Claudio Giaconi viene volando
Por Pablo Azocar
Revista de Libros. Domingo 1 de Julio de 2007
Un buen día, hace cincuenta años, Claudio Giaconi simplemente desapareció. Como el ajedrecista Bobby Fischer, como el poeta Arthur Rimbaud, cerró una tarde la puerta de su casa, lo vieron subir a un tren, y se esfumó, sin más, dando inicio a un silencio literario que duraría décadas y se tornaría legendario. De él en esos años se dijeron y escribieron cosas asombrosas: que era agente de la CIA, que la KGB le pisaba los talones por las calles de Nueva York, que había sido visto en un restorán de Venecia con la cara pintada de verde y el pelo punk, que había muerto en sospechosas circunstancias en una comunidad hippie de Aix-en-Provence, al sur de Francia; que había sido sepultado con honores en la URSS, que vagaba en andrajos por los Balcanes leyendo el tarot, que lo habían divisado en la antigua Abisinia vendiendo armas como el mismísimo Rimbaud.
"Un escritor chileno inventó que yo estaba completamente drogadicto, y otro aseguró que había llegado al último peldaño de la intoxicación alcohólica", comentaría él, riendo, con los ojos achinados, cuando por fin había vuelto a Chile, en 1990, y de paso con su presencia física había ejecutado el ritual inexorable: matar el mito. "Con Enrique Lafourcade tuve unas polémicas bastante divertidas. Debí desmentir cosas que él había escrito, como que yo había dilapidado una fortuna de los Romanov. Me acuerdo de que mandé incluso cartas a El Mercurio contando que mi vida en Nueva York era mucho más prosaica de lo que él decía".
Claudio Giaconi amaba la calle más que la literatura, un vino regular más que la mejor cerveza, Bruckner más que Piazzolla, las mujeres maduras más que las muchachas en flor, escribir más que publicar, Stendhal más que Proust, Lastarria más que Providencia, un buen enemigo más que un mal amigo, Parra más que Neruda, conversar más que declamar, la ironía más que la iracundia, Paolo Uccello más que Salvador Dalí, y la marihuana más que nada.
Se dejó caer como un relámpago en la escena literaria, en 1954, con el volumen de cuentos La difícil juventud, un libro sombrío, introspectivo y cargado de obsesiones que cortó de un tajo con el criollismo y al que Alone saludó como "una nueva época del arte nacional". Lo que no se supo fue que había publicado ese libro estrictamente contra su voluntad. "Lo hice porque estaba en un lío judicial con un general retirado que amedrentaba a mi familia. '¿Qué profesión tiene?', me preguntó el fiscal. 'Escritor', dije yo. 'Tiene que demostrarlo', me dijo él. Y bueno: tuve que demostrarlo".
Con un invariable cigarrillo colgando de los labios y cierto aire de maldito prematuro -una foto lo muestra en motocicleta, lentes oscuros, chaqueta de cuero-, Giaconi fue encasillado en la llamada Generación del 50, donde entre otros pululaban Enrique Lihn, José Donoso, Jorge Edwards, el propio Lafourcade y Armando Uribe, quien demoraría cincuenta años en confesar: "Giaconi era el más talentoso de todos nosotros".
Fue entonces, con todos aguardando como la buena nueva su primera novela (la editorial Nascimento la llegó a anunciar en la prensa), cuando Giaconi se mandó cambiar. Sus únicas noticias literarias en esos años de sueño y ceniza fueron el relato breve El sueño de Amadeo (1959), el ensayo Gogol, un hombre en la trampa (1967) y el libro de poemas El derrumbe de Occidente (1985), publicado casi anónimamente sin sello editorial en Nueva York y uno de cuyos poemas resuena como una premonición, dieciséis años antes de los atentados a las Torres Gemelas.
Más tarde relataría que tras ser becado en Roma por el gobierno italiano, en los años 60, se fue a Bélgica, y antes de saltar a México llegó a Estados Unidos persiguiendo a una texana de piel memorable. "Llegué a Texas en busca de Maggie, pero fue traumático: me abrió la puerta una rubia platinada. Yo amaba su pelo color ébano, precioso. ¿Qué mierda hago aquí?, me dije". Luego en Nueva York fue diez años redactor y editor de la agencia UPI, donde una mañana inolvidable debió redactar llorando la noticia del golpe militar en Chile, y al poco tiempo supo que le habían puesto la famosa "L" en el pasaporte. "No es un caramelo quedarte, de un día para otro, sin país".
Sin embargo, cierto o no, siempre sostuvo que el impacto mayor de su vida fue la vuelta a Chile, en los inicios de la transición. "La ciudad se había convertido en Santiago la horrible, con unas torres ridículas, imitación barata de los rascacielos de Nueva York", recordaría, resoplando, con los ojos cerrados. "La gente de mi edad me aburría profundamente. Me sentí solo, muy solo. Además, me había alejado de mi musa francesa, y había quedado en encontrarme en Chile con un gran amor, una prima mía, pero cuando llegué supe que se había ido a su propio destierro. Fue terrible. Me pareció una burla del destino. Me había hecho la ilusión de vivir con ella en Villa Alemana. Qué duro: todo era pompas de jabón. En esos días me caí al frasco, claro. Deambulaba día y noche por los peores bares de Santiago. Tenía rabia y odio. Escribí una canallada pornográfica donde ella era la protagonista. Menos mal que rompí todo".
Pasó sus últimos años ya sin grandes tumultos, con salud inestable, mimado por dos hermanitas veinteañeras, autoproclamado como el Hombre Invisible, ostentando una manera desfachatada de paz interior, leyendo casi solo poesía y los diarios, charlando con amigos hasta la madrugada, riéndose de todo, observando a las mujeres con una curiosidad de orden más bien científico, preguntándose sobre Dios y no sobre la Iglesia, oyendo música con oreja de melómano obsesivo (jamás falló en la prueba de saber quién era el autor cuando le ponían sin aviso la Radio Beethoven), y escribiendo a mano compulsivamente. Dejó sin publicar un baúl de roble lleno de escritos, un abultado libro de poesía que aguarda publicación en Cuarto Propio (que incluirá el volumen Etc., editado con celo y belleza por La Calabaza del Diablo el año pasado), un par de obras de teatro más o menos delirantes, unas crónicas mexicanas inencontrables, algunos cuentos repartidos en el extranjero y una novela erótica frenética a lo Henry Miller de más de 600 páginas que escribió a lo largo de treinta años y que anunció como su testamento literario. "¿Qué opina de la literatura chilena actual?", le preguntó hace un par de años la periodista Daniela Sepúlveda. "Execrable", respondió. "¿Necesita que ahonde más?".