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Julio Miralles: fascinación por el horror, fascinación por la belleza
 
Cristian Geisse Navarro



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Este texto fue leído en un acto en conmemoración por el aniversario de la muerte de Julio Miralles (El Salvador 1971- Iquique 2008) realizado en Vicuña durante mayo de 2013. Tengo algunas dudas sobre la calidad de lo que escribí, pero mi deuda con Julio es inmensa y no me gustaría que se fuera este año sin hacer patente nuevamente su recuerdo. Julio fue bastante prolífico y totalmente comprometido con el oficio de escritor y artista. Nunca sabremos qué podría haber llegado a hacer si hubiese tenido más paciencia, o más suerte, o si hubiese sido menos radical en su manera de enfrentar la vida. Muchos de sus textos circulan por internet. Los que leí en el acto y que se transcriben aquí, forman parte de un libro llamado “De astros y confabulaciones” que se publicó en 1997 en Canadá.

 

Fui vecino de Julio Miralles por muchos años.
Puedo decir que nunca fui tan poeta como en esos días.
Digo, es un decir, porque todavía no sé bien qué es un poeta.
Cada día me siento más lejos de la poesía.
Cada día siento que la poesía se aleja más de nosotros.
Pero a Julio nadie le venía con esa clase de cuentos.
Julio quería ser un poeta con todas las fuerzas de su alma.
Julio era un poeta las 24 horas del día.
Cuando comía, cuando tomaba,
cuando servía cervezas en el Virgo,
cuando conversaba con sus amigos en la plaza,
cuando dormía, cuando soñaba;
posiblemente ahí, soñando, era más poeta nunca.
Esta frase tan mala hubiese sido aceptada por Julio.
Julio quería ser un poeta de esos que se ven cada día menos,
poetas que quieren hacer de su vida un poema,
poetas atentos al menor destello,
a la menor fisura dentro de la realidad,
para ver manar la poesía
y transformarlo todo.
A veces pienso que esos son los poetas ingenuos.
A veces pienso que esos son los poetas de verdad.
Como verán, ya no sé si Julio era un poeta ingenuo, o un poeta de verdad.
Lo más seguro es que fuera las dos cosas.
La poesía era un ejercicio cotidiano.
Un trabajo constante que hacía sin esfuerzo.
El juego más serio de todos.
No era solo escribir.
Era subir a un árbol.
Sentirse perseguido por mariposas.
No tener qué comer y comprarse calcetines de seda.
Ponerse nombres.
Abofetear a un profesor.
Mirarle los ojos al abuelo.
Hablar con su madre.
Fumar mientras miraba por la ventana.
Reír tan fuerte que espantaba a las palomas.
Enamorarse hasta la idiotez.
Pintarse los ojos.
Sentir el viento montado en una bicicleta negra.
Inventar hermosas mentiras sobre sí mismo y los demás.
Inventar hermosas verdades sobre sí mismo y los demás.
Porque Julio –el ombligo del universo- no era nadie sin los demás.
Y lo sabía y no le molestaba, todo lo contrario.
Yo jugué ese juego con él.
Ahora comprendo que era un juego peligroso.
Un juego en el que se arriesga la vida, con el que se busca la muerte.
La muerte: el momento más importante de todo el poema.
Cuando pienso en Julio no siento pena.
Hay personas que lo ven así.
Yo no.
Nunca.
Siento desconcierto.
A veces alegría, a veces ternura.
Y admiración.
Lo admiré y lo admiro hoy más como ser humano que como poeta.
Aunque como les digo, es difícil separar las aguas en este caso en particular.
Fui su amigo.
Creo que él fue mejor amigo mío que yo de él.
Nos separaron por un tiempo injusticias mutuas.
Él supo perdonar sin que yo le pidiera perdón, aunque fuera necesario.
Era así, de una generosidad sin límites.
Ojalá Julio hubiese tenido mucho dinero.
Qué cosas hubiésemos visto si Julio hubiese tenido mucho dinero.
Cómo me gustaría que hubiese llegado a tener mucho mucho mucho dinero.
Pero estuvo bien.
Supo bastante sobre eso del “absurdo tesoro de la miseria”.
Lo hizo parte de su juego, lo hizo parte de su fuego.
-otra mala frase que él hubiese aceptado contento-.
La belleza esconde el horror, le gustaba decir.
Nunca se me olvida eso.
Cuando jugábamos a ser poetas, nos encantaba hacer frases para el bronce.
Esa no se me despegó nunca.
Creo que es una frase injusta.
La entiendo en él.
Julio sentía horror.
Eso se puede ver muchos de sus mejores poemas.
Pero la belleza no es un disfraz del horror.
Yo sé que él lo sabía.
Posiblemente la frase haya sido una forma de abofetear la belleza,
de acuerdo a uno de nuestros maestros favoritos por entonces.
Pero tiene mucho sentido en boca de uno de los feos más hermosos del mundo.
-Espero que su madre aquí presente no se enoje por esto que digo,
no es sino una paráfrasis de uno de sus poemas. 
Julio más que horror sentía fascinación.
Incluso fascinación por el horror.
Yo creo que él escogió su muerte.
Por eso no siento pena.
Era parte del juego.
De ese peligroso juego que decidió jugar jugándose la vida.
Sí, era parte del fuego.
Era el fin del fuego.
Por muy terrible que suene, me gusta su muerte.
Su muerte como el final de la órbita.
El final de la danza.
La danza de la pobreza.
La danza del amor.
La danza de los destellos.
El gracioso movimiento en medio del caos y la música.
Su muerte como el fin del poema. 
Ahora nos quedan las reverberaciones de su voz.
Los fragmentos del tatuado.
Esta segunda vida que tienen los poetas.
Una vida que vivimos por ellos.
En los mensajes que llegan hasta nosotros desde sus hermosos naufragios.
Entonces creo que lo mejor que puedo hacer es leer uno de sus poemas
Para resucitarlo, para que abofetiemos juntos el horror, mediante la belleza:

