Poesía joven chilena: casos de estudio [1]
Cristián Gómez O.
Case Western Reserve University
Parto necesariamente explicando el título de esta ponencia. Mi interés por la escritura de algunos poetas jóvenes chilenos, como Enrique Winter (1982), César Cabello Salazar (1976), Ángel Valdebenito (1978) y Manuel Illanes (1979), entre otros, se debe a las tendencias escriturales y las áreas de representación que estos autores inauguran y continúan. Pero por sobre todo mi interés nace de su relación creativa con el contexto cultural y político que les toca vivir, donde las formas de afrontar éste variarán considerablemente, aun cuando se mantenga entre ellos el denominador común de cuestionar no sólo las tradiciones literarias heredadas (el larismo, la poesía crítica de Lihn, las pandillas juveniles), sino además el estatuto mismo de la literatura.
Con el fin de describir, aun cuando someramente, el panorama público con el que estos autores tienen que lidiar, quisiera hacerme parte también de las distinciones que hace Luis Ernesto Cárcamo, en relación con la situación actual del capitalismo tal y como lo conocemos en nuestros países hoy:
En las frases de apertura de la sección primera del volumen de El capital,
Marx escribe: “La riqueza de las sociedades en que impera el régimen
capitalista de producción se nos aparece como ‘un inmenso arsenal de
mercancías’ y la mercancía como su forma elemental’ (3). Hoy, esta “forma elemental” se ha vuelto más compleja en el tramado post-industrial
del sistema de mercado, cuya red discursiva -marcas, logos, isotipos,
diseños- se superpone a la objetualidad concreta de lo que se consume.
De esta forma, la fetichización opera en torno a una especie de mercancía
desrrealizada” (52)
Cárcamo busca poner de relieve el descentramiento y la desterritorialización que los discursos de la cultura pública, de la ficción literaria, como asimismo del discurso económico, han experimentado en medio de la implantación en Chile de la hegemonía monetarista (a partir de la conversión del sistema estatista a uno cada vez más marcado por la prédica de los Chicago Boys y su pope Milton Friedman, fundamentalmente durante la dictadura pinochetista, pero también después de ella), toda vez que el estadio actual del capitalismo mina cualquier ligazón entre el territorio y el referente, “constituyéndose, hegemónicamente, a través de una semiosis espectacularizada de signos e imágenes” (25).
De aquí que la pérdida de identidad a causa de lo que algunos consideran como la imitación de modelos extranjeros, la publicidad y el consumismo, puedan igualmente asimilarse como lugares de arraigo para formas divergentes de identidad. Néstor García Canclini, en la Introducción de su libro Consumidores y ciudadanos (1999), señala que
nos hemos alejado de la época en que las identidades se definían por esencias ahistóricas: ahora se configuran más bien en el consumo, dependen de lo que
uno posee o es capaz de llegar a apropiarse. Las transformaciones constantes
en las tecnologías de producción, en el diseño de los objetos, en la
comunicación más extensiva e intensiva entre sociedades —y de lo que esto
genera en la ampliación de deseos y expectativas— vuelven inestables las
identidades fijadas en repertorios de bienes exclusivos de una comunidad étnica o nacional. Esa versión política del estar contento con lo que se tiene
que fue el nacionalismo de los años sesenta y setenta, es vista hoy como el último esfuerzo de las elites desarrollistas, las clases medias y algunos
movimientos populares por contener dentro de las tambaleantes fronteras
nacionales la explosión globalizada de las identidades y de los bienes de
consumo que las diferenciaban”. (1)
Teniendo en cuenta lo anterior es que podemos trazar algunas líneas en torno a la poética de los autores arriba mencionados, empezando por el último libro hasta ahora publicado por Enrique Winter, Guía de despacho (2010), ya que esta publicación nos ayuda a entender algunos de los dilemas en los que se relaciona de manera explícita escritura y mercado.
