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En tierras de duro Reino
Por Cristian Geisse Navarro
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Quién hace crítica, quien invita a recitales, quien organiza talleres, quien promueve, convoca y hace una antología, quien saca una revista, pretende explícita o soterradamente erigirse en un censor o en un juez. Y por eso no es raro que cada uno de ellos salte cuando otro proponga algo. Hay una implícita inclinación al monopolio, a la exclusividad o a la propiedad de dicha tarea. No se entiende que ésta es tarea colectiva, integradora, generosa, anónima, sin horizontes estrechos o solo personales, no obstante la crítica negativa también ayuda, pone en su lugar, cuestiona, es una manera de integrar, de compactar la información, no hacerla crecer con desmesura, ordena el escenario, limita abusos.
Walter Hoefler
I
Vivo casi encerrado en Vicuña, tratando de hacer lo mío, actuando en términos territoriales, quizás locales, sobre todo personales; pero sin dejar jamás de proyectarme hacia donde las paralelas se juntas. No escribo para la gente de Vicuña, creo que escribo para todos: esa masa informe, sin rostro ni nombre definido, con la que espero comunicarme por siempre. Por supuesto no será así, pero me parece bien intentarlo.
Vicuña –una ciudad de diez mil una personas- me hace ser quien soy, de distintas maneras. Pero lo que quiero escribir debe entenderse también fuera de aquí. De hecho, no me interesa en lo más mínimo ser leído aquí. Me da susto que me echen del trabajo, que me quiten el saludo y me dejen de querer como me quieren. Y yo los quiero, así es que –como dije- mejor sigamos tan amigos como antes.
Creo que Walter Hoefler con su libro Tierras de duro reino juega hasta cierto punto de manera parecida. Sólo hasta cierto punto. Su análisis está concentrado y acotado en una zona y una época, pero es fácil ver que muchos de sus planteamientos pueden proyectarse mucho más allá. Él por su parte, a partir de este libro, se ha ganado el odio de la gran mayoría.
II
Casi al final del libro se entrega un diagnóstico, digamos alarmante, aunque fácil de constatar: “la poesía está expuesta a ser un objeto discursivo prescindible” (202). A primera vista tal diagnóstico no me parece exagerado. La gente puede vivir sin poesía. A la gente en general no le interesa la poesía. A la gente le fastidia la poesía. La poesía es snob, cursi, amanerada. “Para saber si convoca o no, cuenten ustedes cuántas personas van a las presentaciones, lecturas o lanzamientos. No pasan de cuarenta” (202). Y creo que cuarenta es un número bastante generoso.
Es posible que hoy incluso más que nunca antes la poesía no convoque. Ya no hay gente que se sepa poemas de memoria. Los poetas están lejos de llenar auditorios, para qué hablar de estadios. Ni siquiera salen en la tele. El poeta ya no es un agente decisivo. El poeta no es un detonador de cambios, ni sociales, ni culturales, ni espirituales. El poeta no habla por la tribu. El poeta habla por sí mismo, para sí mismo. El poeta no es peligroso. El poeta tiene una nula representación política. El poeta ya no parece entender. El poeta ya no se hace escuchar.
III
¿Musho? Posiblemente. Pero más. Yo diría la poesía agoniza. Yo diría: la poesía agoniza en mí. Yo diría la poesía ha muerto. Yo diría: la poesía ha muerto en mí. Yo diría la poesía es un cadáver aséptico. Yo diría está embalsamada. Yo diría es un muñeco de plástico, lleno de gusanos de plástico.
Yo diría, pero me callo, porque no es así.
IV
De todas formas quedo pensando y recuerdo.
Recuerdo a Asurantesurix, el poeta de Astérix. Está convencido de que es un genio incomprendido. Aburre a todo el mundo y termina amordazado. Entiendo que su nombre en francés signifique algo así como “a salvo de todo riesgo”. Una especie de cobarde, un vanidoso remolón que quiere ser el único al que se le dé la atención.
Recuerdo al viejo clérigo del Buscón don Pablos, quien ha hecho “un librillo a las once mil vírgenes, adonde a cada una he compuesto cincuenta octavas, cosa rica”. Cosa rica que aturde de aburrimiento, se vuelve totalmente detestable para el Buscón y que es una caricatura muy cercana a muchos poetas de ayer y hoy.
