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Ricardo Nixon School, de Cristián Geisse. Santiago: Emecé, 144 pgs. (2016)

Por Felipe González
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Chile
Publicado en Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura 27(2), 350-353.



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La bandera agringada de Chile

La novela de Cristián Geisse (1977) Ricardo Nixon School es la versión aumentada del cuento “La hora del quiltro”, aparecido en la segunda entrega de su aún incompleta trilogía de relatos El infierno de los payasos (2013), precedida por En el regazo de Belcebú (2012). A estos se agrega Ñache (2015), que aporta con una pieza inédita al tan delirante como realista mundo ficcional de Geisse, donde campean el demonio, el alcohol y las drogas. En Ricardo Nixon School Arturo Navarro, radicado en el cerro Bellavista de Valparaíso, narra un año de su vida caracterizado por la presión y la decadencia, y que toca bien de cerca al mundo académico de las letras: luego de estudiar Literatura, mientras cursa un magíster “a cierta edad en que andar a la pecha de los taitas no se ve ni se siente bien” (2016: 11), y a falta de una oportunidad en la academia, se ve obligado a trabajar como profesor en un colegio de los llamados “de alto riesgo”: el Ricardo Nixon School de Viña del Mar. La elección del nombre del establecimiento como título del libro sugiere de entrada una denuncia tanto de las pretensiones norteamericanizantes de la sociedad y la educación chilenas como de su tendencia a realizar a medias la imitación (alcanza para School, pero no para Richard); crítica que estará gravitando a lo largo de toda la novela: “Era puro nombre [...] Allí llegaba lo que botaban de otros colegios (2016: 15)”. De hecho, según el decreto 666 –cifra con que Geisse introduce una vez más la presencia demoníaca en forma de pragmatismo y deshumanización–, nos informa Navarro, el colegio recorta los cursos artísticos de los alumnos (2016: 20). El descalabro de la educación chilena, que llega a su punto de quiebre en el presente de la novela y, particularmente, en la historia de Navarro y sus alumnos, se origina, según este mismo historiza, en la dictadura neoliberal de Pinochet y gracias al decreto que permite a cualquier particular fundar un colegio con los fondos del Estado como quien monta su propia empresa, todo lo cual se consolida en el período concertacionista con la reformas LOCE y la LGE: “la misma mierda con otras moscas” (2016: 16). La postura crítica de la novela se ve elocuentemente ilustrada en la portada del libro, donde se observa una bandera chilena en cuyos sectores blanco y rojo se superponen los listones, de los mismos colores, de la bandera de EE.UU.

Un relativo fracaso

Navarro fracasa en un sistema educativo fracasado, pero el fracaso de Navarro y el de otros personajes porteños de Geisse que, por lo demás, también han fracasado en sus pretensiones literarias, es, valga el oxímoron, un fracaso alegre, impulsor, porque esos personajes no se creen mucho el cuento del éxito; sospechan que para ser exitoso en un sistema educativo, en una academia y en un campo literario en gran parte tan injustos como la sociedad que los produce –pues reproducen su competitividad, desigualdad y elitismo, tanto como sus falsas pretensiones de tolerancia e inclusión–, no cabe otra posibilidad que hacerlo a fuerza de infamias. Así, Navarro se distancia de los fracasados melancólicos que, por ejemplo, aparecen pululando por Valparaíso en algunos cuentos y relatos ensayísticos del también recientemente publicado libro de Cristóbal Gaete Crítico (2016), quienes se enamoran del fracaso y el patetismo porque no aparece el éxito en su horizonte, como sucede con el personaje del extinto poeta Alberto Rojas –cuya experiencia recuerda las de Darío y Pezoa Véliz en Valparaíso, como sugiere acertadamente Gaete– y su mímica deslavada del rimbaudiano épater le bourgeois: “Rojas era el fanático que promueve la divinidad en las puertas de las casas, que grita a las personas en las esquinas y plazas, que toca tu timbre y te amenaza. Todo por la poesía” (2016: 22-23). Más bien, todo por el reconocimiento. Los entusiastas fracasados geissianos, por el contrario, poseen un inquebrantable sustento ético gracias al relativismo que, aunque parezca extraño, los orienta; encuentran en el fracaso un reducto de dignidad y, en lugar de entristecerse, en el fondo se alegran de no tener el éxito en su horizonte y correr el riesgo de encanallarse, aunque eso signifique, como quizá dirían ellos, mala pega y poca plata. Cuando Navarro abandona el magíster por las presiones laborales, libera su resentimiento solo in mente, autoironizándose con el añadido de la exageración: “púdranse en su mierda pedante, manga de monosabios, se creen la raja y son la plasta más inútil de este país” (2016: 129). Y es que, ante el principio de realidad, los personajes geissianos rápidamente abandonan el sueño de pasarse la vida “recogiendo los frutos de mi supuesta genialidad” (2016: 11), pero esto, como queda dicho, sin resentimiento; no repudian lo que se les ha negado, sino que, gracias a cierta “iluminación del fracaso”, logran interponer una prudente distancia frente al exitismo reinante y la consiguiente neurosis aspiracional a que nos empuja la especialización.


