO X
No le quitéis la mentira al hombre,
que
ya no sabría vivir sin ella.
HENRIK IBSEN
El
despertar del Senador fue plácido comparado con la acuciante sensación
de la víspera. La idea de la muerte era algo que se lavaba con el agua
de la ducha, que se endulzaba con el kuchen de manzana preparado por
Tante Ilse, con el café del desayuno; que se olvidaba revisando
las penurias acumuladas en las carpetas repletas de
peticiones.
..... La noche que siguió al
desatino de la fiesta y al beso de Leni en su mejilla, fue puntual el
llamado de su vecina a su puerta y la presencia de Mario en
disposición de traducir.
..... Leni
entró como un huracán que aventó sus dolores y sus angustias. Traía un
resto de torta que el viejo apenas se atrevió a probar y que Mario
engulló con deseos que hablaban de otra ansiedad. Al rato hablaban del
remoto pasado del Senador, de lo que Leni preguntaba y preguntaba sin
que don Carlos -y menos Mario- entendieran la razón de ese
interés.
..... -Aprendí a leer recién a
los dieciséis -dice don Carlos y Mario traduce-, pero el primer par de
zapatos me los puse a los dieciocho. Los compré en Antofagasta, el día
que fuimos a escuchar una charla de Elías Lafferte -y Mario le explica
como si fuera el acólito, que Lafferte fue uno de los fundadores del
Partido Comunista de Chile. Y que los nombres de Recabarren y
Lafferte, así como las palabras sindicato, mitin, Federación Obrera,
Partido, pampa, Mancomunal, eran sagradas para los mineros de
Chacabuco y las demás oficinas salitreras.
..... -Eran la sublimación casi religiosa de un
paraíso perdido y de una promesa incumplida: el salario que nunca
recibieron.
..... Leni no entiende. Don
Carlos lo advierte, así como advierte también que ese interés por lo
que él le cuenta es un inexplicable interés por su persona.
..... -La cosa es así -dice interviniendo en el
diálogo de Leni y Mario como si fuera en realidad el tercer
interlocutor en igualdad de condiciones-. La gente que se vino del
sur, del campo, de los fundos de la zona central, estaba entusiamada
con la idea de recibir un salario. Esto no lo habían visto nunca. No
tenían la experiencia de recibir dinero por su trabajo. A los
campesinos se los contrataba... ¡Qué va!... No había contrato de
ningún tipo; se les daba un pedazo de tierra donde vivir y producir
algo para la olla, y la llamada galleta, una especie de pan familiar
con que reforzaban lo poco cosechable en sus terrenos. Y ese era el
salario. Entonces cuando oyeron que en las salitreras los mineros
recibían una paga en dinero y que se podían ir cuando quisieran, o
cambiar de oficina salitrera, o juntar algo de ese dinero para volver
al sur con lo que jamás habían soñado tener, se deslumbraron. Se las
ingeniaban para llegar hasta las salitreras, haciendo cualquier
trabajo en los barcos, viajando escondidos, qué sé yo. Mi padre puso
en eso una platita que recibió de la dueña del fundo, que al morir
quiso recompensarlo por los veinte años que había vivido y trabajado
para ella. Poco más de treinta tenía cuando partió al norte. ¿Y ahí,
con qué se encontraban los que habían llegado de tan lejos? Se
encontraban con que no existía el tal salario. La paga del minero era
una ficha -ficha salario la llamaban- y sólo servía para comprar en la
pulpería de la empresa. Aquí Mario le pide que haga una pausa, pues
tiene que explicarle lo que era la pulpería, esa especie de cantina y
almacén, le dice a Leni, donde el minero encontraba todo lo que
necesitaba comprar, pero a los precios fijados por los dueños de las
minas, que eran también los dueños del ferrocarril y de todo lo que
tuviera algún valor en el norte.
....
-Eran ingleses los dueños -dice don Carlos y se entusiasma con su
recuerdo-. Los campesinos como mi padre, imagínese usted, habían
dejado todo lo que querían porque tambíen querían conocer el dinero.
Habían dejado los campos, las frutas, el vino, la familia, y lo habían
cambiado todo por la pampa, ese desierto que no termina nunca y que
primero quema el alma y después... Bueno, es tan lindo que no sé cómo
contarselo. Ese desierto es más grande que todo este país, ¿sabía
usted?
