Hágase hombre, señor profesor, y déjese de poner notitas.*
Por Cristián Geisse Navarro
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*Escribí este texto para el Seminario de Narrativas Emergentes realizado en agosto de este año en Concepción. Si bien fui invitado como escritor, actualmente tengo la doble militancia y lo redacté en base a esa triste realidad. Al Seminario asistirían profesores de toda la región del Bío – Bío, por lo que esta ponencia se encuentra dirigida sobre todo al mundo docente. Quizás esté demás decirlo, pero la frase que da título a lo que sigue es un mantra de Nicanor Parra.
Hace poco, en el marco del programa Diálogo en Movimiento, tuve la oportunidad de ir a Montepatria –al interior de Ovalle-, a conversar con los alumnos del Liceo Eduardo Frei Montalva sobre mi libro Ñache. La experiencia fue muy valiosa, espero no sólo para mí, sino también para ellos. Más bien ellas, pues eran más alumnas que alumnos. En algún momento de la conversación me comentaron que el mío era el libro que más habían disfrutado dentro de todo el curso diferenciado de Lenguaje, sobre todo porque no había nota por leerlo. De hecho, odiaban a Gabriela Mistral y a Desolación, porque su experiencia había sido todo lo contrario: no habían entendido nada y sacaron muy malas notas en la prueba. Pobres ellas. Pobre Profesor. Pobra Gabriela. Todos perdieron en esa experiencia, pienso. Algo similar me había sucedido un poco antes con Manuel Rojas. Preparando una presentación me puse a indagar entre algunos cercanos sobre las experiencias lectoras con Hijo de Ladrón. Sin que me sorprendiera mucho –porque su situación es similar a la de la Mistral- varias personas declararon detestar la novela. Un colega, profesor de Física, me dijo literalmente: “¿Qué brillo tiene ese libro? A mí me lo dieron a leer en el liceo y sufrí: es una de las cosas más fomes que he leído”. Hace un par de semanas observé algo similar con María Luisa Bombal. En un cuarto medio al que llegué a hacer un reemplazo, los muchachos y muchachas consideraban La última niebla aburrida y sosa, y me rogaron que no hiciera la prueba que tenían calendarizada para evaluar la lectura.
Experiencias como ésas me ayudaron a justificar una medida drástica que había tomado como profesor: durante este año opté por abandonar la lectura domiciliaria –especialmente literaria- dentro de mis cursos. De hecho, decidí tocar solo tangencialmente la literatura dentro de mis clases. Entre otras razones porque autores como los que he mencionado son fundamentales para mí, tanto como lector, como escritor. Si libros tan extraordinarios y autores tan notables provocan rechazo entre los jóvenes, yo no voy a seguir siendo cómplice de su mala fama entre los estudiantes. Una mala fama –vale la pena resaltar- provocada sobre todo por su obligatoriedad dentro de las salas de clases. Sucede con los mencionados y con muchos otros. Entrar al canon y a las listas de lecturas domiciliarias en los colegios puede ser actualmente una maldición.
En vez de tomar pruebas y obligar, he hecho el ejercicio de comentar y leer al inicio de algunas clases, fragmentos de los mismos libros que yo estaba leyendo. Manuel Rojas, Roberto Arlt, Osvaldo Lamborghini, David Markson, Phillip Roth, Liliana Collazi, John Williams, Edgard Lee Master, han sido algunos de los autores que he compartido con los alumnos. El efecto es positivo, me suelen hacer preguntas y pedir el libro para hojearlo. Así, poco a poco, he visto cómo algunos se atreven frente a la clase a exigir que leamos literatura. Sin embargo los que se resisten y protestan siguen siendo los más. No me parece estar haciendo del todo mal, mi gesto hasta el momento, creo, me ha permitido afianzar la vinculación afectiva real con la lectura entre alumnos que ya leen por su cuenta, y empieza a despertar la curiosidad de los que no.
En estos momentos he revocado mi decisión, pero me he arriesgado a utilizar formas de evaluación alternativas. Entre otras medidas, nadie va a sacar una mala nota si leyó el libro. El cinco es mi rojo, si alguien efectivamente se atrevió a leer. Además ellos pueden elegir sus lecturas, mientras yo actúo sólo como mediador en su elección. Quiero que decidan por su cuenta y quiero que asocien la lectura con algo gratificante.
A pesar de todo lo dicho, y a pesar también de algunas estadísticas y de las antiguas políticas sobre lectura en clases, mi impresión es que actualmente hay un número considerable de alumnos que lee vorazmente. Me ha tocado verlo en diferentes sectores, clases altas, medias y bajas. La lectura es un recurso que permite a algunos esbozar una identidad, conectarse con otros y abordar el mundo desde una perspectiva particular. Por supuesto hay una influencia directa de un boom editorial de literatura juvenil, muy cercana a lo que se considera paraliteratura, A mí no me parece mal. Me doy cuenta que poco a poco los lectores que se enganchan terminan llegando a libros un poco más exigentes. Parte de ese enganche, además, guarda relación con que son lecturas propias, placenteras, sin la presión de una maldita prueba.
