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Los años de la difícil juventud

Por Jorge Edwards
Publicado en El Mercurio, 11 de enero de 1998


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Ahora, con largos años de perspectiva, tengo la impresión de haber ingresado a la literatura por dos caminos diferentes, en cierto modo contrapuestos: el de la fascinación estética y el de la cavilación, la duda, la inquietud de una especie que podríamos llamar moral y hasta religiosa. Sospecho que tomé el primero de los caminos cuando descubrí de niño el universo de la música y cuando un poco después, en los bancos del colegio, leí por azar, por ociosidad, por lo que fuera, versos de San Juan de la Cruz, de Quevedo, de Arthur Rimbaud, lecturas que fueron continuadas de un modo natural con escritores españoles de la generación del 98 y con el James Joyce de Dublineses y de Retrato del artista adolescente.

En mi caso particular, el segundo de los caminos, el de la reflexión filosófica y moral, fue abierto en gran parte por la lectura adolescente, a partir de los catorce años de edad, de los ensayos de Miguel de Unamuno. Leer a Unamuno en ese momento significó para mí entrar en la órbita, en la atmósfera intelectual, de una serie de escritores citados con insistencia y con admiración entusiasta por el autor de El sentimiento trágico de la vida. Fue una iniciación en el sentido más propio y profundo del término.

Entre aquellos autores del mundo unamuniano había dos grandes clásicos, Cervantes y Shakespeare, y dos pensadores que ya podríamos llamar modernos, Jean-Jacques Rousseau y Soren Kierkegaard.

Ahora releo los cuentos de La difícil juventud de Claudio Giaconi, textos que mucha gente de mi generación conoció antes incluso de su aparición en forma de libro, en el año remoto de 1955, en tiempos de juventud plena, agitada y sin duda endiabladamente difícil, y me encuentro casi a boca de jarro con los últimos nombres. Gabriel, protagonista del relato que le da el título al libro, cuyo apellido se conoce pero nunca se nombra, como si nombrarlo introdujera un lastre excesivo de realidad, lastre reservado para la madre y el hermano del personaje, declara en uno de los episodios centrales, en forma ostentosa y provocativa, que está leyendo las Confesiones, de Rousseau. Sigue una discusión en la que Gabriel destaca la nobleza del ginebrino, su marginalidad superior (“Un incomprendido, un hombre que apuntó demasiado alto...”), su espíritu revolucionario. El contradictor de Gabriel, que no por nada es un sacerdote, el padre Pablo, rechaza lo que llama el narcisismo de Rousseau, manifiesta su desconfianza frente a las revoluciones y hace una curiosa apología de Voltaire, de su lucidez y su perspectiva, cosa que Gabriel escucha con evidente disgusto y hasta “con una especie de horror”.

En otro párrafo del mismo cuento se habla de Kierkegaard, y se lo cita, precisamente, para criticar al padre Pablo, para indicar que su actitud ante la religión no coincidía en absoluto con la de los Caballeros de la Fe del pensador danés. La crítica no sería interesante, no tendría un sentido revelador, si el padre Pablo fuera un ser enteramente mediocre. Pero el padre Pablo es más que eso. El lector adivina que en su juventud ha tenido ideales, inquietudes superiores, y que con el tiempo se ha cansado, terminando por adaptarse al mundo eclesiástico institucional con toda su rutina. En buenas cuentas, la juventud, según Giaconi, inevitablemente difícil, es un período de mayor nobleza y de mayor riesgo, así como la edad trae de un modo implacable rutina y deterioro de todo orden. El texto tiene muchos personajes, pero funciona en forma binaria, como juego de oposiciones entre Gabriel, con su ídolo Jean-Jacques Rousseau, y el padre Pablo con su admirado Voltaire. La visión de Gabriel, en contraste con los conceptos volterianos de su interlocutor, podría definirse como romántica o neorromántica. Lo curioso es que el libro cita el romanticismo de diversas maneras, sin excluir, en El conferenciante, el tono de humor y la caricatura. Me imagino que Claudio Giaconi, al escribir así, al transformar el tema del romanticismo en materia literaria, percibía con agudeza el carácter anacrónico, marginal, que tenía la sensibilidad romántica, en cualquiera de sus expresiones, en el Chile de los años cincuenta. El Huidobro de Altazor, ligado al movimiento romántico por los vasos comunicantes de la vanguardia, había muerto. Neruda había renegado de Residencia en la tierra y se encontraba en lo mejor de su etapa estalinista. Ahora bien, las afinidades de Giaconi, como las de casi todos los escritores de nuestra generación, iban por el lado de las Residencias, cerca de Huidobro vanguardista y del Nicanor Parra de los antipoemas.

