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Como
un ciego en una habitación oscura.
De Cristián Gómez
Por Francisco Leal
Ahmadabad/ St Louis. Enero 2006
Desde que vivo fuera de Chile los libros me llegan por correo. Así
recibí, desde mi ahora vecina Iowa City, el libro de Cristián
Como un ciego en una habitación oscura. Los apremios
de fin de año me postergaron su lectura, así que decidí
llevarlo a mi viaje a India. Lo leí entonces en aviones, trenes,
buses, taxis, en cuartos de hotel, en literas, etc. Peripecia que
señalo porque el libro de Gómez es, en parte (y solo
en parte) un libro de exilio, de viaje, un libro atravesado por el
vagabundeo: Valparaíso, Santiago, Guatemala, México
(donde fue publicado), Iowa City (ciudad con bibliotecas abiertas
hasta muy tarde, donde prestan libros por meses, pero que le faltan
zancadillas y cordillera) son escenarios por donde el libro circula
y pasea. Escritura en movimiento, boceto de una incierta Odisea
sin regreso (libro que prontamente aparece citado), donde al parecer
solo hay salidas, errancias, nomadismos, pero donde el extravío
no se vuelve experiencia última, definitiva. La salida no se
trasforma en sentido o dirección. Ya lo sospechaba Baudelaire
en su poema sobre el viaje: la experiencia del viajero puede ser también
un espejismo. Gómez es un escritor extremadamente alerta y
no cierra su libro en los designios de la travesía. El exilio
no es aquí definición, terreno seguro por donde gira
el sentido del libro pero tampoco es la frivolidad un juego, pista
falsa encerrada en la exclusividad de la ironía: es un escenario
que aparece y desaparece, se sitúa y desfija marcando los gestos
más potentes del libro: la arbitrariedad y los dobles fondos.
Gómez es un poeta que viene de vuelta y está más
que conciente (y se le agradece) de que el terreno de la transgresión
liviana en la literatura es un terreno frágil, volátil,
de valencias extremadamente cambiantes. Frente a ese lugar Gómez
parece ensayar el lugar de la falla, de la pared falsa, de los espectros,
lugar que desvanece arbitrariamente sus propios límites.
Me explico tal vez para evitar malos entendidos (¿aunque
qué son las lecturas sino malos entendidos?) La arbitrariedad
en este libro está ejecutada con una asombrosa precisión,
lo que no le quita, sin embargo, soltura o movilidad. Gómez
es un escritor descreído pero no impone su lucidez en el poema
o no hace exclusivamente del poema un ensayo sobre su desconfianza
(de nuevo, gracias). Hay una conciencia muy marcada de que lo que
se escribe y lee es un poema, un artificio, juego de palabras, pero
esa conciencia, presente, no se impone como espacio de lectura y lógica.
En ese sentido este libro entra y sale de la huella trazada, por ejemplo,
por Lihn -la habitación oscura del título y del poema
hace obvia referencia a la pieza oscura de Lihn. Pero el libro de
Gómez, en ese sentido, toma el linaje pero también lo
desamarra y desclava. No lo ignora, ni juguetea a través del
gesto infantil del parricidio. Parece, en cambio, ser un libro donde
la poesía, como espacio cultural, como tradición, entra
y sale, se instala y desfija sin tapujos ni permisos, ni traumas;
la tradición acá, la poesía, o como lo queramos
llamar no es el telón de fondo sino un lugar desfondado (no
es juego de palabras), hecho a retazos, huellas que nos dejan a medio
camino o lisa y llanamente extraviados entre la desaparición
y la permanencia. (Pensar en la tradición como fantasmas, no
deja de ser interesante). Gómez hace en ese sentido un penetrante
trabajo de tomarse libertades. Lo arbitrario acá aparece con
signos diferentes pero en una dirección muy disímil
a la del surrealismo juguetón, de la mosquita Cortázariana,
lejos del infantilismo, lejos de la fórmula. Gómez se
da el trabajo de tomarse la libertad de hablar de poesía, de
meter amigos en la conversación, de interrumpir el poema (uno
termina diciendo "Eso." Afirmando que no tiene nada más
que decir pero que en lo que se dijo no se dijo lo que se quería
decir), de hablar de jazz (que es, obviamente también improvisación
y Gómez, inteligente, sabe que vamos a leerlo así),
de arquitectura, de libros, de espacios interrumpidos o solapados,
etc. Un cúmulo de cosas no desparramadas ni tampoco unidas
por un nudo hiperbólico: la sensación que tengo es que
están sostenidas por medio de una tensión que no la
impone la voz del poema: a veces rotuna, romántica, pero otras
ronca, más tenue, inconclusa o disfrazada que llega incluso
a impostar y escribir desde Álvaro de Campos, máscara
del poeta de las máscaras, Pessoa. La variedad de cosas y elementos
del libro lo asemejan a las conversaciones de sobremesa, a las que
el libro mismo hace alusión varias veces: discursos que se
interrumpen, se suceden, que no se cierran, que dialogan o hacen oídos
sordos.
