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ABANDONADOS*
Por Cristian Geisse Navarro
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*Considero este texto un acto fallido. Debía publicarse en un libro de Hueders llamado “La destrucción retórica de Chile”, que iba a reunir textos de ficción y textos teóricos de los escritores del Colectivo de los Pueblos Abandonados, pero las cosas no se dieron y el proyecto se cayó. No sé si el colectivo todavía existe, a mí me parece que no. Yo, sin embargo, me siento aún vinculado de diferentes maneras con los escritores que iban a aparecer en el libro y de quienes se trata lo que sigue.
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Vivo casi encerrado en Vicuña, tratando de hacer lo mío, actuando en términos territoriales, quizás locales, sobre todo personales; pero sin dejar jamás de proyectarme hacia donde las paralelas se juntas. No escribo para la gente de Vicuña, creo que escribo para todos: esa masa informe, desfigurada, sin rostro ni nombre definido, con la que espero comunicarme no solo ahora mismo, sino por siempre. A pesar de que existen muchas posibilidades de que todo salga como el forro, no me parece mal intentarlo y hago mi apuesta.
Y lo hago desde la punta del cerro y a la chucha de la loma. Por el momento no tengo otra opción real. De hecho, creo que me vi forzado a vivir acá. Si hubiese podido me hubiese ido a Nueva York, a París, a Berlín. Quizás a Chiclayo o Tijuana. Incluso a Teherán o Jartún. Cualquier lugar menos acá. Nunca me llevaron los rusos, tampoco los yanquis. Cuando me echaron de todas partes, éste fue el único lugar en el que tenían la obligación de recibirme. Era mi carta bajo la manga y en algún momento fue la única que me quedó por jugar. Yo la tenía reservada para el final, pero sin que yo lo viera venir todo se cayó a pedazos. Ahora ya estamos contentos.
Soy de acá, desde niño la gente me conoce y me aprecia. Entienden que estoy loco. Yo entiendo su locura. Estamos empate y paso piola. No nos pisemos la capa entre súper héroes. No nos pisemos las mangueras entre bomberos de la misma compañía. No nos pisemos la chara entre gitanos. Soy uno más. Puedo reírme junto a fieros y mijitines. Soy uno más.
Ayuda el que tenga una casa. Entonces desde acá urdo, conspiro, me proyecto. Doy vida a mis golems. Es el bunker, la trinchera, el lugar de operaciones. Mi laboratorio secreto. Desde acá me asocio con el resto de abandonados. No sé cómo lo hacen los otros, algunos de ellos lo hacen parecido. Yo lo hago así. Desde acá me desplazo. Saco libros, edito textos, invento poetas. Soy el tonto útil que escribe presentaciones y reseñas. Me las doy de profesor y miento a mis alumnos, mucho. Bailo, me emborracho, corro, canto. Me hundo en la miseria y tengo epifanías. Digo lo que veo, sonrío, lloro, caigo. Me levanto.
Creo que soy feliz.
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Vicuña –una ciudad de diez mil una personas- me hace ser quien soy, de distintas maneras. Pero lo que quiero escribir debe entenderse también fuera de aquí. De hecho, no me interesa en lo más mínimo ser leído aquí. Me da susto que me echen del trabajo, que me quiten el saludo y me dejen de querer como me quieren. Y yo los quiero, así es que –como dije- mejor sigamos tan amigos como antes.
Antes me decían poeta. En la calle, digo. Muchos me saludaban así. Yo me enojaba. Lo consideraba casi un insulto. Tengo una imagen ambivalente del poeta: puede ser tanto un talismán humano, como un farsante. Los farsantes son legión y les encanta que los vean. Yo nunca estuve seguro de ser un poeta de verdad, así es que incubé en silencio mis tentativas. Entonces nadie me había leído nunca, pero sabían que yo era escribía poemas ¿por qué? porque es muy difícil mantener un secreto en lugares como este. Además, así como debe haber un loco, un borracho, una maraca, un maricón, un paco malo, un cura nuco, uno que hizo pacto, debe haber un poeta. Pero nada más lejano a mi deseo que ser considerado el poeta del pueblo. Suelen ser tipos anormales, aceptados con una mezcla de lástima y extrañeza. Se les tiene una admiración desconfiada, proveniente de la incapacidad de comprender bien de qué se trata lo que hace. De todas formas les piden que declamen en actos público, que escriban discursos a las autoridades, que redacten epitafios, que hablen en funerales, que escriban textos para las revistas de aniversario de los clubes deportivos. Nada más humillante que te pidan “recitar” un poema en una sobremesa cuando todos están medio borrachos. Por eso mismo respiré con alivio cuando me empezaron a decir profesor.
