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AÑO DOS MIL*
(Matías Ayala. Santiago: Beuvedráis Editores, 2006)

Gómez-Olivares, Cristián.
23 de agosto de 2007



No deja de ser interesante el lugar que ocupa Ayala en la relación de los hechos que a todos nos preocupan, ya que, quiérase o no, es medianamente protagonista de una parte de la historia chilena, aun cuando de manera vicaria. Su figura autorial, independientemente de quien la encarna, del sujeto real que le otorga una firma, está cruzada por una serie de determinaciones contextuales que nos sirven para leer este libro a partir de ellas (pero no –cuidado- para explicárnoslo exclusivamente a través de ellas)(1); por eso creemos que Ayala no puede eludir (ni al parecer, quiere) una extracción de clase que en este libro se torna particular punto de hablada. Punto de partida, reitero, no meta ni puerto que determine la escritura del libro.

Y es que el tema del libro, de existir así, como si fuera algo independiente de los otros componentes del conjunto, salta a la vista a los ojos del lector, quien asiste a un muy interesante deslinde de esa cuna que no le pesa al hablante. La reconoce, eso sí, como parte de su background, pero la familia al fin y al cabo no se elige. Tampoco hay un mea culpa que intente pagar pecados ajenos. Año dos mil sólo habla de aquellos que no tuvieron ni arte ni parte en una pelea donde otros fueron los protagonistas, pero a cuyos descendientes les toca vivir las consecuencias.

Digámoslo de inmediato, antes de la acusación “de no hablar de los poemas”: la potencia de este libro proviene de la combinación peculiar e irrepetible de unas imágenes tremendamente elocuentes (“fue la alegoría/ “de un ángel rompiendo las cadenas”/en una moneda de diez pesos”), en medio de la textualización, no exenta de dramatismo, de los referentes históricos que hacen de este libro uno tan singular y necesario de leer. Ahora bien, el cómo de este libro se engarza por fortuna con el qué: en ese poema clave para su lectura que es “Asunto de historia”, Ayala recurre a ciertas astucias que dan cuenta al mismo tiempo de la construcción del poema y del contenido del mismo, a saber: la pre-eminencia del silencio, el tono elusivo para contarnos una historia de la que quiere pero no puede hablar, a costa de ponerse al margen a los grupos sociales a los que pertenece. El autor es lo bastante explícito cuando en dos líneas nos dice

Me refiero a eso, a exactamente eso
que no puede decir ¿entiende?

Lo que Ayala no puede decir o no nos puede decir de manera explícita, es un algo que al final termina diciéndolo con los rodeos verbales en que consiste el libro. Casi podríamos decir que este libro habla por sus silencios, que lo no dicho es casi tan importante como lo allí escrito. Grínor Rojo (1987) dice, acerca de su propia escritura crítica y ensayística, que le interesan en la misma medida lo que el libro está dispuesto a decir como aquello que cae bajo el velo de sus represiones, voluntarias e involuntarias.

Eduardo Chirinos, por su parte, llama la atención, en su libro La morada del silencio (1998), acerca de la doble condición del poema como fracaso y consagración del lenguaje. Se detalla allí la imagen cervantina del prologuista del Quijote, aquel Cervantes fictivo que pluma en mano se enfrenta al problema de cómo escribir unas palabras introductorias a las historias del caballero manchego. Vemos o leemos allí, a través de la palabra escrita, el conflicto del escritor que no puede escribir, el lenguaje retratando su propio triunfo que es su fracaso.

Chirinos ejemplifica esta doble condición a través de ciertos poemas que dramatizan su escritura, que hacen del acto de escribir y de su (im)probable fracaso la materia de sí mismos. Uno de ellos es de Emilio Adolfo Westphalen, titulado “Poema inútil”:

Empeño manco este esforzarse en juntar palabras
Que no se parecen ni a la cascada ni al remanso,
Que menos transmiten el ajetreo del vivir.

Tal vez consiguen una máscara informe,
Sonriente complacida a todo hálito de dolor,
Inerte al desgarramiento de la pasión.

Con frases en tropel no llegan a simular
Victorias jubilosas de la sangre
O la quietud del agua sobre el suicida.

Nada dicen tampoco de la danza de amor y odio,
Alborotada, aplacada, extinta,
Ni del sueño que se ahoga, arrastrado
Por marejadas de sospecha y olvido.

Qué será el poema sino un espejo de feria,
Un espejismo lunar, una cáscara desmenuzable,
La torre falsa más triste y despreciable.

