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Wärtet, ich komme mit!

Por Cristian Geisse Navarro

 


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Se me antoja titular así este texto, porque es el título que le dieron en Alemania a Hijo de Ladrón. Así lo cuenta el mismo Manuel Rojas en sus páginas autobiográficas. Yo me pregunto, ¿cómo llega un libro a ser traducido al alemán?, ¿y no sólo al alemán, sino a una decena de otras lenguas? No tengo una buena respuesta, pero me parece que es parte de la proeza literaria que es esta novela. Quizás en este caso sea más una proeza editorial que literaria, pero es un mérito importante y posiblemente parte de la extraña inteligencia laboral de Rojas. A todo esto, quizás qué chucha leyeron en Alemania. Cómo saberlo ¿Es una buena traducción? ¿Qué quedó en la transa? ¿Cuánto le pusieron de su cosecha? ¿Adaptaron cosas? Cómo sea, por supuesto su traducción al alemán no es simplemente un dato del que pocos pueden alardear; porque si de alardear se trata, hay que empezar diciendo que también fue traducido a otras varias lenguas: inglés, francés, portugués, italiano, ruso, sueco, eslovaco, húngaro y japonés ¿Qué diablos se le entiende a Manuel Rojas en cada una de ellas? Creo que nunca podré saberlo, pero sí sé que todo eso habla –fuera del texto mismo- de  procesos de canonización, de nuestros campos literarios y las percepciones culturales que se crean a partir de esos intercambios semióticos. Y todo tiene implicancias no sólo estéticas y críticas, sino también políticas e ideológicas. A mí me gustaría que este texto se tratará de todo eso, pero no, no me da el cuero. No estoy muy seguro de lo que se tratará esto que escribo, quizás de lo que nos sigue hablando Manuel Rojas en nuestra propia lengua. Porque de que nos sigue hablando, nos sigue hablando fuerte y claro.

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Puede que el título en alemán sea un buen título para un libro como el de Rojas, donde la soledad y la solidaridad campean en todas sus páginas. “¡Espérenme, voy con ustedes!” dice Rojas que significa la frase; de ser así, sería una especie de negociación de la traducción alemana para el “¡Espérenme!” a secas que lanza Cristián al Filósofo y a Aniceto en la última página del libro. Es una última página que me deja casi llorando. No hueveo. Un Knock Out técnico, derecho al mentón. Una intensa sacudida que volvió a remecerme cuando leí la traducción de la novela que hicieron Christian Morales y Beto Martínez al lenguaje del comic.

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Estuve hace poco en Buenos Aires presentando esa última versión editorial del –desde el principio- clásico latinoamericano. Yo no escribo ni hago lo que hago para ir a Buenos Aires ni a México ni a Bangladesh, pero soy como un perro sin dueño y general voy contento a donde sea que me llaman. Esto hace un par de meses ya. Siempre he querido viajar, siempre he pensado que debiera viajar más, pero como dijo Messi, no se me da. Como sea, esta vez tuve suerte.

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Antes de partir, en algún diario de alta circulación y baja estofa pusieron que yo era un experto en Manuel Rojas. Ese diario mintió como mienten todos los diarios del mundo y como mienten todos los humanos del mundo desde la más temprana infancia. Yo, lamentablemente, no soy un experto en Manuel Rojas. Pero al menos siento vergüenza de no serlo. Muchas personas vinculan algunas cosas que he escrito con parte de su obra. Yo mismo podría vincular –de distintas maneras- la mitad de las cosas que hago con él. Pienso que el vínculo más importante guarda relación con una tradición de la literatura chilena ligada a las culturas populares. Ahí están mostros sagrados de la música como Baldomero Lillo, González Vera, Nicomedes Guzmán, Carlos Droguett, Alfonso Alcalde. Manuel Rojas en el centro, por supuesto. En el vórtice mismo: maceteado y mirando fiero. Con un núcleo de ternura bajo una coraza de violencia. ¿Qué monos pinto yo ahí? Yo estoy asomado; asomado nada más. Pero ya veremos.

