Haciendo un uso más bien libre del término autobiografía, ya que el subtítulo de este ensayo es el de “Autobiografía de mi hermano”, muy en la estela de Gertrude Stein y su Autobiografía de Alice Toklas, la filósofa francesa Elisabeth de Fontenay, autora de al menos un libro clave en la discusión contemporánea en torno a lo humano (El silencio de las bestias), nos lleva hacia una narración jalonada con no muchos episodios biográficos, en la medida en que vemos a su hermano pasar por algunos momentos, dolorosos algunos, felices otros, pero no llegamos a tener un recuento acabado de su vida, pero sí nos invita a una lectura pletórica de reflexiones en torno a la posibilidad de pensar el lenguaje y en qué, este último, nos permite constituirnos.
Por ende, si alguien espera un relato pormenorizado de los hechos que rodean la existencia de su hermano y de la misma Fontenay, este libro terminará decepcionándole. Si, por el contario, lxs lectorxs se dan la oportunidad de explorar los distintos conceptos que Fontenay aborda desde la diferencia neurológica de su hermano, entonces estas páginas le deparan un momento de extenso descubrimiento.
Me he cuidado hasta ahora de no dar el nombre del hermano de Fontenay porque ella misma no lo hace sino hasta los párrafos que cierran el libro. La explicación para ello reside en el concepto que la autora maneja tanto de la escritura como del libro impreso, en tanto dispositivo capaz de encapsular experiencias y fijarlas en las páginas editadas, así como en la memoria de quien (las) lee. Este no es un asunto para nada menor en el mundo de la autora. De Fontenay confiesa que no es por un sentimiento de culpa que se entrega a la tarea de escribir esta autobiografía, sino para responder una pregunta (¿Cuál es la interioridad de “Gaspar”?, ¿qué clase de fractura original lo llevó a retrotraerse en un mutismo infinito?) con la que batallará a lo largo de estas páginas. Pero su respuesta conlleva una violencia imposible de escamotear, a saber: valerse del mundo de las ideas y de las posibilidades de la escritura, todo lo cual está vedado a Gaspar, para fijar una identidad a la cual tampoco se es capaz de acceder. Aun “peor”, la misma De Fontenay reconoce su temor de ubicarlo a él, su hermano, en (o como) el origen de aquello en lo cual ha terminado ella por convertirse.
Esta es, tal vez, una de las mayores cuestiones a resolver por De Fontenay en su empresa de escritura, pues ella, pese a saber con precisión qué es lo que ha vivido su hermano y cuáles son los capítulos que componen esa vida, al mismo tiempo no puede acceder si no a la parte más epidérmica de dichos acontecimientos, a los escasos momentos en que Gaspar expresó su felicidad o en los cuales se acercó (sin llegar nunca a) reconocerse en tanto sujeto. De esta imposibilidad surgen también las mayores frustraciones de la autora, ya que el haber compartido una casa familiar y diecisiete años de vida en conjunto (que fue la edad en que Gaspar comenzó a pasar por distintas instituciones siquiátricas, todas de diferente índole, cuando no opuesta) no resultarán suficientes como para que ella puede conocer lo que siente y lo que experimenta su hermano.
Estas frustraciones, estas impotencias, entonces, son las que generan, paradójicamente, las preguntas más fructíferas de este libro, la chispa que genera su escritura, aun cuando sean las más difíciles de responder.
Así, por ejemplo, en este ruedo donde se tratan distintos temas directa o indirectamente ligados a la vida en común con Gaspar, saltan a la palestra el uso de la palabra, así como las dimensiones que puede abarcar el silencio, esto es, el habla y el discurso como definición de lo humano. Trataré de precisar cuáles son las aristas desde las que la autora aborda este tema. Empecemos, entonces, por recordar que Elisabeth de Fontenay nace en Francia en 1934, primogénita de un matrimonio en la que su madre provenía de una familia judía. Este no es un dato menor si recordamos que los nazis llevaron a cabo no sólo el genocidio contra los judíos con una crueldad inédita hasta entonces, sino que también dedicaron todos los recursos posibles, en su afán eugenésico, por deshacerse de aquellos que no calzaban con su patrón de supuesta perfección y pureza. Entre estos, aquellos considerados como ‘semihumanos’, ‘espíritus muertos’ o ‘existencias superfluas’ fueron, entre enero de 1940 y agosto de 1941, víctimas de la Aktion 4, el programa de aniquilamiento de setenta mil discapacitados, aproximadamente.
Si la familia de De Fontenay había sufrido en carne propia la embestida de los nazis (su abuela, su tía, el marido de esta y los dos hijos de ambos fueron deportados en 1944 y enviados a los campos de concentración, donde todos murieron), el mismo Gaspar estuvo a punto de ser considerado uno más entre los prescindibles. De Fontenay agrega que el nazismo no tiene la exclusiva en esta empresa de deshumanización, ya que con anterioridad la misma ciencia médica, encarnada en tipos como Alexis Carrel y su libro La incógnita del hombre(pdf), habían sentado las bases ideológicas para una justificación científica del nazismo. Carrel, un investigador brillante, pionero en cirugía vascular experimental, premio Nobel de Medicina en 1912, fue sin embargo un defensor de ideas eugenésicas y se convertiría en un entusiasta colaborador del gobierno de Vichy durante la ocupación alemana.