Los epígrafes siempre son enormemente reveladores, sobre todo en un libro como éste, donde la literatura y la reflexión literaria forman parte del texto. Alone al escribir su comentario crítico dominical en los días de la publicación de La difícil juventud, pareció caer recién en la cuenta de esto. Ahora bien, Alone, precisamente, era un típico volteriano, un epígono del Chile afrancesado y laico que ya había entrado en crisis en aquella década. Estaba lejos del subjetivismo angustiado de Rousseau, el que entusiasmaba a Unamuno, así como estaba lejos de las nociones contemporáneas de intertextualidad. Uno de los epígrafes de La difícil juventud, válido, a diferencia de la mayoría de los epígrafes del libro, para todo el conjunto de cuentos, proviene de Soliloquio del individuo, uno de los primeros antipoemas importantes de Parra:

Me preguntaron que de dónde venía
Contesté que sí, que no tenía planes determinados
Contesté que no, que de ahí en adelante.

Era todo un programa, desde luego, pero un programa, por así decirlo, sin imposiciones programáticas, que ponía en tela de juicio los viejos principios de la lógica formal. Quedaban lejos el regionalismo narrativo y los realismos de todo orden, sin excluir el realismo socialista que se nos predicaba con la mayor seriedad desde las filas de la izquierda militante. Podríamos aceptar, quizás, la idea sartriana del compromiso en la obra narrativa, pero incluso en este aspecto tengo ahora serias dudas. El presente, y a él pertenece la revisión actual de un libro, altera el pasado, cosa que me parece haber leído una vez más; dicho de otro modo, en el ensayo de Claudio Giaconi sobre Gogol, Un hombre en la trampa, curioso gemelo ensayístico de La difícil juventud. En los años cincuenta parecía que el autor central de la literatura francesa de la época era Jean-Paul Sartre. Desde la perspectiva de hoy, desde las relecturas actuales, tengo la impresión, en cambio, de que el Albert Camus de El extranjero estaba mucho más cerca del tono, de la atmósfera, de la “extrañeza” que se respiraba en los relatos de Giaconi. Es probable que Giaconi ya lo supiera en aquella época. Nuestro amigo Jaime Laso Jarpa, a quien está dedicado uno de los cuentos, lo sabía perfectamente y lo proclamaba a cada rato, en las circunstancias más insólitas, a grito pelado.

