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Los zorros del Brexit

Por Carlos Franz
Publicado en La Segunda, 2 de julio de 2016




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El 22 de septiembre de 2002 una enorme marcha recorrió las calles de Londres. Era un día domingo frío y gris, al final de esa estación, algo menos nublada, que los ingleses insisten en llamar "verano". Unas 400 mil personas, provenientes del campo británico y de pequeños poblados rurales, convergieron sobre la capital para protestar contra distintas amenazas a su "modo de vida".

El detonador de esa multitudinaria protesta fue una ley por la cual se prohibió la cacería de zorros con perros. En ese deporte ancestral, jaurías de sabuesos, seguidos por tropeles de jinetes con chaquetas rojas, saltan vallas de piedra para perseguir —y matar— a un aterrado pero astuto zorro. Los bienintencionados legisladores, en Westminster, habían decidido salvar la vida de veinte mil zorros que cada año morían de ese modo en las campiñas del Reino Unido. Pero no calcularon, tal vez, que cuatrocientos mil habitantes de la Gran Bretaña profunda invadirían Londres para protestar.

Recién llegado a vivir en Inglaterra, fui testigo de esa protesta que me parecía el colmo de la excentricidad. Me costaba creer que la prohibición de ese deporte elitista pudiese provocar la oposición de esa enorme masa. Uno habría esperado que en esa marcha desfilaran sólo aristócratas cazadores. Y en efecto, seguramente entre ellos había un puñado de nobles como aquellos que, en las películas nostálgicas sobre la vida en grandes casonas rurales inglesas, se levantan al alba para zorrear entre la niebla. Otros tantos serían gentleman farmers, criadores de perros y de caballos de esos que tapizan sus salones con chintz y sus cuerpos con tweeds verdes. Pero ni aún si sumáramos los habitantes de todas las Dowtown Abbey de Inglaterra se habrían podido reunir un décimo de esos 400 mil manifestantes. ¿Quiénes eran los otros?

Los "otros", la gran mayoría en esa marcha, eran simplemente campesinos. O ni siquiera eso. Por supuesto que había pequeños granjeros cultivadores de lúpulo y almendros en Kent, lecheros de Warwickshire y hasta pescadores de Cornwall. Pero junto a estos campesinos verdaderos marchaba una multitud de ciudadanos de provincia, de pueblitos pequeños y medianos, sin relación directa con la agricultura y mucho menos con la cacería de zorros.

Esa multitud portaba pancartas que constituían un verdadero catálogo de causas perdidas en la batalla de la globalización. Junto a los pocos cazadores auténticos marchaban asociaciones de obreros y mineros tempranamente jubilados por la deslocalización de fábricas y el cierre de minas agotadas o contaminantes. Estos proletarios, cuyas modestas pensiones no les alcanzaban para vivir en las ciudades cada vez más caras de Inglaterra, se habían repartido en pueblitos donde su resentida ociosidad llenaba los pubs, o donde —los más emprendedores— se habían reciclado en feriantes o taxistas sin mucho éxito.

Asimismo, habían marchado hasta el centro de Londres grupos de viejos inmigrantes paquistaníes, afganos o de las Antillas británicas. Almaceneros, peluqueros, quiosqueros. Minúsculos comerciantes afectados por la constante declinación y el despoblamiento de las zonas rurales en favor de las grandes urbes.

Pese a su variedad de orígenes, ocupaciones y motivos, esa enorme masa coincidía en dos quejas. Una era contra el centralismo del Estado británico, siempre más preocupado de las ciudades populosas que de los pueblos y el campo (una queja compartida por las provincias de medio mundo). La segunda queja principal era contra la Unión Europea y sus políticas de libre comercio regional.

Esas quejas habían logrado el milagro de unir en el resentimiento a la derecha y la izquierda tradicionales. Los agricultores ingleses empobrecidos, marchaban con los obreros jubilados por las deslocalizaciones y arrinconados en las provincias. Y hasta se habían sumado a ellos los viejos inmigrantes de la Commonwealth, que ahora se veían amenazados por nuevos inmigrantes europeos dispuestos a trabajar por menos dinero.

El Brexit se incubó en esas zonas geográficas y sociales que desfilaron en aquella marcha de hace quince años. Las mismas donde ahora obtuvo sus mayorías más abrumadoras.

Uno de los rasgos más excéntricos de aquella protesta fue que varios de sus protagonistas decidieran desfilar disfrazados de zorros, encabezando a la multitud. Pretender que los propios zorros protestaran contra la ley que prohibía que los cazaran me pareció, entonces, un rasgo de humor negro, típicamente británico.

Ahora, tras el referendo que decidió el Brexit, esos disfraces de zorros me parecen simbólicos. Aquella no era una multitud de cazadores. La inmensa mayoría no tenían caballos que montar, ni siquiera perros de presa. Más bien, ellos se sentían como las presas, los zorros perseguidos y acorralados por la jauría de la globalización.



 


 

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Los zorros del Brexit.
Por Carlos Franz
Publicado en La Segunda, 2 de julio de 2016