Guía de despacho elabora su modelo de enunciación imitando el documento que le da título, un formulario de entrega de mercaderías, un inventario provisional de los bienes repartidos. Poniendo en abismo el lenguaje económico que permea estructuralmente el universo cultural chileno, tendríamos que partir diciendo que este libro de Winter quiere evidenciar o subrayar ese fenómeno del que habla Cárcamo, la pérdida de arraigo en costumbres culturales que se sustentaban en la infraestructura económica de un modelo estatista y centralizado. Enumerados como las páginas del documento indicado, los poemas de Winter demuestran una especial preocupación por las condiciones laborales (a falta de un nombre mejor) del hablante que lleva la voz cantante de los textos. Me explico: no se trata sólo de hablar de economía, sino antes de bien de concentrar el foco de la escritura en un
micro-universo donde las preocupaciones del hablante, si bien comunes con las de otros hablantes que hemos visto en la poesía chilena, no se divorcian aquí –en realidad: explicitan– el contexto económico de esas preocupaciones. No hay en Guía de despacho una descripción pintoresquista de los oficios, donde podamos encontrar un elogio de la unicidad, particularidad y autenticidad de una función económica. Por el contario: hay una conciencia de la relación, tal vez intrínseca, entre la escritura y cierta economía que la regula, entre el poema y aquellas condiciones que lo posibilitan. Así queda descrito en “Bolsillos”:
Como ateo en la guarida
del convento en la edad media,
de miedoso entro al trabajo.
Qué terrible estar afuera.
Libreta de poemas
en el izquierdo,
después el celular
en el derecho.
En el derecho, sí,
faltan los bolsillos,
por un flamante sueldo
ya nada escribo:
puse la billetera
no mi libreta.
(0099)
La contradicción entre economía y poema que es insinuada aquí no hace sino resaltar el hecho de que el
texto se inserta en una red discursiva mayor, donde los lineamientos establecidos por Canclini delatan
una permeabilidad de los discursos culturales por el mercado. Aun más: son parte del mercado.
Sin embargo, los territorios representados en la poesía de Winter tienen otra característica más,
que los pone en consonancia con lo señalado también por Cárcamo: son paisajes arrasados donde no
hay posibilidad de arraigo, donde quedan huellas de una identidad perdida que sólo puede traducirse
como nostalgia. Así, poemas como “Emplazamiento” o “Agüero”, aun cuando retratan indirectamente
paisajes devastados por una naturaleza impredecible (¿una alusión a las catástrofes más recientes
ocurridas en el país?), dejan también de manifiesto que aquello que constituyó un pasado –o que se
constituyó en el pasado como un elemento significativo en la experiencia del personaje– no es ahora sino ruina a la que sólo se puede acceder textualmente. El poema “Trabajadores” es, tal vez, el más decidor al respecto. Contemplando una celebración del 1° de Mayo desde la ventana de un departamento en un cuarto piso, el hablante deja ver/trasluce su distancia con los eventos descritos. La (improbable) épica del movimiento obrero es observada por un madrugador tardío que confunde la conmemoración cívica con una actividad religiosa que es vista no sin cierto desdén: “jura que son evangélicos” (0122).
En este caso, como en los anteriormente señalados, el flujo de las imágenes es continuo. Así como la
emblemática manifestación obrera puede ser también el ruido que meten los evangélicos (degradando,
así, ambas), el hablante sigue mezclando imágenes y recuerdos en su duermevela de las primeras horas
de la mañana: los tambores de la concentración política pueden ser los tambores de un teatro y el
hablante y su acompañante se ubicarían entonces tras bambalinas. De este modo la calle pierde su
condición de espacio político y público y deviene escenario, espectáculo donde los argumentos
(religiosos, políticos, artísticos) serían intercambiables, mercancía espectacularizada donde todos los
discursos son asimilables.
El espacio público, entonces, se transforma en un territorio en disputa. Cárcamo discute en su estudio aquella vinculación (citada más arriba) que haría García Canclini de ciudadanía y consumo, en la medida en que la lógica del consumo puede fácilmente conducir al sujeto hacia su despolitización. Reconoce, sin embargo, que los patrones de comportamiento del ciudadano-consumidor son inevitablemente más complejos en una sociedad en la que lo social y lo político están, ambos, mediados por el marketing.
Cultura, ficción y economía, en consecuencia, para Cárcamo, se entienden dentro de un dominio discursivo mayor, históricamente interrelacionados entre sí: el sistema de libre mercado, visto también como una construcción de discurso, como una red de signos. En este sentido, el mercado se puede contar, se puede establecer su lógica narrativa y las figuras retóricas de las que sus epígonos y promotores se valen para establecer su legitimidad.