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Es importante decir que a estas alturas considero a Manuel Rojas un poema. Una extraña forma de poema en el que se convierten muy pocos en esta vida. Es para mí un poema de la misma forma en que fueron poemas Violeta Parra, Alfonso Alcalde, Pablo de Rokha y  varios otros. Tiene que ver con una manera de surfear el caos, de vivir el lenguaje, de moverse en la realidad. Creo que su amor por los desplazados, la crudeza y honestidad de su voz, la intensidad con la que vivieron su tiempo, son elementos que admiro profundamente de ellos. Eso los transforma en poemas, en música, en mantras, en visiones. Fueron y son la voz de la tribu. Poemas.

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Cristian Morales y Beto Martínez son tremendos. No tenía la menor idea de quienes eran hasta que supe que me invitaban a ir a Buenos Aires a jugar por su equipo. Nos caímos bien. Por lo menos a mí me cayeron bastante bien. Están hasta la cacha metidos en sus rollos artísticos. Están enamorados de lo que hacen. Empotados. Eso los vuelve incansables. Y también tienen otra cosa que me da totalmente en el gusto: rasgos obsesivos compulsivos. Para mí es claro que esos rasgos pueden llevarte a la aniquilación o a la maestría. Muchas veces a las dos cosas. Una antes, la otra después; a veces al unísono. Pero eso lo decide más bien el tiempo. Maestros los dos, entonces. Ojalá su aniquilación se produzca tarde. Su trabajo juntos es sólido y admirable; una hazaña, diría yo.  Por varias razones. Piensen en las dificultades para adaptar una novela como Hijo de Ladrón, muy experimental en términos narratológicos, con un tiempo roto en mil pedazos, lleno de simultaneidades, yuxtaposiciones, inconexiones, monólogos internos. También la calidad gráfica de la propuesta, la dedicación a cada cuadro, el dominio de planos y ángulos visuales, la capacidad y certeza para dar rostro a cada personaje; el que fuese hecho a escala 1 a 1 no puede sino provocar admiración. Y también el hecho ultra significativo de que el trabajo fuese hecho estando Morales en Valparaíso y Martínez en Buenos Aires. El proyecto se llevó a cabo en ambos espacios, de la misma forma como en la novela de Rojas se cruzan una y otra vez. Nada de esto me parece coincidencia. Ambos por lo demás, cumplen con las expectativas que el propio Rojas tenía de su lector ideal, o sea lectores activos, exigentes, con oído atento, creadores ellos mismos de una realidad a partir de lo que leen. Creo que de no ser así, no hubiesen sido capaces de dar con tanta contundencia cuerpo y rostro a la compleja multitud que habita en su libro.

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Nuestro show debía montarse en la 42ª Feria del libro de Buenos Aires, en el contexto de algo que llamarón El Día de Chile. No voy a pelar a la organización, pero todo funcionó como un triste saludo a la bandera, aunque ni bandera había. Quizás porque el stand de Chile funcionaba como Chile mismo: pretenciosa pero charchamente, a duras penas, haciendo aguas y cojeando por varios lados. Para dar un ejemplo: el autor destacado, era Gonzalo Rojas, pero no había ni un solo libro del autor.

Yo no fui menos chileno y también hice lo mío. Dije al principio de esto que no soy un experto en Manuel Rojas, pero acepté oportunistamente viajar. Lo hice arrogándome íntimamente el derecho de hacerlo por ser un proyecto de escritor chileno y latinoamericano que piensa que Manuel Rojas es ineludible para un escritor chileno y latinoamericano. También pensando que era mi oportunidad para ahondar el posible vínculo que nos une y profundizar más en su obra.

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Mi experiencia de lectura con sus textos tiene un inicio sin mucho brillo. Lo primero fueron lecturas escolares, en la educación básica. El hombre de la rosa, El vaso de leche. También Lanchas en la bahía. Textos muy débilmente acompañados por quienes me los presentaron. Unos cuentos cordilleranos sobre arrieros y animales. También la adaptación que hizo de la Odisea y la Ilíada. En realidad, ninguno de ellos impresionó demasiado al niño que fui.

La patada en el hocico me llegó más tarde y me la dio Hijo de ladrón.

