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Perros tras la obra sin nombre
Texto de presentación del libro Tres poemas de Fernando Navarro Geisse (Hebra, 2015) en la
Segunda Feria del Libro Independiente de Valparaíso 2016.
Por
Francisco Salas
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Cuando los muchachos de Hebra me invitaron a presentar estos “Tres poemas”, fue casi inevitable pensar en la redacción de un texto que explicara (bendito verbo) o diese luz sobre las jugarretas de autor a las cuales Navarro Geisse, desde un par de entregas atrás, ya nos tiene acostumbrados. Así, a manera de manual o máquina de moler carne pensé en comenzar a articular unas frases que bien podrían pasar coladas como contraportadas del libro:
“Lo de Navarro Geisse es una inequívoca estrategia textual, estos poemas vendrían a tomar la posta de ese proyecto Barthesiano de la muerte del autor, el poeta asqueado de esa expresión de la ideología posesiva y egoísta del individualismo burgués, ha decidido dar un paso adelante eludiendo esa lacra social que lleva por nombre autoría en pos de la libre circulación de la obra y sus significados.”
O “estos poemas son un síntoma más de la desaparición del sujeto preconizada por psicoanálisis lacaniano de los sesentas, la liberación de un discurso de por sí ambiguo e impreciso que no alcanza a ser más que una huella de algo que nunca existió.”
O “la inteligencia de Navarro Geisse se ha desbordado acá de nuevo, toma consciencia de la “función autor” que Michel Foucault había emplazado como parte del proyecto de exhumación, si no del sujeto civil o empírico, por lo menos de una presencia fantasmal que pudiese extender las posibilidades de la obra… gran jugada la de Navarro Geisse, nos quiere hacer pasar gato por liebre cuando el muy bribón sigue atrás de la escena como un experto titiritero.”
O “estos poemas son un signo del marco posmoderno de labilidad y juego de máscaras en la poesía chilena contemporánea, la elección juguetona de una prenda para la ocasión, la celebración del acontecimiento de ser quien te plazca cuando tus pulsiones íntimas se desbarranquen y pierdas el norte.”
Pero no, no podría hacer eso acá, y son varias las razones que me lo impiden; entre ellas dos fundamentalmente:
La primera es el recuerdo de mi mentor A. Sarroxis Carreño, Doctor en Literatura de la Universidad de Navarra, estudiante de parapsicología y terapeuta ocasional, autor de numerosos textos de autoayuda y de una novela cobijada bajo el rotundo título de “Le voyage”. Fue él quien antes de mi titulación me dio lo que vendría a ser una especie de discurso del método para la vida académica. En su oficina, atareado y ansioso por una cita nocturna que se avecinaba, me miró a los ojos y casi sin mover los músculos de su rostro dijo: “Francisco, cuando se trate de literatura, cuando pienses siquiera en referirte a un punto de ella, recuerda siempre que lo fundamental es el estilo; piensa en la ropa que llevas puesta, analiza tu vibrato, mide a tus auditores, sácale trote a la nube que todos tienen en la cabeza, en Maquiavelo también puedes encontrar una poética, lo demás déjaselo a esos pobres tipos llamados escritores, editores y libreros.”
La segunda razón corresponde a otro asedio fantasmal: Yo conocí a Navarro Geisse acá en Valparaíso. A finales de la década pasada lo vi sudar como un puerco bajo un terno adquirido en el “Fashion´s Park” de Av. Argentina, luego de haber salido con relativo éxito de su examen de magisterio. Lo vi fundar el movimiento subtarráneo del “Ratatismo ilustrado” junto al ufólogo terrígena Mario Verdugo. Lo vi acelerar por las calles y bares del puerto a un punto tal de delirio que el mismo diablo se le aparecía en distintas modalidades, siempre en una esquina dispuesto a encararle el nunca bien ponderado “Estai pedío”. Años mozos, en donde confieso, jamás vi una sola letra que emanara de ese sujeto.
¿Para qué preocuparnos entonces por la incidencia que deba tener o no su presencia en estos textos? Al fin al cabo, los buenos de “Hebra” han sacado adelante este poemario y creo justo aprovechar esta ocasión para hablarles de algunos puntos que, con independencia de su antologador ¿creador? / surgen de la lectura de esas tres voces. ¡Vamos por ello entonces!
“Eso a lo que llaman Dios estaba desasosegado, retorciéndose, el espíritu hediendo a infancia muerta, sobre un mar de sudor y duda.”