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De todas formas lo que quiero ser es escritor ¿por qué? No lo tengo muy claro. Desde la cursilería de buscar amor, a la pose de ser un renegado. Quizás porque fui el hijo del medio. Tal vez porque deseo ser artista y los artistas se lanzan al vacío. Quizás sea nada más por la necesidad de prestigio. Por alguna razón mis padres me alentaron a ser escritor sin jamás haber conocido a uno. Yo creo que fue la Gabriela Mistral y el Nobel. El prestigio. Pero qué mierda de prestigio tiene hoy un escritor. Qué poca cosa es hoy en día, qué poco respeto infunde ser escritor. Me hace acordar a un primo que se presentaba como titiritero jurando que las minas se iban a derretir. Hubo que aconsejarlo.
En una de esas ser escritor guarda relación con la lucha etológica por marcar territorio. El último tiempo hago muchas lecturas desde ahí. Se nos olvida lo animales que somos. El escritor como un animal territorial entonces. Una extraña manera de ser un macho beta con aspiraciones a macho alfa. Una forma de ir a la pelea por los flancos. Dicen que Napoleón quiso ser novelista. ¿Por qué no fue novelista? Porque era macho alfa, no un animal disminuido. Por eso Neruda no quiso ser presidente: los machos beta igual se agarran a las minas. El abuelo de una compañera de universidad estuvo en el mismo curso de José Donoso y lo describía como “menos que un hombre”. Por ahí vamos entonces.
Igual vamos a cambiar el mundo. En una de esas para peor y quizás por debajo, casi nunca sentados en la mesa de los perros grandes. Mejor. Ojalá sin moverles nunca la cola, ojalá aullando con la manada real. Tal vez entre la gente. Incluso solo. Como sea. En esa estamos, desde acá damos la pelea y nos comunicamos con la jauría. Desde Vicuña.
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Por mucho tiempo consideré que era fomentar la violencia comparar el campo literario con un campo de guerra. Ingenuamente, jipisonamente, hubiese preferido la metáfora del juego, quizás la del taller, en una de esas la del carnaval y el payasódromo. Pero no, sabemos que no. Vamos a lo profundo y elemental: es la lucha por la existencia. Es la lucha por vivir la vida de una determinada manera, haciendo lo que se puede.
Entonces, al igual que los monos de esos experimentos brutales en los que se los aisla para comprobar que desarrollan histerias igual a la de los humanos, yo busco amigos, otros simios como yo. Entonces me asocio con primates a los que admiro y respeto, con los que siento estamos en la misma rama, con esos que están hundidos como yo en los pueblos abandonados, que quizás ya no tienen dónde ir, que prefieren esta miseria a cualquier otra. Hacerla desde ahí. Mover el centro del universo a la provincia. Ya dije, la podría hacer solo. Si la cosa falla, lo voy a hacer solo. Es mi apuesta. Con ellos o sin ellos. Pero con ellos es mucho mejor.
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Fui invitado a Punta Arenas el invierno de 2011 a presentar la obra de mi socio Alfonso Alcalde, que nació en Punta Arenas, que huyó durante toda su vida de un pueblo abandonado a otro, que además fue abandonado por su madre y por su padre, que siempre abandonó a todos, incluso a sí mismo, con la única excepción de aquellos que ya habían sido abandonados y no tenían dónde ir. Por una coincidencia significativa también invitaron a Cristóbal Gaete, el editor de mi primer libro de cuentos, que es un tipo que yo encuentro que es de verdad y no de cartón. Yo le conocía y le conozco un proyecto de obra serio y consistente, un real amor por el oficio, con estrategias propias para intervenir en el campo de batalla y en la realidad. Aprovechamos entonces para hacer la presentación de En el regazo de Belcebú en una ceremonia dentro de la feria del libro de Magallanes a la que asistieron no más de seis personas. Normal. En la misma feria presenté los tres tomos de Alcalde, que ya me parecía otra cosa. No había más de diez personas. También normal. Además fuimos ninguneados por el extraordinario poeta José Ángel Cuevas. Nada de eso me quitó el sabor a triunfo. Era invierno y yo estaba en la ciudad más austral del mundo. Algo bueno había hecho en mis vidas pasadas para haber recibido un regalo así.
