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El humano como simio y el poeta como neurocirujano: apuntes de un
escritor en un pueblo abandonado.

Cristian Geisse Navarro

El siguiente es un fragmento de la charla de cierre de la Feria del Libro de Vicuña
que tuvo lugar el sábado 20 de julio de 2019.



.. .. .. .. ..

…tengo esta novela terminada y esperando su edición. Sapolsky se trata de la historia de alguien como yo, pero que afortunadamente no soy yo. Vive constantemente hundido en la amargura y la frustración, en un pequeño pueblo llamado Vicuña –cualquier semejanza de nombre es solo coincidencia-, que no le satisface a pesar de su clima radiante y de la calidad de su gente. De pronto recobra provisionalmente la fe en sí mismo y se vuelca a estudiar al ser humano como un animal. Finalmente, y quizás de forma algo aburrida, la novela es la historia de ese proceso. Lo fundamental en este relato es su encuentro con la obra de un primatólogo, endocrinólogo, neurobiólogo norteamericano llamado Robert Sapolsky.  Y por lo tanto, con una perspectiva científica del ser humano y del universo. Pero por sobre todo, con la imagen de lo que él creía que podría haber sido y con la imagen de lo que terminó siendo.

Sucede que yo no soy un filósofo, ni un científico. Y en mi proyecto anterior, no fue mucho lo que yo estudié para desarrollar mis propios rollos con el demonio. Ahora en cambio, sí me puse a estudiar, quizás sólo explorando nuevas posibilidades para no anquilosarme en una fórmula que ya tuvo resultado, guiado por la idea de que el artista debe ser exigente consigo mismo, escuchar llamados, abrir caminos, y lanzarse al vacío y a lo desconocido de ser necesario. Entonces esta vez estudié y dejé que esos estudios fueran el centro de lo que quería expresar.

Cuando llegué acá de vuelta a Vicuña, me dije: yo no me puedo achanchar. No debo aceptar la idea de que la provincia fosiliza, detiene, es impedimento. Debo mantener un nivel de exigencia para que esto resulte. Y debo hacerlo solo. Porque yo soy solo. Solo en este pueblo abandonado. Quizás no abandonado de la mano de dios ni de sus habitantes, pero sí abandonado del centralismo de este país centralista que no es el centro de nada. Entonces me propuse poner mi propia universidad. Es mi universidad privada, con fines de lucro personal. En ella yo soy mi propio alumno y mi propio maestro. La Universidad Privada Cristian Geisse Navarro es, por supuesto, una universidad pobre, sin financiamiento externo. Y ni los maestros ni los alumnos sufren peligro de salir expulsados por bajo rendimiento, por lo que, digamos, funciona a medias. Pero funciona, créanme. Y se han cumplido algunas metas que quizás algún otro día pueda yo detallar, pero que –de pasada- involucran estudios sobre la traducción, la poesía y la música popular, la relación entre la ficción y la realidad. Y en este último tiempo, sobre la naturaleza biológica del ser humano. Porque el ser humano es un primate, un mono lampiño, bípedo, con un pulgar rotativo, una glotis y un cerebro alométricamente tres veces más grande de lo que debiera corresponderle, lo que le permite comunicarse mediante el lenguaje de una forma tan particular que hoy en día ha convertido este paraíso en un desastre. Dejemos eso para otra ocasión. Por lo pronto, creo que si pudiera continuar mis estudios en mi universidad privada, tendría una nueva cátedra: Literatura y Ciencia.

De una manera lastimosamente torpe y atarantada, podría establecer algunos hitos que me interesan: los presocráticos, Lucrecio, trívium versus cuadrivium, la novela que escribió Kepler, muy de soslayo y quizás por ser demasiado obvios, la ciencia ficción y el naturalismo. También el darwinismo en gente como Jack London y la polémica entre ciencia y humanismo de 1959. Por supuesto en un estudio concienzudo esto llegaría a ser exponencialmente más detallado. Y detenerme sobre todo en las que yo llamo obras limítrofes, como son Las enseñanzas de Don Juan y Los hijos de Sanchez, libros de los que no se sabe decir en qué grado son literatura y en qué grado antropología.

También me gustaría desarrollar la idea de que si bien es absolutamente claro que la literatura no es ciencia, la divulgación científica sí podría tener algo de literatura. Y aquí atender a la idea de que Darwin era un excelente divulgador, posiblemente porque era un excelente lector y escritor. Sapolsky –y esto tiene connotaciones que se escapan acá- escribe bien, pero pienso que su relación con la literatura y las humanidades es menos intensa que la de –por ejemplo- Oliver Sacks, a quien simplemente adoro, y quien frecuentemente se luce dando referencias literarias y filosóficas muy atinadas y a veces deslumbrantes.