No exhorta Ignacio Recabarren, este nonagenario al que la enfermedad lo ha transformado en un poeta “prístino”, una enfermedad que lo posiciona más allá del bien y del mal, como si producto de ese vuelco misterioso se hubiese convertido en un golem, en un autómata cruzado por virulencia Baudeleiriana[1], manifestando abiertamente el ánimo de adentrarse en el horror sin miedo, de solazarse ante la creación inmunda de un dios deficiente, un dios menor que ha extendido a su creación como un paño mal leído. Ahí Recabarren se ve a sus anchas, se vuelve intemporal, la primera serie de poemas nos remite al profeta que firme nos interpela con la buena nueva, la exhibición de una biblia en negativo en donde no hay ironía alguna o doble fondo que nos pudiese recordar al payasesco “Cristo del Elqui” parriano. En la cosmovisión del poeta, el universo está configurado en torno a las continuas, necesarias e inevitables destrucciones, se trata de una muerte violenta y desgarradora, paradójicamente vital, que tiene como espacio teatral o microcosmos la furibunda imagen de las peleas de perros. El poeta es un observador quieto, atento a los signos de esa violencia, comparte con los otros asistentes la posibilidad de toda apuesta, no hay control alguno por parte de esos seres humanos, todos ellos incluido el hablante están destinados a la derrota, a “apostar al perro equivocado”:
Y la gente, la gente que a estas cosas / es siempre gente castigada, detestando, detestada, inhala, exhala el vapor / transparente y sucio que es expulsado / de esas almas roídas. Olisquea./ No intuye, sabe, el que va a matar / el que va a morir. Y apuesta / escondiendo en su supuesta codicia / su condena.
Si recordamos otro poema de anciano, los cruces se hacen inevitables. En su etapa crepuscular de Rokha grita:
“Agarrándonos a la tabla de salvación de la poesía, que era una gran máquina negra, somos los santos carajos y desocupados de aquella irreligiosidad horrenda que da vergüenza porque desapareció cuando desapareció el último “dios” de la tierra.”
Aunque hay cierta similitud en la vehemencia, en el tono en que estos dos viejos dejan escapar el discurso en sus últimos delirios. No podemos pasar por alto que a Recabarren, eso que de Rokha llama poesía, no le viene a cuento, la verdad está en esos perros, en sus desgarros, su sangre y su muerte. Ante ese espectáculo desierto Recabarren puntualiza:
Amar y Odiar / son caras / de la misma moneda / ama si es necesario / odia si es necesario […] No tengas miedo / a la oscuridad.
Juan Manuel Godoy, “Migueloro”, ya nos había anticipado su poética en la antología “Los Hijos suicidas de Gabriela Mistral”, allí anotaba: “mis poemas siempre han manifestado mi búsqueda e indagación de lo que yo llamaría “la divinidad”, que es algo que no considero alejado, sino muy cercano y profundamente arraigado en todas las cosas, incluyéndonos a nosotros mismos”. Pues bien, “Hacia el sol” que aparece en esta antología no le pierde pisada a ese proyecto, es más lo agudiza. El propio Ignacio Valente estaría encantado de recogerlo para justificar sus inclinaciones teleológicas, pues hay que decirlo acá, lo de “Migueloro” no es otra cosa que una alegoría del poeta que insiste, en tiempos aciagos y a contramano, en la posibilidad de una comunión luminosa. No hay quejas ni lamentos, no se trata del hiperestésico sujeto de las “residencias” nerudianas, todo lo contrario (y siguiendo las lecturas del profesor Von Pilsensen) ese cosmos que lo rodea y oprime es siempre signo de una inmensidad plena, gozosa incluso en sus matices más chuscos:
Salgamos a la calle. / Quizás un beso a la madre. / Tal vez una caricia a la mujer, no sé. Caminemos junto a las ánimas / hundiéndose en las frescas / nuevas sombras de la mañana.
El azulino vapor de los escapes / los ciclistas / las últimas gotas cayendo de los techos / haciendo agujeros oxidados / en la tierra recién nacida.
El rocío ya ardió entre semillas / y nunca escuchará al viento silvando en las espinas / ni a los remolinos, ni a las dendritas aturdidas / a la hora de la siesta.
Para eso falta todavía.
Caminemos, viajemos juntos/ para adentro / hacia el sol.
La poesía de “Migueloro” es una poesía de la experiencia, una escritura que nace de la errancia como actitud vital, no importa si es ciudad, campo o no-lugar. “Hacia el sol” nos sigue hablando de ese derrotero que es la poesía joven, del su vitalismo, de su apertura a los caminos. Mientras el joven eterno de Wat Withman nos dicta:
“Hacia el jardín el mundo de nuevo asciende, / Potentes machos, hijas, hijos, presagiando / El amor, la vida de sus cuerpos, pensamiento y esencia.”
“Migueloro” nos invita:
“Pero no. No no no no. No seas imbécil. Sigue viajando, / rájate el pecho, ábrete el cráneo./ Lánzate hacia adentro, / hacia el sol.
