Proyecto Patrimonio - 2014 | index | Cristobal Gaete | Cristián Geisse | Autores |




 

 

Lectura en espera de la explosión: grotesco y exceso en Cristóbal Gaete

Por Cristian Geisse Fiero



.. .. .. .. .. .

La última vez que estuve con Cristóbal Gaete fue acá en La Serena. Digo acá, aunque queda a 60 kilómetros de Vicuña, que es donde vivo yo.  Pero viajo todos los fines de semanas a cuidar el ganado. Gaete me había llamado el día anterior mientras yo deliraba con una lata de cerveza en la mano, paseándome como un león en la jaula. Me encontraba contándoles a los niños chicos la historia de cuando conocí al diablo. Lo he visto varias veces, pero esta fue bastante especial. Estaba yo tomando solo en un local cuando de repente aparece un gitano en jeans claros. Era todo jeans, su chaqueta, sus pantalones, todo jeans de esos casi blancos. Tenía el pelo largo cobrizo y llevaba zapatos blancos. No lo querían atender por alguna razón. Se tapaban la nariz cuando se les acercaba. Era su olor parece, pero yo no sentía nada.  Él los miraba con cara de risa. Yo les dije que no se preocuparan que yo le invitaba un schop y nos íbamos. No nos dejaron,  así es que nos fuimos a algún lugar más acorde con mi personalidad y la suya: un tugurio mal oliente a un par de cuadras de ahí. Es el 5mentarios, un café con piernas donde hay puras guatonas feas. Ahí nadie nos molestó por un rato, hasta que volvieron a echarnos, nuevamente por el olor del gitano que yo no podía sentir. Durante la noche –omitiré algunos detalles de la historia que le conté a los niños- supe que había sido él quien había introducido la pasta base en San Carlos, un pueblo al interior de Marquesa que hoy día tiene la más alta tasa de muertes violentas y hechos delictuales en la zona. Cuando nos dieron las siete de la mañana, yo tenía un pañuelo ensangrentado amarrado en mi mano izquierda, tapando un tajo grande. Nos estábamos comiendo un sandwich de palta al borde de la carretera, cuando recién vi lo que los demás veían: el gitano tenía la cara llena de verrugas y olía intensamente a mierda. Cómo no me había dado cuenta hasta ese momento, no puedo saberlo. No pude seguir comiendo y tuve que aguantarme las arcadas. Si bien estábamos completamente borrachos, me las di de astuto y ya que estábamos hablando de mujeres le dije: tengo una mina, la tengo en la mano a la culiá, la voy a llamar para servírmela, vas a ver. Y llamé a mi mujer –la madre de los niños. Y a los cinco minutos apareció en su auto blanco a rescatarme. Yo me subí rápidamente cerrándole un ojo al diablo. Él se reía; pero se reía de mí, porque sabía que yo sabía que no podía engañarlo, simplemente me dejaba ir. A lo largo de la historia los niños me miraban horrorizados, quizás por los detalles que estoy omitiendo acá. Esa era la idea: un cuento sobre el diablo es una historia de terror. Por mi parte, con la lata en la mano, alzándola, poniéndomela en el hocico y mirando al cielo con los ojos cerrados, bajaba la cerveza con largos tragos y me sentía una especie de héroe. Ahora que lo pienso, quizás me miraban horrorizados porque estaba borracho deforme. Es lo más seguro. El asunto es que estaba a la mitad de la historia cuando mi mujer me interrumpe y me dice: es Cristóbal Gaete. Me emocioné. Cristóbal Gaete es mi amigo; admiro lo que hace y en general disfruto de su compañía. El montón de hueás que le  dije, no las recuerdo del todo. Quería juntarse conmigo, pero no era llegar y hacerlo. Le dije que me llamara en 15 minutos porque tenía que discutir con mi mujer cómo lo hacíamos. Cuando ya tenía claro lo que podíamos hacer, llamé de vuelta, pero nadie respondió. Seguí paseándome como fiera enjaulada, delirando, diciendo que si querían conocer al diablo en persona tenían que fumar pasta base, que el 37 era un buen número de años para suicidarse, y que el 67 también. Yo estaba convencido de que Gaete no me había respondido porque sabía que yo era un borrachín odioso, insoportable, bad news, que posiblemente ya nadie me quería por lo mismo y que se vayan todos a la mierda, no necesito a nadie, sólo a mi mujer, que me masajeó las sienes, me habló con voz suave y me quitó el diablo del cuerpo hasta que me dormí, por fin, después de treinta y tantas horas despierto. No por nada era dieciocho.

