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UNA NOSTALGIA QUE RECLAMA UN NUEVO NOMBRE
(Sobre El cielo ideal, de Ricardo Herrera Alarcón)

Por Cristián Gómez O.

 


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Autor de dos títulos anteriores (Delirium tremens  y Sendas perdidas y encontradas), Ricardo Herrera Alarcón nos presenta ahora su tercer libro, de la mano de una escritura cada vez más segura y que viene a cobrar su lugar como una de las voces imprescindibles de ese grupo heterogéneo que por convención se dio en llamar generación poética de los noventa.

El cielo ideal reúne en ciento ochenta páginas, las vicisitudes de una voz que quiere abrirse un espacio por contraste con el que pudieran ocupar otras voces, previas o coetáneas a ella. El sombrío humor que puebla este libro, agónico y por sobre todo hiperconsciente de sí mismo, es el camino que le permite contemplar el panorama (el panorama literario, fundamentalmente) y tomar una posición crítica respecto de él y sus habitantes. Pero este ajuste de cuentas con la sociabilidad literaria, ese mundo de poetas, reseñas y lecturas donde muchas veces se cocina a fuego lento (parte de) la suerte de algunos discursos, no es en ningún caso el tema central de este libro. El cielo ideal recoge y reformula algunas de las preocupaciones favoritas (valga el oxímoron) de los libros anteriores de Ricardo Herrera: la connivencia entre alcohol, literatura y vida, la familia y los afectos, el suicidio, la poesía. Se agrega a ellos con especial atención en estas páginas un desencanto político, proveniente de una sensibilidad de izquierda, a falta de un nombre mejor, debido a la clausura de las posibilidades de cambio que ofreciera especialmente en los sesenta, una alternativa “progresista” (entrecomillada como el mismo autor se encargaría de subrayar) en Latinoamérica y el consiguiente desamparo actual en que ha devenido la política.

Pero tal vez lo mejor de este libro sea su capacidad de adoptar, filtrar y reciclar discursos anteriores, que en su plena reformulación y apropiación creativas, terminan por convertirse en una palabra propia, nueva. Esta capacidad agónica (Bloom, claro) le permite a Herrera hacernos partícipes de una poesía que juega con los discursos precedentes y, sin abandonarlos del todo, porque hay huellas evidentes pero sabiamente matizadas de ellos, los coerce para llevarlos a un terreno que les es propio. De aquí no deje de sorprender su destreza para pasar –a veces incluso en un mismo poema- de un discurso metapoético a otro que más parece lárico, sin que la transición sea ni visible ni interrumpa la lectura y/o el sentido del texto. Esto, que pocos poetas del Chile de hoy son capaces de conjugar, es una de las mayores virtudes en la poesía de Herrera, en especial a partir de Sendas perdidas y encontradas, pero por sobre todo con El cielo ideal.

Allí radica también una paradoja que no es menor. Porque la palabra metapoética de autores como Lihn, como Martínez y otros más, representa una visión de la modernidad que es difícil armonizar con la relación que con esa misma modernidad mantiene el larismo. Me explico: si bien ambas escuelas y/o tendencias, parten de una visión crítica de aquel período, no es menos cierto que los signos de la violencia más brutal que diera origen a la modernidad, tienden a ser borrados y/o morigerados en poéticas como la de Jorge Teillier, donde el pasado se vive y se entiende en términos generales como una edad dorada y, por definición, perdida. En cambio, el espíritu que anima una escritura como la de Enrique Lihn, encuentra su razón de ser en subrayar esas contradicciones que dieran origen al proyecto moderno, muy en la línea de Adorno y Horkheimer y la perversión de sus ideas iniciales.

Por lo mismo, que ambos discursos coexistan en una armonía que se inaugura sobre su propia sospecha, pareciera indicarnos que el “debilitamiento de lo ideológico”, de lo cual habla Willy Thayer en su imprescindible ensayo “Crisis categorial de la universidad”, facilitado por la proliferación de las ideologías y la pérdida de su rol conductor como explicación y sentido de la sociedad, es un tema implícito en este libro de Ricardo Herrera. Si el despliegue más evidente recorre las temáticas señaladas más arriba (la hija, el vino, el suicidio, la poesía y/o los poetas), no menos cierto es que detrás de ellas (o en su base), subyace este juego de significantes que parecieran dejar en suspenso el sentido.