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Hijo de ladrón tiene una potencia visual muy grande, muy brutal: el maldito cojo, las escenas en la nieve,  las protestas en Valparaíso, el pescado que Aniceto no paga, el piedrazo al paco de la protesta, la miseria, el no saber a dónde ir, el gargajo que debe lanzar en una hoja de diario, la escena final: Wärtet, ich komme mit!, ya lo dije: para llorar. Casi sin afectación, un estilo afilado, manejando muy bien los ritmos y las voces; me parece un libro que a pesar de ser profundamente experimental, es accesible. Quizás tenga que ver con su protagonista. Aniceto como el niño sin gracia que somos casi todos. De pronto la horfandad. la varita mágica de la desgracia. Entonces la aventura, la intemperie. Cómo llegué a esto. Qué mierda hago ahora. Caminar. Espérenme.

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Rojas parece haber sido muy oreja, detectaba historias, detalles, formas de decir. Eso se nota en todo Tiempo Irremediable, lo más potente que le conozco. Dentro de la tetralogía, la Oscura vida radiante es el libro que me ha pegado más duro, quizás porque me pilló más viejo, quizás porque me pilló más débil. Cuando llegó a mí supe que la espera había valido la pena: valiente, arriesgada, profunda, verdadera. La parte cuando se cachan entre varios a una gorda borracha, esa pelea donde hay unos balazos y una vieja lo ayuda a escapar, las curas sin asunto que se pega en Valparaíso, el intento de fuga desde el manicomio, el análisis de las teorías sociales novecentistas, la destreza en las técnicas narrativas. También me llamó la atención el hecho de que Rojas conservara esa musculatura literaria a los setenta años. Creo que no son muchos los que pueden llegar en esas condiciones y escribir libros tan potentes y brillantes a esa edad.

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Esta es la mía me dije cuando llegó la invitación a viajar a Buenos Aires.    
 Y fui.

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En una de esas no estuve a la altura del desafío. Quizás no estoy aún a la altura del desafío.  Pero no: ramplones como yo tienen una oportunidad en esta vida, sobre todo si se tiene el corazón abierto y se está atento a la jugada. No importa la falta de dinero. No importa si uno no fue a la escuela. No importa si no se es sofisticado. Quizás ni siquiera importa si uno no tiene de primeras el talento necesario. Importa si tiene fuego. Importa si los propios límites se van extendiendo a punta de trabajo. Importa si se piensa que un tipo común, un hueón de la calle, un rostro anónimo puede ser representante de su tiempo. Aunque viva en un pueblo olvidado. Aunque sea nadie en medio de una ciudad gigante. Manuel Rojas y su socio González Vera son para mí ejemplos de eso, una lección importante en este enorme taller que es la literatura chilena.

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Leí mi texto, un texto del que no me siento orgulloso, pero que cumplía sobriamente con la misión encomendada: presentar a Manuel Rojas y a la novela gráfica que llevaba su nombre. Lo iba a transcribir acá, pero en serio no vale la pena. Mejor explicar que era para mí importante hacer notar que un día de abril como ése de la presentación, Rojas atravesaba la cordillera de los Andes. Y que aquél era el acto de recibimiento del viaje de vuelta junto a  Aniceto Hevia, el adolescente de 120 años, en una extraordinaria versión a la altura del desafío: una excelente traducción semiótica. Después vino una tanda de preguntas y respuestas a los protagonistas, a los autores de la hazaña. Martínez y Morales. Viejos fieros. Ni tan viejos, pero fieros. Fieros de feroces. Pusieron sudor y sangre en la tarea. Y la sacaron bien. Cualquiera que se proponga desafíos como ése y sea capaz de llevar a cabo un proyecto así, merece mi respeto. A mí me dio la impresión de que la presentación salió bonita. Pero no tenía que salir bonita. Teníamos que haber echado abajo el salón. Debíamos haber producido carne de gallina. Llanto. Una reevaluación de todo lo realizado hasta ahora en torno a la obra de Manuel. Estábamos en la Argentina ¿o no? Había que exagerar. Por último debíamos haber vendido el libro. Nada de eso ocurrió. Pero salió bonito…

