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La crisis de la educación chilena en "Ricardo Nixon School" de Cristián Geisse

Por Javier Correa
El Mercurio de Valparaíso, Domingo 3 de Abril de 2016

 


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Al pasar las páginas de "Ricardo Nixon School" (2016, Emecé), la primera novela del escritor Cristián Geisse (Vicuña, 1977), lo primero que llama la atención es la atracción casi magnética de sus personajes por el fracaso. Seguimos al profesor Arturo Navarro, un licenciado en Letras que cansado de ser mantenido por sus padres y su novia, se ve obligado a trabajar como profesor de Lenguaje en el Ricardo Nixon School, un colegio particular subvencionado de Viña del Mar que encarna las máximas miserias que vive la educación chilena.

"Era puro nombre, porque el establecimiento era bien roñoso: una casa de dos pisos con un patio de cuatro por cuatro, rodeado de dos mediaguas que servían de salas. Tenía mala fama. Allí llegaba lo que botaban de los otros colegios. Y me parece que eso último incluía también al cuerpo docente", describe Navarro, el protagonista del libro.

Ahí, en medio de un colegio infestado de pulgas y una relación sentimental en escombros, Navarro precipita su proceso de degradación personal asomándose a ese precipicio que es la crisis de la educación: una sostenedora que sólo piensa en incrementar sus ganancias, colegas que no esconden su frustración y se mueven por el resentimiento y una fauna de alumnos que es mantenida a raya a punta de "unos" y expulsiones express.

Otro asunto de la novela es que despoja a los docentes de cualquier épica o heroísmo. Los días pasan en las salas de clases como una pantomima deplorable, vacía, en que, tanto profesores como alumnos, se mueven a la deriva, como esperando algo que nunca llega. "Yo -a la larga- me sentía uno más de ellos. A veces soñaba que era su compañero y no su profesor", dice Navarro.

Quizás la mayor virtud de Ricardo Nixon School está en eso: en la descripción que hace Geisse de la hediondez moral, de la gente atormentada y confundida que no puede evitar arruinarlo todo, de los personajes desechados por el neoliberalismo. Ahí, el autor de "En el regazo de Belcebú" (2011), "El infierno de los payasos" (2013) o "Ñache" (2015), y también profesor en un colegio particular subvencionado, tiene experiencia: de alguna forma, su narrativa es una galería de la derrota y la desgracia humana.

- Me gustaría entender la mecánica que hay detrás de tus personajes.
- ¿Estás tratando de decir que soy débil y caído? ¿Caído del catre? ¿Caído al litro? Pues sí, es cierto. Pero cuando el necio persiste en su necesidad, llega a la sabiduría. No puedo explicar muy bien por qué me producen fascinación los perdidos, todavía más los que se lanzan a la abyección a propósito, como experimentando. Incluso más los que salen de ahí transfigurados, pero más fuertes y sabios. Refulgiendo. Zumbando. Igual sucios. Sus rostros, sus ojos, sus chascas. Han visto al Diablo y han visto a Dios. Si no han quedado heridos hasta quedar totalmente disminuidos, pueden contar grandes historias. Igual ya estoy un poco cansado de todo eso.

- ¿Qué es lo que más te interesa literariamente de la gente confundida y degradada que lo ha echado todo a perder?
- Quizás el punto de no retorno. El momento en que ya no hay salida. También la posibilidad de que estuvieron en el infierno y hayan podido salir de él. O que permanezcan ahí, atormentados, acorralados. A veces me producen compasión, pero también admiración. Aunque trato de que no se note ninguna de las dos.

- Alejandro Zambra dice que los escritores siempre escriben el mismo libro, que el que va cambiando eres tú, ¿qué te pasa a ti?
- ¿Quién es ese tú?, ¿el escritor o el lector? Yo espero haber evolucionado para bien en los dos sentidos. Hay veces en que no me reconozco en el que fui, lo que quizás es una tremenda ingratitud. Una pequeña flor es trabajo de edades. Leía muy mal, escribía muy mal; hoy lo hago mejor; pero puede ser que las obsesiones y las imágenes que llenan mi cabeza sigan siendo más o menos las mismas, con variaciones que surgen de lo que he ido aprendiendo o descubriendo. En ese sentido quizás sí he estado escribiendo un solo libro. O como máximo, dos.

