En Las Corrientes luminosas de Claudio Guerrero se observa una acumulación de objetos, signos, huellas o sedimentos que conforman un espacio donde es posible el habitar en la memoria. Esto me recuerda un comentario que realizó el autor cuando éramos compañeros de carrera, hace mil años, acerca de vivir en la literatura. Esa aseveración, dicha así no más de forma natural casi puerilmente, me causó una gran impresión. Hasta ese entonces mis preocupaciones se orientaban más bien a cómo vivir de la literatura y en este caso el contraste entre las dos preposiciones (-en, -de) no puede ser más decidor. Por así decirlo, esa declaración valiente y rotunda, fue una campanada de alerta para mí. Pero volviendo a lo de la memoria, la ambivalencia en las acciones de recordar u olvidar en cada uno de los poemas dan cuenta, a mi entender, de una postura claramente existencialista; el dolor de perder el recuerdo es la señal de que nos estamos disolviendo en el tiempo, porque no es posible existir sin recordar; recuerdo, luego existo.
En ese contexto vale preguntarse por el rol que le cabe a la palabra poética y ésta resulta ser el puente que nos comunica con el pasado, con esa parte inalienable de nuestro ser, pero también es lo extraviado, aquella perfección perdida. En ese sentido el lenguaje busca su estado adánico o primigenio en el cual cada sonido tiene una relación directa y natural con lo nombrado en un tiempo anterior a la disociación arbitraria del signo y, por eso mismo, inalcanzable: la poesía como testimonio de aquello que se ha perdido para siempre, una utopía irrenunciable, porque, y a pesar de su irrealización, guarda la clave de nuestra humanidad. El surgimiento de la propia consciencia supone ya, como dice Berman Morris, una separación dolorosa con lo otro, una fallabásica. Hemos perdido esa unión cósmica con el todo (tan arquetípicamente representada en la expulsión de Adán y Eva del paraíso, una vez que se vuelven conscientes de sí mismos).
Cada poema e incluso cada verso en Las Corrientes Luminosas es la escenificación de la realidad disolviéndose en el recuerdo, en los distintos afluentes o corrientes del devenir. Aquí, obviamente, es imposible no recordar la meta-metáfora de Borges acerca del río como representación del tiempo y, ahondando más, en la relación que establece Heidegger entre Ser y Tiempo, representado este último como un caudal que jamás se detiene. Es aquí donde, creo, se plantea un demiurgo, un artífice de su propio destino en el recordar, en el recuperar mediante la palabra lo perdido; un construir un hipotético futuro desde las reverberaciones del pasado. Más adelante veremos que ese accionar se tensiona con un contexto ideológico e histórico-material preciso. En este río hay dos corrientes análogas: una oscura y llena de sedimentos y otra superficial y más brillante. El sedimento o depósito tiene densidad y aparece en cada objeto nombrado por el poeta como un reservorio del pasado. En contraposición a lo poético hemos olvidado en nuestra vida rutinaria la capacidad sagrada de las palabras para contener y transmitir significado y, al nombrar las distintas cosas que conforman nuestra realidad, no alcanzamos su verdadero sentido. Es así como la poesía se erige como el reducto de lo plenamente significativo.
¿Por qué ha ocurrido esto? En el actual panorama la palabra misma ha sido despojada de su naturaleza original y se le ha rebajado a su función meramente utilitaria, sin poder, sin vida. Teillier, expresaba en su famoso SOBRE EL MUNDO DONDE VERDADERAMENTE HABITO O LA EXPERIENCIA POÉTICA: “Sí, la poesía considerada como la lepra en este mundo en donde está muriendo la imaginación, en donde la inspiración está relegada al desván de los muebles viejos. Astronautas antisépticos y en esterilizados vehículos llegarán a la luna a plantar sus pequeñas banderas, y a transmitir mensajes sin sentido, serán artistas de circo en la "caja de los idiotas" de la TV.” En el mejor de los casos la palabra ocupa un lugar en la mera entretención, en lo ramplonamente ingenioso. En el peor de los escenarios se la usa como instrumento de colonización ideológica: no hay pueblo, sino clientes y los niños no tienen memoria, ni sabiduría, sino que capital cultural. La palabra debe asumirse entonces como herramienta o mera mercancía. Al perder el lenguaje su capacidad de nombrar nuestro mundo elemental nos separamos de nuestra historia y ya sabemos que si olvidamos lo que fuimos nos desnaturalizamos, nos alejamos de nuestro verdadero ser, somos entonces presa fácil de la colonización y de la alienación. Precisamente lo contrario es lo que nos ofrece Las Corrientes Luminosas: construye un espacio, un universo donde la poesía es el refugio donde podemos resguardarnos del avance del silencio, del vacío, del desierto Nietzscheano, porque “El desierto avanza; ¡ay del que en su alma alberga desiertos!”. El desierto, esa desolación que, según Walter Benjamin, nos empuja desnudos y heridos hacia el futuro.