Entré a la literatura sin darme cuenta, como un deslizamiento desde la lectura, sin medir todas las consecuencias del asunto, sin reflexionar demasiado, como una pasión y algo parecido a una transgresión, pero entré a la vida literaria, en cambio, con dificultad, con toda clase de tropiezos. Así, por lo menos, veo las cosas desde esta vuelta del largo camino. La vida literaria estuvo desde los inicios, y sobre todo entonces, llena de sorpresas, de trampas, de sectores peligrosos. Podría escribir ahora largas páginas sobre aquellas experiencias de iniciación. Pero mi objetivo, por ahora, consiste en dar cuenta de la aparición de Claudio Giaconi en nuestro escenario. La aparición suya y de La difícil juventud, seguida poco después por El sueño de Amadeo y por Un hombre en la trampa. El primer personaje de la vida literaria y artística santiaguina que conocí fue Alejandro Jodorowsky. Lo encontré en las habitaciones del fondo de la llamada Casa del Coro de la Universidad de Chile, en la calle Lira, rodeado por las hijas de Pilo Yáñez o, si ustedes prefieren, Juan Emar, que lo ayudaban a fabricar sus títeres. Lo primero que hizo Jodorowsky fue pedirme que nos pusiéramos sendas capas rojas, llevarme al techo de la casa y mostrarme los patios del manicomio vecino. No sé si pensaba en Fausto y en Mefistófeles, o en Dante y Virgilio. Yo recuerdo las morisquetas, los gritos, las cabezas calvas de los pensionados, que nos miraban y miraban nuestras capas. No era una mala introducción, me digo ahora, en el mundo de lo que se llamaría más tarde Generación del Cincuenta. Jodorowsky me introdujo también a la lectura de los grandes narradores del género fantástico: Aloysius Bertrand, Marcel Schwob, Lord Dunsany, Gustav Meyrinck, Franz Kafka, Jorge Luis Borges. Una tarde, a la salida de la casa de los títeres, del coro, de la pantomima, del vecindario de locos, me llevó a una pensión de mala muerte, a orillas del Parque Forestal, y me presentó a Enrique Lafourcade. Compartimos entre los tres, si no recuerdo mal, la tortilla de zanahorias más escuálida que he visto en mi vida, además de una sopa aguachenta. Más tarde conocí a Enrique Lihn y exploramos territorios cercanos al pensamiento europeo reciente: Heidegger, Jean-Paul Sartre y de nuevo Kierkegaard. Ya había leído el Ulises de Joyce con tenacidad, casi con ferocidad, y me embarqué en esos años en la lectura de William Faulkner y Marcel Proust. Conocí en aquellos mismos días a David Rosenmann Taub, a Alberto Rubio, al pintor Carlos Faz, que llegaba de Viña del Mar y que pintaba escenas de una suerte de Edad Media imaginaria, inmersa en el sueño, pero con ocasionales pinceladas entre la pintura de Faz y los narradores del género fantástico, pero también había un aire de los antipoemas de Parra.

Claudio Giaconi, por lo menos para mí, apareció un poco más tarde. Tengo la impresión un tanto extraña y a la vez persistente de que se desprendió de los árboles del Parque Forestal, delgado, con la mano derecha colocada entre los botones de la chaqueta, con un libro en la izquierda, con una desenvoltura sin duda elegante en la manera de caminar y de vestirse, con una expresión entre irónica y subrepticia, oblicua. En algún momento declaró, si no me equivoco, que él era “el Faulkner chileno”. En otras palabras, él era nuestro Faulkner y el Parque Forestal con sus alrededores era nuestro Yoknapatawpha, el condado ficticio donde ocurren las historias del novelista del sur de los Estados Unidos. Como se sabe ahora, Faulkner escogió el nombre indígena de un río para bautizar su territorio novelesco, de manera que el Mapocho podría ser, con alguna propiedad, el equivalente criollo de Yoknapatawpha.

Eran años en que nuestro aire, todavía puro, estaba enteramente contaminado por la literatura. Éramos ingenuos, sin duda, pero aspirábamos a salir por la vía más rápida posible de la ingenuidad y de la ignorancia. Más adelante vendría el período del éxodo, de la dispersión por el mundo. Ahora creo que en aquellos comienzos de la década del cincuenta practicábamos la evasión por medio de la lectura, de la escritura, de la divagación interminable y fantasiosa, de la exploración de lugares extravagantes, dotados para nosotros de alguna forma de magia. Neruda, que me había vaticinado en el momento de conocerme que mis andanzas por la vida literaria serían difíciles, me comentó más de una vez que los jóvenes de la generación mía, a diferencia de los de su tiempo, lo sabíamos todo. La observación de Neruda tenía, desde luego, un lado cómico, bromista. No deja de ser sorprendente, sin embargo, en la relectura de hoy, la densidad de citas y de reflexión literaria que tienen los cuentos de Giaconi. Ese personaje que salía de entre los árboles, con una desenvoltura graciosa, con una mirada oblicua, con un libro en la mano izquierda, no era una imagen arbitraria, una simple invención dotada de las apariencias de un recuerdo. Ahora bien, más que la carga de Faulkner, lo que distinguía a Claudio Giaconi era una lectura intensa, apasionada, llevada a los límites máximos de la identificación, de los grandes cuentistas y novelistas rusos. Ahora releo Un hombre en la trampa, el ensayo sobre Nikolai Vasilievich Gogol, y compruebo que Giaconi tenía una percepción especial sorprendentemente aguda de los aspectos grotescos y picarescos de la narrativa rusa del siglo XIX. Entendió la síntesis profunda, esencial, de lo grotesco y de lo trágico en los personajes de Gogol, de Dostoievski, de Chejov. No sé si capté entonces, pero me parece captar hoy la relación entre aquella marginalidad, aquella síntesis difícil, aquel carácter binario de las situaciones, y el Quijote, relación en la que Giaconi no insiste, pero que insinúa en más de algún párrafo. También observo ahora que las reflexiones de Mijail Bajtin, el gran crítico ruso moderno de Dostoievski y de Rabelais, tienen más de algún punto en común con las del joven Giaconi ensayista.

