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Carlos
Cerda (texto escogido)
29.
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Desperté a medianoche. Estaba empapado. Pensé que sería la fiebre,
pero era sólo el miedo. Caminé un rato por el estar, o el comedor, o
lo que sea, pues aquí todo está junto, aunque lo correcto sería decir
que está revuelto y desordenado e imposible desde que Nora se fue. He
tomado ya tres vasos de agua luego de dejarla escurrir en el
lavaplatos para beberla más fría. Tal vez la comida tenía demasiada
sal, o el analcohólico brebaje de Silverio no es tan inocuo, o la
cercanía comprobada de Gómez Galescio me está resultando más dañina de
lo previsto. Sabía, en todo caso, que ya no podría dormir. Tampoco
tenía sentido vestirme y partir hacia el Venezia. Ya estaba
amaneciendo y el boliche estaría cerrado, al igual que los otros
lugares del barrio Bellavista donde uno puede pasar una noche de
insomnio. Y aunque no me gusta ir a cualquier lugar, esta noche sí lo
haría. Lo peor que me pasaba no era el insomnio sino el regreso del
miedo. Pero como parte de ese miedo, cuando se está en un bar, es caer
nuevamente en la bebida, preferí concentrarme en el texto de Egmont en
espera del alba. Curioso, pensé: Egmont también espera la mañana. Él
sabe que es la mañana del último de sus días. ¿Por qué no puedo alejar
de mí la idea de la muerte? .......... El
ensayo comenzó puntualmente a las once. Era el primero en que la
Obertura sería pasada de corrido. Por primera vez vi a la orquesta en
el foso desde mi posición en el escenario. Es algo impresionante para
un actor y no sé si un cantante estará totalmente libre de ese
sentimiento de pánico. La orquesta empieza a afinar sus instrumentos,
el director ya está en su puesto y desde la tarima da algunas
instrucciones a Ulrike en un alemán que suena fluido. Ella está muy
atenta a sus indicaciones. Miro entonces a los músicos. Están
concentrados en sus instrumentos. Por sobre ese océano de cabezas y de
notas tendrá que saltar mi voz para llegar hasta la última fila de la
platea, hasta el palco más alejado y también hasta el punto más alto
de la galería. Siento las manos húmedas y una repentina aunque
previsible cerrazón de la garganta. Todo parece estar a punto, menos
yo. El ruido de las notas aumenta, los instrumentos van creciendo y
las cabezas de los músicos aumentan también sus dimensiones . La larga
cabellera de la violinista me distrae. Cubre su cara como una cortina.
¿Podrá mi voz atravesar esa cortina rubia? ......... El pánico escénico es probablemente la sensación
más angustiosa que un ser huamano pueda experimentar. Creo que sólo es
comparable con el pavor extremo que nos asalta en un vuelo con fuertes
turbulencias, en el que todo salta hasta el techo del avión y las
azafatas pierden completamente su autocontrol y terminan rezando de
rodillas en el pasillo del aparato. Algo muy parecido a eso sentía yo
en ese momento que se eternizaba. El Director hablaba hacía horas con
la soprano; las cabezas de los músicos continuaban impertérritas su
movimiento cadencioso al ritmo discutible de la afinación; la cortina
rubia de la violinista al parecer perduraría sin dar señales de
cambio: definitivamente, continuaría tan cerrada como mi garganta, que
dentro de unos segundos debería estar a tono para proyectar a toda la
enorme sala el monólogo de Egmont. .......... Pienso entonces, y pienso apenas, prácticamente paralizado por
el terror, que algo semejante debió sentir el conde de Egmont la
mañana de su ejecución. Mi estado era por supuesto menos precario,
pero el miedo es cosa viva y basta que esté allí para que esté en
plenitud, sea cual sea la razón que lo cause. .......... Lamoral, conde de Egmont, Caballero de la Libertad,
una mañana de invierno del año 1566, frente a quienes lo van a
ejecutar, alza la voz para honrar la sangre de los suyos. Esa sangre
no se ha vertido en vano y así como el mar rebasa los diques, así
también esa sangre terminará arrasando los muros de la tiranía. ¿Por
qué en el instante más oscuro y con la muerte ante los ojos puede
alcanzarse la convicción más feliz? ¿De dónde proviene la fuerza que
nos da el valor para gritarla en el momento más duro? .......... Yo me esforzaba en un ejercicio de concentración del
que dependía absolutamente en ese instante. Toda mi vida estaba jugada
a eso. Si fracasaba esa mañana, mi mañana, estaría todo
definitivamente perdido. Pensé: dos siglos después, hacia 1788, Johann
Wolfgang Goethe se siente inspirado en la figura de Egmont. Yo había
leído ya el ensayo de Walter Benjamin que me trajo el Director al día
siguiente de nuestra primera conversación sobre la Obertura. Según
Benjamin, para Goethe la historia representaba una sucesión
imprevisible de formas de dominación y de culturas, a la que los
grandes individuos, tanto Julio César como Napoleón, Shakespeare como
Voltaire, brindan el único sustento inteligible. El gran poeta alemán
nunca pudo declararse partidario de movimientos nacionales o sociales.
