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Re-crear la escuela
(A propósito de La escuela como espacio de utopía. Algunas propuestas de la tradición anarquista,
de Rafael Mondragón. Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2018).

Por Claudio Guerrero Valenzuela



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“Todas las grandes cosas tienen su origen en la desobediencia” (“Una obra de amor” 87) escribió la pedagoga argentina Herminia Brumana para referirse al legado ácrata del checo Francisco Bakulé. Entre los diversos textos de Gabriela Mistral sobre educación, en tanto, podemos leer en uno fechado en 1923: “Todos los vicios y la mezquindad de un pueblo son vicios de sus maestros” (Magisterio y niño 40). En ambas pedagogas, con todo lo distantes que parecieran ser, es posible encontrar una pasión por la enseñanza que hacia las primeras tres décadas del siglo XX sonaba a un hecho crucial, donde se jugaba el destino de la infancia. Y ese porvenir esperanzado tenía, en tanto imperativo categórico del afán civilizador, un único lugar de realización para el niño latinoamericano: la escuela. Ese momento de vida o muerte de lo que podríamos denominar el hecho educativo entendido como espacio modificador de la experiencia, tiene dos momentos, sin embargo: una cosa era la reflexión pedagógica acalorada y encendida, como la que se dio en la famosa Primera Convención Internacional de Maestros, celebrada en Buenos Aires en enero de 1928, y en la que participa Mitral; y otra, su choque con la práctica educativa misma. Corresponde a los mismos años veinte el contexto del relato que Beatriz Sarlo incorpora bajo el título de “Cabezas rapadas y cintas argentinas” en su libro La máquina cultural (1998), basada en la historia de vida de una maestra normalista de la ciudad de Buenos Aires. En dicho relato, la entonces directora de una precaria escuela pública del extrarradio de la ciudad cuenta cómo tomó la decisión, un día, de rapar las cabezas de los niños en medio del patio de la escuela, para mantenerlos limpios, fuera del alcance de la pediculosis, una de las tantas enfermedades de la pobreza. Su escuela debía ser una escuela ejemplar. Pero cuán lejos estaría su acto burocrático, higienista y disciplinante del pensamiento reflexivo, cariñoso e imaginativo de dos pedagogas como Brumana y Mistral. Y cuán cerca, por otro parte, de los tiempos actuales, cuando la labor de maestras y maestros se asemeja ya de modo casi definitivo, más a un oficio tecnocrático que otra cosa, más a un ejercicio de vigilancia y castigo, como lo entendiera teóricamente Michel Foucault.

Parar la máquina moledora de carne y salir a recreo. Saltar los muros. Habitar la escuela de otro modo. Otra escuela. Una escuela realmente liberadora. Recrear la escuela. Volver a pensarla. Y volver a pensarla, ante todo, desde una dimensión utópica. Quizás a sabiendas del poderoso avance del saber tecnificado que predomina hoy en la gran mayoría de las escuelas latinoamericanas y que parece anclado, con todo su aparataje de vocabulario prestado de la hegemonía neoliberal (competencia, calidad, gestión, rendición de cuentas, rezago, emprendimiento, mérito, igualdad de oportunidades, tasa de retención, tasa de egreso, lista de asistencia, etc.), Rafael Mondragón propone, en un acto de desobediencia, volver a pensar la filosofía educativa de un conjunto de pensadores de filiación anarquista como una posibilidad de volver a pensar otra escuela. La que alguna vez soñamos construir como un ideal colectivo transversal, democrático y movilizador, y que hoy, si existe, existe solo para algunas elites que la pueden pagar. Una escuela como algo distinto a la absorción de conceptos. Como un campo de juego y experimentación. Como un espacio que reivindique el derecho a la belleza y la activación de la curiosidad.

Como negándose de manera rebelde a ese horizonte que parece demasiado real y cercano, un futuro sin futuro, demasiado entroncando en su construcción mítica, el llamado realismo capitalista que ha ido desmantelando todo, poco a poco, hasta la iconicidad misma de la rebeldía, hasta la potencialidad misma de pensar de otro modo, en eso que Franco Berardi llamó “la lenta cancelación del futuro” (2014), todavía hay quienes como Rafael piensan el mundo a contrapelo, poniendo frenos, desmantelando mitos para sembrar, incluso, lucecitas de esperanza en medio de la oscuridad reinante que reifica las condiciones de subjetividad imperantes. La escuela como espacio de utopía, en este sentido, es la posibilidad todavía cierta de soñar otro futuro, tal como lo pensaron los vanguardistas de hace cien o cincuenta años, cuando todavía el mundo se estaba jugando un destino menos ominoso que el que pareciera esperar actualmente a nuestras hijas e hijos, para que, como señala Rafael en el prólogo de su libro, los maestros de hoy puedan encontrase con los maestros del pasado y así se sientan menos solos, menos agobiados.