De este modo, si la lógica del mercado ha penetrado de manera decisiva en la lógica literaria, desterritorializándola a través de la creación de mercados vía la inyección de capitales foráneos [2], los autores se convierten en especies de directores de orquesta (Cárcamo los llama operadores de lenguaje), que pueden recurrir, según lo requiera cada ocasión, a parte del repertorio o al conjunto del repertorio musical/literario que tienen a su disposición. Casi como piezas de museo exhibidas para su consumo, estos directores pueden echarle a mano a dispositivos de lenguaje pre-establecidos (lenguajes y códigos estéticos previos es el término que utiliza Cárcamo) para pasar a ser, ellos también, otro tipo de consumidores. Ahí está Isabel Allende y el realismo mágico, ahí Luis Sepúlveda y la explotación del exotismo para consumo metropolitano, Rivera Letelier y la recreación nostálgica de un pasado irrecuperable que se supone una fuente de arraigo.
Existe un tono reacio ante la modernidad capitalista que viene tanto de una crítica moralista y conservadora que ve en el neoliberalismo una pérdida de valores esenciales para el patrimonio familiar, como asimismo desde una izquierda paradójicamente también patrimonial, para la cual la autarquía del Estado autosuficiente era garantía de protección social. Una explicación para ese tono reacio que se ha instalado en estos sectores de la sociedad chilena, puede encontrarse en el diagnóstico de Cárcamo cuando plantea que
De esta manera, en medio de la pérdida de anclaje de determinadas
referencias tradicionales (como la familia, las costumbres hogareñas, la memoria histórica, o la naturaleza) que ha producido el proceso de
la modernización intensiva, estos autores se nutren de una economía
sentimental de lectura: la nostalgia por referentes pasados, remotos o
perdidos. (53. Las cursivas son nuestras)
Al aplicar su examen a algunos de los representantes más conspicuos de la Nueva Narrativa Chilena, Cárcamo ve en ellas estrategias de compensación que buscan reemplazar o sustituir ese desarraigo del que hacíamos mención en la cita de más arriba, a través de lo que él llama una “restitución ficcional” de esos referentes cuya vigencia se ha vencido para amplias capas de lectores. Novelar esta nostalgia
–según él– por lugares o épocas perdidas, no es sino un síntoma del profundo desarraigo (repetimos, a propósito, el término) que ha producido el tipo de modernización llevada a cabo en Chile, y que, en lugar de traducirse en una lectura política de esas pérdidas, se transforma, en su lugar, “en un mercado de narrativas sentimentales de consumo masivo” (53). Este es el punto clave que toca Cárcamo, esto es lo decisivo: la mercantilización de la identidad en que se convierten estos relatos. El acceso asegurado a estos lugares exóticos o remotos configuraría entonces esa compensación degradada de la que recién hablábamos.
Para volver a la escritura de Enrique Winter, lo que nos interesa por sobre todo es esa capacidad de relacionar las posibilidades estéticas disponibles, con un contexto nacional que, por su urgencia, sigue siendo imposible de soslayar. En su segundo libro, Rascacielos, será manifiesta esta voluntad por dar cuenta de aquella realidad que lo rodea (aunque esto, como veremos, no sea un rasgo distintivo exclusivo de Winter ni tampoco de la generación a la que él pertenece).
Para muestra un botón, que –me parece– no requiere de mayores explicaciones: el poema titulado “Confirmar eliminación de archivos”, que consiste únicamente de una fotografía, la pantalla de un computador con el conocido mensaje del sistema operativo Windows, cuando se quiere borrar un archivo de la memoria del computador. La pregunta que nos hace el programa es ésta: “¿Está seguro de que desea eliminar “la mano de obra”?” (Winter, 84), y en ella se resumen buena parte de lo que entendemos, primero, por una poesía política que efectivamente pueda ocuparse de los referentes que intenta representar y, segundo, relacionado con lo anterior, el destino que ha corrido esa clase obrera que de ser antaño los soñados protagonistas de la historia, han pasado hoy a ocupar un tenue lugar en el recuerdo y la memoria, aun cuando sus demandas persistentemente hayan sido insatisfechas.
