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Cristian Geisse, escritor:
«A la chucha con la moda, pienso que para escribir uno tiene que tratar de ser de verdad y no de cartón»

Por Benjamín Escobar
Publicado en Colera.cl, 26 de Octubre de 2016


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En el relieve montañoso de la cordillera andina el autor del Regazo de Belcebú (2011) busca salir del colapso propiciado por un exceso de tareas escolares que debe cumplir como profesor de lenguaje. En los espacios que quedan retoma la lectura de los versos de Alfonso Alcalde y escribe un tipo de narrativa que se ubica en los extramuros de las condiciones de producción de la literatura centralizada. Asimismo, la memoria fragmentada de niños que observan la dictadura es remplazada por el relato comunitario de un narrador que entra a través del Ñache a la concepción ancestral del mundo diaguita. En esta entrevista para Cólera, el autor de Ricardo Nixon School (2015) nos habla de su día a día como profesor, de su antagonismo literario con la crítica Patricia Espinosa y de su antigua compañía de títeres que lo hacía sentirse parte de la movida punk.

Me gustaría preguntarte por tu rol como profesor de lenguaje en Vicuña. Desde este lugar de trabajo, ¿cómo se ve la crisis de la educación chilena?
—Uf, esta pregunta da para rato. Primero que nada, tengo que decir que a veces es un verdadero placer hacer clases acá. Muchas veces son hijos de gente con la que soy amigo desde hace años. Y en general es cierto tipo de gente a la que conozco bien, digo en su forma de ser. Cerrunos, sencillos, buenos para la talla. Algo flojos y peladores, pero bueh. Me caen bien y siento cariño, aunque los trate a todos de usted y a veces tenga que ponerme pesado y la pase mal.

Respecto a lo de la crisis: este es un momento difícil, porque los cambios propuestos para nuestro sistema educativo se están recién implementado. Yo tengo fe en que terminen siendo los necesarios. Desde hace rato se alcanzó una cobertura universal, ahora falta que sea verdaderamente significativa para la vida de las personas. El colegio en el que trabajo se hizo gratuito. Según entiendo, el Estado ha actuado dubitativamente. Hace leyes y luego hace otras para modificar las que acaba de hacer. Veo que hay mucha gente asustada. Pero el que se desespera se ahoga. Y el problema es importante y hay que actuar informadamente, con inteligencia y decisión. Estamos hablando de justicia social. Pienso que los teóricos debieran ir más a terreno, aunque sin que nadie se sienta amedrentado. A veces son cosas muy puntuales las que hay que considerar.  

En estos momentos yo, por ejemplo, estoy hasta la tusa con pega. Yo había pedido muy poca para este año, porque quería escribir. Pero dos colegas colapsaron y tiraron licencia indefinidamente. Colapsaron, no dieron más. Les ha pasado a otros. No solo acá sino en casi todos lados. En este caso específico se sabe que no van a volver. Y —quizás porque es un pueblo algo alejado— ha sido muy difícil conseguir reemplazos. Yo no puedo dejarlos botados, pero estoy bastante chato. Ahora con suerte tengo tiempo para leer. Imagínate, ¿cómo puede un profesor no tener tiempo para leer, para aprender, para estudiar? Hacer pruebas, revisar pruebas, planificar actividades, elaborar guías. Se te va gran parte de la vida en eso. Tardes, mañanas, fines de semana. Y yo tengo apenas treinta horas. No entiendo cómo lo hacen los profesores que tienen cuarenta, en serio no lo entiendo. O bien, eso me hace entender que es un factor importante en la calidad de la educación. Diariamente veo alumnos ya grandes que no saben ni leer ni escribir. Salen de los colegios así. Incluso salen de las universidades sin esas habilidades.