En ese hiato que impone todo saber idealista, ese des-tiempo que solo podríamos interpretar como un signo de una falta o una falla del propio tiempo que habitamos, pensar la escuela que soñaron maestros anarquistas como Francisco Ferrer, Eliseo Reclus o José Antonio Emmanuel, entre otros, esa tradición de maestros anarquistas que escribieron en español y que “es una de las más imaginativas, profundas e interesantes” (13) de la historia hispanoamericana, implica una detención, propone un tono y un ritmo que impone la reflexión y la pausa, como respuesta consciente y rebelde del tiempo que se nos quiere imponer a diario, ese tiempo cotidiano que nos agota para que no pensemos ni reflexionemos sobre los modos de operación de las estructuras dominantes, su poder alienante y enervante, ese tiempo que procura mantener medicados, el mayor tiempo posible, al extenso de la población. El anarquismo que se reivindica aquí, por tanto, opera como alternativa civilizatoria que buscaría, entre otras cosas, crear las condiciones materiales para una sociabilidad alternativa a la lógica del capital. Concepto de anarquismo, por cierto, que se encuentra en las antípodas del que suelen manejar los medios de comunicación actuales o del que se escucha en los discursos de nuestros gobernantes, entroncado en un efecto criminalizador.

Volver a creer en otra escuela es, por tanto, más allá del acto amoroso mismo del hecho pedagógico, un modo de promover otra experiencia del tiempo, otra temporalidad, otro curso de cosas, otro horizonte de expectativas. Una experiencia que rompa las cadenas de la escuela-cárcel a la cual están acostumbrados nuestras niñas y niños, esas escuelas que proliferan por toda América, y que convierten a nuestros niños en cansados seres humanos prontamente envejecidos, sin tiempo para jugar ni para aburrirse, en jornadas laborales de ocho horas, como grises funcionarios autómatas, encerrados, todo el día sentados, apernados a sus sillas, negado el derecho a crear. En esta posibilidad de salir del círculo alienante del sistema educativo concebido como lo está hoy y como lo ha estado por décadas y centurias, la tradición anarquista siempre se caracterizó por proponer un proyecto emancipador, libertario y fraternal, del cual la educación centralizada y homogeneizante tan solo se ha permitido rescatar algunas pocas cosas. Volver a escuchar esas voces fraternas resulta, visto así, un gesto de compañerismo aliviante y liberador para la hermosa tarea educativa de renovar en conjunto el mundo común, parafraseando a Hannah Arendt, ese acto de amor para con los que vienen.

¿Por qué vale la pena defender, todavía, las escuelas? Esa pareciera ser una de las preguntas que gobiernan este libro. Todavía vale pena, es la respuesta. Pero no cualquier escuela, sino aquella que construya espacios colectivos y garantice el derecho al mundo, el derecho de vivir una vida digna de ser vivida. Y la ética y la práctica del anarquismo histórico proporcionó, en su minuto, suficiente material. De ese conjunto de voces seleccionados por Rafael, distingo a Hermina Brumana, en Tizas de colores (1932), quien rescata algo fundamental y que pareciera que muy prontamente olvidamos los adultos: la predisposición a la belleza del espíritu infantil y la importancia de acceder a una gratificación fuera del espacio escolar, en el vínculo con el acceso a una cultura, de masas o de élite, pero una cultura al fin y al cabo: la revista, el cine, el museo. Importancia del estímulo permanente. Eso que también rescata Pedro Franco en Los derechos del niño (1928): el derecho a ser descubridor, creador; el derecho a imaginar; el derecho a jugar. A jugar para ensayar la vida y experimentarla. Y a jugar, como señalan Eliseo Reclus en “La educación” y Aristide Pratelle en “La educación por el ambiente”, textos incluidos como apéndices en la primera edición de La Escuela Moderna. Póstuma explicación y alcance de la escuela racionalista (1912), de Francisco Ferrer, a jugar en un entorno vinculado al contacto directo con la naturaleza, entornos bellos, verdes, que templen el espíritu y activen la curiosidad. Qué distintos serían nuestros niños y niñas si los entornos de sus escuelas estuvieran rodeados de algo tan básico como maceteros, flores o jardines, para no hablar de prados o, al menos una cancha de pasto, aunque sea sintético, y no esos horribles patios de cemento similares a un patio carcelario, rodeado de salas-celdas.

