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El día después

Por Carlos Franz
Publicado en La Segunda. 4 de Enero de 2020



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Amanecer de un 1 de enero. Tras la ruidosa fiesta de Año Nuevo el alba silenciosa se cuela en este valle costero. Ayer —el año pasado— brillaba un enérgico sol veraniego. Ahora un blando alud de niebla cae por la falda de las montañas. Aún adormilado y resacoso, salgo a la terraza. Una llovizna fría me hace encogerme dentro de mi bata. Observo las ruinas de la fiesta. El agua caída durante la noche inundó los ceniceros, diluyó el champaña sobrante en los vasos y empapó las máscaras de cartón abandonadas afuera. Este primer día del año parece, literalmente, un aguafiestas.

Pese a eso, intento mantener el optimismo con el que anoche nos abrazábamos y felicitábamos al sonar las doce. "¡Que este año se cumplan todos tus deseos!". Intento creer que esta lluvia fría empieza a cumplir esas grandes aspiraciones. Me digo que, quizás, esta sea un agua purificadora enviada por los dioses para limpiar los despojos del año que dejamos atrás. Esta lluvia podría ser un agua lustral, cuya misión es lavar nuestras faltas y excesos.

Medio convencido, levanto la cabeza y dejo que la lluvia fina me picotee el rostro. La sensación es, en realidad, renovadora. El agua me enfría los párpados hinchados por el sueño escaso y el alcohol abundante. Ansiando aún más limpieza, abro la boca y saco la lengua. La lluvia cosquillea en mis papilas enjuagando los resabios amargos de la comilona.

Me convenzo, esta llovizna temprana es una buena señal del cielo. Este será un año de renovación. Nos lavaremos las amarguras. Nos restregaremos el alma hasta eliminar el sarro del resentimiento acumulado por las frustraciones. ¡Renaceremos!

Llevado por ese entusiasmo, ofreciendo mi rostro al cielo lluvioso, doy unos pasos a ciegas por la terraza mojada. Sin darme cuenta, resbalo sobre un plato de papel con restos de torta. Patino y aleteo antes de caer sentado sobre un globo. En lugar de reventarse, este expele una ventosidad tartamuda, similar a un pedo.

El camino más corto al ridículo es el optimismo exagerado (esa es una lección del año pasado que no deberíamos olvidar en este). Un resbalón basta para que una supuesta lluvia purificadora vuelva a mostrar lo que es: una miserable llovizna jabonosa y traicionera. Hace un minuto le agradecía al cielo su promesa de renovación y ahora me encuentro en el suelo, humillado y ofendido como un personaje de Dostoievski.

De los buenos deseos de anoche y de las esperanzas de este amanecer solo me quedan la indigestión y un hematoma en el coxis. Y, para colmo, este ni siquiera será un día soleado.

Optimismo bobo: olvidamos que los buenos deseos expresados durante esta noche vieja ya los formulamos el año anterior y todos los años precedentes, sin resultados. "¡Que este año se cumplan todos tus deseos!", exclamamos de nuevo, reacios a reconocer que nada se cumple del todo.

Es cierto, a veces un año nuevo nos trajo novedades excelentes. Pero estas bondades no eran las que pedíamos o, si lo eran, llegaron mezcladas con malas noticias. Excepcionalmente, y con mucho trabajo, cumplimos algún deseo muy intenso. ¿Pero cuántos otros sueños desechamos para realizar ese deseo acuciante?

Como la resaca sigue a la fiesta, la decepción acompaña a los deseos cumplidos. Nuestro sueño era mejor. La invención es superior a la realidad (y esta convicción sustenta a la literatura).

Además, una antigua sabiduría nos advierte contra el cumplimiento de nuestros deseos cuando pedimos nada menos que todo. Oscar Wilde reformuló un viejo proverbio aciago, así: "Cuando los dioses nos quieren perder, escuchan nuestras plegarias".

Ese proverbio solo es enigmático en apariencia. Siempre pedimos para el futuro. Pero el futuro es un lugar imprevisible donde los sueños de nuestra razón a menudo engendran monstruos: efectos colaterales. Cuando nuestro deseo más anhelado se cumple, resulta que su peso grandioso era una carga excesiva para nosotros o para los demás.

Si fuéramos sabios, cada noche de Año Nuevo, en lugar de desear y pedir siempre más, ofreceríamos algo. Ofreceríamos nuestro trabajo, nuestra paciencia, nuestra perseverancia ante las previsibles decepciones que siempre traen los años nuevos.

Un llamado a ofrecer más y pedir menos puede resultar escandaloso en esta época. Ahora el deseo es nuestro rey absoluto y su despótica voluntad demanda satisfacción inmediata.

En este primer día del nuevo año, agradezco humildemente a la llovizna el porrazo que me propinó. Dejo de mirar al cielo. Me levanto del suelo. Y me pongo a limpiar la terraza.



 

 

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