Robert M. Sapolsky quizás no sea tan buen crítico literario como Sacks, pero es mi maestro y alguien a quien admiro con devoción. En algún momento, surfeando el caos de la UPCGN, me vi viendo casi todos sus videos -23 clases en Youtube-, escuchando sus entrevistas, leyendo todos los libros y artículos que podía. No puedo estar de acuerdo en todo lo que dice, no llego a comprender algunos de sus planteamientos, pero le creo mucho. En el fondo, es mejor que yo en casi todos los aspectos de la vida. Y entonces, cuando en Behave leí que la novela de Ian Mac Ewan, Sábado, era brillante, tuve que leerla para entender qué era brillante para él en términos literarios.

La novela es efectivamente brillante. Y si Sapolsky merece una novela, posiblemente sea en ese nivel de brillantez. Su protagonista es Henry Perowne, un neurocirujano, y así, perteneciente a la clase alta británica. Un tipo del primer mundo, por la mierda. De mucho dinero, inteligente, sobrio, disciplinado, hijo dedicado, excelente padre, esposo enamorado después de más de veinte años de matrimonio. Alguien claramente mejor que todos nosotros acá presentes. De hecho, así como lo planteo, parece un personaje muy poco verosímil, pero no lo es, está magníficamente construido. Y es un tipo al que me dan ganas de odiar, pero que no alcanzo a odiar porque afortunadamente no aprendí a odiar. O bien, porque a pesar de su evidente superioridad moral y cognitiva, desliza muy sutilmente pequeños defectos. O quizás porque su némesis, Baxter, lo opaca. Baxter es un gángster de poca monta, con el que se encuentra al chocar su auto en una calle de Londres. Ya que Henry Perowne es un zorro y es ágil y es rápido y mejor que todos nosotros, se da cuenta de que Baxter tiene el síndrome de Hurlington y le promete ayuda. Así se salva de la madriza que están a punto de darle, porque esa falsa promesa le permite escabullirse. Pero se verán nuevamente, pues el comportamiento errático e impulsivo del mafiosillo–debido claramente a su Hurlington desease- le llevará a irrumpir en la casa de Perowne, donde junto a su familia perfecta y debido a su súper educación, clase, inteligencia y buen gusto, terminarán por reducirlo y mandarlo al hospital.

En este panorama, yo, sinceramente, me siento identificado con el delincuente. Y a veces, frente a gente como Sapolsky, me siento como Baxter cuando cae por las escaleras después de tener a Perowne con un cuchillo al cuello:

Baxter cae de espalda, con los brazos extendidos, aún con el cuchillo en la mano derecha. Hay un instante, que parece desplegarse y producir una expansión exuberante, en que todo se queda silencioso e inmóvil y Baxter entero surca el aire, suspendido en el tiempo, mirando a Henry directamente con una expresión no tanto de terror como de consternación. Y Henry cree ver en los ojos marrones, abiertos de par en par, una  acusación entristecida de traición. Él, Henry Perowne, posee tantas cosas –trabajo, dinero, posición social, casa, familia, sobre todo-, el hijo guapo y saludable, con sus manos fuertes de guitarrista, que acude a salvarle, una hija hermosa y poetisa, inasequible incluso desnuda, el suegro famoso, la mujer de talento y amorosa; y no ha hecho nada, no le ha dado nada a Baxter, que tiene tan poco que no esté destrozado por su gen defectuoso y que pronto tendrá todavía menos.     

Nos corroe a Baxter y a mí –para qué andamos con cosas- simple y claramente, el pecado capital de la envidia. Ian Mac Ewan es el tipo de escritor que le convendría a Sapolsky para que escribiera una novela que lo tenga a él como pivote. Pero es lo que hay no más, querido maestro. En cierta medida el protagonista de mi novela es a usted, lo que Baxter es a Perowne. ¿Ya se había entendido ya, cierto? Como sea, falta algo más.