Nos puedes contar en qué consiste el colectivo «Pueblos abandonados» y cuál es tu participación dentro de esta agrupación.
—Ya no estoy seguro de que el colectivo exista todavía. Ese fue un llamado que hizo Marcelo Mellado a repensar las formas de habitar y representar las provincias chilenas. Habíamos varios que ya lo estábamos haciendo y llegamos casi espontáneamente a reunirnos. Hubo un tiempo en que estuvo todo marchando, un manifiesto, encuentros, posibilidades de publicaciones en conjunto; pero todo lo sólido se difumina en el aire. A mí me cuestan los colectivos, quizás sea parte de la oscura herencia que Pinochet y sus secuaces forjaron en nuestra cultura. Pero me siento muy amigo de varios de los que fueron integrantes fundamentales: Mario Verdugo, Cristóbal Gaete, Daniel Rojas Pachas. Y siento respeto y admiración por lo que hacen Mellado y Barrientos. Todos ellos siguen ligados profundamente a la provincia y a las proposiciones que nos unieron en un principio. Quizás más adelante se rearme el cuento. Por ahora y por mi parte, todo lo que hago se desarrolla en un pueblo abandonado. Y si bien vivo cómodamente aquí, a veces siento muchas ganas de salir de él.

Según tu parecer, esta recopilación de cuentos se podría considerar fuera de los muros que rodean el centro de las condiciones de producción de la literatura contemporánea chilena, pensando en este narrador pre-moderno que relata historias comunitaria, alejado de los narradores infantiles de la dictadura que fragmentan su relato para construir ficciones autobiográficas.
—No estoy seguro de que ese sea mi parecer. Lo que sí sé es que a mí me interesa escribir sobre todo historias potentes y verdaderas. Por supuesto no estoy hablando de realismo. Más bien hablo de cierta honestidad brutal y sucia, mediada por las hermosas trampas de la ficción. Hasta el momento lo que he desplegado son algunos recursos que me parecen cómodos y en los que he llegado a manejarme. No sé por qué algunos dicen que soy pre-moderno. Tampoco me siento pre-post moderno. El otro día, desde acá en Vicuña escuchaba en YouTube a Piglia llamar tarados a los que se creen el cuento del posmodernismo. Todo en una clase sobre Borges que dio en la televisión argentina. Vicuña, Piglia, Borges, Youtube: yo soy absolutamente posmoderno, aunque no quiera. Además, por lo que entiendo, la posmodernidad aguanta casi todo, pues la validez de la diversidad de paradigmas es uno de sus puntos nucleares, entonces la perspectiva del huaso culiao que toma un alucinógeno en la cordillera también es posmoderna. Y la del joven neo-rural que ve al diablo porque tiene síndrome de abstinencia alcohólica, también. Sobre todo si entienden que no tienen claro qué mierda es lo que están viendo, si sienten esa duda epistemológica sobre la realidad que aparece en mis cuentos. Sin que sea totalmente evidente, yo tengo un rollo con la cognición, incluso con la neurobiología. La forma de leer la realidad es uno de los problemas más interesantes para mí. De cierta forma, la muerte de los metarrelatos, la fragmentación, el lenguaje como molde, las verdades en perspectiva y la marginalidad como centro también están ahí, porque como un habitante de este mundo me es casi imposible sustraerme a ese tipo de influencias, por más aislada que a algunos les parezca la situación desde la que hablo. Tengo un proyecto literario alternativo a mis relatos sobre el diablo, donde todo eso es más claro y radical. Pero tampoco ando tratando de parecer posmoderno, porque me parece feo querer que sepan que uno está a la moda. A la chucha con la moda. Como te digo, pienso que para escribir uno tiene que tratar de ser de verdad y no de cartón.

