Arte Tábano, de Ernesto González Barnert
DEFENSA DE LA POESÍA
Por Cristián Gómez O.
The University of South Dakota
(www.epigrafeparaunlibrocondenado.blogspot.com)
En sus mejores momentos, el arte-tábano de Ernesto González Barnert exige de nosotros el gesto de sacarnos el sombrero. No queda otra. Al César lo que es de él y a González el reconocimiento que le corresponde como una voz particular en la poesía chilena de los últimos años.
Cuando hablo de sus mejores momentos, que no son pocos, me refiero a aquellos en que este conjunto alcanza a dejar bien sentado un tema, que no me parece ni menor ni azaroso: la experiencia de la poesía, no sólo la de escribirla sino también (y éste es un matiz importantísimo) la de vivirla. Las rabietas y el ostracismo de los que hace gala el hablante de estos poemas, trasunto oblicuo de su autor, con quien comparte diferencias y semejanzas, imposibilitando de paso cualquier argumento ad hominem, esas rabietas y ese ostracismo son la consecuencia de una fidelidad añeja, de un apego a la poesía como una causa que necesitaría ser defendida, o para ser más explícitos, la poesía se entiende como una actividad que requiere de una justificación. Para ponernos de acuerdo y no perder a los presentes: González Barnert, en estos poemas, se pone por delante la tarea de encontrar esa justificación a brazo partido, de explicarse y explicarnos a sus lectores cuál es el rol, si tiene alguno, de la poesía en este mundo. Tema que, por lo demás, no es nada nuevo y se remonta, al menos, a la poesía renacentista inglesa y a dos poetas que representan dos posiciones que nos servirán de mucho. Uno es Philip Sidney y su A Defense of Poesy; el otro es su contemporáneo Edmund Spenser con su poema The Fairie Queene. Ya volveremos sobre estos. Por lo pronto, empezaré con esos momentos decisivos de Arte tábano que mencioné hace poco y que, como también ya dije, son varios.
Uno de ellos es el primerísimo poema. Si reparamos en el tono imperativo del texto (“Y contra todo, sé poderoso/Yérguete en la soledad”), vemos que desde el principio este libro apunta a ejercer una voluntad, casi a la imposición de ella. Se configura un modelo espartano, un afán de resistencia en el que la soledad del hablante se acentúa mientras más se persiste en esa resistencia: “Incapaz de abrir el poema fuera de estas hojas –esta página–/que obedezco/y son mi resistencia y más que mi resistencia/son desesperación, confinamiento”.
El criterio agonístico que presenta el hablante de estos poemas no deja de tener una relación más o menos directa con un tema que, a falta de otro nombre mejor, debo tildar de económico. La evidencia parte del título: su arte, calificado de tábano, lo pone siempre a la defensiva (“te cortan las alas/y te ponen un palo en el culo”) y lo enajena de cualquier circuito productivo según su propia confesión, cuando equipara los avisos clasificados con su propio epitafio. Consecuentemente, el hablante también se apropia de la figura del ermitaño, el hosco e iracundo, ya que ante el aislamiento no se rinde fácilmente, sino que asume como respuesta la de una guardia que permanece en alto para responder a los golpes de su entorno.
Que esta respuesta se traduzca en una poesía entre el poema breve y epigramático y el texto largo y desplegado sobre la página, nos plantea una serie de preguntas en torno a las decisiones formales sobre las que se construyen estos textos. La destreza demostrada en esos relumbrones de la palabra como son los poemas breves de este libro, verdaderas joyas embrutecidas por la tensión a la que se somete el lenguaje, no se contradice con esa apuesta de corte más confesional que envuelve a algunos de los poemas más largos del conjunto: la divinidad problemática, la nostalgia amorosa, la soledad subsecuente. Incluso se da tiempo para ciertas notas contingentes, para el guiño hacia lo público. Y no se contradicen porque en uno u otro caso, Arte tábano está ensamblado sobre la base de una voz exclusiva, dueña en este caso de la palabra, embarcada como está en una operación de desensamble, si es que puede valer de algo la paradoja.