Recuerdo a Neruda diciendo que temía que algún día los poetas terminaran siendo leídos sólo por otros poetas.
Recuerdo a Julio Miralles, muerto de poesía a los 37 años el año 2008, convencido de que su obra triunfaría póstumamente.
Me recuerdo a mí mismo, a los 17 años, pensando que ser poeta era lo más valioso que podía hacer. Hoy intento comprender por qué. Y algunas respuestas me hacen sentir canalla. Ya habrá tiempo para eso.
Ahora vamos al grano.
V
El libro Tierras de duro reino de Walter Hoefler, es un libro valiente. Valiente porque corre riesgos, porque está consciente de que su crítica puede ser mal interpretada, que le puede granjear revanchas, resentimiento y represalias. De hecho su autor lo escribe asumiendo la responsabilidad. Y lo hace bajo convicciones personales que revelan amor por el ejercicio poético y la exigencia de rigor para el mismo: “Falta una crítica estable, continua, seria, no complaciente” (202). Entendemos así que este libro es una manera personal y generosa de paliar en parte esa carencia.
Es valiente también, porque lo realiza en tiempos difíciles. Por todo lo dicho anteriormente. Y aunque a algunos no les parezca, este libro busca fortalecer el oficio, darle más dignidad, encender el fuego y convocar.
VI
Tierras de duro reino ha provocado una polvareda en el campo poético serenense al cual está dedicado. Muchos poetas están molestos, o eso he escuchado. Se sienten ofendidos. Se sienten ignorados. Se sienten escarnecidos. No conozco todavía a nadie –con la excepción de Ignacio Herrera- que haya leído el libro completo. Posiblemente se lee por partes. Seguramente aquellas partes en la que cada cual es mencionado. Sea como sea, hay una gran cantidad de poetas que lo consideran un texto destructivo.
Creo que le juega en contra “el humor diferente” del autor. Es un humor lúdico en algunas partes del libro, pero que en su mayoría parece mordaz, corrosivo y hasta mal intencionado.
Puedo entender las reacciones. Y quizás hasta sea un buen síntoma. La poesía sigue viva. Los poetas se toman en serio el ejercicio. Consumen gran parte de sus vidas en esto. Acomodan sus necesidades para sustentar el vicio. No miento ni exagero cuando digo que hay gente que se juega la vida haciendo poesía. O por lo menos transforman sus vidas hasta la monstruosidad. No es que me parezca necesariamente heroico o algo por el estilo. No es que me parezca a veces una especie de idiotez, o de violencia sobre ellos mismos. Pero algo de todo eso hay. Entonces es fácil entender que para algunos -que apuestan tanto y ganan tan poco, que tienen una figuración tan escasa, que aprecian nada más que precarios resultados de sus tentativas- verse tratados de forma poco complaciente, cause rabia y dolor.
Debo apuntar que hasta el momento nada más conozco reacciones orales al libro. Sólo una respuesta escrita. Me imagino que se vienen. La indignación de las primeras es indicio de que algo ha logrado. Como sea, me parece bien que no haya pasado desapercibido.
VII
Walter Hoefler viene de Valdivia. Es un detalle muy importante. “Siendo del sur, y aunque no creo en predeterminaciones esencialistas, ello sustenta al menos una experiencia contrastiva, remarcadora y que puede confirmar ciertas diferencias, agudizar la mirada” (9). Considera aún –a pesar de que lleva veinte años en el norte-, que este libro es un “Texto testimonio de una estancia (…) un precario habitar, una advenediza apropiación, cuyos títulos son los que otorgan los textos” (9). En este contexto “Escribir es hacer el ejercicio de habitar, es reconocer, profundizar, amar el lugar territorial, pero es también crear precedentes para nuestro actuar posterior, decir para cuando ya no estemos, así como hacer constatar nuestra gratitud por la acogida” (10). De hecho, parte del análisis entonces se centra en las formas de “ser local”, de escribir desde cierta identidad arraigada. El autor entonces a pesar de ciertas reticencias, se siente parte y participa. Y no es difícil concluir que desde mucho antes de publicar este libro ha hecho un aporte importante al trabajo literario de la zona: ha escrito artículos académicos y periodísticos, enseña en centros universitarios, asiste a presentaciones, se mancha los zapatos y se mete a la cancha. Este libro es prueba de lo último.
