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Habitar la tierra: el arte como expedición

Por Cristian Geisse Navarro



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La pandemia me tenía encerrado dentro de Vicuña. Nada excesivamente distinto a mi vida habitual, aunque yo mismo me había sumido en pozos profundos debido a mi estupidez. La crisis me había enfrentado con la literatura: ¿Qué tengo que ver yo con un oficio como éste? ¿En qué momento caí en este juego de farsantes? ¿Cómo pude estar tan engañado sobre mí mismo? Dejé de escribir y de leer, busqué el amor y mis infiernos en otros lugares. Por alguna razón, quizás porque estaba demasiado sumergido en mi mundo privado, había olvidado que la literatura también es arte. Por ahí busqué mi salvación. Pero también la caricatura del artista me había terminado lanzando afuera: payasos satánicos, niños caprichosos, jipis alucinados, progresistas de quinta categoría, mesías de Facebook, vagonetas profesionales: ¿Qué tengo que ver yo con todos ellos? Literatura y arte me parecían burbujas de plástico lejanas a la mía. Fue una nueva forma de recorrer el laberinto de confusiones en el que vivo desde hace mucho tiempo. Pedí ayuda. Pedí señales. Y soñé. En mi sueño me miraba las manos. Los colores eran brillantes. A mi alrededor había un pavo real blanco y un mandril sobre el césped. Atrás mío, algo así como un brujo. Me hice consciente de que estaba soñando. Pregunté en voz alta: ¿Qué debo hacer? Explora tu vida, escuché claramente. Desperté lleno de una inmensa alegría.


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No es necesario salir de tu madriguera para explorar tu vida, pero creo que sí vale la pena hacerlo. Después de una buena temporada pegado en cierto materialismo mecanicista, me abrí a otras posibilidades y dejé de pensar que nuestro propósito en este mundo extraño es traspasar nuestros genes a la siguiente generación. Entonces –quizás imitando la fe- empecé a creer que estamos acá para expandir nuestras conciencias. Pero es más, he llegado a creer que la expansión de nuestras conciencias es la expansión de la conciencia de un ser supra individual que se mira sus manos cuando nos miramos las nuestras. Es casi un juego, pero tal vez el juego más serio de todos, como reza la definición de poesía de Gabriela Mistral. En ese sentido, más allá de la posibilidad de que todo yo no sea nada más que el resultado de una miríada de azares, quiero entender que mientras más sepa, mientras más entienda, mientras más extienda mi percepción, más voy a conocer mi vida y más conciencia le voy a dar a la bestia sagrada que habito al habitar universo. Salir de mi madriguera era una buena idea. Yo pedí y me fue dado: Óscar Barrientos me anunció que, siendo febrero, íbamos a salir de viaje al inicio del mundo, a la Terra Incógnita, a los fiordos subantárticos.


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Con Óscar postulamos a la residencia Radicantes de Liquenlab, buscando la posibilidad de desarrollar un proyecto en conjunto. Hay una serie de visiones que nos unen: Nuestro trabajo de escritores desde territorios lejanos a los centros culturales, nuestro afecto por el delirio literario, una estética grotesca, carnavalesca, que a ambos –por caminos muy separados- nos ha llevado a crear endriagos, híbridos, mutantes zoomorfos que han poblados algunos de nuestros relatos. La convocatoria nos pedía pensar lo no humano. Caía de cajón. ¿Íbamos a escribir una novela? ¿Elaborar un bestiario? No importa, era posible que nuestros delirios fuesen el camino y el camino nuestro destino final. Había que zarpar cuanto antes. El arte es también una expedición.