Resulta interesante pensar que los personajes que construyen el libro se desprenden de los modelos de vida propuestos por el sistema neoliberal —empresarios, políticos o profesores universitarios—, mas deambulan por los pasillos o callejones secretos del monstruo construido por la modernidad tardía. Dentro de este panorama, ¿qué resignificación realiza la novela del viaje alucinatorio y los posteriores encuentros con una mitología ancestral como Belcebú?
—Como la gran mayoría de los siete mil millones de infelices que habitan este planeta, esos personajes no están en una posición privilegiada, ni viven en una situación de poder que les permita imponer su visión. Pero experimentan el mundo con la intensidad del que más. En el caso específico de «¿Has visto un dios morir?» —uno de los cuentos del libro—, por ejemplo, hay un enfrentamiento brutal de un personaje anónimo con antiguos problemas históricos no resueltos. También una experiencia cercana el terror cósmico, que hoy no necesariamente es algo ajeno a mucha gente que vive en estos tiempos posmodernos. Yo escribí eso tratando de imaginarme cómo sería ver al dios de los llamados indios diaguitas morir, cómo sería ver a cualquier dios morir. Y verlo morir hoy, frente a nuestros ojos. Y ahí está el cuento. Quizás, en una de esas, me interesaba dar a entender que Belcebú, el mal, la posibilidad de la destrucción está dentro de nosotros, no necesariamente como una entidad aislada y exterior, sino que dentro de nosotros. Por eso muchos de mis personajes ven al diablo cuando consumen una droga, o cuando tienen un quiebre psicológico y no se les aparece así no más. Aunque sinceramente, no estoy del todo seguro de lo que quería cuando escribí los cuentos y quizás sea mejor así.

Me gustaría preguntarte por un personaje en particular: el abuelo del cuento «¿Has visto un Dios morir?», ya que este individuo, sin cumplir con ninguno de los requisitos asignados al sujeto que defendería una causa política, realiza un cuestionamiento directo al trato que han tenido los pueblos indígenas del norte por parte del conocimiento occidental.
—Hace poco encontraron acá, saliendo de La Serena, uno de los hallazgos arqueológicos más importantes relacionado con esos pueblos. Por lo que sé, se sabía hace más de 70 años que ahí había un inmenso cementerio de más de 400 hectáreas. Eran asentamientos indígenas muy numerosos. Encontraron una tumba de un chamán, con sus instrumentos rituales, incluyendo artículos para consumir alucinógenos. Impresionante. Si se sabía que ese sitio arqueológico estaba ahí, ¿por qué no lo estudiaron antes? A mí hace años me empezó a llamar la atención que la gente de esta zona no tuviera casi la menor idea de quiénes eran los pueblos aborígenes. Continuamente pregunto a los alumnos, gente de acá mismo, de padres hijos de padres, hijos de padres, de acá mismo, en qué creían esas personas, qué palabras conocen de su idioma, qué comían. Nunca saben. Los que saben son muy pocos, en general son arqueólogos o gente que estudió historia, y tampoco están seguros de que lo que sepan sea la versión definitiva. ¿Qué mierda pasó? Había muchas personas. ¿Cómo desaparecieron sin dejar un rastro real dentro de nuestra forma de mirar el mundo? Mis respuestas apuntan a una brutalidad atenuada por el tiempo, suavizada. Eso me conmovió profundamente. Todavía me conmueve. Yo no soy un indígena, tampoco me interesa parecerlo o dármelas de. Sería algo muy falso e impostado, oportunista. Pero creo que hay que saber, que hay que entender. Creo que eso nos puede ayudar a saber cómo funciona a veces el mundo. El abuelo de «¿Has visto a un dios morir?» es una reacción posible a esa forma de funcionar del mundo; una reacción que en todo caso jamás he visto en nadie por estos lados y que yo inventé porque siempre me pareció raro que esa reacción no existiera.