Con todo, la (i)resolución ideológica que comentamos le llega al lector vía un despliegue de ritmo e imágenes poéticas que se encuentra entre lo más granado de la poesía chilena de hoy. Si el libro excede el largo promedio de los libros de poesía que se editan hoy por hoy, no nos queda más que agradecerlo, ya que el autor mantiene a través de sus ciento ochenta páginas un tono uniforme que le da coherencia al hablante de este conjunto: pesimista sin carecer de humor, escéptico ante toda postura redentorista, aun cuando el estado actual de las cosas tampoco sea para él motivo de admiración. Premunido de una palabra cotidiana que sin embargo no se solaza en coloquialismos, el poema de Herrera despliega todo su aparato crítico desde la perspectiva (falsa) de quien no entra en el juego: así puede hacer una especie de “metapoesía”, o por lo menos dedicarse a registrar las prácticas de la zoología y la sociología poéticas, asumiendo el rol del testigo no implicado, del que toma parte en los hechos sin que éstos lo afecten. El repaso que se le hace a los “colegas” es digno de resaltar en la medida en que se ponen nuevamente en juego discusiones más o menos tradicionales (y más o menos antiguas) de la poesía chilena, como son las de centro/periferia, sur/capital, poetas proletarios/poetas acomodados. Se trata aquí de un discurso más contingente que metafísico, más una recensión del presente que una meditación sobre el pasado y el futuro. No obstante ello, y aun cuando este ocupar un espacio propio por contraste con el de los demás, ocupa largas páginas del volumen, aun así creemos que el norte, por así decirlo, de Herrera, tiene que ver fundamentalmente tiene que ver con una pregunta ontológica, y aun más, con una visión del orden universal, por mucho que este se traduzca o mal traduzca tanto en catástrofes naturales, guerras fratricidas o simples peleas entre poetas.

En su poema “El arjé”, el poeta entra en la discusión y toma una muy clara postura en torno a la posibilidad de la poesía de ser entendida como una traducción de los ritmos esenciales del universo (Paz), como una versión profana del lenguaje sagrado donde se cifra la armonía del Todo. Herrera parte sentenciando: “No existe principio ordenador del universo”. Pone distancia, así, con la idea de una escritura analógica que pudiera reproducir los ecos ocultos de las correspondencias. De acuerdo a José Olivio Jiménez

La analogía lee el universo como un vasto lenguaje de ritmos y correspondencias, donde no tienen asiento el azar y los caprichos de la historia, y a esta luz la poesía o el poema habrán de entenderse como un microcosmos, como otra lectura o reinterpretación, de aquel rítmico lenguaje universal. “La analogía –escribe Paz– concibe al mundo como un ritmo: todo se acuerda porque todo ritma y rima”. (35)

Por su parte, Cathy L. Jrade resume así el funcionamiento de la analogía: “En la creencia de que el mundo es una criatura viviente impregnada en su totalidad por un alma única, todos los elementos de la creación son análogos” (Jiménez, 35). El autor de El cielo ideal pareciera hacerse eco de estos puntos de vista, pero con el único fin de negarlos.

El principio ordenador del universo no tiene forma ni fondo
No es la inspiración o la fe
La energía cósmica la revolución proletaria
No son las putas del Cielo Ideal o la banda de Kien
Tocando el blues de los que no quieren subir al tren sino arrojarse bajo sus ruedas
No es el manobrero de alcantarillas o el jorobado escuchando bajo la cama
Como su mujer batalla
No son los libros que saco de mi cabeza y ordeno en las paredes del cuarto
Lo que impide que las cosas salgan disparadas en todas direcciones
(76)

Podríamos decir que para Herrera no existe un principio unificador de la realidad que se le presenta, en cambio, como fundamentalmente caótica y carente de sentido. De ahí que la temática del suicidio vaya más allá del anecdotario luctuoso, donde la biografía del autor converge con la forma de comprender esa realidad que permanentemente se le escapa.