Hoefler sostiene la doble categoría de investigador y poeta. Dentro de su libro –y también fuera de él- se minimiza como poeta, tanto por timidez como por rigor.
Como crítico otorga un marco teórico sólido, basado sobre todo en Bourdieu y otras aplicaciones sociológicas al campo cultural literario. Reconoce una deuda con “una aplicación de cierta sociología literaria, a nivel nacional” extraída del libro El oficio de las letras de Hernán Godoy Urzúa (14). Pero su discurso está marcado por un tono personal, un humor ácido que se vuelve caustico y que es sin duda la fuente primaria de las represalias y animadversiones que se han generado.
A pesar de todo, se declara más académico que poeta. A mí me cuesta creerlo. Quizás a él no, lo que es una lástima. Por su confesada admiración –a nivel local- por autores como Álvaro Ruiz y Tristán Altagracia, quienes no reconocen absolutamente ninguna doble militancia en ese sentido, deduce uno que admira ese salto al abismo que es ser poeta a tiempo completo. Por la exhaustividad en sus lecturas, por la pasión que dedica a su estudio, por el entusiasmo que le causan algunos títulos, a mí me gustaría verlo más como un escritor que como un profesor. En libros anteriores, como Presuntas re-apariciones y La Firma en Blanco observé un tono más seco, mucho más cercano a la academia que a la literatura. Pienso que este libro gana mucho en ese sentido: la lectura da cuenta de un estilo literario, ágil, personalísimo que lo hace en parte –solo en parte- más accesible que otros de sus trabajos. La explicación la da él mismo. En la autoentrevista que cierra el libro, frente a la pregunta sobre el sentido de actualidad de este libro declara “sólo lo estoy terminando por placer, porque me comprometí con ello, pero creo que no corresponde hacerlo así. Debería ser un trabajo colectivo, en que varios nos hacemos cargo de los distintos aspectos, así se trabaja hoy” (199). Pienso que se revela ahí que en este libro –a diferencia de otros de su autoría- gana terreno el escritor frente al investigador, cosa que yo agradezco, pero que tiene sus costos.
VIII
Como digo, en este libro vence el escritor al académico, pero el hecho de haberlo construido como una empresa personal le resta exhaustividad. Creo, sin embargo, que el objetivo se cumple en su mayor parte: “Se trata aquí de presentar, describir y explicar parcialmente la generación de un campo cultural específico, en este caso de la poesía en la región de Coquimbo, acotándola al periodo 1990-2014” (11). El texto entonces es también una forma de analizar una etapa histórica reciente, un primer momento posterior a la vuelta a la democracia. El habitus y los agentes se estudian desde ahí. Se esbozan hipótesis respecto del funcionamiento general del campo, se señalan y analizan productores, receptores, instituciones, mercados y repertorios. Se dan explicaciones político-sociales.
De muestra un botón:
Toda antología termina, sin a veces pretenderlo, canonizando, es decir estableciendo una selección, un catastro o un ranking. Hechas desde cierta localía presentan autores, nos facilitan en apariencia el trabajo de seleccionar, de justificar inclusiones. Hay que fijarse muy bien si la decisión la tomó el recopilador, respaldado por cierta competencia lectiva o filológica, entendiendo la filología como cierta mirada más sistemática y preocupada de cumplir con requisitos mínimos de probidad intelectual y técnica. Tenemos sí, muchas veces la impresión que las antologías parten de un cierto financiamiento o patrocinio que asegura su cobertura económica y que finalmente hay que cumplir porque se le ha puesto plazo. A eso se suma la posibilidad de erigirse en juez, patrón de la producción local, cierto poder cultural. Quiero decir con ello que pocas son definitivas, antes relativas, lo que en nuestro caso, atenidos a cierto recorte espacio-temporal, puede ser pertinente. ¿De qué dará cuenta una antología llamada de poetas y escritores de Los Vilos? Simplemente consigna a todos o algunos de los que escriben en dicho entorno o ¿se referirá al modo en que la ciudad-puerto es representada en su literatura? Digamos que los criterios calisificatorios esgrimidos por Abelardo Venegas apuntan al catastro, pero que además puede haber cierta restricción, ya que quien financia es Minera Los Pelambres, cuyo prestigio como depredador ecológico corre a parejas con su desprestigio como promotor cultural, destinada a cierta neutralización, en nuestro caso retórica, de cierto ejercicio compensatorio que busca promover la empresa de los Luksic. (37)
Todas estas preguntas y todas estas respuestas, estas observaciones, hipótesis, análisis y comprobaciones me parecen necesarias e importantes.
