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¿Esperanza o imbunche?
Por Carlos Franz
Publicado en La Segunda. 26 de Octubre de 2019
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Las recientes revueltas, y la represión policial y militar de las mismas, causaron muertos y muchos heridos. Después, las masivas protestas pacificas demandaron una inclusión social más rápida y completa. Con su ejemplo estos manifestantes condenaron la destrucción causada por aquellas minorías violentas. Ahora, por fin, una mayoría de los políticos —de derecha e izquierda— parece más dispuesta a cumplir con su obligación de ponerse de acuerdo. Después de esta tormenta, podría revalorizarse la propia palabra "acuerdo". Y así podrían alcanzarse consensos para avanzar en los grandes temas sociales que el país tiene pendientes.
Eso espero. Pero mi esperanza es moderada, cautelosa. Los destrozos, los saqueos y la presencia del Ejército en las calles dejaron heridas no solo en el cuerpo, sino que también en el alma de Chile. Los desmanes, en especial, destruyeron bienes públicos cuya importancia no solo era material, sino que también era simbólica. La destrucción de una parte del Metro de Santiago fue especialmente insensata. Ese tren subterráneo ha sido una herramienta efectiva de movilidad y de integración social.
Para mi, contemplar esa destrucción fue especialmente doloroso. Tengo una hija minusválida que debe usar una silla de ruedas. La accesibilidad a los buses es mala, no hay taxis adaptados y, para colmo, las líneas antiguas del metro solo disponían de escaleras. Sin embargo, desde hace una década el metro de Santiago había iniciado un costoso programa para hacer accesibles las 137 estaciones de su red. Durante los últimos años me esmeré en observar el avance de aquellas obras en el metro. Cada vez que un minusválido, un anciano o una madre con su coche de guagua abordaba un ascensor nuevo, yo lo celebraba silenciosamente. Me parecía que la promesa de una ciudad —y una sociedad— más inclusiva se iba cumpliendo, gradualmente. Ahora, esta meta parecía al alcance de la mano. En este año, 2019, el metro de Santiago debía llegar al 100% de accesibilidad.
Esos ascensores nuevos del metro fueron uno de los blancos favoritos de los grupos violentos que arrasaron partes del tren subterráneo. Varios fueron incendiados. La reparación de todos los daños costará trescientos millones de dólares. Algunas de sus líneas podrían tardar años en repararse completamente. Sin duda, estos costos y trabajos retrasarán aquel sueño de accesibilidad completa cuyo cumplimiento parecía inminente. En los últimos treinta años, el crecimiento del metro ha contribuido a una mayor equidad social. Esa red de transporte ha conectado confines remotos de nuestra ciudad extensa y segregada. Millones de personas han entrado en contacto con nuevas oportunidades de empleo, de conocimiento y de diversión. Por supuesto, ese "contacto" ha causado fricciones, pera también ha creado uniones. La mayor circulación de personas ha desorientado a algunos, pero ha conectado a las mayorías.
La esforzada construcción del metro puede ser un símbolo de lo que ha ocurrido con la sociedad chilena en general. Chile ha avanzado. Pero aún nos falta cavar muchos túneles, levantar numerosos puentes y abrir miles de conexiones, materiales y simbólicas, entre sectores sociales que antes se desconocían e incluso se temían. Conocerse es el primer paso para aceptarse mutuamente. Una mejor comunicación e integración social podría acabar, al fin, con nuestra atávica propensión a frustrar nuestros propios sueños.
Hace casi medio siglo, en las excavaciones para construir la primera línea del metro, en el Parque Balmaceda, aparecieron las grandes murallas de los Tajamares de Santiago. Esta fue la mayor obra construida durante la Colonia. Los Tajamares eran una defensa contra los feroces aluviones del Mapocho y un hermoso paseo público. Después, esas obras fueron abandonadas, enterradas y completamente olvidadas. Por mi parte, dediqué un libro completo ("La muralla enterrada") a preguntarme: "¿Por qué algo tan grande y tan hermoso había sido abandonado y enterrado? ¿Quién había mutilado y escondido eso que pudo ser nuestra fuerza y nuestra belleza?". Hallé un atisbo de respuesta en las versiones literarias de un viejo mito chileno: el imbunche. Un niño cuyos orificios han sido cosidos y sus miembros amarrados u cortados para impedirle crecer y —sin matarlo— reducirlo a una pura potencia: una posibilidad de lo que nunca será. Aquella gran muralla enterrada en la Colonia anticipó nuestra tendencia a la autodestrucción. Nuestra morbosa inclinación a descuidar lo logrado y dejar incompleto lo que iba a ser grande. Esa posible grandeza que vamos mutilando y cortando, zurciendo y parchando, hasta reducirla a la forma nacional favorita, la única que nunca nos agravia con su diferencia: el imbunche.
Ojalá que esta vez no sea así. Ojalá que ahora la esperanza supere al imbunche.