Me explico: el escrutinio impúdico al que es sometido el hablante de estos poemas (su desarme), es el medio, mecanismo o estrategia para armar este libro de González. Gesto contradictorio en su origen, pero que busca por medio de tal oxímoron dar cuenta y/o ejemplificar una contradicción aun mayor y más evidente: en Chile, país supuestamente de poetas, ser calificado de tal sigue despertando sospechas. No el tipo de sospechas que te pueda meter en serios problemas (la persecución estrictamente política, a riesgo de que se me entienda mal, es cuestión del pasado), pero sí la mácula del paria, del prescindible, de lo desechable. Tengo plena conciencia que podría usar la palabra marginal para referirme a este fenómeno, pero creo que de esa palabra se ha abusado hasta el cansancio. La figura que retrata González, por el contrario, no acumula ningún capital a costa de la intemperie a la que se ve forzado. En ese sentido, creo que el señalamiento de fondo que hace este libro tiene que ver con la situación del Chile de hoy y los modos de vida que en él se permiten y fomentan. No creo retrotraerme demasiado si relaciono aquí unas palabras que Enrique Lihn escribía a propósito de la obra de Rodrigo Lira. Decía el autor de La pieza oscura queen Lira se verificaba no un llamado a la acción (el texto de Lihn data de 1980), “sino una pormenorizada declaración de impotencia, una lógica de la inercia” (157). Si la poética de Lira expresaba con maestría tal impotencia a través de un bufón delirante, desesperado y grotesco, casi treinta años después el hablante de González demuestra un tipo de impotencia semejante, pero ya no relegado al exilio interior producto de la coerción estatal, sino que, enfrentado al supermercado de las ofertas de bienes tanto materiales como culturales, toma conciencia de la complejidad de las transacciones necesarias para hacer ingreso en ese tipo de mercado. Toma conciencia, en síntesis, de su valor de uso, pero -asimismo- de su nulo valor de cambio.
El crítico Francisco Rivera, a propósito de la poesía del venezolano Eugenio Montejo, señalaba que ésta se inscribía en la “tradición de la poesía cósmica de origen nietzcheano” en la que el poeta moderno, en su disputa con “la sociedad industrial y todos sus horrores”, sigue el consejo de Zaratustra de “permanecer fiel a la tierra” volviendo a ritos antiguos en los que el hombre y ella eran “una sola cosa viviente” (90-1). En Los hijos del limo, Octavio Paz sigue un camino semejante cuando califica a la poesía moderna como la piedra de escándalo de la modernidad. “Desde su origen -escribe el ensayista mexicano- la poesía moderna ha sido una reacción frente, hacia y contra la modernidad: la Ilustración, la razón crítica, el liberalismo, el positivismo y el marxismo” (10).
De una manera particular, González Barnert cumple con estos predicados críticos, pero tendríamos que dejar de lado cualquier clase de optimismo si creemos, tal como nos lo demuestra el autor de Arte tábano, que es posible alcanzar alguna clase de refugio o solaz en un supuesto afuera de la sociedad global, en la medida en que ese “afuera” se encuentra colonizado desde que la lógica capitalista ha cubierto todas aquellas antiguas zonas de compensación que ofrecían un contrapeso ante
la caída en la pura inmanencia, en la medida en que la postmodernidad
sintomatiza la desaparición de todos los tradicionales puntos de anclaje
que permitían que la dispersión de los hechos, la bruta facticidad de la
experiencia, fueran alzados a una trascendencia conceptual y pensados
como totalidad positiva. (Avelar, 314)
La situación para el hablante de González Barnert, es -en consecuencia- inescapable. Podrá encerrarse todo lo que quiera a despotricar como una especie de predicador evangélico en la Plaza de Armas que es su libro, pero el mensaje (los poemas mismos, que de lo único que hablan es su propia situación: “No me cabe duda que las palabras están hechas para decirse a sí mismas”) persistirá, a su pesar, en esa endogamia de hacer una crítica desde adentro, ¿asfixiado? por la lógica que pretende criticar. El matiz claustrofóbico que impera en este poemario -la temática del encierro es recurrente en él- marca igualmente otro de los quiasmos que son tan propios de este libro. Si se insiste en ese hablante refugiado-agazapado-parapetado en su habitación, también se subraya la posibilidad contraria, con una de esas líneas que debieran quedar en nuestro recuerdo: “El pájaro no vuela libre, sigue el instinto. Apúntalo”. Esto es: si incluso el pájaro está incapacitado de ejercer el simbolismo al cual habitualmente se le asocia, tampoco parece haber una clausura total de la posibilidad de mantenerse como contrapunto de la agorafobia del hablante, ese oso (la ornitología contra la bestia) que se niega a recibir visitas y que para nosotros representa una figura más o menos imprescindible en este muestrario de la derrota. La pregunta que cabe hacernos es, ni más ni menos, la derrota de quién.
Vuelvo aquí a valerme de la lucidez del ensayista brasileño Idelber Avelar, para subrayar, a propósito de las ruinas y el desastre que se mencionan una y otra vez en el libro de Ernesto González, cuál sería exactamente, si cabe, la derrota de la que estamos hablando y cómo esta se produjo. Básicamente, lo que plantea Avelar es que el trabajo del duelo en las postdictaduras latinoamericanas es también un duelo por lo literario. La derrota del proyecto modernizador que significaron las dictaduras militares del Cono Sur, conllevó asimismo el fin de ciertas nociones en torno a lo literario, partiendo por aquella en que el papel emancipador de la ficción se daba por hecho.
