En No duerme la vida (2022), primer libro del poeta nacido en Coquimbo, Javier Torres (1975), las nubes, los sueños, las imágenes en definitiva, se suceden y se desplazan de un lugar a otro “sin paradero, morada, solas” (9). Es lo que propone la voz que habita estos poemas: ser “un fotógrafo de las sombras” (26). Su preocupación, el trabajo de registro, tiene como consecuencia el desplazamiento de las imágenes. Desde el epígrafe que abre el conjunto, tomado de un viajero norteamericano insigne, Jack Kerouac, se invita a adentrarnos a este deambular: una atmósfera de seres sin hogar, entre cuyos intereses se halla el viaje mismo como experiencia, pero también la búsqueda de un lar donde cobijar los pocos pertrechos personales.
El poemario está compuesto de 36 textos que se caracterizan por su brevedad. La primera parte se titula Pueblo Hundido y la segunda tiene el mismo nombre del poemario. Busco en el mapa la ubicación de Pueblo Hundido y descubro que se trata de un antiguo asentamiento minero al sur del desierto de Atacama, próximo a las costas de Chañaral y Caldera. El paisaje desértico, el aire de abandono, el silencio del viento, el páramo terroso, son algunas de las imágenes que evoca esta localidad en la voz de un hablante que transita en medio del paisaje. A la luz de sus palabras este panorama se revela desprovisto de artilugios modernos. La voz fantasmática de estos poemas es una voz que, ante todo, se insola bajo la indómita canícula del norte de Chile.
La poética que aquí se propone vendría a ser, visto así, la de un desplazamiento de un cuerpo cuyo afán archivístico guía la construcción de un lar volante, fluctuante. El crítico francés Nicolás Bourriaud llamó a este movimiento radicante: una raíz que se desplaza. Su forma es el trayecto, la errancia, la migrancia que pone en escena una identidad variable o heterogénea. Si bien la poesía de Torres se aleja de las arrogancias y vacíos del eterno tránsito postmoderno, es llamativa su proposición de no anclarse imperativamente en ningún lugar, su necesidad de moverse, de manera atenuada, curiosa, por un territorio, además, que se sitúa lejos de los grandes centros urbanos.
Pero si la forma radicante sería signo de una perpetua dislocación, una alocada dispersión o una cierta manía por el movimiento, no es el caso de estos poemas. Se trata de textos que respiran quietud y concisión, en puñados de versos que se reúnen en una sintaxis similar a la de los naipes entre los dedos. Por lo general, poemas de no más de seis a ocho versos y que reúnen, en una sola mano, la baraja con que se espera abrir la partida. Es en esa yuxtaposición donde se juega el desplazamiento de las imágenes: una al lado de otra, sin recurrir al encabalgamiento, para precisar, en el corte de verso, el lugar donde se realiza, el espacio fónico donde se concreta: “Mi sombra / reflejada en el vacío de la tierra, / se condensa bajo mis pies / en la luz del sol de mediodía” (22). El resultado es un fluir, un afianzar el devenir sin destino de un sujeto a la deriva. Pero este movimiento, como señalamos, no es caótico ni disperso. La coma que se agrega al final de una gran mayoría de versos propone una detención añadida a la pausa que de por sí exige el final de verso. Las imágenes se suceden, pero con un freno, un ritmo que impone una doble detención en la imagen, obligando al lector a tomar aire antes de continuar en su propio devenir de la lectura:
Estrellas que nacen y mueren, . . . . . . . . . . . . /sin que las veamos,
errabundo que no sabe de su sombra,
si no es por el reflejo de la luna
en algún lugar donde no duerme la vida. (33)
Movimiento detenido es la aparente contradicción de estos versos. Movimiento cauto. Movimiento reflexivo. Pero movimiento con objeto. Paseante o viajante, el sujeto es un errante que desconoce su sombra, por lo que en cierta medida su tránsito es uno de carácter identitario, uno que le permita trocar una condición fantasmal señalada como estigma, como carga existencial, como sello: “Somos fantasmas antes de tiempo, / viejas palabras que nadie entiende;” (26). Para contravenir aquello que parece una condena, se le impone como tarea al sujeto despertar el movimiento, salir del quietismo, agradecer la dicha de estar vivos. La manera en que lo propone viene apañado a una poética de la escucha y de lo visto: “Los pájaros salen de su sueño / un grillo salta en la maleza, / una tenue brisa sacude el agua / donde los árboles se agitan” (18). Oído y mirada se conjugan en un solo sentido, en un activismo afectivo que le permite al sujeto construir esa morada anhelada, ese paradero soñado, en la fijación de imágenes sonoras que movilizan al sujeto, puesto que se trata de vivir una vida y no que la vida pase por un sujeto adormecido. De ahí que los versos que dan título al poemario tomen cierta fuerza al desplegarse en la visión de conjunto:
En algún lugar no duerme la vida,
una a una las luces de las habitaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . /se van apagando,
caminantes buscando algo de paz. (33)
La paz que se respira en el ritmo de estos versos es lo que va quedando. Como resonancia, la vida sigue ahí, latiendo, pese a fantasmas, sombras y desvelos. Las imágenes de una niña deambulando en el espacio del hogar es tal vez la llama que mantiene viva la búsqueda permanente de un lar que habitar y que siempre está dentro de la experiencia poética.
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"No duerme la vida", de Javier Torres.
San Felipe: Ediciones Casa de Barro, 2022.
Por Claudio Guerrero Valenzuela