Resulta interesante ahondar sobre este texto en tanto hace gala de un renunciamiento que es particularmente llamativo en los silencios que se autoimpone. Sin mencionar ni de lejos la palabra política ni nada que suene a contingencia, éste debe ser uno de los poemas más políticamente contingentes que se han publicado en los últimos años en Chile. No quiero hacer afirmaciones muy categóricas, pero si nos atenemos a los acontecimientos de las últimas dos décadas, aquellos cubiertos en Chile básicamente por los gobiernos de la Concertación, podremos notar que el agostamiento de la presencia pública del movimiento obrero en nuestro país (tendencia que tampoco es privativa de nuestro país) es un hecho indesmentible, que bastaría constatarlo en las últimas movilizaciones de los profesores para revisar su atomización y debilitamiento.
Tenemos entonces, por una parte, una amplia oferta de alternativas de escritura que se complementan y contraponen en la representación de un espacio dado. Mi propósito aquí es buscar trazos de este modelo compositivo en otros de los poetas de esta misma promoción, suponiendo la posibilidad de llegar a resultados semejantes y/o contrapuestos. La explicación de estas semejanzas y diferencias debiera darnos luces respecto de nuestro panorama actual. Pido disculpas, de antemano, por cierto tono didáctico que no he podido evitar en aras de la anhelada claridad en la exposición que no siempre me acompaña.
César Cabello Salazar, autor de Las edades del laberinto (2008), propone el mundo de un barroco mapuche (Rojo, en Cabello Salazar 3), cuya
raíz es el horror al horror, esto es, el deseo de sacarle el cuerpo a una realidad
individual y general que nosotros sus lectores entrevemos durísima, y lo hace
con la ayuda de la cultura, la imaginación y el lenguaje y, dentro del lenguaje,
con el más específico de la poesía. (Rojo, en Cabello Salazar 3)
Ese horror vacui del que habla Grínor Rojo se conjuga en Las edades del laberinto por medio de una variada gama de estilos que se amalgaman en el producto final que es este primer libro de Cabello. Al ya mentado barroco mapuche (sobre el que ya volveremos), el prologuista de este libro agrega los siguientes: una indisimulada tensión religiosa, un distanciamiento de la palabra nerudiana, motivos propios de la picaresca española, epígrafes varios de autores nacionales como otros del Caribe angloparlante, etc. A ellos, el autor de esta ponencia agregaría una re-escritura de los motivos láricos (no en vano se cita a Efraín Barquero), aunque de tal manera “quintaesenciada” (término también del profesor Rojo) que se puede hablar de un paisaje de cultura, muchas veces paisajes de una antigüedad ya consagrada y en apariencia inaccesible.
Asumiendo el carácter desembozadamente imitativo del tono que ocupa el profesor Rojo, hemos de confesar también que no podemos asegurar la certeza de nuestras afirmaciones. Aun así, nos parece que en el libro de Cabello hay una insistencia premeditada en los dolores del parto y no simplemente en la nostalgia del origen. Si hay un retorno elegíaco hacia el linaje familiar, lo hay con profunda amargura. La zoología que metaforiza el nacimiento no implica, en este caso, ninguna redención por vía de una vuelta aurática, sino al revés: el canto se estigmatiza por la mancha del origen:
Si ella no te quiso de su entraña
si en nombre de tus dioses
la apedrearon como a un buitre
Nada puedo hacer por tu silencio
nada que devuelva las luces de tu canto.
(35)
Pero esta desazón no se refiere únicamente a lo privado: si el nacimiento es “ruin”, como señala Rojo en su prólogo, lo que sale de ese nacimiento deviene habitante y/o creador de “un país nocturno y enemigo” (19, 22, 23), que deambula por las “ruinas de una ciudad inventada” (9-17), que configuran en su conjunto un territorio hostil por definición.
Más allá o más acá del examen de los resultados que alcanza Las edades del Laberinto (que no son pocos), nos preocupa aquí distinguir las unidades constitutivas del discurso de Cabello, con cierta nostalgia estructuralista de por medio. A la ya mentada re-elaboración de la poesía lárica, hay que anotarle también al haber de Cabello su confianza en ciertos tópicos de la tradición literaria que aquí también son “re-masterizados”, si se me permite usar aquí una metáfora que confunde, intencionadamente, al poeta con un dj. Entre estos tópicos, Grínor Rojo menciona la figura del caballo y el abolengo de sus precedentes: Lorca, Neruda y Rojas, entre los más conspicuos. “Romance sonámbulo” en Lorca, dice el prologuista, pero también su más trágica “Canción de jinete”; “Galope muerto” y “Caballo de los sueños” por parte del Nobel chileno. “Carbón” es la aportación de Rojas, según Rojo nuevamente: “Al fondo de todo esto duerme un caballo”, nos sentimos en la obligación de agregar nosotros.