Al día siguiente conseguimos reunirnos para ir a la playa. Gaete había llamado de vuelta, pero mi mujer prefirió no contestar. Se lo agradecí. De habernos juntado, quizás qué hubiera terminado pasando. También es una posibilidad que no hubiese pasado nada, pero seguro yo andaría como perro envenenado con la caña. Y el alma resentida y a medio podrir. Entonces el diablo que hubiese visto hubiera tenido otra cara, no la cara de Gaete.

Es claro para mí que la Avenida del Mar en La Serena no era el escenario ideal para hablar con él. Quizás Vicuña, más fiero, más folclórico, menos pituco. Pero no había de otra. Andábamos con los niños de mi mujer, y yo quería estar con todos. Gaete venía con su novia y se me ocurrió que la Avenida del Mar era una buena posibilidad. Por lo demás, había nubes grises y pesadas, y el mar bramaba, verde turquesa. Estaba bien. Pero entonces, recién llegados a la playa, la polola de Gaete se quitó los zapatos y retorció el pie con ganas en un alambre oxidado. Un alambre delgado, torcido, puntiagudo, blanco y rojizo que apenas si le dejó una marca, pero que nos llevó derecho a Urgencias. Ahí sí que sí. Quizás eran canchas mejores para nosotros. La fealdad serenense se mostró en su moderada expresión de siempre, pero ahí estaba: viejas cojas, llorosas. Jóvenes desorientados, con parches y emplastos. Guatonas sin dientes, pálidas, intoxicadas. En las cinco horas de espera, mirando transitar a viejos chocados, llenos de vómito, acuchillados, politraumatizados, hablamos de muchas cosas. De San Luis de Quillota, de la crítica que le hizo la Patricia Espinoza a Motel Ciudad Negra, de la falsedad de todo malditismo actual –incluido el nuestro-, de Thomas Bernard, de Fernando Vallejo, de Fabián Casas. De la Pampilla. Cristóbal había ido a la Pampilla de Coquimbo la noche anterior.  O sea donde queman las papas. Coquimbabilonia en su máxima expresión. Es una de las cosas que me gustan de él. Cuando estuvimos en Lima, fue a ver a Los Mirlos, un grupo de cumbia sicodélica famoso. Tocaban en un lugar totalmente fuera del circuito turístico, en una especie de plato único bailable. O sea, el Perú profundo, el Perú de verdad. Porque como dije una las cosas que me gustan de él, es que es de verdad y le gustan esas cosas que son de verdad y no de plástico.

Conocí a Cristóbal en Valpo.  Yo participaba en Ciudad Invisible, recién me empezaba a creer escritor en serio y quería ponerle bueno. En esa revista trabajaba y colaboraba gente verdaderamente notable: Álvaro Bisama, Marcelo Mellado, Daniel Hidalgo, Ernesto Guajardo, Felipe Montalva, Claudio Álvarez, Mario Verdugo. Yo llegué al final, cuando ya estaba naufragando, la plata se había ido, y había que sacarse la cresta para que saliera cada número. Quedé de coeditor de una sección de literatura que se llamaba Inxilio, por un libro rarísimo y bastante bueno de un poeta local que utilizaba un seudónimo espantoso: Lord Cuchuflí. Era una revista muy resentida, y a veces excesivamente grave, con un humor muy duro y pesado. Pero era seria. Punzante. Pensante. Potente. No creo haber hecho mucho, pero me siento orgulloso de haber formado parte de eso. Si esta vida es justa –y, por la chucha, no lo es- algún día alguien va a recordar, rescatar y estudiar esa revista. Se me ocurrió entonces que estudiar la narrativa porteña joven era una buena idea. Y uno de los primeros en los que pensé fue en Gaete. Yo no lo conocía, pero había leído un cuento suyo ganador del segundo lugar en un concurso de Ciudad Invisible. Se titulaba“:(Balpore) Con sus hermosos labios hinchados de pasta base” y era un extracto de lo que llegó a ser su primera novela: Valpore, que se reeditó recientemente en Argentina, y que espero se reedite pronto acá en Chile. El que se fuera tan al chancho, el que explotara el feísmo y el asco, me sedujo completamente. Averigüé además que había ganado muchos otros premios con apenas 24 años. Verde de envidia, fui y lo entrevisté.

