Así está la cosa: vivo en Vicuña, una ciudad de un poco más de 10 mil habitantes. Allá nací, allá me crié, allá seguramente he de morir. Trabajo en un colegio 23 horas semanales. Son pocas horas, pero son muchas horas. Necesito tiempo para escribir y no tengo tiempo para escribir. Pero son las clases las que me permiten vivir con cierta dignidad material, porque mediante la escritura jamás lo voy a conseguir. Jamás. Mejor pensarlo así.
Mi apuesta más importante es llegar a hacer alguna vez algo verdaderamente valioso y significativo en literatura. Uno preferiría no declarar cosas así, por si no resultan, pero de verdad quiero hacerlo. Desde allá, desde acá, desde donde sea. Algo inteligente, sensible, valiente. Algo que me enorgullezca y que honre a las varas más altas con las que me estoy midiendo. Y creo firmemente que puedo hacerlo sin habitar física ni simbólicamente en los grandes centros de poder. Creo que puedo hacerlo sin seguir las doctrinas, tendencias y modas dominantes. Creo que puedo hacerlo sin necesidad de mirar en los rankings de los libros más vendidos para saber qué es lo que hay que escribir para ser exitoso o famoso o llamar la atención. Sé que puedo hacerlo sin sentirme subordinado, victimizado, explotado. ¿Cómo? Ése es el punto.
No parece, pero la escritura no es mi oficio lateral, es la actividad más importante de mi existencia. Me duermo, me levanto, paso las horas y los días pensando en ella. No sé cómo demonios llegó a pasar algo así, pero así es. Ya en tres ocasiones he tenido crisis realmente severas que me han mantenido con el corazón pulverizado y los sesos a dos manos, tratando de entender por qué hago lo que hago, decidido a abandonar la porfía y descansar. Por una razón incomprensible no lo hago. La última vez que me puse grave fue durante la pandemia.
Yo creía estar bien, pero no estaba en realidad bien. Sucedió que por muchas circunstancias distintas empecé a odiar el oficio con una intensidad más profunda que la usual. Creo que en gran medida eran aspectos personales, continuos desaciertos que me hacían sentir como un idiota, haciendo el más completo ridículo.
Una vez le preguntaron a Faulkner si él creía en la inspiración y respondió: claro que sí, a mí me viene todos los días a las nueve de la mañana frente a la máquina de escribir. Yo, que lo admiro mucho, intenté conseguir ese rigor y lo logré por largo tiempo, pero desapareció: justo en el mejor momento para aplicarlo a mis anchas, escribir se convirtió sencillamente en un padecimiento. Me dolió también que los editores no me hicieran caso, que me postergaran o despreciaran, que varios amigos destruyeran críticamente trabajos en los que creía. Y no pude dejar de percibirlo como un oficio lento, arduo, difícil, que entrega muy pocas recompensas —si acaso las entrega— en tiempos muy dilatados. Por esos días recibí, por ejemplo, un mail de Héctor Hernández Montecinos, quien me decía que estaba leyendo con admiración a Julio Miralles, un poeta elquino. Miralles fue mi amigo y estoy completamente convencido de que murió tan joven a causa de la literatura. Y no pude dejar de pensar en las mezquinas recompensas que estaba recibiendo póstumamente después de casi toda una vida de sacrificios. No saben cómo quisiera que mi amigo Julio se hubiese tomado menos en serio la poesía y que hubiese vivido más. Les aseguro que valoro mucho el gesto de Héctor, pero me deprime pensar que su mail de cuatro líneas quizás sea uno de los pocos y tristes reconocimientos al trabajo por el cual sacrificó su alma.
Entonces para qué.
Me taimé al máximo. No respondía invitaciones, llamados, correos. La gente me decía: es lo que está pasando, es el encierro, es esta situación tan penca. Yo entendía que no, pero ahora pienso que en una de esas sí. Empecé a darme cuenta de que podía estar horas dibujando, que se me olvidaba ir a almorzar y a dormir. Escribir en cambio se había vuelto una lenta tortura. ¿Por qué no me sucedía lo que me sucedía al dibujar cuando escribía? ¿Por qué no sentía ese placer del que le escuchaba a tantos? ¿Qué se había podrido dentro de mí?