Vivir el aquí y ahora desde el pasado asegura juzgar el presente desde una perspectiva no colonizada por el proyecto destructor del modernismo o la alienación del paradigma neoliberal, en cambio, muestra mirada se vuelve integral y profundamente humana. En consecuencia, se propone vivir en la poesía, en el recuerdo y en un hoy proyectado desde ese recordar.
Claramente la escritura de Guerrero debe ser entendida como una necesidad donde el lenguaje es una forma de representar la memoria. Visto así el asunto, el poeta debe actuar como un investigador y compendiador del lenguaje (en sus mismas palabras “poesía de investigación”) donde se recupere un Chile antiguo, ya desaparecido, una manera distinta de habitar la memoria misma, el espacio y el lenguaje. Pero esta comprensión de nuestra trayectoria histórica se da, mediante la poesía, de modo sensible, desde la emoción pura y cruda. El origen etimológico del término lo explica: la voz castellana “recordar” viene del bajo latín recordare, que se compone del prefijo re- (‘de nuevo’) y cordare de cor o cordis (‘corazón’). Ese es el linde de lo racional, la poesía, en tanto artefacto instintivo, como frontera que resiste el proyecto racionalista. Entonces sí es posible imaginar una realidad distinta a la instaurada por el realismo capitalista.
Aquí quisiera traer a colación un antiguo debate acerca de la naturaleza apolítica que supuestamente caracterizarían a dos generaciones atingentes al ámbito de producción de Guerrero: la generación del ‘50, un claro referente en su obra, y la del ‘90, a la cual nuestro autor pertenecería tanto de modo histórico como en lo estilístico. En mi opinión, el poemario no trata solo de apelar a lo meramente testimonial ni simplemente revalidar la memoria, sino que plantea un modo específico de afrontar la propia existencia libre de la disolución existencial en un paradigma socio-histórico alienante y es en ese operar subjetivo cuando surge la palabra como acto de resistencia. No una resistencia ante un sector político de claro domicilio ideológico y de registro histórico concreto, en una lógica partidista. Más bien se trata de una resistencia epistemológica de cara al paradigma posmoderno y neoliberal que nos ahoga, pero resistencia al fin y al cabo (tal vez la más agónica, nuestra particular tragedia). Esto, a mi entender, explica la irrupción de la coyuntura insoslayable y el contraste entre recordar el pasado y constatar el presente. Por supuesto, ambos espacios se vinculan mediante esta corriente, este vínculo, porque la poesía, qué duda cabe a estas alturas, es para Guerrero el puente cortado que se proyecta imposiblemente para tocar el hombro de alguien y susurrarle un secreto.
Pero resulta que, al parecer, la poesía misma falla; las palabras no cumplen con su cometido, son un mero artificio. Entonces surge el silencio que lo cubre todo: nuestra infancia, nuestra educación, nuestra historia. Avanza el desierto en nuestra alma. La tierra yerma, el vacío del que nos advierte también Eliot se impone por el desmantelamiento de la palabra como acto sagrado de la existencia y como sujetos desmantelados no podemos ya construir ninguna vida verdadera, ninguna historia significativa. Ante las dudas acerca de un pasado tan solo recuperado a medias la voz poética propone hipótesis, posibilidades que abarroten el insufrible vacío de un relato sin terminar, solo recuperado a medias y que es necesario rearmar sin las piezas faltantes. Es aquí donde lo testimonial entra en tensión con la resistencia. En la poesía de Guerrero el silencio oculta el grito y el recuerdo es un espectro, todo en el marco extraño de una realidad que se percibe como ajena y lejana.