Pero el libro de Gómez también escapa a definiciones
o estancamientos de ese tipo. Es lo más certero de su extraña
arbitrariedad. Cambia de curso, parece ir para un lado (lamentos de
un hombre solo, poemas del exilio) y va para otro sin inquietarse
por las transiciones, por los sentidos de esos cambios. En el texto
aparecen algunas marcas formales de esos exabruptos. Por ejemplo,
abreviaturas: "tb." por también, marcas de una escritura
apurada'; o el uso arcaico e injustificado (¿para qué
justificar?) de la conjunción "i" a la manera de
la gramática de Bello. Y sobre todo una pista ciega que se
arroja a cada instante: los paréntesis que abren los poemas
para hablar de otra cosa, pero que no terminan de cerrarse. Marca
de un desvarío que tampoco se autocelebra o cancela en la constatación
del desvarío mismo como sentido último del libro, no.
Eso me gusta: no es un libro que se extravíe en el sin sentido
pero tampoco lo desvela el logos, se disfrutan los puntos ciegos,
los callejones sin salida, las peripecias.
En ese devenir o ir y venir del libro hay líneas discontinua
que aparecen y desaparecen: historias de amor o desamor recorridas
por una sexualidad más o menos desprovista de
erotismo, señas melancólicas de un romanticismo solitario
y matizado, y en ese mismo rumbo, las marcas de las temporalidades
del año, las estaciones: libro de otoño, verano como
asfixia, pegado a la piel, lejos de la primavera o sus frutos, pero
sobre todo de Otoño: lugar de la poesía, de un (in)cierto
larismo, pero que acá aparece siempre desembarcado de su ensueño,
de su "sintaxis reaccionaria." Aparece como esos sujetos
rotos, como marcas de algo que está y no está, como
un evento que aparece trastocado, suspendido en otro trasfondo. El
otoño como marca de tiempo y permanencia, ciclo y movilidad,
se muestra sobre todo como escenario, es decir como lugar no exclusivamente
falso, desprovisto de emotividad, pero escenario al fin.
Por último, un muy somero comentario a reflexión que
parece explorar Gómez, que no acabo de precisar pero que intuyo
habla de algo extremadamente interesante, un signo diferente. Me refiero
a la relación que establece entre poesía y derrota.
Sabemos y se nos ha dicho muchas veces y se escribe mucho sobre eso:
la poesía como lenguaje de la experiencia de la derrota, la
poesía como imposibilidad y lugar donde se escenifica y murmura
esa derrota, nuestro mal-estar. Gómez sabe eso, y aparece esa
noción en su libro, pero también hay otra cosa, algo
en una clave diferente. Por ahora no lo puedo agarrar bien. Mi oído
de artillero derrotado me lo impide. El lamento gastado del no poder
decir, de la espuma vallejiana, el vacío de Lihn, el extravío
del signo no se ignora, no hay inocencia en Gómez, pero tampoco
se presenta esa derrota de sentido como salida o dirección:
la derrota no es el sentido por donde circula el libro. La relación
entre poesía y derrota cruje, algo se ha desmantelando, una
cierta compostura que se está perdiendo. El libro de Gómez
acecha la definición sin volverla juego o pastishe posmo, y
en ese crujir, en ese acecho se ubica (y ¿por qué no?)
el placer de perderse o de deambular sin lazarillos con este libro
como un ciego por una habitación oscura donde la poesía
hace
"caso omiso al silencio como quien se vale de una ganzúa
para que el
verso finalmente sea como una llave aunque las puertas de
cualquier modo ya estén abiertas".