Y seguía haciéndome preguntas, retorciéndome como perro envenenado: ¿Por qué no he podido vivir de esto? ¿Por qué no llego a ningún lugar? ¿Por qué no he conocido el mundo como veo hacen tantos otros con mi mismo trabajo? ¿Por qué nadie me lleva a Guadalajara, a Alemania, a Cuba, a Siria por último? ¿Por qué no me cotizan? ¿Por qué no me invitan a escribir en las revistas? ¿Por qué nunca me llevaron ni los gringos ni los rusos? Etcétera, etcétera, snif, snif, buuuuu.
Soy el clásico escritor chileno que siente que la vida le debe algo. Resentido a concho. A todos les va bien, menos a mí. He sacrificado tantas cosas. Nadie me quiere. ¿Por qué no pasa nada en mi vida de escritor? Etcétera, etcétera. Snif, snif. Buuuu. Este oficio maldito es casi pura incertidumbre y desasosiego. Incluso si te va bien, si te celebran los críticos de turno y te leen los tontos de siempre, puede que en realidad lo que hagas sea un bodrio intrascendente, que perderá todo su valor apenas se extinga tu llama en esta tierra. O puede irte mal, dar botes, entregarlo todo sin recibir nada, para que una vez muerto, alguien diga –demasiado tarde: lo menospreciamos, no nos dimos cuenta, acá hay una verdadera obra de arte, celebrémosla. Y las ganas de gritar ¡¡¡Ya es muy tarde, hijos de la bastarda!!! Entonces no hay por dónde. El resentimiento. El horror. The horror. No, no, no podía, no puede ser así.
Pedí ayuda de rodillas a las fuerzas desconocidas para aclarar mi situación.
Y esa ayuda llegó.
Tuve un sueño; no lo voy a contar completo, pero iba más o menos así: en un pueblo muy pequeño del sur de Chile, llegaba yo al aniversario de un Liceo, digamos de Fresia, de Lautaro, algo así. Ya era noche cuando Donald Trump pedía hablar conmigo. ¿Donald Trump? Sí, quiere hablar con usted. Nos reunimos en la multicancha del liceo y a la mitad de la penumbra me ofreció trabajar con él. Me explicó que ellos sí valoraban mi trabajo y que consideraban que yo sería un aporte. Me sentí sumamente halagado y le dije que lo iba a pensar. ¿Por qué no? Nadie me pesca y viene el hombre más poderoso del mundo a tenderme su mano. Me lo pensaba con mucha satisfacción. Después de un rato entraba en la casa del nochero del liceo, un viejo de chaleco de lana sin mangas y bigote de huaso, que me contaba que su hijo, quien tenía treinta y cinco años, era una especie de genio, un escritor emergente muy reconocido. Me dijo que pronto iban a viajar a México y luego a Rusia. Conchasumadre, me decía yo, a todos les va bien, menos a mí. Me ardía la mierda de envidia. Entramos a la pieza de este escritor y tenía libros, comics, figuritas, diplomas, galardones. Mucho más joven que yo y ya triunfaba. El muy hijo de puta. Cuando me lo presentó, me di cuenta de que era una especie de criatura deforme, un niño, qué digo un niño, una guagua de treinta y cinco años que no sabía caminar y que apenas se sostenía en pie apoyado en las barras de su corral. Su padre lo tomó en brazos mientras me contaba que le tocaba acompañarlo en sus viajes, porque él, debido a su condición, no podía ir solo.
Me demoré un tiempo en entender que ese sueño había venido en mi auxilio: ¿Quería yo relacionarme con el poder, ser un escritor lame patas de políticos y sistemas burocráticos, de instituciones e ideologías que asegurarían mi bienestar y visibilidad; los Donald Trump de la literatura? ¿Quería ser yo como un niño al que hay que proteger, tomar en brazos, acarrear de acá para allá; un genio discapacitado de la literatura?
Claro que no. Pero claro que no.
Ese sueño me acompaña hasta el día de hoy. Yo estoy bien así como estoy. Yo mismo me estoy dando una beca. Mis circunstancias, mi trabajo, Vicuña, la vida misma me está dando una beca. Soy independiente, nadie paga mis cuentas, no tengo que pedirle ni deberle favores a ningún idiota.
Estoy convencido de que puedo hacer algo notable y verdadero desde donde estoy y desde donde pertenezco.