También, en esta misma línea, encontramos la distopía de una tierra baldía, emparentada en un principio con Eliot, pero que Rojo lleva hacia referentes tal vez más cercanos como las “Alturas de Macchu Picchu” nerudianas, y aquellos paisajes post-apocalípticos a los que a estas alturas nos tiene acostumbrados Oscar Hahn. No creo que sería exagerado ver en el onirismo dipsomaníaco del Orompello de Tomás Harris, un antecedente nada remoto de las “ruinas de una ciudad inventada” en Cabello. Pero insistamos: no se trata de encontrarle unas raíces ancladas en la tradición poética a este primer libro, sino de entender la lógica de un trabajo literario sin el cual todos estos “antecedentes” serían un peso muerto, un lastre insoportable por reiterativo. En ese trabajo descansa el gran mérito de Cabello: no, por tanto, ese remanente idealista que mistifica las funciones literarias disfrazándolas de “talento”, sino la capacidad de inventarse un pasado, de bucear en las aguas de la tradición pero sin ahogarse en ellas.
El horror vacui, entonces, del que hablábamos más arriba, es un vano intento por conjurar esa ficción originaria con la cual, a partir de la cual el hablante de Cabello imagina su/nuestro nacimiento. Y es un vano intento el de este barroco mapuche, para usar la expresión feliz de Rojo, porque intenta resolver textualmente aquellas contradicciones de base que conforman su identidad en movimiento. “La saga del espejo” (Cabello, 59) no pareciera que vaya a terminar pronto.
Una acotación: tanto Las edades del Laberinto como Patria (2008), el segundo libro de Ángel Valdebenito, se inscriben en esa corriente, si puedo llamarla así, que lleva a cabo con éxito una re-escritura del universo lárico en medio de un contexto en el cual resulta infinitamente problemático tal proyecto. Si, en los orígenes del larismo, existía un divorcio fundacional en el sueño de alcanzar un objeto que se alejaba en tanto más se deseaba, la postmodernidad le ha agregado un segundo grado de división a esa separación. Esto se debe a que los poetas que han accedido al universo de Jorge Teillier y otros cultores/seguidores de esta escuela, han llegado allí a través de un proceso mediatizado de aprendizaje, quiero decir: conocen el larismo a través de una experiencia vicaria y/o de segunda mano. Ajenos, en primer lugar, al primer momento en que se gesta la poesía lárica, estos poetas leyeron la poesía lárica tanto en sus fundadores como también en sus primeros problematizadores, esto es, leyeron a Cárdenas, Teillier y Barquero, con todos los matices que de hecho existían entre ellos, pero al mismo tiempo conocieron la obra de poetas como Jaime Quezada y Floridor Pérez, que casi desde un principio se alejaron del modelo original del decir lárico para mirarlo con ojo crítico, especialmente a partir del golpe de 1973.
De este modo, poetas como Ricardo Herrera Alarcón, Cristián Cruz y los ya mencionados Cabello y Valdebenito, se hallan (por decirlo con una brocha muy gruesa) en una tercera etapa de la poesía lárica, una que prácticamente ha abandonado casi todos sus presupuestos pero que, sin embargo, aun hoy, expresa una insistencia no resuelta en ese polo de conflictos irresolutos. En un poema meridianamente claro, Valdebenito señala lo siguiente:
(…) aunque sienta fascinación por el lirismo de las falsedades,
nunca diré que vi un cóndor volando sobre Freire,
ni he de pintar con tizas de color
un espíritu en la nieve del volcán,
esa mole de piedra en bruto, tan lindo
en la amenaza de hacer mierda el pueblo entero.
(…) Oh virtud de los rústicos cantando en coro a la arcadia.
El berreo sofisticado del que pide en comunidad
y reparte en pandilla
la fritura de esa papa de mierda sembrada por un abuelo”.