- Hace un tiempo la escritora argentina Samanta Scweblin decía que se tenía la idea de que el cuentista es un escritor en proceso de aprendizaje y que, tarde o temprano, pondrá los pies en la tierra y escribirá una novela. "Ricardo Nixon School" es la primera que escribes, ¿qué piensas de ese prejuicio?
-No sé, puede ser. Igual hay cuentistas que hacen obras de arte de un par de páginas que superan a novelas con  cientos de ellas. Muchos de mis cuentos eran novelas y los mutilé hasta que quedaron cuentos. También pienso que algunos de mis cuentos todavía son novelas, que tengo que volver a hacerlos mutar para activar ciertos genes que podrían convertirlos en prodigios. Me acuerdo también que alguien decía que un novelista era un poeta flojo.

- Hunter S. Thompson decía que Richard Nixon tenía la "integridad de una hiena y el estilo de un sapo venenoso". Háblame de cómo llegaste al nombre del colegio y, también, título del libro.
- Me gusta eso que dicen sobre Hunter S. Thompson y Richard Nixon: el uno era un moralista disfrazado de inmoral, el otro era un inmoral disfrazado de moralista. Creo que hoy en día es fácil llegar a pensar que el primero era mejor ser humano que el segundo; por lo menos así lo creo yo. El colegio tenía otro nombre, basado en un colegio real, siempre mitad inglés y español en todo caso, y decidimos cambiárselo por distintas razones. Kissinger o los Chicago Boys eran alternativas. No me demoré mucho en llegar a Richard Nixon, quien -pienso- nos hizo mucho, mucho mal. Nuestro modelo educativo, nuestra sociedad y nuestra manera actual de ver la vida lamentablemente tienen la marca de su prepotencia.

- Tus cuentos y "Ricardo Nixon School" están teñidos de una suerte de realismo sucio, pero a la vez se ven cruzados por las alucinaciones y rupturas de realidad. ¿Cómo logras trabajar esas fórmulas que supuestamente no se deberían mezclar?
- De partida el realismo es un tipo de delirio, uno más de nuestros delirios. No hay realismo limpio. No me cuesta mezclarlos, me parece natural. La gente delira y no se da cuenta. Entra en trance y no se da cuenta. Enloquece y tampoco parece darse cuenta. Es frecuente en nosotros, los seres humanos. Y por supuesto, no soy el primero que hace algo así. Quizás no haya nada parecido a una realidad de tipo realista.

- "Si encuentras un chiste, dilo", dijo alguna vez Nicanor Parra. En "Ricardo Nixon School" no falla el humor negro, el sarcasmo.
- Me encanta la risa y la literatura que hace reír: "El asno de oro", "El Satiricón", "Gargantúa y Pantagruel", "Tristram Shandy", "La vida del Buscón". ¿Conoces esa parte de "El jugador" de Dostoievsky cuando la princesa juega al cero en la ruleta? Es para agarrarse la guata de la risa. Faulkner tiene unas partes muy graciosas, también Nabokov; los dos son variantes formidables del verdadero payaso que era James Joyce. Para qué hablar de John Fante y Henry Miller. Y el maestro Alfonso Alcalde.

- Navarro repite un par de veces en la novela: "Esta es mi historia, no la de la educación chilena". ¿Qué te pasa con que la mayoría de las lecturas cataloguen a "Ricardo Nixon School" como una crítica directa a la educación chilena?
- Me parece bien. Es una lectura posible, en estos momentos casi inevitable. Alguien decía por ahí que yo exageraba y volvía grotesca la realidad en el libro. Te aseguro que muchas de las historias que están ahí sucedieron así tal cual. Pero lo cierto es que no me propuse nunca denunciar ni hacer novela de tesis, no soy de esos. Ojalá el libro sobreviva a la contingencia cuando toda esta pesadilla educacional pase.

- Bajo esa lectura, ¿reconoces algún tipo de conexión con libros como "Facsímil" (2014) de Alejandro Zambra o "Incompetentes" (2014) de Constanza Gutiérrez?
- Leí hace muy poco "Incompetentes" y lo disfruté muchísimo. Me pareció inmediatamente que las dos novelas se complementaban, uno desde la perspectiva de un profesor incompetente, el otro focalizado en alumnos incompetentes. No conocía a Constanza ni su libro. Es fácil entender que la cosa está en el aire, la pelota está botando.