La entrevista no fue tal. Nos reunimos en un bar de la plaza Echaurren un día domingo, nublado y tétrico, como a las 5 de la tarde de un invierno horrendo y demoledor. Nos tomamos unas cervezas y lo invité a comprar mariguana cerca de ahí. Ni él ni yo fumábamos frecuentemente, pero pensé que –tomando en cuenta lo leído en Ciudad Invisible- venía a cuento. Entonces nos metimos a un pasaje cercano, como a una cuadra de la plaza. Una subida llena de basura y gatos muertos, que daba a unas casas destartaladas, con fachadas de calamina oxidada. El pasaje olía mal y estaba poblado de choros porteños, de esos que no perdonan debilidad. Tratamos de pasar piola, pero se notaba de lejos que éramos unos imbéciles. Se nos acercó un niño chico y nos preguntó si andábamos comprando mariguana, pasta o coca. Nosotros le dijimos que mariguana. Él nos dijo que había hojas y paraguayos. Yo no quise seguir dándomelas y pensé en mi salud mental: hojas no más. Se metió a una casa por una puerta que abrieron con una pita desde el segundo piso. Desde allá arriba nos gritó: ¡¡quedan puros paraguayos!! ¿¡¡A cuánto!!? ¡¡Son quinazos!! ¡¡Pásanos dos!! El diligente muchachín bajó corriendo y nos pasó la mercancía. Yo le pregunté si tenía papelillos. ¡Chí, ¿y no querís que te los fume también, embarao?! me dijo mientras se metía las manos en los bolsillos y me pasaba un papel de arroz. Éramos continuamente vigilados por unos guatones fieros, semi rapados, con chaquetas brillantes y tatuajes hechos con plomo de batería en las canillas color cochayuyo. Tomaban Báltica, nos miraban y bajaban la voz para hablar. Medios tiritones hicimos el pito: puro Doko. Fue como aspirar una bolsa de neoprén. A mí la cabeza me hacía ññññññññññññññ, los ojos me ardían y sólo veía mostros. No podía hablar. No entendía lo poco que me decía Gaete. Nos metimos de nuevo al bar antes de que nos atropellaran o apareciéramos flotando en las aguas aceitosas del puerto. Pedimos una cerveza de litro. Escudo. Estaba medio desvanecida. Yo tomaba pensando que me iba a relajar un poco, pero fue peor. Escuchaba voces. Frases ininteligibles. Ninguna era de Gaete. Quizás alguna, porque a veces no se le entiende, pero no podía distinguirla de las otras. Él se tuvo que ir. Yo me quedé paralizado en la silla sin poder moverme por lo que me pareció una eternidad, pero que seguramente fue una media hora nada más.

Creo que no di una buena impresión.

Hubo oportunidad de reunirnos nuevamente en condiciones más propicias. Hay que ser choro de verdad para mantener por mucho tiempo la pose de Gonzo. Yo no lo soy, así es que tuve que fingir. Y le saqué la entrevista.