(Valdebenito, 12)
No obstante esta reelaboración de la poética del lar, es evidente que ésta se encuentra en un espacio en disputa con otras normas escriturales, como queda en evidencia en este poema. Aquí nos interesa subrayar la promiscuidad de la norma, la mezcla adúltera en la cual se recogen los ofertones estéticos del mercado sin culpa posible. En ese sentido, el modelo propuesto por Cárcamo en el que los escritores-consumidores hacen un uso cómplice de aquello que está a disposición de ellos, en el caso de estos y otros poetas de las generaciones más recientes es revertido al convertirse esta apropiación en una orgullosa bastardía, en escrituras felizmente menores que si bien se valen de modelos pre-establecidos, son capaces de hacer una síntesis creativa de ellos y así lograr no una mera reproducción del modelo sino su necesaria recontextualización.
Otro texto (decimos “texto” con toda intención y propósito) que es aún más elocuente en la narración de estos procesos de pérdida es el Tarot de la carretera (2009), de Manuel Illanes. No queremos hablar del “libro” de Illanes porque precisamente ese es el punto de sus escritos tarotistas: desarticular una idea establecida de libro, de poesía y, por extensión, de los lugares de arraigo, sobre los que volveremos en lo que sigue.
Son varios los temas que recorre el texto de Illanes, así como varios son los puntos geográficos que circulan por sus páginas. Bajo la excusa o la ficción de unas notas de viaje, que van desde el Perú y Bolivia hasta el sur de Chile y una larga lista de ciudades y paisajes en el medio, estos “apuntes del natural” mezclan las reflexiones en torno a la posibilidad del viaje con la posibilidad cierta de hacer poemas (a partir) de estas reflexiones, y viceversa. Nada hay aquí que ocupe su lugar, lo cual es el primer signo de desconcierto que el lector, paradójicamente, agradece. Nuestra creencia es que los signos de desarraigo de los que habla Cárcamo, producto de la modernización económica en Chile, son traducidos estéticamente aquí a través de las incertidumbres formales que Illanes desarrolla en este volumen.
Por eso es que queremos recurrir a un artículo periodístico que en su momento fue una publicación marginal y desatendida de un poeta central en nuestra tradición, como lo fuera Jorge Teillier. En una breve intervención publicada en el diario El Siglo, el 13 de Noviembre de 1966 (“Por un tiempo de arraigo”), Teillier daba cuenta de una polémica que en esos años se había instalado en torno a la dicotomía entre arraigo y desarraigo, entre cosmopolitismo y fronteras nacionales, aquello que representaba lo foráneo y aquello que blandía la etiqueta de lo autóctono. Básicamente, lo que Teillier discutía era si la permanente precariedad cultural de Chile era o no verdadera y, de serlo, si era o no necesario buscar otros horizontes o antes bien era preferible combatir esas precariedades en su origen. Cuestiona con acritud lo que él llama la “actitud de niños mimados” de ciertos intelectuales, quienes esperarían (y esperan) del régimen dominante todo tipo de prebendas, desconfiando al mismo tiempo de las clases obreras a cuyas organizaciones estos intelectuales pertenecerían.
Sin querer entrar al quid de la cuestión (la necesidad o no de probar otros aires), me gustaría en cambio llamar la atención sobre lo añejo que, hoy, pareciera este debate. Añejo pero necesario. Sobre todo en la medida en que ese viaje iniciático que Teillier, con matices menos y matices más pareciera condenar, hoy en día es casi una condición sine qua non para muchos y muchas personas del ámbito cultural, pero también más allá de él. Y es que precisamente lo que hoy ha quedado en suspenso son esas fronteras que habría que cruzar, esas mismas distancias que parecieran si no haberse disipado, por lo menos haber disminuido. La división tajante entre el adentro y el afuera que Teillier percibe no es, creo, un tema que guarde ninguna vigencia en un mundo que a la buena o a la mala se ha convertido en uno multicultural, aun si esta multiculturalidad no se ha traducido necesariamente en que los beneficios de ella sean ni entendidos ni disfrutados ni aceptados muchas veces por la mayoría. Por el contrario: en el país de fronteras difusas y escasos referentes de arraigo ante el embate del capital transnacional, una poética como la de Illanes (que no hay que confundir con una poética celebratoria del fenómeno, ni tampoco con un epifenómeno del mismo), resuelve poéticamente ese tránsito de identidades, partiendo por la identidad misma del discurso poético (de ahí que, desde un principio, nos abstuviéramos de calificar su Tarot de la carretera de buenas a primeras como un “libro”, mucho menos un “libro de poesía):
No es mistificar lo que pretendo al describir las distintas estancias de los viajes (o de el viaje en singular, el paradigmático), de manera oblicua, en forma de breves disquisiciones que se circunscriben dentro del terreno de lo que llamamos de forma ridícula “poesía”; no, de ninguna manera. Aunque parezca un lugar común, lo que pretendo, es alcanzar lo que está más allá de las palabras, el invunche secreto que taconea como el torpe albatros de la Literatura sobre la cubierta del lenguaje, con la única herramienta que tenemos a nuestra disposición: la palabra misma. De esa aparente (pero profunda) contradicción, se deduce la anatomía particular de estos fragmentos, la fractura y la impotencia que los signan, esa pulsión insensata que los conduce directamente a las arenas.