¿Qué lo atraía entonces en la figura de Egmont? ¿El heroísmo sin
destino de un alma noble que no se sumerge nunca en la marea de las
multitudes? ¿O más bien el ejemplo que es capaz de poner en movimiento
una esperanza? ¿Esas hermosas palabras estaban allí sólo para honrar
un acto individual? ¿O su sabiduría tenía como destinatarios a todos
los hombres capaces de entenderlas y empuñarlas? .......... En 1810, Ludwig van Beethoven camina a tranco
rápido y con la vista fija en los adoquines de las calles de Viena. No
quiere ver cómo pasan a su lado los grupos de militares con uniforme
napoleónico que patrullan la ciudad ocupada. El Napoleón
revolucionario que había ganado toda su admiración se ha convertido en
el dueño de Francia y no cejará hasta convertirse en el dueño de
Europa. Hay que hacer algo. Hay que levantar un dique de contención
para impedir que el rebalse de la restauración napoleónica inunde el
continente. Hay que recuperar la idea de la libertad. Pero urge
limpiarla de sus asociaciones con la Revolución Francesa, porque son
franceses los soldados que pisotean esa misma libertad en Viena. Hay
que enaltecer un ejemplo. El resplandor de un hombre ejemplar
iluminará de nuevo los caminos de la libertad. Y para Beethoven ese
hombre es Egmont. Hay que componer una obra dedicada a su
nombre. .......... Y ahora
Egmont soy yo. .......... Así es
como en el primer ensayo logré superar el pánico escénico: recurriendo
a un ejercicio de concentración. Poniendo entre paréntesis todo lo que
constituía mi entorno más tangible y cercano, mi conciencia no tuvo
otro objeto que la asombrosa encarnación del espíritu libertario en
tres hombres que alumbran un mismo camino a través de los siglos.
Egmont en 1566, Goethe en 1788 y Beethoven en 1810. .......... El martes yo seré Egmont. .......... Tal vez por eso sobreviví al campo de
concentración, a la tortura, y luego al hambre, al abandono, y a la
muerte misma. Tal vez la vida es mucho más inabarcable y hermosa de lo
que creemos. .......... Somos
las sombras de todos los que inventaron al hombre. .......... Antes de Egmont hubo un Sófocles que murió en el
exilio. En mis oídos resuenan aún las palabras de Antígona en la voz
de Ana María Puga, callada hoy entre los muertos. .......... Sí. Somos las sombras de todos
ellos. .......... Y
seguimos, con ellos caminando.
Sombras que caminan Carlos Cerda Alfaguara - 1999
La noche del 25 de noviembre de 1986 ocurrió en el
Teatro Municipal de Santiago un hecho increíble. Esta
novela apasionante enlaza aquel acontecimiento con episodios
del teatro universal, y narra también el via crucis
de Horacio Ortega, actor exonerado, perseguido, recluido en un
campo de prisioneros, abandonado por su mujer, cesante
vitalicio y algo alcohólico. Maravillado, descubre que el
espíritu de la libertad, el mismo que antes se había
personificado en el Conde de Egmont, en Wolfgang Goethe, en L.
v. Beethoven, se encarna ahora en él mismo, que
interpretará al Egmont de la famosa Obertura. ¿Simple
delirio o esperanzada lectura de la historia? Carlos Cerda
narra la biografía de un perdedor y al mismo tiempo una
historia victoriosa: la del esfuerzo universal por hacer
prevalecer la libertad siempre amenazada. Sombras que
caminan culmina de manera brillante el ciclo iniciado por
Morir en Berlín y Una casa vacía.
de la
contratapa
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El
suceso más importante de esta novela es un hecho real. Ocurrió
en octubre de 1986, durante la IX Temporada de Conciertos de
la Orquesta Filarmónica, en el Teatro Municipal, con ocasión
del estreno de la Obertura Egmont, de Beethoven, inspirada en
la tragedia homónima de Goethe. Como entoda obra de
ficción, los personajes de esta historia son entes imaginarios
y también las circunstancias se liberan de la gravedad
anecdótica para emprender su propio vuelo. No son por ello
menos reales, pero transitan por caminos que difieren de la
crónica. Los dos primeros textos en cursivas merecen una
mención especial. Cuando yo trabajaba con el Teatro Ictus, don
Agustín Siré me entregó algunos capítulos abreviados de un
libro escrito por él en Londres gracias a una beca del British
Council. Los publiqué en el boletín Ictus informa, y como el
trabajo de don Agustín Siré no ha recibido aún el homenaje de
una edición, decidí incluirlo aquí en reconocimiento a uno de
nuestros más talentosos hombres de teatro. Aunque este
libro tiene ya una dedicatoria, (* Para Víctor Jara y Ana
María Puga, in memorian), quiero hacerla extensiva a todos los
actores, directores, dramaturgos y técnicos que fueron
asesinados, torturados, recluidos en campos de concentración,
encarcelados, exiliados, exonerados, impedidos de realizar su
trabajo mediante listas negras, y a todos los que sufrieron de
alguna forma los horrores de la dictadura.
Carlos
Cerda.
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