Se consume en el fuego de su impaciencia
Para dejar vestigios de silencio como única nostalgia,
Y un rubor de inexistente no exento de culpa.

Qué será el poema sino castillo derrumbado antes de erigido,
Inocua obra de escribano o poetastro diligente,
Una sombra que no se atreve a aniquilarse a sí misma.

Si al menos el sol, incorrupto e insaciable,
Pudiera animarlo a la vida,
Como cuando se oculta tras un rostro humano,
Los ojos abiertos y ciegos para siempre.

Este poema le recuerda a Chirinos el dictamen de Javier Sologuren, para quien “toda subversión contra la palabra implica la vigencia del poder de la palabra”, subversión que sólo alcanza su plenitud a través del silencio. Igual cosa podríamos decir entonces del dilema de Ayala, su intento de elidir el fondo del asunto lo lleva de retorno al mismo. El contrapunteo entre presente y pasado que se plantea en “Asunto de historia”, no oculta su intención de trazar un continuum en el proceso histórico de Chile, en el que los elementos de la ecuación se asimilan a un patrón de exclusiones en el que sólo varía el nombre de los excluidos.

El subtexto de este poema es, parece evidente, el golpe de estado de 1973 y las relaciones de clase subyacentes a él, pero creo que hay más: es toda la historia de Chile la que se comienza a analizar, retrospectivamente, a partir de una nueva mirada. Aunque sea una falsa analogía que oculta las especificidades de cada caso histórico en particular, la comparación entre la figura de Inés de Suárez y las cabezas rodantes de los caciques mapuches besando la tierra de la Plaza de Armas, da paso para que leamos este antagonismo como uno de cuño similar al que afectara a Chile como país durante el gobierno de la Unidad Popular, pero también durante toda su historia. Es casi como si el Golpe fuera la metáfora perfecta de lo que significa Chile como nación, o como idea de nación: un francés llegó a decir, según cita Armando Uribe Arce (2001), que las instituciones jurídicas chilenas son la mayor creación estética de la clase dominante en Chile. Esto apunta a la idea de que la historia chilena –y sus superestructuras ideológicas, para usar un concepto marxista más o menos añejo, pero más o menos útil todavía- es un largo proceso de justificación de las clases dominantes, una justificación de la violencia ejercida por éstas para mantenerse al control de la nación: una violencia que se quiere legítima. Dice Uribe –en una tesis muy semejante a la de Alfredo Jocelyn-Holt (1998)- que en Pinochet y el golpe militar por él encabezado, se concretiza toda esa violencia previa al mismo Pinochet, esa irracionalidad que él sólo encarna pero lo precede. Y, sin embargo, esta se desata a partir del Once, con toda la carga histórica que ella acumulara, dándole rienda suelta a un inconsciente chileno de muy, pero de muy larga data. Atrocidades intermitentes en la historia prontuarial chilena, en especial en contra de sindicatos y algunos partidos políticos, lo que lleva a Jocelyn-Holt a plantearse una tesis que tiene algo de un bofetazo a las ilusiones civilistas y democráticas, una mirada que en lo central señala que estas atrocidades no son, en realidad, tan intermitentes y que en consecuencia nuestro supuestamente arraigado respeto de las instituciones democráticas no es ni ha sido tal, por lo que el Golpe de Estado y la subsecuente dictadura ya no pueden ser vistos ni entendidos como un paréntesis de nuestra impoluta historia política, sino como su conclusión y expresión más acabadas.

Todo esto tal vez nos ayude entonces a explicarnos la poética cautelosa de Ayala y su renuencia a tomar partido en una realidad como la de hoy donde casi dan lo mismo los partidos (los que están en el Congreso forman parte del pacto de la transición, los que están fuera del Congreso han sido por ley expoliados de su representación parlamentaria, por escasa que esta fuera) y en la que el interregno histórico invita por sobre todo a la privatización de los discursos. La tesis en consecuencia que manejamos en esta reseña es que entendemos la ambivalencia formal de Año dos mil como una reacción simbólica y escritural ante la ambivalencia política e ideológica respecto a los conflictos no resueltos de la realidad chilena en los que se ve envuelta la escritura del libro. Cuando en “Asunto de fechas”, poema que de alguna manera continua “Asunto de historia”, el hablante señala que

Para mí, el año ’73 se encuentra escindido
entre la historia y mi cédula de identidad,
entre un martes once de septiembre
y el diez de octubre, fecha de mi nacimiento