IX
Más allá de lo que podría alcanzar a inferir en la cita anterior, el libro se enfoca muy brevemente en otras ciudades distintas a la conurbación La Serena-Coquimbo. Pero incluso dentro de tal reducción apuesta por definiciones sobre el rol de los poetas y la poesía, aventura análisis sobre los medios de circulación, inventa etiquetas –esta vez aplicadas casi exclusivamente al ámbito local: “el mercado”, “la feria”, “el hotel”, “el registro civil”, “agentes secretos”, “agentes encubiertos”, “zona de embarque”, “embarcadero”, “balances”, “accountability”, “resquicios”, “tómbolas”, “bingos”, “cofradías”, “nichos”, “animitas”, “el club social”, “zona franca”, “viajeros”, “turistas”, “transplantados”, “reparaciones”, “varaderos”, “en el dique”, “cheques en blanco”, “sobregiros”, “protestos”, “avanzadas”, “enclaves ultramarinos”, “guarniciones”, “extraterritorialidades”, “El panteón”, “los muertos muertos”, por mencionar sólo algunas. Estas últimas son una muestra del humor y estilo que caracterizan al libro, revelando además hasta qué punto el análisis es personalísimo.
Repito: una de las pérdidas de este esfuerzo en solitario estaría en las dificultades para abarcar todo el espectro. De esta manera, si bien intenta ser exhaustivo, le fue imposible registrarlo todo, leerlo todo –empresa por lo demás siempre demencial y utópica. Para lograrlo entonces se apoyó en numerosas antologías y “arqueos”, con las que el libro sin duda tiene una deuda importante, volviéndose hasta cierto punto en una prueba del valor de ese tipo de registro. De esta manera, nos encontramos con reflexiones constantes sobre la naturaleza de las antologías y los procesos de canonización, reflexiones que –quizás esté de más decirlo- trascienden las fronteras locales.
Este esfuerzo personal se reflejó además en su actuar dentro del campo cultural. Asistió a todas las presentaciones que pudo, estuvo atento a cada publicación, se dio el trabajo de registrar la mayoría de los escasos textos críticos que circulan en la región. Pienso que el esfuerzo fue considerable. Y como expliqué, dio pie para que el libro tuviera el registro escritural que muestra, con abundantes digresiones, apuestas por amplias definiciones de poesía, del rol del poeta, muchas de las cuales salen de la acotación local y se extienden al ejercicio poético en sí. Observamos además reflexiones intergeneracionales, observaciones sobre la poesía del norte de Chile, con lo que, a pesar de la descripción local, gana recepción, pienso, más allá de las reducidas lindes de la región.
X
Después de repasar todo el gallinero, haciendo volar plumas y provocando escándalos, Hoefler hace proposiciones que me parece deben ser atendidas, y que posiblemente deban rescatarse en otras regiones: “Falta una crítica estable, contínua, seria, no complaciente. Falta un archivo regional, donde se reconozca materialmente su cantidad y su presencia (…) Falta un mayor entusiasmo o más convicción de su valor por parte de las autoridades” (202-203).
Siguiendo sus propios consejos y exigencias, para no hacer de este artículo totalmente complaciente, yo diría que el libro está al debe en materias como un trabajo de edición. Pienso que en algunas partes se le nota un poco la urgencia, cierto apuro por incluir lo más posible, con modificaciones de último momento. Creo que el autor era consciente de que este libro se iba a convertir en un futuro referente, lo que explica cierto apresuramiento y algunas lecturas de última hora, ya sea de artículos o de poetas.