Llegar a esa ciudad no es fácil, salir de ella tampoco. Hubo de todo: lluvia, ventiscas, granizo, nieve, sol. Es una ciudad hermosa, pulida por el viento, inclemente y combativa. Una ciudad extrema y radical, que parece otro país, otro planeta, un universo alternativo. Su gente es una hermosa mezcla de rudeza y ternura, de violencia y solidaridad. Viví allí una serie de experiencias que me acompañan hasta el día de hoy.
Al llegar conocí a Óscar Barrientos, un tipo de verdad duro e inteligente y el responsable de que todos estuviésemos allá. Y cuando digo todos hablo de Lemebel, de Mellado, de Cuevas, de César Cabellos, de Gaete. De mí. Siempre he pensado que la gente a la que me debo acercar es la gente inteligente, sensible y valiente. Me ha resultado. Desde la van en la que nos dirigíamos del aeropuerto al hotel, nos mostró la triste carabela en la que el demente de Magallanes y sus desquiciados seguidores habían atravesado el estrecho. “Hay que tener unos huevos de este tamaño para hacer algo así”, dijo. Yo entendí que él era hombre de esa talla, o bien que buscaba serlo. A las diez de la mañana nos invitó un pisco sour. Yo sabía que debía dormir. No lo había hecho en toda la noche y había dormido muy poco las noches anteriores. Pero tengo mis debilidades. Y nos pusimos a tomar schop. Después ron. Carabineros de Chile me despertó mientras dormía con las manos en las rodillas en una esquina. Les expliqué que venía desde Vicuña City a una Feria del Libro. Me dejaron ir. Era de noche y me vi caminando a la mitad de la nada, solo, en medio de calles vacías, con el teléfono descargado, sin dirección ni dinero. Verdaderamente parecía un interminable pueblo abandonado. No había luces encendidas. No había nada ni nadie. Solo yo contra los elementos y mi propia estupidez. Caminé por las que me parecieron horas sin saber hacia dónde mierda iba ni dónde estaba. El frío calaba los huesos y comenzó a nevar. La hipotermia era una posibilidad cierta. Creo que no me había sentido así nunca. Recordarlo me produce siempre extrañeza. Soy alguien raro muy a mi pesar, y a estas alturas ya me gusta ser así. Siento que de alguna forma haberme perdido de esa forma fue una especie de premio por haberme abandonado a mí mismo. Sin duda es uno de los recuerdos que más atesoro de Punta Arenas y quizás algún día pueda contar más. Tengo varios otros. Uno de ellos tiene como protagonista a Mellado, quien en una sala lateral que servía de bodega dentro de la escuela municipal donde hacían la feria, digitaba con rabia y entusiasmo. “Estoy escribiendo el manifiesto de Los Pueblos Abandonados, después lo voy a hacer circular para que lo firmen”, dijo. Loco de mierda, pensé yo, voy a firmar esa cagá aunque no sepa de qué se trata.
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Sabía más o menos quién era Mellado. Yo estudiaba en Valparaíso y mi amigo Mario Verdugo escribía una tesis sobre la provincia donde analizaba una de sus novelas que lleva ese título. Verdugo además de ser uno de los mejores poetas que he leído, es una universidad caminando. Su campus central está en la provincia y en medio del abandono. Conozco a pocos con su capacidad. Si no fuese tan ocurrente y bueno para la talla, uno creería que tiene un asperger. Leve quizás, pero una de esas pifias que dan ventaja. Creo que él es fundamental en esto de dar vuelta el mapa y sacar al centro de la punta de la pirámide. A la chucha con la pirámide. Por supuesto pedirle la novela de Mellado era un despropósito, ya que estaba a la mitad de su investigación, así es que no pude leerla. Ciudad Invisible, una revista porteña en la que Mellado escribía artículos, me lo permitió. También el Clinic. Yo no sabía cuánto de impostura había en su parada, pero de todas formas me parecía un tipo que no temía ensuciarse. Siempre me han llamado la atención las personas que opinan como a hachazos, pero acá había algo más. Detrás de ese rezumante resentimiento, había algo más. Parodia llevada a extremos para los cuales hay que tener estómago. Un deseo recalcitrante de destrucción, una franqueza irónica que raya en el autoboicot y una risa malvada que le ha traído feroces enemigos. Bien. Bien por él y bien por todos. Creo que ha visto al engendro desde las entrañas, ese pequeño infierno de tristes maletineros y gestores de poca monta, mezquinos funcionarios tratando de hacerse el pino cagándose al que se les pase por delante, especies de títeres deprimentes con patéticas ansias de poder, chupando la famélica teta del arte y la cultura, pegando codazos y aserruchando pisos, esperando su parte de la tajada. Y bueno, también toda la gama de artistoides y artistas del trapecio. Es triste entender que sus caricaturas tienen demasiado de real. Que vivimos en medio de la hediondez, de la ordinariez, de la humillación. Aun así nos permitimos reír. A carcajadas incluso.