- En la novela hablas de la "hora del quiltro" para referirte al no saber qué hacer o dónde estar. ¿Superará la educación chilena su "hora del quiltro"?
- Chucha, esperemos que sí. La "hora del quiltro", como una versión triste y charcha de la hora del lobo, la hora más oscura y más terrible. Hay que ponerle color, porque es un problema verdaderamente serio. Pienso que todos estamos bastante comprometidos en eso. Hay que tratar de no caer en improvisaciones, ni en tiras y aflojas pencas e interesados. No hay que desesperarse tampoco. El que se desespera se ahoga.

- ¿Qué te pasa con la categoría "escritor joven"?
- Yo tengo 38 años. No sé si soy joven. No me siento viejo, pero ya no soy muy joven. Puedo sentirme joven, pero me parece mejor pensar que no lo soy. ¿Qué edad tenía Mario Vargas Llosa cuando escribió "La ciudad y los perros" (1963)? Ese hueón sí que era joven, yo a esa edad escribía horriblemente mal. Sinceramente pienso que nunca fui escritor joven.

 

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El duro aterrizaje de un maestro
Extracto del libro "Ricardo Nixon School" de Cristián Geisse Navarro

Yo no había estudiado para profesor. Hice una licenciatura en Letras, pensando siempre que iba a terminar haciendo otra cosa. Editor, escritor, cineasta, cualquier cosa menos profesor. La verdad es que ni siquiera me había puesto a pensar que algún día tendría que ganarme la vida sudando, sino más bien recogiendo los frutos de mi supuesta genialidad. Por eso no estudié la pedagogía. Y por eso entré al magíster aprovechando el tiempo y el apoyo de los padres.

No tenía todavía hijos y ni siquiera pensaba en esa posibilidad. Pero bueno, se llega a cierta edad en que andar a la percha de los taitas no se ve ni se siente bien. Vivir en otra ciudad no sale muy barato que digamos, y cuando los padres tienen deudas, jubilan y se empobrecen, no queda otra. Ya era mucho barsear. Tampoco me habían dado las becas que había pedido al gobierno y las cosas se estaban poniendo cuesta arriba. para qué hablar de la posibilidad de apitutarme en la U. Los codazos y aserruchamientos iban y venían. Había que matar a un viejo para quedar trabajando ahí. Además, nunca he sabido bien hacer la pata. Si existe algo así como la inteligencia laboral, yo soy una especie de retardado. Además me había emparejado y tuve la brillante idea de irme a vivir con mi polola. Una polola que sí trabajaba, y a la que le parecía bastante feo e indigno tener una pareja mantenida. Qué remedio.

Bien avanzado marzo, cuando ya todos los profesores tienen fija la pega y han entrado a la pelea, yo recién me había puesto en la tarea y había postergado la idea hasta el final. Siempre pensé que algo bueno, inesperado, milagroso ocurriría y yo podría continuar con mi humilde vida de pachá. No sé, ganarme algún concurso de poesía o de cuentos o de novela. Quizás el Kino. Pero para qué seguir con la farsa: no escribía nada ni enviaba nada a ninguna parte hace meses. tampoco había jugado al Kino.

Confesión: no me gusta trabajar. No me pregunten por qué, simplemente no me gusta. Nunca hasta entonces había tenido la necesidad y me parecía una verdadera idiotez desgastarme así. De puro patudo en realidad. Pero a todos nos llega la hora.

Sí había hecho trabajillos para ganar algunos extras: encuestas, clases de español para extranjeros, coejecutor en proyectos culturales del gobierno. Nada muy difícil. Pero ya estaba pasando el tiempo y no caía nada. Las reservas se acabaron y me vi en pelotas, con el mínimo de dignidad para no seguir pidiendo al hermano pudiente o a los padres recién jubilados. Menos como para ser un mantenido de la mujer.

Qué diablos. Partí entonces donde el director del magíster para que me recomendara en algún colegio. La Andrea, mi polola, me lo había sugerido hace mucho tiempo, pero yo lo había descartado con una soberbia idiota: "No me gusta pedir favores". Andrea entornaba los ojos y yo intuía claramente sus pensamientos: "Flojo de mierda".