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Salí después de 350 días de no moverme de Vicuña. Ni siquiera a La Serena había ido. Fantaseaba con la idea de que jamás volvería a salir de este pueblo y no me parecía mal. El llamado a explorar mi vida, a expandir mi conciencia, a permitir que el monstruo que habito pudiera mirar por mis ojos nuevos lugares, me llevó a salir catapultado hacia Punta Arenas. Me pareció un privilegio desmedido, inmerecido, pero como muchos otros privilegios injustos en mi vida, decidí aceptarlo tratando de pensar que debía hacerme responsable de la oportunidad. Salir de Vicuña fue salir al mundo. No había estado antes en una ciudad en cuarentena. Había visto el mundo de allá afuera por la televisión pero no lo había vivido. ¿Cómo le ha ido con el Corona virus? Como el forro, me dijo un taxista, tuve que aprender a caminar y a comer de nuevo, y tengo a mi mujer en Santiago, entubada. Me aguanté las ganas de llevarme la mano a la boca y la nariz, a pesar de la mascarilla. Fue un viaje corto de la casa de Óscar al hotel, pero fue un viaje intenso, diablos. Fue sin embargo el peligro más extremo que pasé –creo- en esta expedición.


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El Maripas II zarpó un día lunes a las 2 de la tarde aproximadamente. Fue hasta cierto punto un viaje excesivamente cómodo. El Capitán Hugo es un experto. Yo iba a lo desconocido sin el menor atisbo de temor. De todas formas me vi de rodillas en el camarote soportando con dificultad el mareo de las olas fase cuatro. Digamos que eran fase cuatro. Atravesábamos el Canal Magdalena. Mi ex pareja me estaba castigando. Ella también se llama Magdalena y yo no podía dejar de ver las similitudes entre ambos seres vivos. Me lo merezco, me decía, gozando toda la aventura que me unía a bestias tan chúcaras. Eso fue en viaje de ida. En el viaje de vuelta vi ballenas con sus crías y un arcoíris doble en el mismo canal. Creo que fue una de esas extrañas formas de dialogar con el mundo y la vida. Pero el mapa no es el territorio y los símbolos no son las cosas. De todas formas hubo ahí una especie de presagio. Me cuesta salir de lo humano y de su capacidad de verse afectado por el lenguaje. Debía esforzarme en entender cómo el mundo estaba ahí más allá de mi propia presencia y de la forma como le doy significado a todo. En las rocas de hielo que flotan sobre el agua azul, en el estruendo de los glaciares, en el vuelo de los albatros, en la mirada del martín pescador, en las bandadas de tordos, en los silenciosos pasos de las centollas, en el pan de los indios, en canelos, lengas y ñirres, en la turba, las rocas, las nubes y el viento. Qué difícil no verlo todo sin mi disfraz humano. Qué importante entender que a pesar de eso no estoy separado de todo lo que me rodea.


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Estoy verdaderamente convencido de que no somos el centro de nada, que es crucial e imperativo que comprendamos que nada de lo que nos rodea fue “creado” para nosotros los humanos. Esa soberbia me parece tan infantil ahora, tan perjudicial, tan cercana a la estupidez, tan lejana a la sabiduría. No somos la cúspide de nada. Somos una especie de plaga demasiado satisfecha de sí misma. Es imperativo que entendamos que nuestra inteligencia es excesivamente limitada y que debemos aprender a ir más allá de nosotros mismos y comprender mejor nuestro lugar en el cosmos. Sin embargo, yo veía humanidad en todas partes. Nicolás, uno de los jóvenes tripulantes, me contó que pasaba meses embarcado en lanchas más pequeñas que la nuestra sin volver a tierra junto a tripulaciones de cuatro o cinco personas que salían a los fiordos en la pesca de la centolla. ¿Cómo lo haces para no terminar odiando a tus compañeros? Me respondió: Porque tú entiendes que cuando te subes a un viaje así, eres parte de una familia. A pesar de lo dicho anteriormente, esa humanidad nos acompañó todo el viaje y fue una de las notas más sabrosas de la experiencia.


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El paisaje es de una belleza abrumadora. Son lugares no habitados por el hombre. En algún momento fue habitado por indígenas y luego –hace poco- llegó a convertirse en un lugar de prisioneros y parte de uno de los episodios más infames de nuestra historia. Porque los humanos que somos ahora nos gusta dejar nuestros vestigios en todas partes, dando muestra de nuestra soberana estupidez y en algunos casos de nuestra directa malevolencia. Hablo de la huella sicológica de la isla Dawson donde por años se torturó a cientos de personas. Pero también hablo de las evidentes huellas del calentamiento global y la polución.

