El imperio de las imágenes es global y amenaza con ser absoluto. Lo comprobamos últimamente en Facebook. La más poderosa de las redes sociales ve peligrar su dominio porque contiene demasiados textos, demasiadas palabras. Los más jóvenes emigran a Instagram donde reinan las imágenes. Facebook es abandonado por ser demasiado book y acarrear mucha lectura. Instagram avanza porque en él los textos son secundarios, meras captions, notas al pie de las fotos.
Esa migración entre redes alegra a quienes comulgan con aquel refrán publicitario: "Una imagen vale más que mil palabras".
Ese proverbio es hijo de nuestra pereza. Una alternativa inversa sería quizás más certera: una sola palabra es capaz de generar mil imágenes mentales.
Quienes lean "La casa verde", de Vargas Llosa, serán libres para figurarse docenas de casas muy variadas. En cambio, quienes miren la foto de una casa verde verán una sola vivienda: la representada en esa imagen.
Extraña paradoja del verbo: la palabra nos hace imaginar más que la imagen.
Sin embargo, por economía o flojera, el siglo XXI nos incita a escatimar los vocablos escritos y a prodigar las representaciones visuales. Los textos —que son abstractos— nos exigen una labor de lectura y desciframiento. A cambio, las palabras nos regalan la libertad de imaginarlas como mejor nos parezca. Pero muchos prefieren la comodidad a la libertad. Reacios a las lecturas penetrantes, prefieren las miradas superficiales. Una mayoría prefiere colgar —colgarse de— emoticones, fotos o videos que no requieran esfuerzo.
Consecuencia previsible: entre todos los recursos de la escritura, el que más ha decaído por falta de práctica es la habilidad para "describir". El uso y abuso de imágenes digitales prefabricadas atrofia, poco a poco, nuestra facultad de figurarnos las cosas para enseguida retratarlas con vocablos.
El lenguaje literario, que es el más imaginativo, podría ser un antídoto contra ese sedentarismo verbal. La literatura es un gimnasio mental en el que la fantasía humana se ejercita para evitar el anquilosamiento de nuestra imaginación.
Sin embargo, la pandemia de flojera descriptiva también alcanza a la escritura de ficciones.
En un ensayo reciente ("Evasión", 2017), César Aira defiende la "literatura de evasión". Para hacerlo arguye, entre otras cosas, que las grandes novelas se caracterizaban por "la espacialidad intensa" de sus descripciones. Aira constata que la habilidad para construir esos espacios intensos en un relato se ha deteriorado. Y supone que dicha declinación se debe a una creciente autocomplacencia de los escritores contemporáneos, "que se acentúa cuanto más jóvenes son". Los autores actuales estarían "infatuados con sus propias vidas, [...] subsidiados, sicoanalizados, viajados y digitalizados". El resultado sería que los escritores de hoy, solo tienen un tema: su propia mente (idea que nos recuerda la vieja inquina borgiana contra los relatos sicológicos).
César Aira sostiene que la antigua narrativa descriptiva "en su necesidad de construir complejos mecanismos de ensoñación, debía ser hecha por un artesano de muchas habilidades, que [por eso] no tenía tiempo de ponerse a hablar de sus miserias personales...". Ahora, esa supuesta autosatisfacción que ensimisma a los escritores, habría sofocado su talento para describir el mundo.
Las nostalgias de Aira son lúcidas; sus condenas son un poco airadas. Para explicarse el déficit de buenas descripciones no es forzoso sospechar que el joven gremio literario padece una autosatisfacción generalizada. Podría haber otras causas más simples, aunque no menos tristes.
Formados en una época dominada por las imágenes, muchos narradores actuales desatienden lo que desconocen: el arte de describir.
Desde la invención de la fotografía y el cine, hubo quienes argumentaron que la narrativa -al igual que la pintura- debería reinventarse para especializarse en crear aquello que fotos y filmes no pueden captar. Se decía que ambas artes tendrían que abandonar la figuración. La pintura debería volverse abstracta; la novela debería ser denodadamente introspectiva.
Ese derrotismo se agravó bajo el actual imperio de las imágenes digitales. Muchos autores empezaron a evitar las descripciones laboriosas. ¿Cómo culparlos si antes miles de lectores, corrompidos por la pasividad imaginativa que imponen las pantallas, habían hecho lo mismo?
La pobreza descriptiva de hoy nace de ese derrotismo de ayer. No citaré casos porque no deseo herir a nadie. Pero es fácilmente comprobable que ahora muchos novelistas populares se comportan como guionistas. En sus relatos, las descripciones son meras indicaciones esquemáticas de tiempo y lugar. Más que novelas esos textos parecen películas baratas, sin presupuesto para escenografías complejas ni para filmar en exteriores. Por su parte, los narradores con más ambición artística frecuentan un "neominimalismo" frígido. Sus descripciones de lugares, cosas y personas suelen evitar el color, la sensualidad y el fulgor. Error evidente porque tanto los precursores como los maestros del minimalismo —tanto Chéjov como Carver— supieron que un buen minimalista debe describir incluso mejor que un autor barroco. Como en la pintura tradicional japonesa, el minimalista hábil imagina la escena completa antes de seleccionar esos rasgos radiantes que la iluminarán entera.
El debilitamiento de la descripción ha empobrecido el arte de narrar. Las representaciones detalladas de personajes, de paisajes rurales o urbanos y de objetos grandes o minúsculos, son más que un simple medio para ambientar una historia. Las descripciones también son un fin en sí mismas. Describir es un objetivo del arte de narrar.
En "Salambó", Flaubert imagina y describe Cartago con una minuciosidad voluptuosa que es, al mismo tiempo, un alarde de técnica. A través de sus palabras vemos a los mercenarios bárbaros que acampan junto a las murallas esperando su paga, olemos sus festines, escuchamos su creciente impaciencia, admiramos a la princesa Salambó que sale del palacio de mármol amarillento y ónix verde para apaciguarlos, hablándoles en sus variadas lenguas. Mientras ella desciende las escalinatas en zigzag, apreciamos con nitidez la arena azul con la que ha espolvoreado su alto peinado en forma de torre, y atisbamos —e incluso oímos— la cadenita dorada que ata sus tobillos para "regular su paso".
Flaubert justificó ese enorme esfuerzo descriptivo así: "He escrito Salambó sólo por el color amarillo".
Esa misteriosa declaración flaubertiana esconde una clave del arte narrativo. En una novela tan colorida como "Salambó", destacar el amarillo es una altiva metáfora. Ese "amarillo" es la atmósfera de un desierto cartaginés de hace dos mil años evocada con los ojos entrecerrados de la imaginación. Es su luz, su calor, su distancia rodeándonos. Es el milagro de la descripción narrativa capaz de crear atmósferas ficticias pero respirables.
La memoria es más traicionera que la sensibilidad. Muchas veces somos incapaces de recordar el argumento de una gran novela, pero podemos evocar la "sensación" que su lectura nos dejó. Habremos olvidado la trama pero guardamos una impresión perdurable de haber tocado, olido, saboreado, recorrido como si fuera real un mundo que es imaginario. Para trasmitirle a otro esa evocación de lo leído, tendríamos que traducir a palabras nuestras sensaciones, narrarlas con detalle. Afortunadamente, no necesitamos hacer esa laboriosa reconstrucción, pues ya lo hizo el autor para nosotros. Gracias a sus detalladas descripciones quedamos impregnados para siempre por esa coloratura anímica indeleble que nos dejan las historias bien descritas. Todo podrá borrarse, menos ese color amarillo.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com El olvidado arte de describir
Por Carlos Franz
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio. 7 de octubre de 2018