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ALFABETO PARA NADIE
Cristián Gómez, Editorial Fuga, Valparaíso, 2007
Por Luis Riffo
El Mercurio de Valparaíso, semana del 18 al 24 de Julio, 2008
En 1947, Sartre estableció un singular deber ser de los géneros literarios. En Qué es literatura, el escritor y sobre todo filósofo francés afirmaba que la novela tiene que ser necesariamente una obra comprometida. Para la poesía, sin embargo, esa obligación le era ajena, porque la regían principios que la emparentaban 
más con la música que con las ideas. Mientras las palabras de la prosa tenían una función comunicativa, las de la poesía eran más bien objetos dispuestos para conseguir los más altos fines estéticos. En cierto modo, podría decirse que la narrativa tiende a la verdad y la poesía a la belleza.
El tiempo se ha encargado de desmentir parcialmente esas proposiciones, al menos en cuanto a la poesía. Con mayor o menor acierto, grandes poetas han poetizado las vicisitudes políticas de su época. Cuando no es panfletaria, la poesía ha dado muestras de una fuerza política que no menoscaba su poder como objeto estético. Pienso en Ernesto Cardenal y sus Epigramas o, más cercano, en La ciudad, de Gonzalo Millán, donde un experimento con las palabras es también la representación del país sitiado por la dictadura militar. La poesía reciente también ha dado pruebas de que el lenguaje puede representar a su modo el contexto social y político dentro del cual se ejecuta el acto de escribir. Tal es el caso de NN, de Julio Espinosa, Chilean Poetry, de Rodrigo Arroyo, y Criminal, de Jaime Pinos, entre varios otros.
Alfabeto para nadie, de Cristián Gómez (1971), se adscribe a esa fructífera y tal vez urgente tendencia de recoger los signos dispersos de nuestra época. El pesimismo, que parece inherente a cualquier análisis sincero de la realidad actual, se percibe desde el título, que supone la emisión de un mensaje con ausencia de destinatario, signos que sirven para configurar significados que nadie quiere leer.
Bajo la propuesta de una escritura digresiva, que parece desviarse de sus intenciones temáticas, el poeta logra un discurso excéntrico, que rehúye la solidez de un hablante único para privilegiar un lenguaje que oscila entre lo narrativo y ensayístico. El poema inicial, por ejemplo, describe las condiciones de un recinto hospitalario desde la perspectiva de denuncia de los intereses económicos que lo sostienen y concluye con la imagen de un niño enfermo de cáncer, al parecer terminal, “y lo único que alcanzas a escuchar / al pasar por el lado de su mesa / es que está funcionando el tratamiento”. Para un lector informado, esos últimos versos pueden resonar como una parodia del lugar común del discurso oficial que insiste en “dejar funcionar a las instituciones”, sin que ello signifique una solución para la enfermedad social. Más aún, el título de ese poema (“El más paciente”) propone una imagen de nuestra pasiva conducta colectiva frente a los poderes que maniobran para su propio beneficio.
Lo que potencia esa pasividad se relaciona con la sensación de que “el mundo es una catástrofe tranquila” y, por lo tanto, no da motivos para una reacción, pese a que “el equilibrio de fuerzas se ha logrado a costa de / ciertos sacrificios que no estaban en los cálculos de nadie (…)”, que parece haber consistido en “una negociación / que no necesita tornarse violenta”. Se infiltra también cierto discurso político que intuye en la alineación del ciudadano una potencialidad de rebelión latente: “y el viento le golpee el rostro con la fuerza / de lo que está por suceder y nuestra única tragedia / sea que podamos evitarlo pero no queramos evitarlo”.
Esta es poesía en tiempos de crisis. Cuando el discurso divergente y crítico no encuentra espacio en el ágora, por fortuna algunos poetas no guardan silencio.