Si se ha de eliminar a aquellos que son ‘insuficientes’, aquellos que no se ajustan al ideal de la civilización occidental, no es extraño que después el exterminio de una raza entera estuviera entre los delirios nazis. De Fontenay trae a colación el recuerdo de La tregua, (pdf) de Primo Levi, ese relato espeluznante que es una especie de continuación de Si esto es un hombre(pdf). De Fontenay presta especial atención a uno de los momentos iniciales del primer libro, cuando Levi y sus compañeros de infortunio aún se encontraban en el Lager, aunque próximos a dejar de ser prisioneros. En enero de 1945 se habían avistado las primeras tropas del Ejército Rojo, las cuales un poco más tarde terminarían liberándolos de los nazis, para comenzar, sin embargo, un largo periplo de vuelta a casa. Lo que más les llamaba la atención, a Levi y a los otros, mientras eran rapados, trasladados y bañados una y otra vez por las nuevas autoridades, era Hurbinek, un niño de –estima Levi– unos tres años, con las piernas atrofiadas, pero con una mirada que no dejaba de pedir algo, clavada entre los huesos que eran su rostro. Hurbinek, de quien nadie sabía nada y que no parecía mantener lazos con nadie y que tampoco podía proferir ningún sonido significativo, ninguna palabra que tuviera el más mínimo sentido.
El paralelo con su propio hermano es tácito, pero evidente. El destino de Hurbinek, “libre pero no redimido”, según sentencia Levi, al morir en marzo de 1945, es para De Fontenay resultado directo de la barbarie, sobra decirlo, pero también de aquellas deformaciones científicas (como la de Carrel) y, en cierta medida, de sistemas filosóficos que, sin estar directamente relacionados con el nazismo, como el pensamiento de Heidegger, podrían, según ella, justificar implícitamente el entender lo humano como residiendo exclusivamente en el Dasein, i.e., “una elevación y una separación ontológicas respecto a la realidad humana que vuelven casi blasfematoria toda antropología que exija un conocimiento mínimo de aquella capa de ser original a la que, lejos de todo biologismo, Husserl nombró ‘el mundo de la vida’”. (67) la distinción que hace Heidegger entre autenticidad y artificialidad, entre actividad y pasividad es lo que la autora francesa siente como una línea trazada sobre la arena, delimitando un espacio en el que aquellos como su hermano no encuentran cabida. Aquellos “privados de mundo”, aquellos que caen en la categoría de discapacitados, para Heidegger, “viven pero no existen”, “llegan a su fin pero no mueren” (68), en palabras de De Fontenay.
Aunque no lo diga la autora de Gaspar de la noche, vale la pena recordar que, para Heidegger, en su texto sobre Holdërlin y la esencia de la poesía, “El hombre es aquél que es, precisamente en la atestación de su propia existencia” y ese testimonio, ese dar cuenta de su existencia que constituye su ser, se realiza a través del lenguaje, aquello de lo cual el hermano de la autora, casi en su totalidad, carece. Recordemos que Heidegger recoge estas expresiones de Holdërlin desde “un bosquejo para una poesía que debe decir lo que es el hombre a diferencia de los otros seres de la naturaleza.”
Esta distinción taxativa entre el ser humano y el resto de los seres vivientes, carentes de las formas de lenguaje habituales a los humanos, resulta inaceptable para Elisabeth de Fontenay, en su afán de lograr entender (algo de) la experiencia de su hermano.
No deja de ser un callejón sin salida para la filósofa francesa la defensa que ella hace en sus obras anteriores de la singularidad animal y de los derechos que los seres vivos no humanos merecen, con su deseo de lograr entender la peculiaridad humana, de comprender el status único del humano respecto de los animales, aun cuando otros autores, como Peter Singer, se nieguen tajantemente a admitir una distinción semejante. El problema lo zanja De Fontenay asumiendo que es posible hacer o convertir en recíprocos enunciados anteriormente incompatibles. “La humanidad de los propios animales” (Rimbaud), aprendida en la convivencia con su hermano la ha llevado a no embriagarse con un sentimiento antimetafísico que se niega a separar lo humano de lo animal. Pero esta separación, insiste De Fontenay, no significa negar la brutalidad y la mentalidad mecanicista y avasalladora que jamás ha tenido ninguna consideración del mundo animal. Significa simplemente negarse a confundir dos reinos cercanos, pero diferentes, una diferencia que, en la visión de la filósofa francesa, es urgente atesorar.
El nombre de su hermano, no sobra agregar esto, es Gilbert-Jean, y está a buen resguardo en este libro.
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(Elisabeth de Fontenay, Vaso Roto, 2022)
Por Cristián Gómez O.