¿Y cómo se resuelve este nudo gordiano? Creo que es evidente la preocupación que hay en muchos poemas por el concepto de la “fisura”, entendido como rajadura en la realidad. Se describen escenas concretas donde los sujetos actúan como en una mascarada. Hay algo inquietante allí. Ese sedimento en las aguas oscuras se filtra en la representación. Se hace presente el silencio como recuerdo de aquello no nombrado, es la sombra junguiana que acompaña a la máscara, el fantasma siempre fiel a nuestro lado, esa oscuridad inagotable. A propósito de fantasmas, recuerdo, y se me perdonará la digresión, una visita en conjunto a un colegio donde un niño de muy cortos años le preguntó a nuestro poeta si él escribía poemas de terror, y es que la poesía de Guerrero siempre ha sido psicológicamente espectral, una Casa tomada, diría cierto rioplatense. De hecho, en muchos de sus poemas son los lugares los que actúan, en tanto que el habitante se comporta como un simple espectador aterido y abismado ante aquel misterio que lo rodea. Ahora vuelvo al tema anterior, perdonen ustedes, sobre el silencio y la palabra. Desde mi punto de vista la arquitectura dialéctica cruza todo el texto: recordar-olvidar, luminosidad-oscuridad, pasado-presente, superficie-hondura. De tal suerte que el silencio es el referente de lo olvidado y es que el vacío nos recuerda que algo existió allí donde ahora campea el vacío y la pérdida. Puede que la poesía fracase en su intento por concordar opuestos tan titánicos; pero es que la poesía no fue escrita para triunfar, como nos lo indicaron Lihn y Lira, su objeto es mucho más demoledor: tiene que ver con nuestra existencia misma y, por consiguiente, el silencio solo puede ser el motor inmóvil de la palabra poética (en tanto exista el silencio, será necesaria la poesía). La poesía ha sido engendrada entonces por el mismo desierto que nos habita y será la compañera fiel y guía en un periplo hacia nuestro origen mismo. Las distintas cosas y objetos que conforman nuestro pasado nos guiarán en nuestro viaje de retorno, en nuestro eterno retorno al principio, a la madrugada de nuestra existencia misma. El acto de poetizar es de suyo contradictorio y, por lo tanto, universal. Whitman nos decía:
“¿Me contradigo?
Muy bien, pues me contradigo,
(Soy grande, contengo multitudes.)”
La poesía debe contener contradicciones hercúleas, debe abarcarlo todo, de lo contrario ¿qué la diferencia del lenguaje llano e instrumental que nos arroja fuera de todo y todos?
Por último, una mención acerca del leitmotiv más reconocible en la obra del autor, tanto de su creación lírica como de sus investigaciones críticas: la infancia. Creo que la idea de la niñez en Guerrero se engarza con la necesidad de rescatar la esencia de cada cosa mediante la poesía, entendida esta como el rescate y recuperación de la palabra significativa y elemental. La esencia está siempre en la memoria, o al menos parte importante de ella, por lo tanto, la niñez contendría la llave de aquella pureza inicial y remota que, actualizada, nos posibilita rellenar momentáneamente las fisuras de nuestra historia, los intersticios de nuestra realidad. Para quien redacta este tosco comentario el tema de la infancia en la escritura de Guerrero se relaciona, tal vez no tan evidentemente, con la conceptualización del oficio del poeta, en otras palabras, lo que debe hacer el poeta es resguardar la pureza y ser el custodio de nuestra versión más real. Recordando a William Wordsworth y Salinger podría proponer una imagen que describa la misión del poeta, la cual no es solo ser el custodio del recuerdo, del esplendor de la hierba y la magnificencia de las flores, sino que, cual guardián, salir del centeno cada vez que un niño, distraído por el juego, se acerque peligrosamente al abismo. Y hay tantos niños y son tantos los abismos. Vivir en la literatura y no de la literatura (aunque esto último no estaría mal, hay que admitirlo) implica una postura ética frente al oficio del poeta, porque no importa cuántos niños o abismos hayan, la batalla se tiene que dar igualmente y cuantas veces sea necesario
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Sobre Las corrientes Luminosas de Claudio Guerrero
Por Fabián Navarrete