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En torno a los libros

Por Cristian Geisse Navarro
(Palabras pronunciadas en la inauguración de la Feria del Libro de Vicuña el día viernes 9 de junio de 2017)




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No puedo dar una cuenta real de la verdadera importancia que tienen los libros en mi vida.

Tengo acá en mi bolsillo el libro Hambre de Knut Humsun. Lo compré el año pasado aquí mismo, en la Feria del Libro de Vicuña. Lo abrí recién hace una semana. Era un libro que me estaba esperando, incluso desde hace mucho más tiempo que un año. Mi amigo Mario Martínez –el Pescado- me habló de él con admiración en la universidad. Soy su amigo a través del tiempo y de la distancia gracias a los libros. Y de este libro. Luego supe que uno de los autores que más quiero –Henry Miller- lo consideraba uno de sus escritores fundamentales. Y siento que también está conmigo cuando paseo por sus páginas. Se trata de la extraña aventura de un hombre alucinado y delirante que quiere escribir, pero le sale espuma –estoy citando a César Vallejos, también presente acá con nosotros, protagonista él mismo de otra epopeya del hambre. Creo que hay un hombre real, con toda su luz y oscuridad, en este libro. Y me estaba esperando a mí, como yo lo estaba esperando a él. He disfrutado cada una de sus páginas. La espera valió la pena. El libro como objeto, se está desarmando en mis manos, tal como el espíritu del protagonista. Valió algo así como apenas mil pesos, pero ya es para mí invaluable, aun cuando se desintegre o se pierda en alguna mesa o anaquel. Muchos libros los están esperando a ustedes ahí, en esta feria. El momento del encuentro va a ser un trance raro y si tienen suerte, ustedes saldrán transformados de la experiencia, como yo, cada vez que cierro las páginas de un libro que me ha estado esperando a través del tiempo.

Pero quiero decir un poco más, aunque no sé si viene a cuento: No vengo acá como representante de los escritores elquinos, como me pidieron; vengo acá como representante de los lectores humanos –por qué no.

O mejor: como representante de los escritores elquinos, voy a hablar en nombre de los monos lampiños que somos todos en este Brave New World, en este Mundo Feliz. Y en nombre de todos voy a dar las gracias por disponer un espacio así. Y voy a dar las gracias también por darme la oportunidad de representar a todos esa gente invisible de Elqui y el mundo, que se han convertido en delirantes y alucinados gracias a Libros y por quien me toca hablar en estos momentos.

Entonces déjenme delirar, alucinar un poco. Ustedes me lo pidieron.

Pienso en ese momento vertiginoso, cuando un hombre por primera vez en el mundo, vio su mano estampada en la pared de la caverna, después de haber soplado tintes mágicos para dejar un mensaje a los dioses y al resto de la manada.

Esa pared ya era un libro.

Y luego hace 6 mil años atrás, cuando los mesopotámicos dieron con la luz de la escritura,  el hombre, esta humilde y pretenciosa bestia, había vuelto a descubrir el fuego.

No sé si lo supo de inmediato, pero he ahí un guardián de sus visiones.

Las visiones. Lo errores, los aciertos.

Claro, las visiones y los aciertos de este raro animal que somos. Sin pelo, con mentón. En dos patas, con los pulgares prénsiles. Con el cerebro en llamas.

Ese porcentaje mínimo que nos separa de los chimpancés, está directamente relacionado con este extraño hechizo, esta formidable facultad de crear signos con nuestros sesos resplandecientes.

Y con nuestro extraño hocico, y lo que llamamos glotis: nuestras zumbantes cuerdas vocales

Y las vibraciones en el aire, y los tímpanos y los organelos, y la movediza y plástica y luminosa geometría de nuestras dendritas y sus destellos.

Una especie de milagro que es responsable –entre otras cosas- de que estemos hoy todos reunidos.

En torno a los libros.

Ya sé que nadie me entiende, no importa. Déjenme delirar.

Hace más de 60 mil años atrás, las palabras volaron por el aire de una conciencia a otra, y las tribus supieron que había posibilidades, que la llevábamos, que éramos un magnífico embutido de ángeles y bestias.