En el libro de González, se nos invita a participar de una catástrofe a la vez nostálgica y futura. En su libro más reciente, Piedra negra, el poeta Leonidas Rubio define el presente a través de una doble negación: víspera y nostalgia, como de alguna manera ocurre con esas “Ruinas de un imperio tan ambicioso como romántico./Donde nunca haremos lo suficiente” de González Barnert; la contraparte de estos versos se encuentra en otro de esos poemas breves que podrán parecer menos confesionales que algunos de los poemas más largos de Arte tábano, aun cuando son igualmente efectivos:
Tan vasta la vida que sólo te salva nombrarla
como una herida que te coses con el lápiz
sin concesiones, estupideces, zurullos.
A modo de una visita guiada a un derrumbe en el camino.
Pero antes de que suceda.
Hay aquí un intento de acceder a lo real (llámesele como se quiera: Historia, referente, realidad) mediatizado por la obligatoriedad de una textualidad que es condición sine qua non para acceder al estatuto de lo real: “tan vasta la vida que sólo te salva nombrarla”. Sin embargo, asistimos al derrumbe en el camino, a las ruinas de la civilización y/o el camino, antes de que esto suceda, cuando el presente no ha ocurrido, pero en cualquier caso su posibilidad no se espera con los brazos abiertos. No hay espacio aquí para ningún tipo de teleología. Pero si no hay espacio para ésta, quiere decir que tampoco hay espacio para la metáfora, esto es, que las políticas del duelo no pueden tener efecto, en la medida en que la literatura postdictatorial (y éste es libro es parte de ella, o al menos su necesaria continuación) al mismo tiempo que elabora un duelo producto de la pérdida (de la modernidad), también se convierte en objeto del duelo, también ejerce un duelo en el que se incluye a sí misma, entrando así al terreno de una melancolía de la cual es incapaz de salir.
Arte tábano, entonces, no habla sobre la derrota (como pareciera que se ha hecho costumbre, como si se tratara de una enseña que se exhibe a la entrada de una fiesta a la que no estamos invitados), sino que escribe desde ella. En estos matices, que no son sólo una sutileza, se juega todo el valor de este libro, toda la valía de González Barnert como poeta: ninguno de ellos puede ser subestimado por nosotros, a menos que hayamos decidido seguir una agenda que no nos corresponde y decidamos ajustarnos a la nueva división del trabajo estético e intelectual, tempranamente satisfechos de haber sido aceptados en los salones de una institucionalidad sólo en apariencia renovada.
Hablábamos, en un principio, de Philip Sidney y Edmund Spenser. La defensa que hace Sidney de la poesía, intenta ponerla en disputa con la filosofía y con la historia, en tanto la poesía sería capaz de convertirse en la imagen verdaderamente elocuente de aquello de lo que sólo pueden exponer teóricamente la historia y la filosofía: la virtud moral de la poesía, al ser capaz de demostrar su acceso privilegiado a la verdad, sería lo que la justificaría. Edmund Spenser, en una actitud que diverge de la anterior, pero que también sentaría precedentes, prefiere en cambio apuntar hacia esa corporalidad inmediata (o más inmediata, por lo menos, que la postura de Sidney) del placer y/o del dolor, “una corporalidad alcanzable únicamente a través de la poesía” (Campana, 46). Creo que entre estas dos alternativas, Ernesto González Barnert nos entrega un libro que opta por la última de ellas, ie., alejado de cualquier programa o agenda que intente entrar en el terreno que se le ha asignado a lo literario, González se concentra (con todos los riesgos que ello pueda acarrear) no en defender la poesía, sino en dejar que la poesía hable por sí misma. El contexto en que se escribe y publica este libro es un indicador suficiente del circuito interrumpido que se vive, hoy por hoy, entre poesía y sociedad. No obstante ello, es de agradecer que el pesimismo de Arte tábano no sea índice de una renuncia, sino de la necesidad de continuar en nuestra tarea.
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OBRAS CITADAS
Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2000.
Campana, Joseph. “On Not Defending Poetry: Spenser, Suffering, and the Energy of Affect”. En PMLA, en n° 1, vol. 120 (2005): 33-48.
González Barnert, Ernesto. Arte tábano. Rancagua: Manual Ediciones, 2010.
Gomes, Miguel. “Poesía transterritorial: capitalismo y “mundo imaginado” en la literatura venezolana reciente”. En Revista de Crítica Cultural Latinoamericana, n° 58 (2003): 255-273.
Lihn, Enrique. El circo en llamas. Santiago: Lom, 1997.
Paz, Octavio. Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral, 1998.
Rubio, Leonidas. Piedra negra. Santiago: Mosquito ediciones, 2010.