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          Máquina para hablar con los muertos de Carmen García
          Ediciones Bastante, 2016
          
            Por Rodrigo Olavarría 
            Publicado en http://www.lacallepassy061.cl/ 16 de Mayo de 2016
            
        
          
            
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Quiero  partir esta presentación agradeciendo la oportunidad de presentar este nuevo  libro de Carmen. El tema Carmen García me atrae vigorosamente desde hace ya  varios años. Estuve presente en los lanzamientos de sus dos primeros  libros, La Insistencia (2004) y Gotas sobre loza fría (2011),  los he leído y releído con atención, he seguido desde hace trece años su  desplazamiento anual a lo largo del zodíaco, la analizo y la comparo consigo  misma, todo lo cual me da derecho, creo yo, para considerarme un carmencista  fogueado. En esta ocasión nos presenta el viaje mítico de una mujer, un viaje  para ser leído con la disposición psíquica del protagonista de Aurelia de  Gerard de Nerval, cuyas primeras líneas podrían perfectamente formar parte del  libro que hoy presentamos, Máquina para hablar con los muertos.  Paso a leer esas primeras líneas de Aurelia:
        
           El sueño es otra forma de vida. No podría  traspasar, sin estremecerme, esas puertas de nácar o marfil que nos separan de  ese mundo invisible. Desde los primeros instantes en que el sueño nos domina,  realmente es la sombra de la muerte quien se apodera de nosotros, un velado  ensueño arrebata nuestro pensamiento y ya no podemos determinar el instante  preciso donde el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia en un  difuso subterráneo que poco a poco dispersa sus tinieblas, para desencadenar en  la penumbra de la noche a las pálidas, rígidas e inmóviles figuras que habitan  en la morada de los limbos.
        
         Una  mujer habita una isla. Una mujer que podría ser uno de los primeros vertebrados  en abandonar el océano, respirar y caminar sobre la tierra. Ese océano es un  mar de palabras y de tiempo, es el pasado, y desde ahí emerge esta mujer para  respirar incertidumbres y cumplir el rol adánico de ponerle nombres a todas las  cosas.
        Esta  Eva anfibia es consciente que ahí donde está la oscuridad, ya sea en el fondo  del mar o a la sombra de los árboles, existen voces que murmuran, voces que  pueden ser ladridos, pero que bien escuchados empiezan a convertirse en antenas  transmisoras de las voces de los que no están aquí.
         Por  eso se hace difícil contestar el teléfono para la habitante de esta isla. Si  las ranas croan sus mensajes y todo pareciera estar mutando o murmurando  presagios, entonces la idea de una voz concreta al otro lado de la línea  telefónica se hace intolerable.
         Todo  lo imaginado se vuelve real. Y todo lo que alguna vez fue imaginado porta  secretos que trae desde ese lugar de no existencia del que un poder extraño los  saca para volverlos reales. Los sueños son una fuente de estas presencias que  se materializan, un portal por el que viajan las voces que habitan a esta mujer  y que la emparentan con otra mujer, una muchacha que está bajo el mar y digo  está porque no sabemos si vive o no, ni siquiera si alguna vez vivió.
         En  su soledad se prepara para las eventualidades. Para abandonar la isla o recibir  una visita. El tiempo la agobia, la soledad la agobia. Y observa. Es testigo de  las actividades de visitantes seguramente surgidos de las sombras y que también  buscan una revelación. Dos muchachos que caminan hacia atrás y trepan un árbol  sagrado hacia su copa, hacia la luz de la luna, hacia una luz que los oculte de  las sombras y sus murmullos. Y de pronto, la luz desaparece de la isla y se  hace necesario huir.
         Este  viaje la lleva a una ciudad que arde, una ciudad vaciada como por una bomba de  neutrones, de esas que aniquilan la vida pero dejan intactos los edificios, una  ciudad donde alguien apagó las luces y donde los muchachos están a punto de  irse o de pie y bañados por el rocío que cae en las esquinas.
         Y,  de pronto, cambia la estación y nieva. Se sueña con la protección del cielo,  pero las palabras, que antes fueron las aliadas con las cuales dar sentido al  mundo, las espadas que se esgrimían ante la oscuridad se vuelven vacías, fríos  monumentos sin una razón. Esta mujer recorre la ciudad y se cruza con hombres  de ojos blancos para los cuales tiene en la punta de la lengua todas las  respuestas porque todas las preguntas le pertenecieron en algún momento. Pero  este conocimiento no la salva del miedo y la soledad.
         Es  en ese instante en que, además de perder el refugio de las palabras, pierde la  vista y todo se vuelve blanco, todo lo visible es un inabarcable caballo blanco  hecho todo de luz. Y la mujer intenta cambiar el refugio de las palabras, por  el refugio de la desaparición, por la paz que proporciona el olvido. Un olvido  que aleje del dolor y que sea también una escalera que le permita salir del  agujero que ha cavado dentro de sí misma.
         Tiene  cien años y desde niña sabe que el mayor placer es la desaparición. Y es la  ciudad el lugar que le permite efectuar este acto de magia, ser invisible, pero  es también la ciudad el lugar donde el lenguaje deja de ser el de los presagios  y se empieza a volver el lenguaje de todos los días. La poesía cruza las “puertas  de nácar o de marfil” de las que hablaba Gerard de Nerval y se integra al mundo  de la ciudad, tal como la experimentó García Lorca en Nueva York.
         Ese  paso es también el paso de la inocencia al conocimiento, del sueño al despertar  o de la infancia a la madurez. Es la llegada a un estado donde se acepta las  sombras, donde se las echa de menos. Es un estado de vitalidad que le permite  abandonar la ciudad y emprender el viaje de regreso. La primera parada será el  muelle donde se reúnen los muchachos y desde donde puede verse la isla, que  duerme y que la recibirá como si nunca la hubiese conocido pero como si siempre  hubiese sido su hogar. Y lo es. Su hogar, quiero decir. Un hogar inagotable,  donde siguen apareciendo cosas que nombrar, donde siempre hay espacio para un  nuevo lugar y nuevos animales que se acerquen a hablarle al oído. La vida  continúa en esta historia de ecos bíblicos y modernos.
         Esta  es la historia de Arthur Rimbaud y también la de Patti Smith que habría querido  escribir cuando escribió Éramos unos niños. Es la historia de todo  poeta moderno. Ahora, recién, cuando escribí la línea “esta es la historia de  Arthur Rimbaud”, recordé ese verso de Neil Young, cuando dice “esta es la  historia de Johnny Rotten”. Tal vez esta sea incluso la historia de Johnny  Rotten.
         Y  ahora, para cerrar, quisiera leer el epígrafe que Carmen le dio a su libro. Un  epígrafe no solamente bello, sino perfecto para su Máquina para hablar  con los muertos.
        
          
             Oye  ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras, 
              óyelos desgarrar la tela del presagio. 
              Escucha. Alguien avanza 
              y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras
              sin cesar y sin cesar llegaras. 
              Olga Orozco