Nuestro asombro estaba ahí ya consignado. Los libros ya estaban ahí. No en páginas, ni en muescas, ni en arcilla, ni en tinta. Pero ahí estaban. Esperándonos.

No falta quien dice que antes que la palabra misma, fue el canto, la poesía.

Yo, que no creo en nada, lo creo firmemente.

Creo en los libros.

Hoy, todo lo que nos rodea, está marcado, moldeado, por ese humilde portento del que están hechos los libros. No se hagan: sí lo saben.

Nuestra gloria. Esa inverosímil capacidad de traspasar nuestras visiones, nuestros descubrimientos de una generación a otra.

No sabíamos escribir, pero era el libro. No era aún, pero sí era. Ojalá me entiendan.

Los libros eran una dulce condena a la que estábamos predestinados. Eran nuestra salvación, la luz y la vida.

Diablos, demonios, ángeles, vagabundos,  nobles y plebeyos; qué impresionante fuente de poder.

En los libros.

No puedo asegurarlo, pero cómo me gusta pensar que los alfabetos, los papiros, los pergaminos y los códices, estaban dentro de una de las casi infinitas posibilidades de nuestras dobles hélices proteicas, nuestros genes.

Claro que fuimos avaros al principio: un gran poder trae consigo una gran responsabilidad. Seamos gentiles y pensemos que esa era la razón de tanta codicia.

Dotados de tan extraordinario poder, la gente que escribía y leía eran seres mágicos. Lo son todavía. En ese entonces eran pocos, pero hoy ya lo somos todos. Torpes: dense cuenta. Por eso, qué deslumbrante ocurrencia esa de que todos debíamos acceder al secreto. Acuérdense.

En los templos, en los monasterios. Acuérdense. En el taller de Gutemberg, a la mitad de ese increíble salto cuántico en la historia del lenguaje humano. Acuérdense. En las bibliotecas privadas de esos hombres borrachos de racionalidad que querían incluir todo el conocimiento humano en 34 tomos. Acuérdense. En los laboratorios secretos cuando el hombre volvió a descubrir el fuego una vez más, en el primer mensaje de la intranet. Del internet. Acuérdense.

Diablos, qué maravilloso portento saber que es posible retener nuestro fuego en signos dibujados, trazados en cavernas, en arcilla, en madera, en pieles, en papiros, en pergaminos, en papeles, en ceros y unos, en brillantes pantallas que llaman al sueño y al insomnio.

Acuérdense.

Todos somos mágicos, todos podemos leer.

Todos podemos leer. Eso no fue así siempre.

Acuérdense también de eso. Y dense cuenta.

Me gusta estar aquí avivando esa llama, esa hoguera, ese incendio. Me gusta estar aquí, llamando a cultivar ese vicio nada vergonzoso, ese viaje para adentro, ese ensimismamiento, ese grito, ese diálogo.

Ese diálogo que se abre y se cierra en los libros.

Vayamos a los libros. Encontrémonos en ellos, conversemos ahí con personas sensibles, valientes, alumbradas. Alimentemos ese cerebro inmenso que hemos estado modelando entre todos, de formas insospechadas y encendidas. Hablemos con nuestros muertos y con nuestros vivos, escuchemos las voces que nos llegan a través de los siglos, escuchemos la voz de nuestros contemporáneos, aquí y ahora.

No me gusta mucho la solemnidad. No me gusta predicar. Pero me siento aquí, alegremente solemne, contento predicando:
Seamos bienvenidos a esta extraña fiesta, a este rito ancestral, a esta ceremonia secreta, a esta plaza democrática, a esta forma de vivir que nos es tan necesaria.

Invitémonos los unos a los otros a compartir la palabra y a hablar con ella.

De esa materia estamos hechos, es parte de este extraño mundo que habitamos.

Surfiemos el caos con gracia como lo venimos haciendo desde siempre.

Gracias a los libros.

 



 



 

 

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Por Cristian Geisse Navarro
(Palabras pronunciadas en la inauguración de la Feria del Libro de Vicuña el día viernes 9 de junio de 2017)