Hace algunas semanas asistí a un coloquio Interdisciplinario de Género y Humanidades que organizaba la Universidad Católica. Una de las ponencias estuvo a cargo de la crítica literaria Patricia Espinosa, quien planteaba una construcción de lo femenino sometido a la hegemonía patriarcal en la narrativa contemporánea chilena. Uno de los ejemplos que utilizó fue tu novela Ricardo Nixon School, de la cual señaló: «en este pequeño grupo de mujeres tiene lugar la alumna más bella y seductora del curso. El profesor la desea sexualmente y sueña con disputarla cual trofeo al novio de la chica. Seducir a menores de edad es un acto naturalizado en este relato al construir un femenino que se convierte en la única posibilidad de relación para el protagonista». ¿Qué te parece esta catalogación literaria sobre la novela? ¿Te parece que en tu novela se ejerce violencia simbólica frente a la mujer?
—La verdad es que no considero a Patricia Espinosa una crítica muy inteligente. Incluso, me parece bastante poco creíble y se me hace difícil tomarla en serio. De hecho, es posible que esté haciendo el papel del tonto útil —o de la tonta útil, no se vaya a ofender— de algunas causas que abraza fanáticamente. Por supuesto lo hace calculada y oportunistamente, pues quiere poder. Hablamos sobre todo de poder simbólico. Creo que ella sí ha conseguido ese poder y lo ejerce con mucha violencia. A pesar de eso, que me molesta mucho, a veces leo algunas de sus críticas en  Las Últimas Noticias  para reírme. Suele dar espectáculos grotescos. Quizás sea una cosa de número de caracteres, pero suele parecer una loca furiosa ensañándose histéricamente con una pobre víctima que incluyó en su libro, algo que le pareció inadecuado para sus parámetros ideológicos o éticos. Casi una fascista. El profesor del Ricardo Nixon School apenas le dirige la palabra a la alumna. Nunca se decide a hablarle directamente y difícilmente trata de seducirla. Pero ella lo llamó en otro lado un «rotundo pedófilo». En esa ocasión ni siquiera habló de «menor de edad», que es una categoría algo flexible, sino que derechamente dijo «pedófilo». En algún momento me pareció algo muy serio. Usar la palabra pedófilo para este caso, me parece un gesto venenoso. Yo lo vi como una especie de agresión desmedida, probablemente porque le eché la talla en un artículo que escribí. Al parecer tiene muy mal humor. Afortunadamente casi nadie la lee, por lo menos fuera del muy reducido campo literario chileno, porque si no, quizás, yo —en una de esas— hubiese llegado a tener un problema. Son palabras muy fuertes y en el tipo de trabajo en el que me desempeño, algo así puede terminar destruyendo la vida de personas inocentes. No solo laboral, sino también sentimental y familiarmente. Por suerte, nunca me he visto en una situación así y me cuido muchísimo para que jamás suceda algo parecido. Mira, yo en otros lugares he tratado el tema de la pedofilia, pero precisamente porque me parece una de las formas más atroces y horrorosas de entrar al infierno. Y seguí ahí a Dostoievsky. Aunque ella no tiene idea de eso. Entonces me pareció una forma muy baja de ataque y una burda malintención. Quizás un muy desafortunado descuido semántico, pero no sé, creo que tengo derecho a dudar. No me asusté mucho tampoco, porque pienso que cualquiera que lea la novela percibe que su crítica es una pataleta. Pienso que a veces ella juega en su propia contra y se autodesprestigia. Y no solo a ella misma, sino a las causas que parece defender, porque termina haciéndolas caricaturescas. Y siendo muy válidas y serias, les resta validez y seriedad mediante sus reacciones grotescas. De todas formas, es una especie de matonaje el que ejerce. Por lo demás, escribe bastante mal. Es palabrera y —sin haber profundizado mucho en sus trabajos— es ese tipo de crítico que en algunas instancias abusa de la jerga y hasta enturbia las aguas para hacerlas parecer profundas. A veces ni siquiera toca los libros que critica y se da vueltas en sus propios fantasmas. Yo le tengo varios apodos. Los he usado en una ficción que estoy escribiendo, donde hay un personaje que es una chancha peluda que se las da de crítica literaria. En todo caso, todos los personajes son animales y ella apenas ocupa un par de líneas. Digamos que no merece más, es una suerte de pequeña venganza personal a la que tengo derecho. En una de esas ni la pongo, porque como te digo, mejor ni preocuparme. Quizás sí me preocupe si sigue así de violenta y esa violencia llega a repercutir en mi vida, más allá del campo literario. Ahí sí la cosa se pone fea.