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Después de la presentación partimos con Gonzalo León a un bar famoso, el Varelita. León parece estar haciendo bien sus movidas allá. Los lee y los conoce a todos. Puede ser un clave para los narradores y poetas chilenos y argentinos. Creo que ha conseguido vivir de la escritura y de la literatura, pero puede ser también una especie ilusión mía. You are just projecting! Decía una publicidad del I Sat. En algún momento del bar salió un viejo gordo y grande, de chaquetón, lentes y bufanda. Gonzalo León nos dijo que era biógrafo de Osvaldo Lamborghini ¿Por qué chucha habló tan a destiempo? Qué terrible es Lamborghini. Qué temible. Quizás el más malvado de los autores que he leído. Un monstruo, y como monstruo, digno de verse. Y la narrativa argentina, qué galería de monstruos, qué osada, qué diversa, qué extraña. Yo –en parte dateado por mi socio Cristóbal Gaete- iba con la misión de encontrar libros de autores como Chefjec, Gombrowic, Casas, Juan Guzmán, Laiseca, Barón Bizá, Cozarinsky. Y me hubiera gustado conversar con el biógrafo de Lamborghini, entre otras cosas para obtener otros datos y aprender un poco más del brillante y oscuro laberinto que es la Argentina. Pero no. Al rato Gonzalo León se fue a otra mesa sin invitarnos y yo quedé con la bala pasada, bastante picado. Una oportunidad perdida. También quizás la oportunidad de incubar una amistad argentina, porteña, que dicen es una de las más fieles, verdaderas y notables. Por lo que entiendo, y como corresponde a una capital, esas amistades no se hacen nunca de un día para otro, pero una vez hechas, se pueden contar con ellas para siempre. Dicen que es así, y yo lo creo. ¿Por qué no nos presentaba a nadie? A la chucha. Cero resentimiento, pero cero onda también. Más adelante tuvimos la oportunidad de hablar con argentinos verdaderos en un barcito llamado Lo de Rodrigo donde nos soplaron que iba Fabián Casas. Digamos que no era turístico, que cierta juventud cantaba tangos rebuscados de la tradición y que nos cerraron las puertas bastante tarde para dejarnos conversar con un gordo jalado y un flaco borracho. Todos narigones. Pero eso sería después. La noche de la presentación junto a Christian y a Beto partimos a recorrer algunas calles en medio de la noche. Noches muy calladas y desiertas. Es que era martes o miércoles, ya no recuerdo.  Por supuesto no son los mejores tiempos tampoco. Estuvo bien: a Martínez le gusta el fútbol, a Morales las artes marciales. Martínez resultó ser de Barraza, un pueblo abandonado cerca de Ovalle. Morales vivió mucho tiempo en la parte alta del Cerro Cordillera. Allí conoció al Cajón desclavado, al Salchichón, al Demente y al Pila Mediana. Martínez es profesor de dibujo, expone en Buenos Aires y los sueños de su razón producen monstruos, monstruos alucinantes. Morales quiere hacer una película de Itallo Nolli, el Chatarra; también va a publicar a Luis Cornejo.  Creo que quedamos amigos.

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Al día siguiente nos tocó ir a la feria del libro nuevamente, esta vez a hacernos de libros. Yo nunca supe bien cuánta plata era la que tenía: compré con apuro, porque en una ocasión anterior gasté tres días recorriendo librerías. Quizás suena mal, pero creo que los malgasté. Me interesan más otras cosas: hablar con la gente, por ejemplo. Más aún cuando el argentino es bastante charlador. Esa vez anterior fue el año del corralito. Iba con mi socio, mi yunta, mi llave, mi carnal: el Nacho, más un beatnik que un Aniceto Hevia. Él había estado ahí en varias otras ocasiones. Una de ellas, en un viaje en que, de acuerdo a su historia, comer un pan con mortadela salía una fortuna. Para el año dos mil dos no. Con doscientos cincuenta mil pesos chilenos parecíamos millonarios. Y el país era –para variar- un desastre. Había como tres tipos de monedas distintas. Vi a viejos recogiendo hojas de lechuga de la basura para llevárselas y tener que comer. Niños pedigüeños, saboreándose fuera de los restoranes. A una vieja golpeando con una roca la puerta metálica de un banco. Y a un gordo de corbata felicitándola y pidiéndole que no aflojara. Hasta el día de hoy pienso que quizás era Lanata, pero no puedo asegurarlo. Después pasamos parte de una noche frente a la Casa Rosada, en medio de un campamento iluminado por fogatas y un concierto de rock con el que se pedía a toda voz justicia y la expulsión de la clase política del poder. Crédulos. Una tarde nos encontramos de frente con un piquete que metía mucho miedo, con tipos armados de palos y fierros, al borde de un enfrentamiento con la policía. Policías gigantes que miraban con desafío y algo de desprecio. Nada sucedió, sin embargo. Igual nosotros estábamos felices: prefiero el caos a esta realidad tan charcha.