Uno de los errores más importantes que me parece haber observado dentro de las prácticas docentes, es ese porfiado intento de instrumentalizar la literatura con fines pedagógicos. Es cierto, los alumnos deben desarrollar estrategias de comprensión lectora, pero enseñar ese tipo de estrategias leyendo literatura es una equivocación. La mayoría de los alumnos a lo largo de su vida van a recurrir y se van a enfrentar a un montón de otro tipo de textos. La mayoría de los alumnos jamás va a volver a leer literatura después de salir del colegio. Enseñarles a buscar información, a realizar deducciones, a interpretar y reflexionar, puede hacerse con otro tipo de textos. Un poema puede perfectamente no significar nada. Al respecto por favor consulten y hagan leer a sus alumnos un excelente artículo de Felipe Cussen titulado Cómo no leer. La literatura es un espacio muy diferente a otras lecturas. El contexto en el que nos acercamos a ella también. En distintos niveles, observo que tres cuartas partes de los programas y lo que se presenta en muchos libros para estudiantes en los colegios, se encuentra permeado por la literatura. En libros de básica y media, predomina el contenido literario, con conceptualizaciones a veces pienso arbitrarias, que luego se preguntan en pruebas. Se supone que la idea es que mediante núcleos temáticos se desarrollen habilidades, pero casi nunca sucede así: los profesores terminan enseñando contenidos, que luego preguntan en pruebas, y los alumnos los aprenden para luego olvidar. Materia pasada, materia olvidada, era una máxima utilizada por alumnos de un liceo en Tomé, según mi amigo Darwin Rodríguez. Por mi parte, jamás aprendí en el colegio casi ninguna de las terminologías que hoy veo en textos para el estudiante, y nada de eso me impidió licenciarme, hacer un magíster y hasta parte de un doctorado en Letras.
Quizás ya sea claro, pero aun cuando vaya en contra de mis preferencias personales, pienso que la enseñanza de literatura podría minimizarse.
Es cierto: hay algo de mercenario en mi labor como profesor; trabajo por dinero, para aportar algo en la casa y tener para mí. El que esté libre de pecado que lance la primera piedra. Pero también es cierto que desde el principio entendí la importancia del servicio que estaba prestando y lo crucial que es el rol que cumplen los docentes. Con los años creo ya tener algo de oficio y siento genuina pasión por el oficio. La literatura, en cambio, no me da dignidad material. No me da dinero. Por lo menos no mucho. Pero es algo que he hecho, hago y haría gratis, porque me emborracha y me hace sentir que la vida vale la pena. La creación de audiencias en todo ámbito debe ser fomentada, pero no para ampliar un mercado y ayudar a que los artistas ganen dinero, sino para desarrollar esa extraordinaria forma de comunicación que es el arte y permitir que los artistas puedan hacer holgadamente lo que aman y lo puedan hacer mejor. Amo la literatura, ojalá llegue el día en que pueda vivir a tiempo completo trabajando en ella. Antes de que ese día llegue -y aceptémoslo, colegas en la doble militancia, lo más posible es que no llegue nunca-, no quiero que la literatura sea detestada. No quiero que la literatura sea una imposición. El profesor, la profesora, tiene que hacerse hombre y mujer, y dejar de poner notitas. Sobre todo porque la literatura nunca se ha hecho para realizar después una prueba. La literatura está ahí para hablarnos de ser humano a ser humano.
Recuerdo una parte de un libro de John Fante, donde uno de sus personajes, Henry Molise, habla de la forma como la literatura cambia su vida. Lo transcribo porque me emociona muchísimo:
Y entonces sucedió. Una noche que la lluvia golpeaba el techo de la cocina se introdujo en mi vida un espíritu grandioso. Tenía el libro en las manos y temblaba mientras me hablaba del hombre y el mundo, del amor y la sabiduría, del dolor y la culpa, y supe que yo ya no podía ser el de antes. El espíritu se llamaba Fiódor Mijáilovich Dostoievski. Sabía más de padres e hijos que ningún hombre en el mundo, y de hermanos, de curas, de delincuentes, de la culpa y la inocencia. Dostoievski me transformó. El idiota, Los endemoniados, Los hermanos Karamazov, El jugador. Me cambió radicalmente. Descubrí que respiraba, que veía horizontes invisibles. El odio por mi padre desapareció. Amé a mi padre, aquel pobre diablo, resentido y obsesionado. También amé a mi madre y a toda mi familia. Había llegado el momento de ser hombre, de irse de San Elmo, de entrar en el mundo. Quería pensar y sentir como Dostoievski. (La hermandad de la uva)
Es una de las imágenes de la literatura más poderosa que conservo hasta el día de hoy. Sigo esperando diariamente, que un espíritu grandioso entre en mi vida mediante los libros, mediante cualquier forma de arte. Que entre como un gran pájaro de fuego que irrumpe en una habitación, y hace volar las paredes y el techo. Que nos muestra las cosas con una luz diferente y nos obliga a mirar el mundo de otra manera. Afortunadamente me sucede aún. Kurt Vonnegut ha sido uno de esos espíritus grandiosos con los que me he encontrado este año y no pude sino correr y contárselo a mis alumnos.