Y de todos ellos, de esa ninguneada tradición, rescato algo que permanentemente se huele en este hermoso y necesario libro: la necesidad de volver a pensar la escuela como una colectividad, en donde las niñas y niños trabajen alegremente junto a sus maestras y maestros. La escuela como una comunidad solidaria, que escucha y no estigmatiza, en donde los niños puedan sentirse verdaderamente libres y realizados, según las inquietudes de cada quién, y no desde un eje estructurante vertical como podría ser, por ejemplo, la enseñanza religiosa. En la lógica del círculo anarquista, la escuela deja de ser una máquina disciplinante, higienista o netamente valórica. Bajo esas premisas ideales, la escuela se convertiría en un espacio de diálogo, de encuentro y discusión, de un verdadero promotor de una autonomía responsable, y no un espacio individualista y clientelar como es lo predominante hoy. Sería un espacio positivo, estimulante, cultural, que activa el deseo, y en donde las niñas y niños combinaran el hacer con el pensar, el ejercicio del cuerpo y de la mente, la indagación curiosa y la experimentación. En eso, los maestros de hoy, todavía tenemos mucho por hacer. Todavía podemos intervenir desde nuestros propios espacios ese deprimente curso inevitable de las cosas que damos por ancladas y volver a inyectar en nuestras salas de clases el deseo de enseñar para activar en el otro el deseo de aprender, totalmente fuera de cualquier lógica utilitaria, bancaria diría Paulo Freire (1968), para proponer también, por qué no, una erótica en la sala de clases, como señalara Massimo Recalcati en La hora de clases (2014), la sorpresa, la posibilidad cierta de cambiar la vida (16). 

La escuela, para el anarquista catalán José Antonio Emmanuel, según lo explica en su libro La anarquía explicada a los niños (1931), específicamente la escuela racionalista fundada por Ferrer, consiste principalmente en un espacio de libertad. Pero un espacio de libertad que se asume con responsabilidad, de manera activa: “La redención debe empezar en ustedes” (24), señala Emmanuel. Y no solo eso: “No los queremos resignados; quede la resignación para los profesores burgueses y las cárceles escolares que rigen” (24). Creo que este libro de Rafael orienta precisamente en esa dirección: el de un llamado urgente a no olvidar que uno de los principios básicos del anarquismo histórico lo constituyó el principio del autocultivo cultural no como mera expresión de un individualismo cientificista, sino que para vivir en comunidad, para pensar un colectivo, un conjunto de individuos orientados a construir una sociedad más culta, más justa y fraternal, en donde el cuidado por el otro es regla. Ante eso, la resignación siempre será la peor opción. En especial, para los tiempos aciagos que nos afligen.

 

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Referencias


Berardi, Franco. Después del futuro. Desde el futurismo al cyberpunk. El agotamiento de la modernidad. Madrid, Enclave de Libros, 2014.
Brumana, Herminia. Tizas de colores. Villa Ventana, Editorial Maravilla, 2016 [1932].
__. “Una obra de amor” en Mondragón, op. cit, pp. 85-102.
Emmanuel, José Antonio. La anarquía explicada a los niños. Santiago, Los Perros Románticos, 2017 [1931].
Ferrer,Francisco. La Escuela Moderna. Póstuma explicación y alcance de la escuela racionalista. Madrid, Biblioteca Nueva, 2010 [1912].
Fisher, Mark. Los fantasmas de mi vida. Buenos Aires, Caja Negra, 2018.
Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Ciudad de México, Siglo XXI, 1981 [1971].
Freire, Paulo. Pedagogía del oprimido. Ciudad de México, Siglo XXI, 2012 [1968].
Mistral, Gabriela. “Pensamientos pedagógicos” en Magisterio y niño. Santiago, Andrés Bello, 2005 [1923], pp. 39-42.
Mondragón,Rafael. La escuela como espacio de utopía. Algunas propuestas de la tradición Anarquista. Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2018.
Recalcati, Massimo. La hora de clases. Por una erótica de la enseñanza. Barcelona, Anagrama, 2016 [2014].
Sarlo, Beatriz. La máquina cultural. La Habana, Casa de las Américas, 2001 [1998].


Agua Santa, octubre 2019



 

 

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