La escisión de la que habla refiere, nos parece al menos, tanto al cuerpo social que se ha hecho pedazos a partir de las políticas del terror de los cuerpos de seguridad, primero, de la dictadura, y de la implementación a ultranza del neoliberalismo después, así como a la multiplicación de las estrategias escriturales a las que recurre el poeta Ayala, valiéndose de traducciones, ékfrasis y textos de su propia “autoría” (este concepto, absolutamente entrecomillado) para darle forma al conjunto. En la presentación oficial del libro, Felipe Cussen (2006) reseñaba el uso de “elegías, églogas, ékfrasis, estribillos y epitafios”, de entre la galería retórica de Ayala. Que buena parte de estos textos, como por ejemplo, las dos traducciones aquí incluidas, refieran para su concreción a otros textos previos, convierte a los poemas de Año dos mil en una escritura, por llamarla de alguna manera, secundaria, vicaria si se quiere, como el protagonismo histórico del que hiciéramos mención al principio de esta reseña. El mismo hablante se refiere a su oficio como una suerte de vicio, un arte impopular o un “ejercicio perpetuado en la sombra,/ a la sombra de la historia”. Esta degradación de la palabra poética, sumado a las imposibilidades expresivas que el mismo hablante reconoce desde un principio, emparentan estos textos con el rastro de Enrique Lihn, homenajeado en uno de los poemas de este volumen. Más que el reconocimiento público contenido en la “Elegía a E.L.”, lo que nos interesa es cómo allí también se dejan ver temas claves para leer este libro, a saber: la idea de la poesía como “un ritual vacío/y trascendente por partes iguales”. Volvemos a reiterar aquí, a partir de la presencia del autor de Pena de extrañamiento y la sospecha que su figura implica ante toda clase de discursos, la tesis de la correspondencia entre el carácter formalmente multívoco de este libro y la dispersión social e ideológica que lo ve nacer. El ritual vacío de la palabra poética es un sinónimo del silencio que la rodea, a la vez que testimonio de la superación de éste. Ritual de un monólogo intransitivo que sabe ir más allá de sí mismo. El silencio, en consecuencia, no es gratuito, sino una resultante (in)directa de las condiciones de producción de este libro. Subyace a estas preocupaciones históricas, no como una razón de fondo, sino que asociadas a ellas, un conflicto de filiaciones colectivas que deviene en afiliaciones tan coyunturales como provisorias. Me explico: Edward Said (1983) ubica en el Modernism la primera crisis  concreta de las relaciones de filiación, específicamente aquellas referidas a la reproducción misma de la especie humana. Y nos recuerda que la esterilidad es uno de los temas predilectos del primer Eliot. Ulises y La muerte en Venecia serían otros tantos ejemplos del fracaso del aliento generativo humano. Pero la incapacidad de lograr estas identificaciones primarias implica su necesario reemplazo por otras formas de participación colectiva, sustitutivas de aquellas que ya no encuentran en una sociedad cuya profunda secularización ha hecho de todo lazo una unión cuya fragilidad es sostenida antes por la tradición y la inercia que por el voluntario acuerdo de sus participantes. De esto, en el fondo, creemos que se trata el libro de Matías Ayala, este sería, en última instancia, el tema de Año dos mil. De qué otra cosa si no habla el poema que le da título al conjunto y que no por nada abre toda la serie. Año dos mil nos cuenta de los juegos más o menos violentos que hermanos y primos de una misma familia –suponemos, numerosa-, a través de los cuales cimentaban una relación reputada dentro de la ficción familiar (de otro modo el esquema no podría sostenerse a sí mismo) como permanente o cuando menos de largo aliento. Sin embargo, más temprano que tarde esas relaciones caerán por su propio peso en cuanto los participantes alcancen una cierta madurez, toma de conciencia, o si se quiere: hagan ingreso en la Historia, señalada fatídicamente en este caso por la llegada del Año Nuevo del 2000. El libro, en consecuencia, se presentará a sí mismo como la búsqueda contumaz de unas relaciones de afiliación que logren una compensación suficiente de los lazos iniciales perdidos. De ahí que el silencio del que hemos venido hablando sea el problemático precio a pagar por seguir perteneciendo, tornando insostenibles esas relaciones de filiación que ahora deben imperiosamente ser reemplazadas.

Ahora bien, agrega Said, estas relaciones de afiliación intentarán constituirse en un nuevo sistema, en la medida en que intentan subsanar una pérdida a través de la participación política, religiosa o incluso a través de una visión compartida de mundo: y este nuevo sistema cultural que termina constituyéndose y al que pueden intentar adherirse escritores conservadores o progresistas, este sistema lo que busca es restituir vestigios de la antigua autoridad asociada con el orden afiliativo. 