Stephen Jay Gould, uno de mis héroes más recientes, dice que una de las formas más elevadas de belleza para los naturalistas es la ilusión de encontrarse con la naturaleza más salvaje e intocada por la presencia humana. Creo que esa ilusión era parte del encanto de nuestra expedición. Sin embargo era precisamente eso, una ilusión. La basura que flota en las playas de algunas de las islas es un espectáculo deprimente. Vimos una tumba de la familia Acuña en puerto Valdés. También ominosos campamentos abandonados. Sin embargo, afortunadamente, la naturaleza aún se impone con silvestría. Y siendo nosotros mismos naturaleza, fue algo chocante darme cuenta de que éramos intrusos ahí. Porque el lugar está lleno de habitantes. Habitantes silenciosos, microscópicos, submarinos, agazapados, aparentemente inmóviles. Pero yo entiendo claramente que de ser posible, los seres humanos no debiésemos llegar a establecernos ahí. En estos momentos uno de mis máximos anhelos es que llegue el día en que adquiramos la sabiduría suficiente para volver a habitar esos lugares como si fuesen nuestro hogar, nuestro hábitat, no nuestra propiedad ni nuestros dominios. Pero a cada paso me encuentro con claras evidencias de que aún no es el momento.


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Mientras recorríamos playas, islas, bosques, glaciares, con Óscar delirábamos sobre nuestro proyecto. Debía ser la narración de un científico que partía en busca de Marlow Kurtz, un paleontólogo legendario, oscuro y brillante, expulsado de la comunidad científica por defender la hipótesis de que el hombre proviene de un mono acuático. De acuerdo a sus indagaciones, el paleontólogo se encontraría habitando algún lugar del canal Serrano, o quizás en la turbulenta isla Noir, o en Puerto Valdés, realizando experimentos en un laboratorio secreto. Desde la pequeña embarcación Cetebos, este personaje defendería la errada hipótesis que confunde evolución con progreso y que considera el hombre la cúspide de creación y la especie elegida para poseer la tierra. También la idea de que hay subespecies mejor adaptadas no solo para sobrevivir, sino para imponerse sobre las otras. Debía ser un personaje que –como es tan usual- siendo tan inteligente era al mismo tiempo un gran idiota. El relato debía alternarse con una suerte de informe de la academia, emitido por un homínido quien desde la su jaula, educado por el doctor Kurtz, entiende que es un raro descendiente de una subespecie diferente a los sapiens, y quien se siente elegido para dar a conocer la forma como –a pesar de las diferencias- no pueden considerarlo un animal subordinado a la especie humana. Se me ocurre ahora que este personaje podría decir cosas como “Me ha costado demasiado entender que es imposible salir de nuestra forma homínida, pero es importante saber que nuestra forma particular de conciencia no es diferente de otras. Y si lo es, es en términos de escala, no de clases.”


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El Capitán Hugo, un hombre práctico, escéptico, muy lejano a cualquier clase de esquizopalia o esoterismo, dijo haber visto esferas de plasma surcando la noche de los fiordos, acercándose a la embarcación. Mostraban un comportamiento claramente inteligente, jugueteando, danzando, digamos. Yo no puedo dejar de pensar en la posibilidad de que quizás haya otras formas de conciencias, quizás no biológicas, habitan esta tierra incluso antes que nosotros, y quizás nos observan y tal vez nos temen, habitando secretamente lugares como aquéllos.


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El ambiente de la expedición fue pura calidez. Sin competitividad, extremadamente generoso y abierto. Artistas y tripulantes fuimos una sola familia provisoria. Tengo recuerdos especialmente luminosos del capitán contando historias a la hora de la cena: Marín, abandonado por tres días en la isla Noir; la tripulación de científicos que tuvo que amarrarse a sus camarotes para atravesar Río Gallegos, su infancia como pescador. Camila, la cocinera, diciendo que los gringos llegaban con carpas tan costosas que se armaban solas y hasta traían una polola dentro. El “máquina” contando como habían soltado a la única centolla albina que había encontrado en su vida porque era una en un millón. Las conversaciones con David, con quién jamás antes nos habíamos visto, pero teníamos en común un amigo español que actualmente vive en Puerto Natales, aunque fue por mucho tiempo un vecino de Vicuña. Y también del día aquel en que estuvimos tan unidos en el barco que soñamos lo mismo: Sandra, Óscar, Rodolfo y yo soñamos con nuestras madres una noche agitada mientras las olas escoraban la embarcación.