Pienso que nada de eso le quita el valor final que tiene este aporte. Incluso aquellos poetas que puedan haberse sentido denostados, debieran quizás también sentirse agradecidos. Es fácil entender que los juicios son personalísimos –honestos, nacido de un intenso compromiso- pero también subjetivos. De hecho, vuelve visibles a los poetas que parece denostar y les hace un favor, pues será fuente de información de futuras investigaciones que –si son rigurosas- constatarán por sus propios medios la información antes de formarse sus propios juicios.
XI
Tierras de Duro Reino es, finalmente, una práctica territorial –regionalista digamos para que se entienda- concreta y real, más allá de las buenas intenciones. Por sobre la posible ironía que veamos en ella, conmina al rigor en el juego más serio de todos, como lo llamaba la Gabriela –a quién el libro le debe el título. Pienso que a la larga debiera demostrarse la importancia de gestos como éste para la dinamización de los campos culturales, campos culturales que trabajos así ayudan a dibujar, impulsando ojalá críticas alternativas que vayan más allá de los simples posteos en Facebook o el comentario casual en las esquinas.
A mí –a pesar de sus posibles defectos y salidas de madre- me parece más que bien que este libro esté allí. Por sobre el discursito recurrente sobre la minimización de la provincia frente a la metrópolis y de los sarcasmos del autor, demuestra que suceden cosas, que hay gente apostando fuerte, que hay trabajadores profundamente involucrados en el ejercicio poético. Los juicios que aparentemente parecen malintencionados –creo- revelan cierta ética de trabajo. No esperen de mí –parece estar diciendo- complacencia, no esperen de mí indulgencia, no esperen de mí compadrazgos: esta es tierra de duro reino, yo exijo de los demás lo que exijo de mí mismo: un compromiso visceral con la tarea.
Desde acá, desde mi bunker en Vicuña yo alcanzo a ver que ese compromiso existe en muchos de los poetas mencionados en el libro, incluso muchos con los que el libro es durísimo. A mí no me interesa entender cada una de las convicciones que los mueven, tampoco me interesa convertirme en nada parecido a un caudillo, tampoco en un censor. No quiero hacer camarillas, patoteras, ni mafias. Me cuesta participar, tomando en cuenta el tamaño de los egos que conviven y en la chimuchina funesta que se produce –no solo acá, sino en todo Chile- en estos campos de guerra. Y no los conozco a todos, ni creo que sea mi tarea conocerlos a todos. De todas formas me sobran nombres para mencionar como escritores que dan el salto al vacío, enfermos de literatura, personajes en busca de su autor, gente con propuestas serias y dedicadas, a las que de una u otra forma admiro y respeto: Álvaro Ruíz, Jaime Retamales, Javier del Cerro, Arturo Volantines, Gonzalo Hernández, Claudia Hernández, Natalia Figueroa, Ignacio Herrera, Luis Barbieri, Paulo San Paris, Benjamín León, Fernando Vargas.
El mismo Walter Hoefler.
Siento que aunque jugasen en mi contra, estaríamos jugando para el mismo lado. Todos me hacen sentir que la poesía no es un cadáver de plástico, que si bien se camuflan Asurantesurix y viejos clérigos, también hay gente arriesgando el pellejo y apostando fuerte con las manos que les tocan.
Yo sé que la poesía no convoca, pero creo finalmente que es nada más una nueva señal de un cambio en la forma. Siendo la poesía lenguaje, siendo el lenguaje de signos una facultad privativa humana, pienso que es una necesidad, y que por lo tanto no va a desaparecer nunca, que por lo tanto sólo está mutando, adaptándose, transformándose, buscando nuevas vías para abrirse camino. En un mundo de siete mil millones de habitantes humanos, esa necesidad está encontrando constantemente nuevos medios y nuevas formas.
Yo mismo estoy en ésa.
El libro de Hoefler en este sentido, puede tomarse como la radiografía de un momento específico, anterior quizás a la reaparición del monstruo, al despegue de la poesía que -como dijera un amigo- no está muerta, solo duerme. Y sus páginas son parte del combustible que sigue bombeando fuego hacia el corazón de la bestia.
Yo entonces no lo odio. A mí me gusta que esté ahí.
Vicuña, 28 de Mayo de 2015.