En Sábado, Perowne, sugiere que los oficios de neurocirujano y el de poeta son similares. Lo hace explícito cuando está por primera vez frente a su suegro, un pretencioso poeta consagrado. En su chateau, en la mesa, no desea achicarse ni sentirse apadrinado y se autoconvence de que es “un adulto con unas aptitudes especializadas que podían compararse con las de cualquier poeta”. Me produce una suerte de ternura entender que quizás Ian Mac Ewan se siente tan bacán como un neurocirujano. Pero es una indulgencia idiota, por la cresta. Esa es la vara que pone y quizás sea esa la vara con la que habría que medirse para lograr algo parecido a la obra de relojería que es Saturday. Yo lo entendí así y mi conmoción fue intensa. Un neurocirujano y un poeta deben ser extremadamente disciplinados, estudiosos, en constante práctica y aprendizaje. Ojalá que venga con un capital cultural importante al momento de enfrentarse a las exigencias de la década o más de intenso estudio que le permitirán conocer, explorar e intervenir el cerebro, el sistema nervioso y el alma humanas cuando haga su trabajo por primera vez. Y luego, mantenerse toda la vida atado, enamorado de lo que hace, estudiando siempre, enfrentándose a desafíos importantes, en un régimen de vida extremadamente intenso. Por supuesto también recibiendo las recompensas que estos esfuerzos le dan: el respeto, admiración y reconocimiento. Ojalá también la platita. En ese sentido yo más bien soy un meico, un curandero, un sobador, el gallo de los imanes, un iriólogo de pacotilla. Y si bien lucho por mantenerme de pie, a veces simplemente me achancho, me echo, me dejo estar. Sin embargo, y esto me parece bien, algo dentro de mí me hace levantarme, encontrar subterfugios, guiar el diálogo interno hacia la autoafirmación, hacerme las trampas necesarias para ponerme frente al teclado y hacer algo, algo por fin. Y empiezo de nuevo, retorciéndome quizás, buscando maneras para seguir expandiendo mis habilidades, mis conocimientos y mi conciencia.

Una de las últimas maneras y subterfugios que  he encontrado, ha sido pensar que quizás un rigor de la especie del neurocirujano no está del todo bien para un artista, que me conviene relajar un poco los músculos, buscar mis ritmos internos y bailar con esas posibilidades, rogando que tengan algún brillo particular, pero sobre todo pensando que tengo que disfrutar mientras lo hago. Me quiero parecer así más bien a un científico vitalista que a uno mecanicista, quizás más a las extremadamente originales ideas de Rupert Sheldrake, que al racionalismo radical de Robert Sapolsky. Los científicos mecanicistas piensan solo en términos materiales, los seres vivos son especies de máquinas, la conciencia es un subproducto de la actividad cerebral y la naturaleza carece de propósito; en el fondo, creen que pueden explicarlo todo mediante la física y la química. Los vitalistas parecen menos ortodoxos y dogmáticos: yo –Cristian Geisse Navarro, el Tambe- no debo comportarme como una máquina, soy un organismo vivo, quizás mi cerebro no sea sino una antena, estoy capacitado para hablar con el universo sintiéndome unido fraternalmente a él para cumplir nuestra extraña misión. Es así como podría seguir bailando en medio de toda esta belleza. No abandonar del todo la disciplina, pero más bien seguir mis intuiciones. No ajustar mis piezas como si fuese un androide, sino girar como la hiedra, buscando al sol para entrar en una conversación con él.

Sí, Tambe, no eres un máquina. Eres un mono cantando en medio de su extensa manada.

Leí hace poco un magnífico libro de un primatólogo holandés llamado Franz de Waal. El libro se llama El mono que llevamos dentro y su primera frase es simplemente un poema: “Se puede sacar al mono de la jungla, pero no a la jungla del mono”. A mí se me ocurre que se puede sacar a Gabriela Mistral de Chile, pero no a Chile de Gabriela Mistral. Lo mismo diría de gente como Violeta Parra, Pablo de Rokha y Alfonso Alcalde a quienes admiro profundamente. Y al final sucede lo mismo conmigo. Digamos que se puede sacar al Tambe de Vicuña, pero no a Vicuña del Tambe. Entonces da igual.

Sí Tambe, quizás nunca salgas de este pueblo abandonado, pero dilo con el inmenso cariño, con la verdadera admiración que sientes. Convéncete ¡Convéncete, mierda! de que eres completamente afortunado de vivir en este lugar privilegiado. Como un mono desnudo, obnubilado por la maravilla de la luz, confiando en que quizás desde acá puedas irradiar tu energía, expandirla más allá de sus fronteras, seguro de que estás enlazado con absolutamente todos en esta pequeña mota de polvo azul en un lugar marginal de la galaxia. Pero incluso más allá, vibrando suave pero intensamente con el universo entero, con la fuente, The Source, ayudando a conformar la conciencia de dios, en medio de este universo y quizás de otros, de los que eres parte y al que de alguna forma fuiste  llamado. Al igual que todos, toditos ustedes que me escuchan o me leen.

No sé por qué me dan ganas de decirle los quiero.

Quizás porque los quiero.

Muchas gracias por estar acá.



 

 

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