Revisando la información de ese trabajo –realizado hace ya 6 años- me impresiona que su proyecto literario de entonces se haya ido cumpliendo con tanta precisión. Lo cito aquí, aunque el artículo que escribí fue rechazado, porque me dijeron que Gaete era muy joven y sin una obra contundente que exhibir. Pienso que a la larga se va a demostrar que yo tuve una intuición poderosa:

“Tengo fundamentalmente dos líneas de trabajo: una vinculada a una tradición de cronistas nacionales, pero con la intención de recrear el espacio narrado en presente, y diferenciado así con los cronistas que explotan la nostalgia y una postal detenida de Valpo. Así, se parecen más al discurso patrimonial excluyente que a la realidad de este puerto. Los ascensores son tradicionales, sin duda, ¿pero acaso no lo es también el comercio ambulante que siempre existió en el plan de Valparaíso? Eso por darte un ejemplo. En ese sentido, la construcción que hago en las crónicas es subjetiva, ya que elijo narrar lo identitario en las prácticas o usos del espacio público, incluso hechos que las cargan de una memoria nueva, así como omito el proyecto de ciudad que contempla hipermercados con fachadas tradicionales, los cerros patrimoniales, la postal barata y herencia impuesta. Un tipo de literatura consciente, al fin.

Por otra parte, mi otro proyecto de escritura, que funciona como opuesto y complementario al ya enunciado, es el de construir una literatura que trabaje el margen, a través de la subversión de elementos. Así, no existe una conciencia lacrimosa sino una incorreción ácida para mezclar los elementos y las lecturas en espera de la explosión. Lo grotesco y el exceso, en búsqueda de un estilo, y en búsqueda también de remarcar las tensiones invisibles entre la ciudad y su margen, entre quienes lo componen.”

La primera línea de su trabajo entonces se desarrolló en textos como Lirico Plan (2007), El Mercado Cardonal (2009) y el notable rescate de las crónicas de Carlos Pezoa Véliz, de quién ha publicado varios cuadernillos, difundiendo un trabajo importante de un escritor clave, imprescindible en varios aspectos diría yo.

En la segunda se encuentra su primera novela Valpore (2009), y las más recientes Paltarrealismo y Motel Ciudad Negra, ambas del 2014.

Antes  de que ninguna de ellas viera la luz, Gaete tenía clara una radical voluntad de estilo, hundida en la marginalidad, en un “colapso textual y el exceso en imágenes” que se ha hecho carne en ellas. En ese entonces reconocía influencias de

“González Vera, Emar, Cornejo, Gómez Morel, Rivano, Radrigán, Méndez Carrasco, Correa, Maquieira, Lihn. De afuera serían Céline, Palacio, Lamborghini, Arlt, Fogwill, Gombrowicz, Ungar, Sbarra, Copi, Miller, Bukowski, Burgess, Borroughs, Vian. Dick, Genet, Vallejo.” 

La lista sigue, ha seguido y seguirá. Porque es un devorador de libros, y un exigente creador de un canon personal que se solaza sobre todo en joyas que a veces pasan desapercibidas. Quizás por su formación como vendedor y comerciante del Mercado Cardonal de Valparaíso, Gaete no da puntada sin hilo, no tiene tiempo para perder tiempo y trata de acertar cuando tira. Pienso que por el lado de sus lecturas es lo mismo. Gracias a él llegué a Céline, a Lamborghini, a Fernando Vallejo, a Thomas Bernard y a Fabián Casas. Ahora le creo todo. Es decir, no todo, pero mucho. Porque esos mostros me han pegado fuerte y me han hecho creer que todavía hay mucho que decir, que la literatura debe golpear fuerte el espíritu y que hay una honestidad cruda en la ficción que lanza verdades casi como cuchillazos.