Una de las cosas más formidables en ese sentido es que no lo dice desde afuera, sino que lo hace desde el interior, en la cancha misma, haciéndose odiar, siendo una piedra en el zapato para los funcionarillos de poca monta que se hacen el pino y que son el ejemplo de lo podrido que puede estar el deforme golem administrativo de la cultura en Chile. Para alguien como yo, hijo de la dictadura, mutilado en términos de asociación, compromiso y protesta, todo lo suyo me provocaba y me provoca mucha admiración.
Cuando yo vivía en Valparaíso no llegué a conocerlo. La primera vez que intentó vivir en el Puerto, se fue en contra de una de las tantas mafias de poetas porteños y estos se dieron gustosos el trabajo de darle a entender con quién se estaba metiendo. Escribió un artículo que cualquiera que no fuese un analfabeto funcional iba a entender como una diatriba hiperbólica y caricaturesca. Pero ellos se sintieron ofendidos y antes de un conversatorio de escritores le pegaron unas patadas en la raja y le reventaron huevos en la cabeza. Entre los poetas que hicieron eso estaba uno que un par de años después le iba a meter un balín en la mano a Cristóbal Gaete. Para mí eso nunca fue una coincidencia.
Yo diría que en Mellado se cumple aquello de Blake cuando dice que si el necio insiste en su necedad, llega a la sabiduría. Una pulsión interna irresistible lo lleva a escribir como lo hace. Uno diría que así lo iban a terminar echando de todos lados. Uno diría que es eso lo que sigue buscando. Pero que así mismo está llegando adonde quiere llegar y se está convirtiendo en el escritor que siempre quiso ser.
Cuando estábamos en Punta Arenas y él presentaba su libro La Hediondez, dijo que José Miguel Varas era “un escritor de verdad, no como uno”. No fue la primera vez que lo escuché referirse a otros como “escritores de verdad, no como uno”. Nunca pude entender del todo esa ironía, porque ya en esos momentos él era uno de los pocos escritores que yo conocía en persona y podía considerar de verdad. Quizás tenga que ver con el tópico del provinciano que se siente apabullado por el capitalino, que es uno de los imaginarios que nos encontramos combatiendo.
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Firmé entonces el manifiesto, con cierta desconfianza, pero con muchos deseos de asociarme. A la larga he comprendido que hice bien, que hubo sabiduría al persistir en mi idiotez. Creo que de manera orgánica y natural me adhiero perfectamente a muchos de sus postulados. Estoy convencido de la necesidad de crear cánones alternativos. Yo mismo me los invento, de paso con autores que jamás existieron. Estoy de acuerdo en desplazar el centro gris del abismo, de robar poder al poder. Admiro la forma como los abandonados entran a jugar en sus respectivas canchas culturales. Nos veo jugando en serio aunque estemos en la tercera o segunda división. Entiendo perfectamente la densidad teórica pichulera que muchos desarrollan. A veces me parece palabrería, a veces parodia, pero entiendo que es una manera de atacar desde adentro una hegemonía académico-metropolitana. Los veo haciendo el rediseño crítico del paisaje de provincia. Los veo habitando sus respectivos pueblos abandonados, haciendo de nuevo los mapas, dándolos a entender de nuevo, siendo absolutamente post modernos, post humanos, protopostpunks de vanguardia, neo provincianos empoderados y la conchesumadre. Y así me veo como uno de ellos.
