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Pololos

Por Carlos Franz
Publicado en El Mercurio de Valparaíso, 15 de marzo de 2015





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El mirón toma sus binoculares. Desde su ventana espía a una pareja de jovencitos que se abrazan en una calle arbolada y poco concurrida. Es pasado mediodía y hace mucho calor. El calentamiento global prolonga el verano y también afiebra a estos adolescentes que se toquetean y se besan.

Sin duda son pololos, se dice el voyeur. Esa especie endémica del amor chileno: son más que amigos y un poco menos que novios. Y, en realidad, se parecen a esos coleópteros nocturnos que zumban como moscardones en torno a un farol. Pololear suena a lo que designa: el insistente revoloteo del enamorado que ronda la luz de su amada, zumbando su cariño durante una tibia noche de verano.

Y eso es exactamente lo que hacen estos pero en pleno día, comprueba el mirón, enfocando mejor su largavista. El pololo está sentado sobre una barrera que bordea la calle, con las piernas extendidas y bien abiertas como un compás en un ángulo de 45°. Mientras la polola está de pie frente a él y se mueve, se acerca y se aleja del cuerpo de su amado. Aunque manteniéndose siempre dentro del área marcada por esas piernas masculinas abiertas en compás.

En esa calle solitaria, bajo la sombra de un enorme jacaranda, los pololos danzan la belleza eterna del ritual de cortejo. Ambos la practican por instinto, sin duda. No han tenido que aprenderlo. La coreografía de este baile la dictan sus glándulas y el calor urgente del verano que ya termina.

En su edificio, encerrado en su atalaya, el voyeur transpira y envidia. Gradúa sus binoculares para observar los detalles. El pololo le queda de frente. A ella la ve de espaldas. Él es moreno, fornido, lleva jeans, una camisa a cuadros y el pelo corto. Quizás es un recluta a punto de hacer su servicio militar. Sus dientes destellan cuando sonríe.

Ella es pequeña, robusta, de unos diecisiete años, y luce un tatuaje sobre el omóplato izquierdo: una especie de mandala. Lleva el pelo negro atado con un elástico verde, a juego con el sostén del mismo color, cuyos tirantes asoman del vestidito de encajes semitransparentes. Aunque paticorta y culigorda, no es nada de fea. Al contrario, precisamente por lo redondeada se ve tan apetecible como esos duraznos que, después de un largo verano acumulando dulzor y jugo, se exportan al mundo desde los principales puertos de la patria. Sí, está de exportación la cabra; está de partirla con l'uña como una fruta madura, se dice el voyeur en su ventana.

El pololo debe pensar y sentir lo mismo. Tiene la cabeza gacha, aparentemente sumido en la contemplación del escote de su amada. Mientras sus manos -invisibles para el mirón- seguramente se afanan en esa misma zona anatómica intentando acariciar los pechos de la polola. El voyeur lo supone por los movimientos de ella: los esquivos encogimientos de sus hombros, el escalofrío que parece recorrerlos, alzando el mandala del omóplato. Pero, sobre todo, el mirón lo deduce de las palmadas que cada tanto ella le propina a su pololo: en los muslos, en las invisibles manos y hasta en el rostro. Son palmaditas tan antiguas como este ritual de cortejo. Regaños y a la vez estímulos, desafíos.

La polola cachetea a su galán y unos segundos más tarde vuelve a abrazarlo. Entonces es ella quien pierde la compostura: adelanta las caderas y se alza en puntas de pies debido al esfuerzo de apegar la pelvis contra su amado. A esta técnica amorosa se la conoce en Chile como "atraque". Solían practicarla los hombres, mientras eran ellas las que se dejaban atracar -o no- contra una pared, o una baranda.

Las cosas han cambiado junto con el clima recalentado, reflexiona el mirón. Pero no tanto como desearía este pololo. Ella se refriega contra su pelvis y lo enciende con sus meneos. Sin embargo, cuando él intenta tomar esas frutas delanteras que tanto parece desear, ella le propina una cachetada y se aparta unos centímetros. Seguramente le dice: "Ya, poh, córtala. ¿No vis que estamos en la calle? Pórtate bien, será mejor, o no te doy más besitos". (Ah, las chilenas: esas impúdicas pudibundas, piensa el voyeur.) Pero esta pelea fingida no dura nada. Unos segundos después el cortejo vuelve a empezar.

Por fin, los pololos se separan del todo. Las manos del galán quedan por primera vez a la vista. Entonces el mirón comprueba, asombrado, que los dedos del pololo no practicaban los sobajeos pectorales que él presumía. Como tampoco sus ojos se inclinaban sondeando las profundidades del escote amado.

Aquello que los ojos del pololo contemplaban y eso que sus dedos manipulaban ¡era el celular que él sostenía con ambas manos mientras su polola lo atracaba! A esto se debían las palmadas de ella y no a su pudor ofendido por unas caricias atrevidas.

El mirón suelta sus binoculares, estremecido por este balde de agua fría. Atisbar ya no es lo que era, piensa. Ni siquiera los pololos son lo que eran. Tanto calentamiento global, mientras el enfriamiento social avanza, imparable.

 

 



 

 

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Pololos
Por Carlos Franz
Publicado en El Mercurio de Valparaíso, 15 de marzo de 2015