(Illanes, 57)
El país natal como lugar de paso: adivinar el futuro, abrir el compás sobre el presente, funcionan en una armonía que no nos impide ver que la desauratización de la experiencia implica también una reconfiguración de lo literario y su relación con esa misma experiencia. Illanes ejemplifica la pérdida de esta aura con el tema central del Tarot de la carretera, el viaje como una repetición degradada de sí mismo. Cuando se abre el volumen de Illanes, lo primero que se parte poniendo en tela de juicio es la noción, la idea misma del viaje. Somos, por tanto, inmediatamente puestos en compás de espera (si lo que esperábamos leer era una especie de “cuenta”, de “relación de los hechos” en torno al anunciado viaje y las estaciones –los nombres de los pueblos y las ciudades visitados– que están listadas antes de cada sección del libro). En la primera página del libro leemos:
El viaje se ha convertido en una especie de tótem burgués, ha sido reducido
a la idea de “vacaciones”, es decir, un momento en que los miembros de esa
construcción llamada “familia” se reúnen para recuperar el tiempo
comunitario que todo el año han rehuido conscientemente. (9)
Contextualizarlo así implica ubicar el viaje dentro de los parámetros de una modernización económica tal y como la describe más arriba Cárcamo. El “esparcimiento” sólo es tal en la medida en que se diferencia del trabajo, en que no es trabajo. De esta manera, pierde su arraigo, i.e., su necesidad: si el viaje es equivalente a los ratos de ocio, lo cual también ha sido reificado, quiere decir que la posibilidad de construir el poema como una visión “alternativa”, como una instancia que está afuera de la cooptación capitalista, tal posibilidad, entonces, se encuentra clausurada. Si antaño la naturaleza fue vista como un refugio ante la acometida de la modernización (románticos v/s revolución industrial), hoy podemos decir que forma parte del stock de bienes transables en el mercado. Ante esto, la opción que asume Illanes es clara, ya que en lugar de una recreación nostálgica o en su defecto de asumir un activismo político que más tiene de eslogan antes que otra cosa, Illanes se plantea y nos plantea una invitación, una duda: qué es lo queda por representar y cómo se le podría transmitir a través del poema, suponiendo en cualquier caso que el poema no se transmita simplemente a sí mismo.
Ante un panorama poco auspicioso como éste para opciones simplistas, el poeta explicita su desconcierto, reflexionando sobre la naturaleza del viaje y su relación con la inmediatez. Originado, según Illanes, en la necesidad de desplazamiento de las tribus nómades, el viaje habría mantenido su “aura” mientras mantuviera esa relación de necesidad, en este caso con la sobrevivencia de tales tribus. Pero una vez eliminada, el viaje se convierte en una mera urgencia no de satisfacción de necesidades elementales, sino en la urgencia por desaparecer, por no estar en nuestro lugar rutinario. En otras palabras: ingresamos a la modernidad y su búsqueda de lo nuevo.
Aquí es donde Rimbaud, Baudelaire y Michaux entran en escena: aquí es donde el deseo de esa naturaleza sin mediaciones empieza a confundirse con la búsqueda de lo exótico, donde el viaje “a lo desconocido para encontrar lo nuevo”, según el dictum baudelairiano, pierde su vigencia dadas las modificaciones acaecidas en la propia economía de los sentidos, una vez que toda otredad ha sido incorporada en el sistema como satisfacción de lo exótico, i.e., “virgen”, “natural” o “auténtico”. La ecuación es resuelta por Illanes al otorgarle un giro espiritual, en el que no es hallar lo nuevo, sino “la ausencia de un eslabón en la cadena de nuestro ADN posmoderno” (20) lo que mueve a estos nómades contemporáneos. Un giro espiritual que en la hibridez textualizada de Illanes pasa por redefinir los alcances mismos de la poesía.
