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MALAS PALABRAS

Por Carlos Franz
La Segunda, sábado 9 de agosto de 2014


 



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La forma más divertida de Apocalipsis que conozco es el diluvio de pedos. ¡Qué vulgar!, dirán aquellos que prefieren "ventosidades". Yo digo que es un fin del mundo terriblemente posible. Las vacas y demás rumiantes de su tipo, al digerir lo que pastan producen mucho metano. Un gas que expulsan mediante abundantes pedos y eructos. El metano es veintiún veces más eficiente que el dióxido de carbono en la producción del efecto invernadero. Naciones Unidas estima que hay 1.500 millones de bovinos en el mundo. Cada vaca pedorrea unos 55 metros cúbicos de metano anualmente. Entonces, si las matemáticas no me fallan, cada año la atmósfera se espesa con unos 82.500 millones de metros cúbicos de pedos de metano. ¡Vacas y loros pedorreando contribuyen más al efecto invernadero que todo el transporte del planeta!

Y el futuro será aún más maloliente. Se teme que la demanda mundial de carne se incremente en dos tercios de aquí a 2050. Para atenderla será necesario agregar gigantescos rebaños a las ya enormes ganaderías que engordan -y se hinchan- en pampas argentinas o llanuras estadounidenses. Eso sin contar con los millones de herbívoros que rumian en las sabanas africanas, más las vacas sagradas que vagabundean por la India expeliendo sus venerables gases... El pronóstico huele mal: para mediados de siglo el planeta podría haberse convertido en un monstruoso invernadero pestilente y atronador.

Con razón el Presidente Obama anunció en marzo pasado un programa para controlar urgentemente esta fétida amenaza. Pero, ¿cómo lo hará?, se pregunta uno. Volvernos todos vegetarianos sería un remedio peor que la enfermedad. Sólo hay que imaginarse a los 15.000 millones de seres humanos, que seremos por entonces, rumiando garbanzos y coliflores y luego... No. Es mejor ni siquiera imaginarlo. En ese humillante Apocalipsis el planeta acabaría como en el poema de T. S. Eliot: "This is the way the world ends/ Not with a bang but a whimper". Sólo que sería mucho peor: todo acabaría no con un estampido, ni un quejido siquiera, sino con un pedo.

Y hablando de poemas... Los espíritus finos -que sin embargo hayan leído hasta aquí- se preguntarán acaso por qué el autor escribe de este tema malsonante, en lugar de recitarnos versos o hablarnos de "metafísica cubierta de amapolas". Respondo: porque escribir tanto de lo alto como de lo bajo es una gran libertad déla literatura, que compensa su escaso poder. Y además también pueden hacerse poemas sobre el asunto, como aquel magistral soneto de Quevedo: "La voz del ojo, que llamamos pedo/ (ruiseñor de los putos), detenida,/ da muerte a la salud más presumida/ [...] Mas pronunciada con el labio acedo/ y con pujo sonoro despedida,/ con pullas y con risa da la vida,/ y con puf y con asco, siendo quedo".

De acuerdo, de acuerdo... Don Francisco de Quevedo cuando se pasaba, se pasaba diez pueblos, como dicen en España. Pero ¿no es genial eso de que la ventosidad "detenida, da muerte a la salud más presumida"? Hasta podría emplearse en una campaña de salubridad pública. Ahora que los gobiernos quieren quitarnos incluso la sal de la mesa, no estaría mal que nos compensaran con otras políticas más permisivas. Por ejemplo, junto a esos tétricos avisos reiterándonos que "fumar mata", podrían instalarse otros que dijeran: "y guardarse los pedos también".

Lo anterior no es del todo una exageración. Algo similar le ocurrió al gran astrónomo danés Tycho Brahe. En octubre de 1601, durante un banquete ofrecido en Praga por un consejero del emperador Rodolfo II, Tycho sintió ganas de mear. Pero se aguantó porque le pareció descortés levantarse de la mesa. Plato tras plato, brindis tras brindis, hora tras hora, Tycho se aguantó... Hasta que se le reventó la vejiga y murió unos días más tarde. Antes tuvo tiempo para soplarle a su asistente -nada menos que Johannes Kepler- su epitafio: "Vivió como un sabio y murió como un tonto".

Dios me libre de deducir que también son unos tontos quienes se aguantan los pedos durante las cenas. Sin embargo, Luis Buñuel fue incluso más radical. En su película "El fantasma de la libertad" la gente se esconde en los retretes para comer y se reúne en torno a una mesa para cagar (y conversar sobre la contaminación del mundo). Con perfecta urbanidad hacen en público lo que se nos ha enseñado a esconder y esconden lo que hemos aprendida a exhibir. Absurdo, si lo tomamos literalmente. Astuto, si lo entendemos como una crítica a nuestra educación represiva y contaminadora de lo natural.

Si es arriesgado aguantarse las ganas fisiológicas, también es ridículo reprimir los vocablos que las designan, velándolos detrás de eufemismos fruncidos. Cuando niño tenía prohibido decir pedo (o "peo", como lo pronunciamos en Chile) delante de mis mayores. Debía llamarlo "pun". Yo me negaba a esa ridiculez. Además intuía que era absurdo: la palabra no es la cosa. La palabra pedo no huele. De puro rebelde busqué su definición en el diccionario y luego, cada vez que oía u olfateaba una posible transgresión, preguntaba: "¿alguien se tiró una ventosidad expelida por el ano?". Nadie podía acusarme de decir la "mala palabra". Pero me castigaban igual.

Quizás por eso ahora me desahogo. Si de pronto el mundo se termina, asfixiado por un diluvio de pedos, lo menos que podemos exigir es llamarlos por su nombre.




 



 

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Por Carlos Franz.
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