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La cosa es en serio. Hay su buena dosis de chacota -no puede ser de otra forma- pero la cosa es en serio. Entiendo que todo se gestó en La Bomba de Valdivia. Y luego se realizó el encuentro de Llolleo, donde no pude asistir por razones logísticas. Cuando Mellado urdió en Valparaíso el segundo encuentro, asistí de una. Ahí estaban muchos de los mentors: Verdugo, Rojas Pachas, Barrientos, Gaete, Maldonado. Como es un colectivo, hay muchos socios afiliados. La nómina –entiendo- nunca ha estado cerrada. Y podrían incluirse también los nombres de todos aquellos que trabajan de forma parecida, sin que necesariamente estén coordinados como siento que está el grupo de escritores que acabo de mencionar. O sea –hijos de la palabra del profeta Isaías- se aplica el Marcos 9-40: el que no está contra nosotros está con nosotros. Y todo aquel que expulse los demonios del centralismo y el martinrivismo juega para nuestro lado.
Valparaíso para mí fue una especie de cumbre. Se leyeron ficciones territoriales y propuestas teóricas relacionadas con el rediseño crítico y simbólico de la provincia. Aprendo mucho en este tipo de instancias. Suelo llegar a mi casa con muchos libros y muchos nombres. Esta vez además llegué con la convicción de que íbamos hacia algún lugar, que no estábamos perdidos, que la cosa andaba y que íbamos a pasar el estrecho en algún momento. Queda viaje, claro, porque esto recién empieza. Pero vamos bien encaminados.
El próximo encuentro es cerca de la frontera norte, donde tiene sus canchas Daniel Rojas Pachas. Es increíble la forma como la mueve desde allá. Sin duda su accionar es una especie de paradigma. El tipo es un sayayín. Su editorial es fronteriza y limítrofe en todos los sentidos. Se mueve incansablemente y llega a los lectores a los que tiene que llegar. A los clave. Realiza encuentros y antologías. Difunde literatura que posiblemente no llegaría a Bolivia, a Perú o a Ecuador si no fuera por él. Esos países, al igual que Chile, también son pueblos abandonados; es claro que somos provincia. Pienso que siempre viajamos en su mochila. Con él y Gaete fuimos a Lima. También estuvimos en Arequipa donde tenemos varios amigos que debieran terminar siendo socios estratégicos. En estos momentos, mientras escribo este texto, está en La Paz. Viene llegando de Quito. Creo que si hay alguien parecido a un chasqui, es él. Pero no, la comparación remite a cierto americanismo populista y trasnochado. Hablamos de un tipo absolutamente post moderno. Un post americano. Un post humano. Casi un linyera. Un sobreviviente del apocalipsis peruano y chileno. Desde un punto ubicuo está proyectando una obra arriesgada y profunda, siempre experimental, con clara conciencia de que el lenguaje es el éter y el plasma, la herramienta y el material, el molde de la realidad que muta y busca incesantemente canales: la materia oscura. Y todo sin hacerle asco a la distopía en la que nos solazamos.
Porque ojo, me parece que acá todos están haciendo también sus propias apuestas. Nadie en estos post lares desea consideración crítico-estética por ser un niño de provincia. Y yo creo que sus libros y sus textos ya hablan fuerte y claro por cada uno de ellos. Los escritores que he mencionado se defienden perfectamente por sí mismos, y se encuentran todos desarrollando estilos ya reconocibles, temáticas genuinas y obsesivas, asumiendo riesgos artísticos que yo creo los van a dejar en un lugar significativo de nuestra literatura.
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Con esto remato, entonces. Yo ya se los había dicho antes, yo ya se lo había dicho a quien quisiera oírme: hay que cuidarse de no pasarse a caca. Hay que acordarse de eso que dice Heminway de los escritores de Nueva York:
Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminada sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económica religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias…
Afortunadamente estamos muy lejos de llegar a esa situación. Sin embargo creo que finalmente lo más importante está ahí, fuera de la botella, en ese lugar donde estamos solos, todavía más allá de nuestros propios pueblos abandonados. En ese lugar donde entonamos o desafinamos, incluso cuando nadie nos escucha. No hay que ser ingenuo, no hay que dejarlo todo a esa antigualla ingrata que llaman posteridad, no hay que empezar a tener miedo del abandono. No hay que dejar tampoco de creer en todas esas cosas que nos unen, no hay que dejar de hacer encuentros, elaborar proyectos editoriales, prestar ropa para defender trincheras e impulsar escaramuzas, hay que seguir elaborando estrategias y defendiendo nuestros puntos de vista. Pero sin eso otro, sin nuestro abandono más íntimo y personal, sin el deseo de hacer literatura de verdad, nada de lo otro tiene sentido. O eso me parece a mí.