Un día Gaete me llamó por teléfono, diciéndome que tenía que contarme algo muy serio. Nos juntamos en el Gutemberg, un bar donde una vez compartí una mesa con puros árbitros de fútbol, que venían a su tercer tiempo desde las canchas del fútbol amateur porteño. Después apareció un flaco que mandaba combos al aire, entrenando para que le pegaran en un ring de box. Una mañana también conocí ahí a un veterano de Vietnam que había llegado a radicarse a Valparaíso, pero al que nunca más volví a ver. Era un excelente tema para una crónica de Ciudad Invisible, pero la dejé pasar como un imbécil. También conversé con varios travestis borrachos que no habían dormido en toda la noche. Y supe de unos ratis oscuros que querían irse sin pagar, hasta que un brasileño fracturado de un pie les robó las pistolas que habían exhibido sobre las mesas y que fue a dejar a una comisaría. Esta historia es completamente cierta. El José se llamaba el brasileño. Fue mi vecino, y con el tiempo supe que lo habían metido preso porque le gustaba jalar. En ese mismo bar, de nombre premonitorio, Cristóbal me contó su plan para dominar el mundo, o por lo menos para hacerlo estallar. Quizás no al mundo, pero sí a Valparaíso. Me voy a comprar una imprenta me dijo. Y la voy a convertir en mi bazuca, dijo. Cuando estuvo hace poco conmigo en La Serena, le recordé esas palabras y las confirmó, aunque agregando: “una bazuca de challa eso sí”.  Ése fue el inicio de su micro editorial Perro de puerto.

Ya en ese tiempo Gaete había descartado la posibilidad de hacer una editorial cartonera, porque era un gesto repetido y paradojalmente snob. El subdesarrollo y la miseria chilena y porteña es de otra calaña, me imagino pensaba él, y creía que se podía hacer ese mismo trabajo combativo con el otro tipo de materialidad que nos rodeaba. Y lo logró. Consiguió un equipo de trabajo y empezó a editar a gente que él quería ver en su canon personal. A mí me gusta mucho eso de las editoriales independientes y de las mircroeditoriales: en general tienen a escritores detrás que eligen a quienes publican. Sus catálogos entonces revelan la mayoría de las veces sus gustos personales y su manera de hacer visible lo que es notable pero nadie nota. Ahí me metió a mí entonces, y puedo decir con orgullo que estoy en ese catálogo junto a otros espléndidos fracasados como Pezoa Véliz, Alfonso Alcalde, Daniel Tapia, Ernesto Guajardo, Marcelo Mellado, Florencia Smith entre muchos otros. Las fronteras se han extendido y han llegado hasta Arica desde donde se trajo un libro de un joven poeta llamado Rodrigo Rojas Terán; se titula Cumbia ácida y es una visión cruda de los temporeros del Valle de Azapa. Su lirismo es turbio, hasta rancio, pero pega fuerte por su honestidad. Es una manera radical de ver el territorio desde la literatura, desde adentro, digamos, que es algo que Gaete y Perro de Puerto propician e impulsan.

La verdad es que la mayoría de los libros de la editorial le quedan fieros. Pero sé que es intencional. Son como el mismo Valparaíso que alguna vez habité y que actualmente habita Gaete: están a medio caer y a medio construir, pueden arder en cualquier momento, son muy desprolijos pero convencen, son bellos pero sucios, están llenos de descuidos y verdades, de ternura y violencia. Gaete en ese sentido también ha sido fundamental en mi formación como escritor. Creo que En el regazo de Belcebú, que publicó Perro de Puerto, es mi primer libro con algo de valor. Y si bien tenía una tirada de 150 ejemplares, hizo con él un trabajo de difusión formidable: creo que llegó a tener el máximo de recepción crítica con el mínimo de libros. Así fuimos –gracias a sus gestiones- a presentarlo a Punta Arenas, cosa que no es nada fácil, créanme, y que se convirtió en otra de mis experiencias fundamentales. Parte de la historia de su edición es notable. Recuerdo que estaba en Santiago y lo llamé para tener noticias suyas y de El regazo. Hablaba muy bajo, como si lo estuvieran espiando. Creyó que lo llamaba para cagüinear directo con él algo grave que le había pasado y de lo que yo no tenía la menor idea: un demente con el que vivía le había disparado en la mano; una situación que parecía sacada de uno de sus relatos, saturada de un absurdo que le trajo innumerables molestias, que dejó cicatrices. Me pidió que lo esperara, que él tenía verdaderos deseos de trabajar con mis cuentos, pero que debía pasar por una recuperación lenta. Yo me deshacía de ansiedad, pero acepté esperar, pensando que un bautizo de plomo y sangre era algo bueno para un libro como el que estábamos haciendo. Creo que nadie antes que él había dado un peso por mí. Antes de él nunca tuve razones reales para creer en mí mismo como escritor. Entonces le dije que ningún problema. Y creo que hice bien.