Toda la razón.

Así es que un día equis, cuando la cosa ya no daba para más, me presenté en la oficina de Von Pilsensen, el director del magíster. "Profesor, vine porque quizás, usted tal vez sepa, yo no sé, en una de esas aquí, lo que pasa es que necesito trabajar para seguir estudiando y bueno, me dijeron que a veces, trabajo, usted sabe, quizás aquí mismo, alguna investigación, o bueno, si no se puede, tal vez, un curso, o -por último- algún colegio del que sepa...". El hombre fumaba como chimenea mientras me observaba, midiéndome; entrecerraba los ojos y sonreía con una sola de las comisuras de sus labios casi invisibles. Tiró una enorme bocanada de humo hacia donde yo estaba y me dijo: "Veré qué se puede hacer; me están pidiendo un profesor desde un colegio, déjame tu currículum, se me hace la idea de que es algo que te calza perfecto". Ahora sé que tenía razón: el trabajo me calzaba perfecto. Apagó el cigarro sin dejar de mirarme, estiró la otra comisura de su boca y sonrió forzadamente. "Muchas gracias", le dije con un tono que me sonó a zalamería. Se dio vuelta en su silla giratoria y quedó frente a la pantalla del computador.

Ni chao me dijo.

* * *

Me llamaron un par de días después pidiéndome que fuera a una entrevista. Partí entonces, entre asustado y contento. El Ricardo Nixon School quedaba en Viña del Mar. Era puro nombre, porque el establecimiento era bien roñoso: una casa de dos pisos con un patio de cuatro por cuatro, rodeado por dos mediaguas que servían de salas. Tenía mala fama. Allí llegaba lo que botaban de los otros colegios. Y me parece que eso último incluía también al cuerpo docente.

Algunos amigos, cuando supieron que podía trabajar ahí, me dijeron: "Si eres capaz de hacer clases en el Ricardo Nixon, puedes hacer clases en cualquier parte". Una prueba de fuego entonces. Se aplicaba un decreto educacional inventado para la enseñanza de adultos, pero que acá, con las coimas correspondientes, se aplicaba a jóvenes menores de dieciocho años. Así es que los alumnos no tenían ni Educación Musical, ni Arte, ni Tecnología, ni ninguna de esas pajas que exigen en la educación tradicional. Tampoco había ramos electivos, así es que solo debía hacerse un mínimo requerido para sacar el cuarto medio, fingiendo que se iba a un colegio de los de verdad. Bajas expectativas entonces. No mucho trabajo, me dije, algo más relajado. En una de esas sí me calzaba perfecto.

Toqué un timbre de esos con citófono y me anuncié. Me recibió una vieja coja, gorda, medio gangosa, con un ojo más grande que el otro.

"Sígame", me dijo, y entramos a la casona. Llegamos hasta una oficina y ella se sentó detrás de un escritorio. Era la sostenedora. O sea, era la que se había puesto con los morlacos para empezar con la empresa. Por aquel entonces, y gracias a Pinochet, la educación podía convertirse en un buen negocio y cualquiera que tuviera un capital inicial suficiente podía empezar una empresa educativa. En el papel, la idea sonaba bonita para los emprendedores, pero así se hicieron el pino un montón de inescrupulosos sin corazón que aprovecharon la papa para sacar plata de la educación obligatoria. Después de que los estudiantes mismos tomaron el asunto en sus manos, al final de todo un año de tomas, huelgas, expulsiones, debates, coberturas mediáticas y discusiones parlamentarias, el asunto no cambió en nada. Hicieron una ley que con otro nombre quedó en casi lo mismo. De la LOCE se pasó a la LGE: la misma mierda con otras moscas. Los privados seguían llenándose de privilegios y los más pobres seguían muriendo en la huella. Un clásico. A la larga la cosa se puso brígida y terminaron por fin haciendo una reforma seria. Pero esa ya es harina de otro costal. Esto no se trata de sacar banderas y dar discursos. Esta no se trata de sacar banderas y dar discursos. Esta es mi historia, no la de la educación chilena. Que hasta el momento sigue siendo una mierda, hay que decir. Y que en el momento en que transcurren los sucesos que paso a relatar, estaban en lo más profundo de su decadencia, ya van a ver.



 



 

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