El narrador

El narrador geissiano se emparenta con los viejos narradores de los que habla Walter Benjamin (2008) en su ensayo de 1936, El narrador; por la gracia y la rapidez del estilo y por un humor y un registro oral espontáneamente logrado, lo cual se corresponde con cierta “deformidad” en la estructura novelística, pues se intercalan y aglutinan relatos secundarios en la acción principal que, aunque se relacionan con ésta, parecen interrumpirla o aplazarla en exceso. Como se sabe, esta estrategia narrativa fue señalada como un defecto por los primeros comentaristas de El Quijote de Cervantes, pero tal opinión ha sido desbaratada por la crítica cervantina del siglo XX tras un análisis más detenido de las correspondencias estéticas e ideológicas entre la acción principal y las novelas interpoladas. Un artículo interesante al respecto es “Estructura y función de las novelas interpoladas en el Quijote” de William Rozenblat. El mismo método podría justificar la “deformidad” geissiana, pero también podría hacerlo el hecho de que es una característica propia del narrador tradicional que, por ejemplo, suele incorporar a sus oyentes en el relato: “Confesión: no me gusta trabajar. No me pregunten por qué, simplemente no me gusta” (2016: 12); “A los profesores les digo: no vayan a hacer clases con la caña” (2016: 18). Característica a la que se suma una irrefrenable ansia de contar, que lleva al narrador a introducir otra historia antes de acabar la primera. Navarro incluso se ve obligado a aconsejarse a sí mismo para no incurrir en la digresión o la narración intercalada: “Pero esa ya es harina de otro costal. [...] Esta es mi historia, no la de la educación chilena” (2016: 16-17). Es entonces, su atención a los oyentes retroalimentada con su compulsión por contar lo que empuja a este narrador a sacrificar la armonía artística. Sin embargo, este “defecto” de Ricardo Nixon School no sacrifica nunca sus efectos persuasivos o de inmersión mimética, ni las consiguientes dosis de goce literario para el lector.

Pero el narrador de Geisse también se emparenta con los narradores de Benjamin (2008) en un sentido más profundo. Navarro como el joven profesor de historia Stephen Dedalus, no nació para maestro sino más bien para alumno, para aprender constantemente (Joyce, 2007: 39). Por esta razón, se guarda la enseñanza que pretendía dejarles a los jovenes a su cargo y solo nos la traspasa a los lectores a través de dos cuentos cuyos protagonistas están a punto de ahogarse en el mar, por descuido y por consumo de drogas. Tal enseñanza se aclara en la moraleja –y no la moralina– que el mismo Navarro les inserta a esos cuentos en el presente enunciativo: “acuérdense de esta historia cuando estén en un problema serio o grave: no se nublen, el que se desespera se ahoga” (2016: 132); “disfrute de la iluminación, entre en trance de vez en cuando, ponga su vida en peligro y disfrute. Pero hágalo para salir de ahí como un Buda, como un hermoso buda mojado que sale de una playa brava bajo la luna llena...” (2016: 141). Ambas narraciones se elevan entonces a parábolas de cómo actuar en los momentos adversos de la existencia, contrariando, en parte, el dictum de Benjamin, para quien la novela se gesta en la soledad de un individuo imposibilitado de transmitir sus experiencias fundamentales, limitado a exponer, únicamente, su perplejidad frente a la vida (2008: 65). En este sentido, puede decirse que el Geisse implícito de Ricardo Nixon School es menos un novelista que un narrador en el viejo sentido de la palabra; ese narrador que, ya sea mediante “una moraleja”, “una indicación práctica”, “un proverbio”, “una regla de vida”, “en todos los casos, [...] tiene consejo para dar al oyente” (Benjamin, 2008: 64). Pero la conseja de Navarro es la única que resulta efectiva en un mundo donde ya ninguna receta sirve: una que da fuerzas y armas, no soluciones definitivas. Su propuesta educativa invita, más bien, al pensamiento autónomo: a no ilusionarnos con falsos consuelos ni caer en la desesperación por falta de certezas; a que enfrentemos lo impredecible de la experiencia sin moldes rígidos, sean los de los grandes relatos totalitarios o los del desencanto posmoderno. El pensamiento auténtico otorga criterio –parece decirnos Navarro–; sabe ajustarse a la particularidad de cada experiencia y así de cada experiencia logra extraer lo mejor para la vida.



 

 

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Ricardo Nixon School, de Cristián Geisse. Santiago: Emecé, 144 pgs. (2016)
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