Leer literatura, entre otras cosas, me parece, puede ser un acto liberador, sugestivo, de conocimiento. Usted nunca será libre, señor alumno, si no aprende a leer. Y quizás la expresión más alta de su libertad puede ser acercase a la literatura. Cosas así debieran ser comprendidas por los estudiantes. Y si bien me parece correcto obligar a ser libre, es mucho mejor lograr el deseo de esa libertad, y hacer entender cómo se puede conseguir. Hágase hombre, señor alumno; hágase mujer, señora alumna; y lea Dostoievsky. Y lea a María Luisa Bombal. Y lea a Kurt Vonnegut. Y lea a Gabriela Mistral. Y lea a Baradit. Y lea David Markson. Y lea a Rodrigo Lira. Y lea a Kafka. Y lea a Bolaño. Y lea a Vallejo. Y lea a Blake. Y lea a Nicanor Parra.
En ¿Por qué a los niños no les gusta ir a la escuela?, Daniel Willinghan responde a la pregunta que da título a su libro explicando que: “los seres humanos somos buenos con algunos razonamientos, en comparación con otros animales, pero no utilizamos esa capacidad con gran frecuencia. Un científico cognitivo agregaría otra observación: los humanos no reflexionan porque el cerebro no está dotado para reflexionar, sino para evitar hacerlo. Reflexionar no sólo requiere esfuerzo, sino que también es un proceso lento y poco fiable.” La lectura requiere esa capacidad de concentración que hay que poner en práctica y que no es sencilla para casi nadie. Hoy es más fácil ver televisión y entrar a internet. En una de esas, son experiencias más adaptadas a la forma de ser de los seres humanos. A su constitución física y mental, digamos. Y en ningún caso tienen por qué ser negativas: No es el mismo árbol el que ve el necio que el que ve el sabio, dice otro espíritu grandioso. Es una pésima estrategia ver a los otros medios masivos de comunicación como una competencia para el libro. Quien duda hoy que el libro ha dejado de estar en el centro mismo de la cultura de la información. Los otros medios masivos de comunicación parecen ser más accesibles y por qué no: más humanos. La literatura entra ahí ya como un complemento. Hernan Casciari, un escritor argentino al que conozco muy de lejos –quiero decir que lo he leído poco- me parece ha dado en el clavo en varias ocasiones, una de ellas cuando sugiere que quizás una parte de la mejor literatura de hoy en día se está desarrollando en las series de televisión.
En el fondo, pienso, seguimos hablando de arte. En el caso particular de la literatura, de un arte cuya herramienta y material es el lenguaje y las lenguas. Y esas herramientas son las formas más distintivas de ser del extraño y peligroso animal salvaje que es el ser humano. La literatura entonces debiera seguir entendiéndose como una de las formas más extrañas, más peligrosas y más salvajes de hacer arte. Y como es arte, una forma brillante de llegar a determinados lugares. De pasar ciertos límites. De surfear el caos. Hay varias respuestas para una misma pregunta. Hay varios caminos para llegar a un mismo lugar. Sí, es cierto, es más fácil ver televisión y usar internet. Pero la literatura también está en ellos y está ahí para todos. Vivimos en una época muy sana, en el sentido de que todos los cánones pueden ser revisados y removidos. En que sabemos que el centro del universo puede estar en cualquier lugar, porque es más lo que no conocemos que lo que conocemos. Quizás no sea un desatino pensar, por ejemplo, que hoy parte de la mejor poesía puede encontrarse en la música popular. Que tal vez ahí los jóvenes encuentran actualmente a sus propios y mejores poetas. De una manera más espontánea, menos jerarquizante y menos arribista que la ofrecida por los cánones impuestos por antiguas hegemonías. Me parece idiota negar esa posibilidad. Pregúntenle por favor a Violeta Parra. Parte del inmenso poder que hay en el lenguaje pasa por que nos hace capaces de hacer todas esas operaciones, y afectar nuestras maneras de entender la realidad, moldeándola, permitiéndonos danzar en ella. La literatura, pienso, debe seguir recordándonos eso. El joven entonces tiene que sentirse desafiado a conocer y utilizar ese poder. Pero el profesor debe intentar convertirse en un maestro, por muy cursi que esto parezca. El alumno debe percibir su pasión, su demencia, su capacidad. El profesor debe animarse a crear sus propias versiones del programa, a darle al Simce el lugar que corresponde y derechamente mandarlo a la mierda cuando sea necesario; debe recordar siempre que no está enseñando para evaluar, sino para entregar herramientas, abrir posibilidades, encender fuego. El señor profesor y la señora profesora debe hacerse hombre y mujer, y dejar de poner notitas.