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¿Qué tiene que ver el arte conmigo? El viaje me alejó de la caricatura del artista que me carcomía las entrañas. El arte es una necesidad vital. En nuestro país es tratado por casi todo el mundo como algo frívolo, prescindible, de segunda necesidad, de tercera categoría. Pero no lo es. El ser humano de la misma forma en que desarrolla lenguajes, desarrolla artes. Es una manera de configurar nuestras visiones de mundo, de experimentar con las formas en las que percibimos la realidad, una oportunidad para expandirla, profundizar en ella y habitar mejor esta tierra mediante el traspaso de nuestras visiones a través de las generaciones. No soy la persona más gregaria al momento de ejercer este oficio, de hecho, me encanta la posibilidad de hacer lo que hago en soledad, pero soy absolutamente consciente de que sin los demás, lo que hago no tiene sentido. Para mí, como escritor, convivir con otros artistas –más allá de la literatura- fue enriquecedor precisamente para entender cuáles eran sus formas de habitar el mundo mediante el arte. ¿Dónde vives? ¿Qué haces para sobrevivir? ¿Cómo mantienes tu familia? ¿Qué tipo de educación recibiste? ¿Quiénes fueron tus padres? ¿Cuándo el arte es arte? ¿Y la relación entre el arte y academia? ¿Y entre el arte y el poder? Más allá de todas nuestras posibles diferencias, juntos estamos configurando una sola visión, caleidoscópica, digamos, fragmentaria y diversa, pero la misma.


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Bajar a tierra fue difícil. No deseaba volver. Me hubiese gustado permanecer ahí por mucho tiempo más. Sin embargo la expedición dio frutos importantes, los descubrimientos en torno a lo que puedo y debo hacer fueron significativos. Es para mí una regla de oro entender que un viaje no es un viaje si uno no vuelve transformado. Pienso que nutrí mi mirada respecto a los territorios que habitamos, a la forma como afectamos la realidad, a la manera como nuestras visiones se asocian para entregar un panorama multiforme del universo y sus lugares específicos. Estoy absolutamente consciente de que este texto es uno de los fragmentos de esa visión y que debe acrisolarse con las revelaciones de mis compañeros, como una suerte de ejemplo de la forma en que las expediciones que emprendemos tienen como fruto la riqueza de un habitar común. Es difícil pero maravilloso seguir buscando –como los naturalistas- lugares intocados por el ser humano. Pero hay que hacerlo para engendrar vida y mejores formas de vivir como humanos. Esos lugares pueden ser geográficos, pero también internos. Incluso así –de una forma u otra- serán compartidos. Los científicos suelen ser mucho más audaces y delirantes en privado. En público son absorbidos por la presión del estatus quo que los enajula. Los artistas en cambio tienen esa libertad y creo que debemos aprovecharla al máximo aprendiendo del rigor y la dedicación de los científicos. Estamos entrañablemente unidos en este proceso de comprensión de nuestro lugar en este mundo prodigioso. Juntos debemos recordarnos siempre que el universo no solo es más extraño de lo que imaginamos, sino que es más extraño incluso de lo que podemos imaginar, pero que aun así sigue siendo nuestro hogar. Yo volví de esta expedición con una serie de pequeños y destellantes tesoros en forma de visiones y percepciones que espero alguna vez formen parte del acervo que nos hermana con el mundo y que permite que los habitantes de esta tierra se miren las manos cuando yo miro las mías. Animales, vegetales, minerales: entre todos somos la misma bestia sagrada, la misma familia itinerante, los mismos hermanos de tripulación.

Vicuña, mayo de 2021





 



 

 

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