Dentro de la fauna de alumnos —«personajes que parecían sacados del circo de Marilyn Manson»— que conforman los cursos del Nixon School, aparece un alumno —Terri— que es un perro con chaqueta de mezclilla que quiebra emocionalmente al personaje principal y parte la trama de la novela en dos. ¿Cuál es la intención de elaborar un recurso literario como el alumno-perro? ¿Qué importancia tiene lo inverosímil en la novela?
—Oye, quedé medio tiritón con la respuesta anterior. Y sin alejarme de lo que estás preguntando, me gustaría agregar que es legítimo aventurar interpretaciones. Aunque esas interpretaciones a veces pueden revelar más cosas del que está interpretando que del mensaje mismo. Entiendo que Kafka exigía que se alejaran de la posibilidad de alegorías en sus relatos, pero pienso que quizás entendía que era inevitable que surgieran. Quiero pensar que mi interpretación de mi libro es mía y que todos tienen derecho a las suyas propias, aun cuando se vayan para el lado de los quesos. Las lecturas aberrantes son un temazo. No tengo una intención definida al elaborar un recurso literario como un alumno perro. En este caso me interesa que la interpretación quede abierta. Pero puedo decir esto: el perro callejero y abandonado puede ser un símbolo potente en este país, que tiene todavía una fijación importante con los quiltros. Le gustan y hasta se enorgullece de ellos, aunque no suele hacerse verdaderamente cargo. Me gustaría recordar también, en todo caso, que el profesor Navarro a veces soñaba que era un alumno más del Ricardo Nixon School y que al final de la novela vivió por un rato en medio de una jauría de perros abandonados. Él también es un quiltro.

Nicanor Parra escribe en uno de los versos de «Autorretrato»: «Por el exceso de trabajo, a veces veo formas en el aire, oigo carreras locas, risas, conversaciones criminales». ¿Te parece que la novela dialoga con este poema parriano? ¿Arturo Navarro es ese mismo profesor de liceo oscuro bajo tu estética narrativa y las circunstancias materiales de la era de la globalización?
—Por supuesto. La cara abofeteada. Las quinientas horas semanales. Él, que se había visto limando las caras del diamante. A mí Nicanor Parra me ha dado lecciones sobre pedagogía, quizás más potentes que la Gabriela Mistral. El artefacto «Hágase hombre, señor profesor, y déjese de poner notitas» es un mantra para mí y contiene una clave fundamental para todo aquel que tenga que hacer la pega docente. Quizás alguien como la Patricia Espinosa interprete ese texto como una manifestación falocéntrica de la tradición patriarcal pedagógica, donde la verticalidad y la relación con el otro se ve manifestada en una semántica subsumida en el permanente devenir hegemónico de la hombría como yugo de lo femenino oprimido. No estoy seguro de que ese tipo de lectura sirva para nada. Yo lo veo desde un punto de vista más aterrizado: los profesores son gente que trabaja con gente, y la sala de clases es un lugar donde formas muy intensas de humanidad —positivas y negativas— se ponen en juego y salen a la luz. El profesor debe poner notas, aunque su labor es otra: enseñar. Hay veces en que lo primero termina siendo más importante que lo segundo. Pero un sistema de cosas agobiante y devorador lo hace difícil y los profes se traicionan a sí mismos y a su labor. Navarro es claramente más cercano al antihéroe parriano que al mesianismo de la Mistral, un tipo lleno de dudas y defectos, que vive una intensa crisis personal y que no está seguro para dónde va la micro. Para la Gabriela, la educación es un apostolado, casi una visión religiosa. Dice, por ejemplo: «Todo para la escuela, nada para nosotras». Navarro está muy lejos de ahí.