La imaginación patrimonial recibe aquí un golpe de gracia, porque la idea de país y al mismo tiempo de identidad cae rendida ante el flujo permanente, ante la apertura de esas fronteras y no solamente de los mercados, un intercambio no sólo de bienes sino también de significados, aun cuando estos últimos estén siempre en peligro convertirse en los primeros. Lo importante de la escritura de Manuel Illanes es que ilustra simbólicamente esas transferencias: no reduce el conflicto ideológico ni a un tema ni a una agenda, sino que lo convierte en forma, o dicho en otra forma, politiza su palabra en la médula misma de ésta, no a través de ropajes espurios, sino captando la clave, la lógica y el procedimiento de ese trasfondo social, económico y político. Se trata, entonces, de un poeta civil que convierte el razonado y voluntario desorden de los sentidos de Rimbaud en una lucidez que aúna los poderes de la razón con las virtudes del asombro y la observación.
Así, en consecuencia y resumiendo, la poesía verdaderamente de paso de Winter en sus Rascacielos y Guía de despacho, donde el flujo de la mercancía neoliberal se puede extrapolar a ese hablante en estado de permanente itinerancia, es asimilable a su propio acto de escribir, en tanto los efectos caligramáticos conviven en intensa y férrea armonía con sonetos y otros lenguajes más o menos especializados. De la misma manera que Cesar Cabello se vale del “nacimiento ruin” (Rojo, 3) que hace eco de la picaresca para invalidar cualquier intento elegíaco en la recreación del lar y, de esta manera, abrir el compás expresivo en un intento por conjurar el horror que lo/nos persigue. Ya hemos visto la desautorización que hace el hablante de Valdebenito de toda descripción cómplice y/o inocente del paisaje que, lo suponemos, siempre es cultural. Con todos los matices del caso, algo semejante podríamos afirmar de Chilean poetry, de Rodrigo Arroyo y la recontextualización de un discurso que evoca sibilina y gráficamente a La nueva novela de Juan Luis Martínez. Muchos de estos autores participaron en el libro colectivo Desencanto personal, que por su nombre nos lo dice casi todo. El ya comentado Illanes define el canto como “glosolalia de los apóstatas” (13), en un texto que está escrito como una larga enumeración de lugares y/o etapas: zonas inconexas de la escritura, o una representación simbólica de esa fragmentariedad de la vida contemporánea a la que sólo podemos acceder textualmente.
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OBRAS CITADAS
- Arroyo, Rodrigo. Chilean poetry. Valparaíso: Editorial Fuga, 2008.
- Bello, Javier (ed),VV.AA. Desencanto personal. Santiago: Editorial Cuarto Propio,
- Cabello Salazar, César. Las edades del laberinto. Temuco/Santiago: Piedra de Sol ediciones, 2008.
- Cárcamo Huechante, Luis. Tramas del mercado: imaginación económica, cultura pública y literatura en el Chile de fines del siglo veinte. Santiago: Cuarto Propio, 2007.
- García Canclini, Néstor. Consumidores y ciudadanos. México D.F: Grijalbo, 2001.
- Illanes, Manuel. Tarot de la carretera. Santiago: Editorial Fuga, 2009.
- Martínez, Juan Luis. La nueva novela. Santiago: Ediciones Archivo, 1977.
- Winter, Enrique. Rascacielos. México D.F: Editorial Limón partido, 2008.
-------------------. Guía de despacho. Santiago: Editorial Cuarto propio, 2009.
- Valdebenito, Ángel. Patria. Santiago: Ediciones del Temple, 2008
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NOTAS
[1] Hemos preferido mantener cierta oralidad presente en la primera redacción de este texto, preparado en un principio para ser leído como ponencia. Este trabajo, además, es parte de una investigación de más largo aliento que incluye a otros poetas chilenos.
[2] Una de las tesis de Cárcamo (47-50) es que la presencia de capitales extranjeros en el ámbito editorial, ha sido una de las fuerzas movilizadoras para el auge y constitución del fenómenos que se conoció como Nueva Narrativa Chilena. Entre las editoriales más emblemáticas de tal período se cuentan Planeta y Alfaguara, que cuentan con capitales españoles, y Sudamericana, recientemente adquirida por Random House-Mondadori.