No les voy a mentir: he intentado con verdaderas ganas irme a vivir a Nueva York y Berlín. Son lugares diametralmente distintos a donde vivo. ¡El que esté libre de pecado que lance la primera piedra! ¿Por qué los escritores, los artistas, y todo tipo de pobres diablos insignificantes y aburridos de ser quienes son, se van a las capitales? Claramente porque allá hay mucha gente, porque por definición es un centro administrativo, porque desde allá se hacen las repartijas, porque allá suceden cosas, se junta la mayor parte de los que la llevan, artistas, escritores, críticos, editores, publicaciones, jurados, es un hervidero de cerebros, de espíritus sedientos de emoción.
¿Qué hubiese pasado si Vallejo no se hubiese ido a París? ¿Lo han pensado?
Más allá de que un viaje es educación profunda y que sin duda permite enriquecer el talento de aquellos que han salido a quemar sus naves, yo pienso y tengo la convicción de que hoy —sin vivir encerrados— puede ser distinto. Y es más, de alguna forma ya está sucediendo: la gente está saliendo de las grandes ciudades en busca de un nuevo paradigma de vida. Las condiciones se están dando: el acceso a la información, la intercomunicación, el valor de la diversidad, la conciencia sobre el medio ambiente, el odio a las aglomeraciones, la calidad de vida.
Creo que nosotros —creo que hablo por muchos de los presentes— podemos hacer nuestras apuestas desde los territorios lejanos a los centros de poder, apoyándonos en la idea de que nuestra situación es una situación ejemplar que refleja una narrativa nueva, nuevas ficciones, nuevas visiones, nuevas poéticas que como humanidad ya estamos asumiendo de modo profundo.
Mírenlo de este modo: es una prioridad entender que el ser humano no es el centro de nada. La tierra no es el centro del sistema solar. El sol no es el centro del universo. De hecho, ocupa un modesto lugar en la PERIFERIA de La Vía Láctea. Y la Vía Láctea —con sus 400 mil millones de estrellas— es una entre aproximadamente 200 mil millones de galaxias. No somos tan importantes como creíamos. Y no tenemos ningún derecho especial frente a lo que llamamos creación y no estamos acá para depredar nuestro entorno como si fuéramos dueños del mundo. De hecho, ese espejismo tiene ahora consecuencias gravísimas para todos. Y ojo, que eso no quiere decir que cada uno de nosotros no sea importante. Quizás es una extrapolación excesiva, pero las metrópolis culturales tal vez funcionen en un paradigma depredador similar, basado en creencias equivocadas acerca de su importancia. Hay un gesto parecido al etnocentrismo, al sesgo de confirmación, a la burbuja en la gente que vive en las capitales, sobre todo en las capitales globales.
Y piénsenlo bien: Santiago es una ciudad rasca, una provincia ordinaria al lado de Nueva York y París. El otro día leí en Letras S5 a Elizabeth Subercaseux preguntándole a José Donoso en 1985: ¿Y usted por qué no edita sus libros en Chile? Y el hombre respondiendo: Porque aquí me harían una edición de tres mil ejemplares. ¡Qué queda para uno, con nuestras ediciones de 300 ejemplares! Somos una mierda. ¿O no? ¡Claro que no! Pero lo cierto es que Chile parece mal enfocado respecto al valor del arte y de sus artistas. Y como los pobres dependientes y subordinados que somos, suele validarse ante nosotros quienes triunfan afuera, en los países que nos dominan o que ejercen su hegemonía sobre nosotros. Esto no debiera ser así. Y Santiago es a Nueva York, París, Ciudad de México o Barcelona, lo que Vicuña, Punta Arenas, Tomé son a Santiago. Nuestras diferencias no son de clase, son de escala.
Entonces, quiero pensar que los esfuerzos de gente como yo podrían ser ejemplares y productivos para los escritores de todas partes, por qué no. Y así, pienso, hay que luchar –también desde Santiago– contra el estereotipo provinciano del retraso, versus el martinrivismo, versus el extractivismo simbólico, versus los cánones compensatorios, versus los operadores y maletineros regionalistas, versus el geoestatus, versus la microxenofobia –y versus toda xenofobia. Hay que ser antihegemónicos y auténticos. El centro puede estar en cualquier parte, en todas partes. Hay que hablar de igual a igual. Los tiempos que vivimos dan para eso.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Donald Trump y la guagua deforme
Texto leído en la Feria del Libro de Concepción en enero de 2023
Por Cristián Geisse