El principio ordenador del universo
No es el viaje de años entre la construcción de la cuerda
Y el encuentro con su cuello amado
Porque no hay principio sino eterno discurrir de la risa
La carcajada sobre los roqueríos
La muerte en un caballo que se acerca
La muerte en un caballo que se aleja.
(76)

Su opción es clara. La disonancia y la ironía son los principios rectores de este poema, pero también probablemente del conjunto del libro. Así podemos comprender no sólo la serie de textos en torno o que rondan el tema del suicidio, sino el profundo desencanto político que puebla también este conjunto, un alejamiento de cualquier utopía que intentara el logro de un todo armónico.

Por lo anterior es que un poema en apariencia menor o irrelevante como “Olvido”, cobra nuevos márgenes de comprensibilidad al permitirnos ponerlo en el contexto de la dicotomía entre analogía y disonancia: “La palabra maestranza y la palabra jofaina/Beben un terremoto al caer la tarde/Hablan de los tiempos y los amores perdidos” (108). No sólo el tiempo como entidad abstracta en su paso deja a este tipo de palabras en desuso; es la modernidad de la que hablábamos en un principio y los acercamientos contradictorios que se plantean en este libro los que se retratan aquí, ya que por lo menos en el vocabulario chileno “maestranza” remite muy específicamente a los talleres de montaje y desensamble de los trenes de FF.EE., una empresa que en los últimos años ha visto su continua merma casi como una profecía autocumplida, además de los consabidos escándalos de corrupción administrativa que cada tanto animan los titulares de los diarios y la vida política nacional. El debilitamiento de lo ideológico producto de su propia proliferación, como mencionáramos más arriba, queda si no retratado por lo menos insinuado en la sutileza de este poema que pareciera simplemente hablarnos del paso inevitable del tiempo, como si este no sucediera en un contexto que no es externo, sino que más bien lo constituye.

Es paradójico que un poeta como Ricardo Herrera Alarcón, alejado hasta donde sabemos del mundo más visible de los escenarios poéticos (aunque no necesariamente ausente de ellos), con una obra a estas alturas más o menos consolidada en el escenario chileno, haya recibido poca o ninguna atención en el país. Creo que su escritura legítimamente representa una alternativa a otras poéticas “sureñas”, que trascienden por supuesto esta etiqueta, pero también se valen de ella en ocasiones como si fuera una marca o un distintivo. Es una alternativa a la obra de Chihuailaf o Huenún, por supuesto, pero también a la Yanko González, César Cabello o Roxana Miranda, por nombrar sólo algunos.

Pero quisiera ir un poco más allá. Los libros de Herrera también representan una contradicción no sólo al interior de ese conjunto informe que es la poesía sureña (tenga ésta los límites que tenga); más allá de ella, Herrera etáreamente estaría cerca de la generación del noventa, aun cuando y a pesar de que nunca haya sido considerado, por ejemplo, en la inaugural Los náufragos, ni tampoco en la antología que hiciera Francisco Véjar y/o en Cantares, de Raúl Zurita. Desconozco si sus textos han sido incluidos en otras compilaciones nacionales, ya que en el extranjero no se encuentra en ninguna. Tampoco fue considerado nunca para el premio Pablo Neruda para autores menores de cuarenta años. Y, a pesar de estos silencios, creo que Herrera es por derecho propio uno de los mejores poetas entre aquellos que hoy navegan entre los cuarenta y los cincuenta. El cielo ideal, si no toda su obra, así lo ratifican. Se ha comentado, se ha ensalzado en ocasiones la capacidad de estos poetas de conjugar discursos heterogéneos al interior de un habla poética, logrando una unidad que no encubre ni reniega de sus componentes. Me pregunto qué otra cosa se registra en la poética de Herrerea, salvo que su realización es impecable y la seguridad de su trazo uno que habría que tener más en cuenta a la hora de hacer los recuentos de nuestro mapa.

 

 

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OBRAS CITADAS

1.- Herrera Alarcón, Ricardo. El cielo ideal. Santiago: Lom, 2013.
2.- ____________________. Sendas perdidas y encontradas. Valdivia: Ediciones Kultrún, 2007.
3.- ____________________ . Delirium tremens. Santiago: Ediciones Casa de Barro, 2001.
4.- Jiménez, José Olivio. Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana. Madrid: Hiperión, 1994.
5.- Thayer, Willy. “Crisis categorial de la universidad”,  Revista Iberoamericana 202 (2003): 95-102.




 


 

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