Y qué pasa con “Talibán” de Julio Oro. “Menos blablá y más gluglú.”
Quizá si Julio Oro hubiese sabido lo consciente que estaba Poe de las dinámicas de consumo y circulación de los impresos, si se hubiese enterado que su poética surgía precisamente de una profunda reflexión y control de esas condiciones, no lo hubiese tomado como referente del malditismo comúnmente atribuido. Pero eso no importa. Lo que importa es el mito ¿no? y en ese sentido el borracho Poe harta prenda que debe haberle prestado al pobre de Oro, por lo menos funciona como el hermano mayor que lo acompaña y lo hace salir de esa primera etapa de balbuceos “Menos blablá y más gluglú.”
En esta antología, Oro asume un papel más difícil, es el poeta de la insignificacia, el poeta del dolor, aquél que Bertoni refería cuando citaba a Francis Ponge: “El poeta es ese gueón loco, cagado de la cabeza, el que acusa el golpe”. Pues bien, Oro acusa el golpe, de ahí sale una escritura que se retuerce entre las culpabilidades del pacto satánico y la indiferencia de un Cristo que anhela pero que nunca se aparece para ofrecerle su regazo. Una poesía que declara la perdida de timón, la asunción de la consciencia de una derrota inevitable:
“Yo no soy de esos · que permanecen por mucho tiempo · con la batuta en la mano · entonces la lancé · para que se perdiera en el gran abandono · en que hemos nacido todos”
Cioran haría una mueca, pero de seguro le prestaría una pistola para que culminara su obra de una buena vez. El poeta Oro que parte entre balbuceos termina en “la vida indestructible” con la elevación de su tesis definitiva:
La vida es indestructible · la vida no tiene razones · ni moral · la vida es y se impone · siempre · la vida seguirá · conmigo o sinmigo · contigo o sintigo · que nadie entonces esté triste · porque me fui.
En fin, como se puede apreciar, “Tres poemas” Antologado por Navarro Geisse nos vuelve a insistir en que no hemos salido aún de esa pieza oscura llamada poesía moderna, que inevitablemente los tres poetas que aquí se presentan son el ejemplo de una escritura que no escapa de aquel redil, de una literatura Golem, de la ejecución fantasmal del mismo mantra… ¿Pero sólo eso?
Maldito Navarro Geisse, lo dije al principio de esta presentación, no quería referirme a tus intenciones, ni proclamas, pero en fin hay que darte una cuota. Si bien los poetas y los textos que seleccionaste son modernos, los lectores aún estábamos esperando el gesto “absolutamente moderno” y ese gesto querámoslo o no viene de una jugada tan pequeña, tan prosaica de tu parte, que darte todo el crédito me da vergüenza. Los poetas de “Tres poemas” son perros, no perros románticos ni que nada, perros. Esas criaturas alabadas por Diógenes el cínico. Un perro muerto y dos que se han ido ¿Cómo lo sabemos? Desde luego por tus notas paratextuales, quizá allí está el gesto que podríamos leer de otra forma, la poesía que verdaderamente propone este poemario es la poesía del perro y el abandono como uno de los más enigmáticos actos a la que cualquier poesía pudiese aspirar.
Para cerrar esto me gustaría volver sobre una cita. Baudelaire en el Spleen de Paris incluye un poema por encargo, se lo había solicitado un pintor que, a cambio de un chaleco, lo instó a escribir sobre los perros que acompañan a los pobres, el maldito dixit:
“¡Atrás la musa académica! Nada tengo que hacer con esa vieja gazmoña. Invoco a la musa familiar, la citadina, la viviente, para que me ayude a cantarle a los buenos perros, a los pobres perros, a los perros embarrados, a ésos que todos ahuyentan, por pestíferos y piojosos, salvo al pobre que se han asociado, y el poeta que los mira con ojo fraterno. […]
Canto a los perros calamitosos, bien sea los que yerran, solitarios, en las avenidas sinuosas de ciudades inmensas, bien sea los que han dicho al hombre abandonado, con los ojos parpadeantes y espirituales: “¡Llévame contigo, y de nuestras dos miserias quizá hagamos una especie de felicidad!”.
¿Adónde van los perros? Sentados junto al que se está descerrajado a la intemperie, el poeta observa: “Preparan la obra sin nombre.”
Navarro Geisse sigue observando a los perros que preparan la obra sin nombre.
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[1] Aquí cabe preguntarse ¿No serán todos los poetas de occidente una especie de golem de Baudelaire? ¿No lo serán sus lectores? Ese virus parece haber tenido mayores consecuencias que la invención de lo humano que el profesor Bloom atribuía a Shakespeare.