 

OSCURO BAJO LAS LUNAS

En la noche con su silencio,
salí a buscar a mi padre,
estaba sentado en la orilla
de un mar infinito.
lo tomé con mis manos muertas,
con olor a calle de puerto
con el polvo de los minerales
toqué su carne envejecida.
Para llorar juntos sobre la tierra
abrí aún más herido
la ventana de mis rencores.
Un pájaro se acercó a mi boca
de desierto y soles cuajados,
de pan que quemó mi lengua
con su fuego de sal nortina,
entonces, él se quedó solo con la noche
y una botella de vino,
estaba sentado en la orilla
ebrio bajo las lunas,
el Trento lamió sus ojos
y ladró sin sombras ni sentidos
para morir como callejero
sepultando alucinaciones.
encontré a mi padre cansado
con la mirada enterrada…
“ya no hay luces”, me dijo;
entre fierros retorcidos grises
se fue callado hacia el mar.
Ya no hay luces dijo el horizonte,
ya no hay luces dijo mi abuelo,
en su comienzo de música
las luces las lleva el viento.
Borracho, sin voz,
con sílice en la frente
y dos cruces en la espalda,
sus muslos temblaron tibios
como insectos deslumbrados.
Somos hijos de los lugares
lanzados a la geografía,
en la soledad y de entre piedras
una mano desde los ojos,
la otra abrasa mi mano,
se hace fuego y luego cenizas,
crepita…
por el camino del día
quebrantando altares
o huellas que otros dejaron
y ha bajado hasta mí
con los deseos de la infancia,
con las manos rotas.
Sus muslos se abrieron de nuevo
como carne que se agita.
Un sol que no es tuyo ni mío
(un sol que no es de nadie)
se va y nos deja la sombra
de una montaña sin nombre.
Las piernas se extienden
dueñas de vertientes,
rodillas desnudas desdobladas,
en medio de nuestros pechos
se pintan pueblos lejanos,
me hablas de los rincones
donde no existen las edades…
sueño que envejezco,
despierto viejo y moribundo
creo que Dios me palpa,
en sus dedos me deshago.
Como el pájaro de una visión,
somos los cristales de la madrugada
aunque el tiempo se acabe
o tres lágrimas amarillas nos miren
como se mira a los que nada saben.
Se recoge un cuerpo en el río,
forma que ayer vimos.
Los otros niños corrían
a buscar a sus padres adormecidos,
yo sólo veía un rostro
que marchaba sin pulso y sin vista,
era mi padre marchando
vertical y sin preguntas,
sus ojos en el alcohol
miraron nuestras vidas
y allí se perdieron los reflejos
en el metal de la nada.
Los otros niños corrían,
sus padres los abrazaban.
Ahora,
volando ambos sin destino y sin ruta,
mareas guían falsas alas
hasta las hogueras que no encendimos
¡son tus alas, no las mías!
(Las mías se incendiaron
en los últimos destellos.)
Si no nos alcanza la vida, papá,
¿qué importa?
ya tuvimos alas,
ya tuvimos vientos,
ya tuvimos lágrimas.

 

Leamos también otro de sus poema
para que abofeteemos juntos la belleza, mediante el horror:

CATALEPSIA

Despierto…
a mi lado las Meninas
recién bañadas y oliendo a sándalo,
bajo los vestidos de pedrerías y abalorios,
sus miriñaques inmóviles,
sus rostros porcelánicos
gracias al maquillaje de Velásquez
que me hace señas con la mano izquierda
desde el tren en marcha
diciendo: ¡cuídalas bien! ¡cuídalas bien!
Despierto…
pateo este cajón inmundo,
me doblo en dos, en cuatro, en ocho, diez partes
convertido en un mono de origami,
despintado.
Ellas entregan sus ojos de vidrio,
sus bucles (canosos ahora)
y descascaro mis años retrocediendo,
sin embargo,
tengo la misma edad cuando despierto.
No pretendan engañarme
estoy vivo…
maniquíes de cera
planchan mi cuerpo
estrujando en la boca
sus pechos de aloe
con sabor a naftalina.
desetiqueto vuestros precios infames
y os hablo gratuitamente
de ojeras y sepultureros,
nos arrancamos a mordidas
nuestras uñas mutuamente
a la vez que planifico una orgía
(o un juego de ajedrez, da lo mismo).
Despierto…
ellas son viejas líneas,
agonizo,
tocan mis caras angelicalmente,
fiebre,
besan mis labios libándome,
desvarío,
quiero salir…
¡Velásquez, por favor abre la puerta!

 



 


 

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Julio Miralles: fascinación por el horror, fascinación por la belleza.
Por Cristian Geisse Navarro