..... -No, no sabía -dice Leni
pestañeando sus ojos deslumbrados.
.....
-Claro. Más grande. La región de Antofagasta es más grande que toda la
RDA. Y el desierto es mucho más que Antofagasta. Es que es tan grande
que entonces de ahí no se podía salir. Y eso nos pasó. No pudimos
salir nunca más. Dejamos lo verde, los ríos, la casa de la infancia
para venirnos al norte por la paga. Y terminamos todos encerrados en
el desierto, recibiendo esa ficha salario con la cual nos endeudábamos
cada día más en la pulpería. Trabajábamos de sol a sol y cada vez les
debíamos más a los ingleses. Con el salitre se hicieron grandes
fortunas; en esa época se construyeron el Casino de Viña, el Sporting
Club, las grandes mansiones de Iquique y de Santiago. La gran farra de
los años veinte se pagó en Chile con la plata que producíamos
nosotros, cada día más endeudados y viviendo como animales en los
barracones de la oficina.
..... -¿Y por
qué no se iban de ahí? ¿Por qué no volvían a su tierra? -pregunta
Leni.
..... -No es fácil contestar a
eso. Había varias razones y yo tengo mi teoría. Una razón es que
estábamos, literalmente, muy endeudados. Eramos rehenes de nuestra
deuda. Y la verdad es que tampoco habíamos perdido mucho al perder lo
que usted llama nuestra tierra. La vida del pobre es dura en todas
partes. Pero mi teoría, lo que yo viví en carne propia, es que todos
nos quedamos porque teníamos la sensación de haber descubierto algo
aún más grande que lo que estábamos buscando. Eso le pasa al minero,
sabe usted. A veces -rara vez, pero ocurre- descubre algo muchísimo
más grande que lo que andaba buscando.
..... -¿Y qué era eso? -pregunta Leni.
..... -La libertad.
..... -¿La libertad? ¿Viviendo como vivían?
¿Pudiendo comprar sólo en la única cantina? ¿Teniendo cada día más
deudas? ¿Siendo cada día más pobres?
..... -Sí, claro. Lo que encontramos finalmente
era mucho más grande que el famoso salario. Había días en que podíamos
hacer lo que quisiéramos. Y entonces nos íbamos a la ciudad, a
Antofagasta. Muchos a tomar y a ver niñas. Pero otros a juntarnos y
hablar de lo que no se podía hablar en la oficina salitrera. Ese era
el sindicato. Funcionaba en una pieza de la Federación Obrera. Una
pieza tan miserable como nuestras casuchas de Chacabuco, pero con piso
de tabla, lo que era un lujo para nosotros, y ahí se organizaba la
venida de los compañeros y los mítines de la Mancomunal. Para ir a uno
de esos mítines me compré el primer par de zapatos.
..... -¿Y eso era ser libres, según
usted?
..... -Sí, eso. Todos estábamos
esperando algo. Tal vez no sabíamos que era. Muchas veces caminábamos
un día entero hasta Antofagasta porque allí alguien iba a decir lo que
podía cambiar nuestra condición. Y después, caminábamos toda la noche
de vuelta para volver a esa esclavitud que era lo contrario de lo que
habíamos buscado. Pero siempre había un esperar. Por eso era tan
importante ese alguien que venía a estimular nuestra espera cada tres
o cuatro meses.
..... Hizo una pausa muy
seria y Mario sintió que no podía interrumpir ese silencio. El viejo
quiso taparlo con una sonrisa, pero era como querer ocultar el sol con
una mano.
..... -Es difícil que usted lo
entienda -tradujo Mario.
..... -No, no.
Lo entiendo muy bien -se apresuró Leni con los ojos encendidos de
entusiasmo-. Lo entiendo perfectamente y me sirve mucho lo que usted
me cuenta.
..... -No entiendo cómo puede
servirle.
..... -Es que en este momento
tengo una pequeña aparición en el coro de El Holandés
Errante.
..... -Es una ópera de
Wagner -le dijo Mario a don Carlos en un tono más íntimo.
..... -¡Sí, sí! Wagner -confirmó Leni con
entusiasmo
..... -¿Y eso tiene que ver
con Chacabuco?
..... -Muchísimo. Pero
veo que están cansados y yo también lo estoy.
Morir en
Berlín
Carlos
Cerda.
Planeta Chilena S.A.- 1993. 233 págs.