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Parque Forestal, Santiago. Chile

 

OTOÑO

Carlos Franz
La Segunda, Sábado 11 de abril de 2015


 


 


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Esta mañana, al salir de tu casa, pisas la primera hoja seca de un nuevo otoño. Atareado con los deberes penosos del retorno al trabajo, ni siquiera habías advertido que el verano terminó. Por eso este minúsculo crujido, este crepitar casi inaudible bajo la suela de tu zapato, te pesca desprevenido. Te detienes a mirarla un momento: el pequeño cadáver de la hoja de árbol seca, su esqueleto quebrado por tu peso, esas venas sin savia de las que mana un polvillo ocre.

Alzas la cabeza y ves que en los plátanos orientales de tu calle las hojas verdes se entreveran con las cobrizas y amarillas. Podrías pensar que esa decoloración parcial ocurrió precisamente durante la noche pasada. Sin embargo, sabes que no es así. Eres tú el distraído; no el tiempo. Las copas de los árboles amarilleaban desde hace bastante, sin duda. El otoño avanzó como siempre, minuciosamente, hoja por hoja, rama por rama, tan gradual como el sol que al inclinarse ha recortado la luz de los días.

La aparente brusquedad de esta nueva estación te recuerda otra mañana, de hace algunos años. Entonces, al mirarte en el espejo advertiste por primera vez que tu pelo oscuro se entreveraba de gris. Y reconociste que ibas encaneciendo. Ahora, una brisa súbita, otoñal, te estremece. ¿O ha sido ese recuerdo?

¡Maldición! Con razón esta época del año tiene mala fama, te dices. Esta mañana has pisado una simple hoja seca y qué pensamientos y recuerdos melancólicos te ha traído. Si sigues así vas a terminar silbando Les feuilles mortes y recordando ese verso de Jacques Prévert, que cantaba Yves Montand: "Las hojas muertas se recogen como los recuerdos y las penas".

Sí, es posible que la culpa de esa mala prensa otoñal puedan tenerla algunos poetas, te dices. Muchos de ellos difamaron a esta estación igualándola a la decadencia en la vida. En su Canción de otoño el melo(dio)so Verlaine se compara a sí mismo con una hoja muerta que va cayendo de un árbol; y mientras tanto él recuerda y llora.

Neruda trató aún peor a estos pobres meses. En su torva juventud escribió: "Hoy una mano de congoja/ llena de otoño el horizonte./ Y hasta de mi alma caen hojas./ […] Era la hora de las espigas. El sol, ahora,/ convalece".

¡Qué culpa tendrá el otoño de esa nostalgia de los poetas!, protestas para ti, mirando el hermoso follaje enrojecido de tu calle. Además, es para ti, mirando el hermoso follaje enrojecido de tu calle. Además, es una falacia que "la hora de las espigas" fuera patrimonio del verano o la primavera. En realidad, la estación otoñal marca la hora cuando las espigas entregan su fruto. Es el tiempo de las cosechas. Época de alegres vendimias.

Giuseppe Arcimboldo, en su cuadro El otoño, retrata a un hombre cuyo torso y cabeza están formados sólo por frutos maduros. Su pelo son racimos de uvas coloridas; un gran zapallo asoma en la coronilla ya pelada; sus mejillas son manzanas a punto para ser mordidas. Todo en él es útil, sustancioso, aprovechable.

Vivaldi desarrolla esa idea en el concierto dedicado al otoño, de su ciclo Las cuatro estaciones. En él se acompasan los sones enérgicos y hasta tormentosos del verano que acaba de terminar con los lentos y graves sonidos del invierno que viene.

En el soneto que acompaña a las partituras de ese concierto y que debe guiar a sus ejecutantes, Vivaldi hace un alegre elogio de la difamada estación: "celebran los labriegos con bailes y cantos/ de la feliz cosecha el bello placer/ y del licor de Baco toman tanto/ que terminan en el sueño ese gozar".

Pero no sólo los labradores recogen lo sembrado. En su soneto, Vivaldi también nos dice que esta época es la más fructífera para el cazador que se fogueó durante el verano. Nos muestra a este cazador lanzando tras la presa a sus perros bien entrenados, y atrapándola sin falta. Mientras la música del concierto celebra, con un Allegro, la rapidez y precisión de ese triunfo.

Qué visión consoladora, piensas. En el otoño del año y de la vida la fuerza desordenada del verano se ha moderado sin extinguirse. Entonces, la experiencia puede actuar desembarazada de esa torpe ansiedad que agitaba a las estaciones previas. El hombre que aprendió a esperar, cosecha, atrapa y celebra.

Es cierto, la primera hoja muerta del otoño te provocó pensamientos melancólicos. Pero también te hizo evocar poemas, pinturas y conciertos. Es posible que las artes y la vida en general se aprecien mejor durante el otoño. Se requiere de cierta experiencia para conjugar la belleza con la profundidad. Sentir la existencia —y darle sentido— exige también de alguna serenidad que el ardiente verano (del mundo y del cuerpo) rara vez proporciona.

En la puerta de tu casa —en las puertas del otoño— te inclinas para recoger esa hoja seca que pisaste. Antes te pareció un cadáver. Ahora, mirándola de cerca, te parece más bien un mensaje, una carta y hasta un mapa. Te guardas la hoja en el bolsillo. Y así, alegre, te internas en el día de hoy.

 


 



 

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