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Tampoco ahora parece que va a pasar nada. Argentina es un país gigante, difícil de dimensionar. Creo que ya se están acostumbrando a los quilombos, como acá estamos acostumbrados a los terremotos. Es una de las explicaciones que tengo para toda la clase de exageraciones que pasan viviendo. El obsceno desparpajo con el que roban sus políticos más importantes. Sinvergüenzas profesionales. Sebados en el sebo del lujo. Y así en la abyección más hipócrita. También mafiosos de mucho cuidado, capaces de derribar aeronaves y matar gente. Jueces. Hijos de presidentes. Y quién sabe si una cantidad imposible de definir de torrantes y maletineros. Pero no, a esos mejor se los calla pagando. Metiéndolos en la cochinada. El poder y la plata como una droga dura. Lo raro al parecer hoy es que se robe poco. Parece ser que el que llega arriba entiende que hay que aprovechar y saquear a manos llenas. Todos lo hacen. Lo hará todo aquel que estuviese en mi lugar. Si no lo hago yo, alguien más lo hará. Mejor que sea yo. Esa es la mente de políticos, empresarios y empleaduchos. Y no solo hablo de la Argentina, Chile está entrando en el juego hace mucho rato, no nos hagamos los hueones.

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Al principio tuve la impresión de que allá se vivía bien. La calma y parsimonia con la que caminan en el centro, la gentileza y el tiempo que se toman para darte alguna indicación. La elegancia con la que visten. Cierta manera pausada de disfrutar todavía el café, el ferné, el bife chorizo. Yo entendí que era el barrio donde me habían puesto el hotel. De las muchas argentinas que podría haber conocido en un viaje guiado por Manuel Rojas, no era esa precisamente la que estaba buscando. Ciertos indicios de que todo era una realidad demasiado parcial, fue el grupo de indigentes que vivían afuera del hotel donde nos alojaron. Un hotel más bien elegante. Innecesariamente elegante para alguien como yo. Tapados con frazadas, grupos de cinco o más, pasaban el día y la noche ahí. Creo que una de las cosas mejores que hice durante ese viaje, fue la vuelta por el barrio que di con tres de ellos la madrugada antes de partir. ¡Espérenme, voy con ustedes! Pero no, al revés: les dije que me acompañaran, que yo les invitaba comida y cerveza. La compramos por ahí y nos sentamos en una banca. Uno venía de Paraguay, del Chaco. Fue el que más me gustó y el que más hablaba. Era inteligente, pero para mí fue claro que estaba enganchado en la pasta base como los otros dos. La mujer era su pareja y también estaba enganchada. Me dijo que su vida en la calle era sólo por una temporada, que pronto iba a salir de ahí. Mejor ahí que en la guerra narco o la explotación en talleres clandestinos de las Villas Miserias. Las Villas Miserias que se están comiendo una parte considerable de la ciudad y que es la Argentina que no ven los turistas como yo: mundos invisibles, que en algún momento hicieron visibles escritores como Rojas.

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Siendo de extracción popular, Rojas sintió una identificación total con los sectores sociales más empobrecidos de su tiempo. Su cercanía y amistad con gente como el paraguayo con el que hablé era genuina. Eran de los mismos. El absurdo tesoro de la miseria, en el decir de Alfonso Alcalde. Pienso que el de Rojas fue un tiempo en que parte de nuestra literatura vivía marcado por esas formas de representación. Su literatura sigue siendo una de las mejores formas de viajar por esos mundo. Esos mundos que estaban y están no sólo en estos mundos, sino en el otro mundo. En el que hoy llamamos primer mundo, pero en el que se vivió como las weas hace bastante poco. Wärtet, ich komme mit! entonces. Creo que todos entienden más o menos lo que Rojas nos quiso decir.



 

 

 

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