Me gustaría que nos hablaras de tu compañía de títeres El teatro pobre de Matusalén.
—¿Y cómo supiste de ella? Yo tuve esa compañía junto a amigos que están entrañablemente en mi corazón y que van a seguir ahí en parte gracias a eso que compartimos juntos. Y hablo tanto de los títeres como de los titiriteros. Fue una manera de tener una banda de rock. Aunque quizás más preciso sería decir, de punk, que no es un estilo musical que me guste demasiado, pero sí tiene una actitud que me acomodaba cuando fui joven y lleno de bellos ideales. En nuestro caso, fue una forma algo tosca y adolescentaria de hacer arte. Quisiera decir también que quizás sea una forma de arte o artesanía muy completa: juegan ahí la música, la poesía, la pantomima, la pintura, la escultura, la danza. Y esa manifestación profundamente humana que es la actuación. Además es una forma de arte colectivo, lo que lo hace muy notable. Los títeres además tienen algo muy potente, relacionado con la máscara y el trance. Pero no me voy a poner aquí a hacer titirología. Solo quiero agregar lo siguiente: gente como Peirano y su mafia merecen todo mi respeto y admiración. Especialmente él, que es ultramultifácetico. Dibuja, hace guiones, dirige, hace canciones. Estoy seguro de que escribe. Quizás hasta poemas hace. Capaz que sean buenos. Pero eso de hacer poemas puede llegar a ser una de las formas más tristes de creerte la raja y quedar solo. Seguro que no quiere eso. Me da la impresión que lo suyo es un rollo con la cultura popular masiva y las formas alternativas de arte que pueden surgir de ahí. Como sea, él me parece que va a llegar con gracia a ciertos niveles de excelencia, sin dársela de. Yo le tiro toda la pérgola porque se dejó llevar por sus instintos, porque parece haber sido espontáneo y honesto consigo mismo. Mucha gente con temperamento artístico se demora en decidirse por una forma específica de lo que podríamos considerar su talento. Poca gente —como él— sigue jugando con varias. Aunque en realidad hace tiempo que ya no sé en qué está. El punto es que en algún momento yo quise ser así. Pero no funcionó. Creo que me faltó convicción. Y disciplina. Y plata. Pero bueno, eso último era parte de la poética que estábamos armando.

Háblanos sobre un autor que ha sido fundamental en tus lecturas: Alfonso Alcalde.
—Alfonso Alcalde es un maestro y un amigo. Yo lo quiero mucho, con todo mi corazón. La otra vez pensaba en la forma como los fracasos se vuelven triunfos. Hay quienes consideran que el Ulysses de Joyce es un gran acto fallido, un fracaso formidable. Todavía más en  Finnegans Wake. De todas formas es imposible dejar de ver proezas en esos objetos de arte. Apuestas muy elevadas, y posiblemente magníficas pérdidas. Alfonso jugó casi siempre de esa manera. Es un gran fracasado, un fracaso hermoso. Lo digo lleno de admiración y amor. Quizás haya fracasado en todo lo que se propuso, pero dio extraordinarios saltos al vacío. Y consiguió cosas muy importantes así y de esa manera nos dio poderosas lecciones. En estos momentos estoy buscando la forma de ponerme a trabajar en la transcripción de su reportaje sobre el salitre que está terminado, que es bellísimo, pero que jamás vio la luz. Es algo que debe hacerse, no hacerlo puede ser una pérdida importante para todos. Pero no sé cómo lograrlo sin que parezca una manda. Quién sabe, en una de esas es la única forma. Ya veremos.


 

 

 

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Cristian Geisse, escritor:
«A la chucha con la moda, pienso que para escribir uno tiene que tratar de ser de verdad y no de cartón»
Por Benjamín Escobar
Publicado en Colera.cl, 26 de Octubre de 2016