De esta manera –involuntaria, por cierto- el libro de Ayala parece como la contracara de otras escrituras de cuño políticamente diferente, pero igualmente empeñadas en lograr ámbitos de participación a través sistemas de afiliación que reemplacen la autoridad perdida: ya sea el padre desaparecido por causa de la represión política, ya sea a través de la descomposición de los modelos y los roles tradicionales de familia, lo que ha abierto la posibilidad para espacios antes denegados como formas legitimadas de socialización, ya sea con la precarización de la vida cotidiana producto de la aplicación de ciertas políticas neoliberales. La escritura de Yuri Pérez, por ejemplo, quien ha proletarizado su decir en la medida en que intenta una re-presentación del universo poblacional santiaguino, encarnado en su Santo Bernardo, trasunto literario de su terruño sanbernardino. O el desamparo que trasuntan libros como Groggy (2003), de Héctor Figueroa, cuyo desaliento vital parece una reacción simbólica ante el caos urbano, con el que el hablante termina identificándose antes como una estrategia de asimilación y defensa, que como una genuina participación “cívica”.

Creo que Matías Ayala alumbra territorios insospechados de la poesía chilena que viene produciéndose a partir de los ‘90s. Su renuencia a simplificar la vasta gama de grises que pueblan el panorama societal chilensis y la representación citadina como una zona de exclusión en tanto figura retórica y no una falaz reproducción naturalista, entre otros argumentos que excederían el espacio de este artículo, hacen, en buenas cuentas, de este el segundo libro de Ayala una parada necesaria en el recorrido por nuestra poesía más contemporánea.

* * *

*Este texto fue publicado originalmente, en una versión corregida, en la revista electrónica Letras en línea (www.letrasenlinea.cl); agradezco a sus editores la posibilidad de haber participado en tal publicación, muy especialmente a Fernando Pérez.





BIBLIOGRAFÍA

- Ayala, Matías. Año dos mil. Santiago: Beuvedráis, 2006

- Chirinos, Eduardo. La morada del silencio. Ciudad de México: FCE, 1998.

-  Rojo, Grínor. Crítica del exilio. Santiago: Pehuén, 1987.

- Said, Edward. The World, the text and the critic. Cambridge: Harvard University Press, 1983.

- Uribe Arce, Armando. El fantasma de la sinrazón & El secreto de la poesía. Santiago: Beuvedráis, 2001.

- Jameson, Fredric. The political unconscious. Ithaca: Cornell University Press, 1981.








(1) Fredric Jameson, a quien seguimos para estos efectos, en The political unconscious (Ithaca, Cornell University Press, 1981), interpreta la teoría lacaniana extrapolándola al terreno social, entendiendo así a la cultura como una actividad eminentemente simbolizadora, id est, como la codificación y expresión de los valores subjetivos con respecto a las condiciones externas que los limitan y/o determinan: no sólo un reflejo ante la realidad, sino también una reacción a ella. De este modo, Jameson no entiende la cultura como un reflejo de tal o cual fenómeno económico-político, sino como el ámbito donde el sujeto social se afirma como nódulo en la estructura total de la sociedad y expresa la naturaleza de sus relaciones con los demás elementos de la estructura. No se trata, entonces de recaer en viejas dicotomías como las que antaño planteara Goldmann. También ya hace mucho que Bordieu estableció las dinámicas propias por las que se rige el campo literario, aun cuando no lo creamos un campo independiente. Permítaseme una última glosa: el acento culturalista que Raymond Williams le diera al marxismo, le permitió rechazar la clásica escisión entre base y superestructura, para recalcar el continuum simbólico-práctico, oponiendo, en cambio un materialismo cultural que recalca el impacto de las instituciones y los medios tecnológicos en la producción de lo simbólico. Con toda esta parrafada sólo quería explicitar el por qué de mi insistencia en leer Año dos mil desde su contexto de producción, contexto en que unas instituciones modificarán, de una u otra manera (este sería un tema que excede el breve espacio de esta reseña), la ideología a la que eventualmente, explícita o implícitamente, el texto adhiera, adhesión que no es fatal ni determinista, sino que siempre es histórica.




 

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AÑO DOS MIL.
(Matías Ayala. Santiago: Beuvedráis Editores, 2006).
Por Gómez-Olivares, Cristián.