Ayer mismo terminé de leer Motel Ciudad Negra, y pienso que la Patricia Espinoza no se equivocó en nada de lo que dijo. “En este excelente libro hay convicción, locura y, por sobre todo, una prosa que no tiene puntos bajos”. Con lo difícil que es que esa mujer encuentre algo bueno, con lo mucho que se le nota a veces el encaprichamiento y lo que el viejo de mierda que es Harold Bloom llamó “la escuela del resentimiento”. Y tengo que aclarar que su crítica nada tiene que ver con que después de leer Motel Ciudad Negra me sintiera orgulloso de ser su amigo. Creo que Gaete va a seguir creciendo, porque su actitud es la que exige Fabián Casas cuando dice que el artista tiene que luchar con su habilidad. En este libro doma y pule sus intuiciones anteriores. Es mucho más prolijo, y la prolijidad es algo que siento le falta todavía, pero que puede llegar a ser un problema menor si la fuerza de sus convicciones lo sigue llevando a esos lugares inesperados y extraños a los que nos suele llevar. En esta novela en particular trabaja el narrador de manera formidable, y consigue de una manera menos chocante configurar un mundo ficticio que al igual que en el resto de sus narraciones no es sino un estado de la realidad en el que sus personajes se encuentran sumergidos y en el que se mueven con verosimilitud. Es fácil que el lector se subyugue y se vuelva un voyeur más, que flote en  las leyes dementes, violentas y tiernas de Motel Ciudad Negra y se convierta en uno de sus tristes habitantes. Eso me pasó a mí, y en su lectura probé de la mejor poesía a la que he podido acceder el último tiempo.

Hildegard Steffens, sugirió hace poco al presentar en Vicuña su documental sobre Tristán Altagracia que la poesía chilena es un gran taller. A mí me gusta esa idea y la extiendo a la literatura chilena en general. Me gusta más que la idea –también cierta- de que es un campo de batalla. En este gran taller a mí me gusta estar acompañado de Gaete. Como dije, yo no espero sino buenas cosas por venir de su trabajo. Cuando nos separamos en La Serena, con el sabor de la antitetánica en las venas, yo dije: qué bueno que llamó este conchesumadre, qué bueno haber podido conversar otra vez con el demonio. Se veía bien, y no era una alucinación mía. No olía a mierda, todo lo contrario. No tuve que huir de él, de hecho, quería que se quedara. Antes de que se fuera, le dejé el libro de crónicas de Álvaro Ruiz, un notable poeta de la zona. Me lo agradeció, recordándome que la crónica literaria es uno de sus géneros favoritos. También me sugirió que escribiera para Perro de Puerto un libro titulado Fiero. Acá fiero significa feo. Feo y feroz. A mí me gustan los fieros, a Gaete también. Andaba fiero, es terrible de fiero, entero fiero, quedó fiero. Se le dice a las personas, se le dice a los animales, se le dice a los objetos, se le dice a los lugares. Creo que nunca lo había escuchado para un libro; en ese contexto, es un buen título. Cortésmente le dije que no, porque tenía que terminar otras cosas. Pero uno no puede rechazar los ofrecimientos del diablo así como así. Voy a sellar el pacto, entonces, me dije a mí mismo, escribiéndole una crónica fiera donde él y yo nos veamos fieros como sus libros, que de tan fieros son hermosos. Y heme acá entonces, firmando con sangre el contrato, saliendo de mi propia Ciudad Negra, sin resentimiento ni nostalgia ni arrepentimiento, cantando,  cerrando este canto circular, este canto circular y fiero en honor al testimonio de su propia y fiera Ciudad Negra.
                                                        

La Serena 25 de septiembre de 2014



 



 

Proyecto Patrimonio— Año 2014 
A Página Principal
| A Archivo Cristobal Gaete | A Archivo Cristián Geisse | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Lectura en espera de la explosión: grotesco y exceso en Cristóbal Gaete.
Por Cristian Geisse Fiero