Haré algunas observaciones más bien rápidas, generales, desprovistas de toda pretensión académica, provocadas por mi relectura reciente de La difícil juventud. Quizás debería definirlas como impresiones de lectura, aun cuando nosotros, en los años cincuenta, calificábamos al primer comentarista de este libro en la prensa de Santiago, Hernán Díaz Arrieta, Alone, de un modo fuertemente peyorativo, como “crítico impresionista”. Es probable, me digo, que nos falten unos cuantos críticos impresionistas de la calidad de Alone en el panorama interesante, pero desmotivado, árido, de la literatura chilena de hoy.

Diría, para comenzar, que ya en el primero de los cuentos, el que lleva el título del libro, el joven Giaconi nos llevaba a un tema muy ruso, pero a la vez contemporáneo, muy vigente: el de la religiosidad ajena a las instituciones, alejada de los dogmas, de los ritos, de las capillas. La mención de Kierkegaard y de Rousseau no era vana. En el terreno de la ficción y con la opacidad y la ironía propias de la ficción, entregaba una constelación de significados. El tratamiento era simple: la dualidad de Gabriel y el padre Pablo, repetida en la de Rousseau y Voltaire, estaba tratada con crudeza, con ingenuidad juvenil, pero conserva hasta hoy su fuerza, su frescura. Enseguida, los cuentos de Giaconi trajeron a la literatura chilena una estética de lo sombrío, de lo obsesivo y enfermizo, de lo que se encuentra detrás de las apariencias y es posible percibir en una segunda mirada. “¡Qué gran enterrador!” escribió Alone, con su lucidez tranquila que el mundo local, siempre necesitado de la farsa, de la exageración, de la tontería grave, no tomaba en serio. Giaconi, sin embargo, con algo que podríamos llamar emoción fría, era demoledor, enterrador; y al mismo tiempo, y en cierta medida por eso mismo, era fundador. La crítica sin concesiones del pasado, que hacíamos de diferentes maneras, implicaba una apertura, un nuevo punto de partida. No sabíamos con exactitud hacia dónde se dirigía ese arrebato de carácter fundacional, esa negación que no podía existir sin la afirmación de otras cosas, pero quizás era inevitable que así fuera. En una época de polarización y de dogmatismo, preferíamos quedarnos en el umbral. Creo que con plena conciencia de los límites y a la vez de las posibilidades de esta actitud.

Abro una página cualquiera de La difícil juventud y me topo, en Estudio de una sospecha, con la descripción de una plaza de provincia a las tres de la tarde. Podría ser una descripción de Eduardo Barrios o de González Vera, incluso de Manuel Rojas, si queremos acercarnos a los años cincuenta, pero interviene en todo el párrafo un elemento diferente: esa extrañeza de que hablé antes a propósito de Albert Camus y de El extranjero. Había en aquella plaza un polvillo mineral persistente y una música chillona, transmitida por altoparlantes, que “no alcanzaba a turbar una quietud vagamente intranquilizadora, que flotaba por cuenta propia, independiente de la melodía”.

Era una crisis profunda que se gestaba, un cambio de época. El Chile donde nunca pasaba nada era un Chile que moría, como lo sugiere de modo metafórico el último cuento del libro. Hay que leer ahora La difícil juventud, que conserva toda su vigencia, así como hay que leer también Un hombre en la trampa, y revisar nuestra visión del pasado. Para comprender y para enriquecer nuestra conciencia.


Octubre de 1997



 

 

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